CAPÍTULO VEINTISIETE

ESTOY teniendo una conversación nada agradable con el siempre desagradable Julio Mendoza. No entiendo como en el pasado pude sentir admiración por un ser tan aborrecible. En realidad, sí lo sé. La razón es muy sencilla; yo admiraba al escritor, no al hombre, y ahora al conocer al hombre no pude continuar con mi admiración hacia el escritor.

Julio Mendoza es inquisitivo y engreído. Tan inquisitivo que mis respuestas acerca de que no he encontrado nada que inculpe a Héctor no se las traga. Obviamente, he omitido que el marido de Claudia se presentó en las oficinas de la editorial. He decidido que todo lo que vaya descubriendo me lo guardaré para mí, y así, cuando descubra la verdad ,la encargada de resolver el asesinato de mi hermana será la policía, y no ese escritor de pacotilla, que sin lugar a dudas, escribirá la historia como acostumbra a hacer: sin ningún atisbo de respeto. Tan engreído que mis explicaciones telefónicas no le han parecido suficientes y se ha presentado en la puerta de mi cabaña.

Trabajo para Julio Mendoza porque es la única forma de ganarme la vida y permanecer en un sitio tan olvidado de la mano de Dios como es este pueblo. Pero desde luego, no voy a hacer partícipe a Julio de ninguno de mis descubrimientos. Por otro lado, si miento a Julio, éste llevará la investigación por el camino equivocado, lo que lo hará estancarse en su búsqueda y a mi avanzar.

Julio sigue con los brazos cruzados, el gesto inquisitivo y la espalda apoyada en la puerta. Vamos, como en su casa. Para asegurarle que no es así, yo me he plantado frente a él e imito su pose, franqueando la entrada de modo que ni lo dejo pasar ni lo invito.

—Así que no has averiguado nada...—continúa con su vocecilla cargada de inquina—empiezo a pensar que no eres tan buena investigadora como pensaba.

Cojo aire y lo suelto por la boca. Julio no sabe que yo, cuando me enfado, me convierto en un ser desagradable que arrasa con todo lo que hay a su paso. Intento contenerme, al menos, todo lo que la ira que guardo en mi interior me permite.

—Punto número uno; no soy investigadora sino periodista. Punto número dos; si no he encontrado nada incriminatorio será porque no es culpable.

Julio niega con la cabeza y hace un chasquido con la lengua que se me cuela en el cerebro y comienza a martillearme la sien. ¡Qué mal me cae!

—Ser periodista, conlleva, entre otras cosas, ser capaz de culminar con éxito una investigación. Y

respecto al segundo disparate que has dicho, Héctor Brown es culpable y no me cabe la menor duda— dice, con su voz de sabiondo intelectual.

—Si tan mal periodista-investigador te parezco sólo tienes que hacer una cosa: despedirme—lo animo.

Tan pronto como las palabras salen de mi boca me arrepiento. Si me despide, no tendré posibilidad de seguir subsistiendo en el pueblo y me veré en la obligación de buscar otro trabajo alejado de este sitio.

Julio, quien durante toda la conversación ha mantenido una amplia sonrisa cómica en el rostro, ahora tiene una mueca tensa en los labios.

Este acontecimiento forma parte de mis innumerables ejemplos que ilustran mi capacidad innata para cabrear a todo el mundo.

Y Julio parece que se lo está pensando. Durante varios segundos permanece callado, probablemente a punto de gritar: “¡A la puta calle!”

—No te voy a despedir—dice al fin, para mi sorpresa—No eres mala periodista, tu trabajo asegura lo contrario. Tan pronto como te desembaraces de ese abanico de sentimientos que te impide ser objetiva, te convertirás en una magnífica comunicadora.

Se despide de mí y comienza a descender por el sendero que da camino a su casa. “Abanico de sentimientos” vaya chorrada...

Un malestar incomprensible se apodera de mí tan pronto como su figura se pierde por el bosque.

Llamo a Leo y este acude obedientemente hacia donde me encuentro. El precioso cachorrito se ha vuelto indispensable en mi vida, conllevando que su sola presencia me haga sentir mejor. Le lanzo la pelota de goma varias veces. Él corretea feliz por el bosque, alcanza su presa y regresa a devolvérmela.

Ese día, sin embargo, Leo no consigue animarme.

Ya han pasado dos días desde que Héctor me llevó a volar con él. El recuerdo de aquel día me causa una opresión en el pecho difícil de soportar. Sé perfectamente que esa opresión es debida al sentimiento de culpabilidad que tengo. Desconfío de él, y al mismo tiempo, lo necesito. Le estoy mintiendo.

Héctor se muestra amable, divertido, encantador y pasional conmigo. Tan pronto como estoy con él desaparece la desconfianza. Tan pronto como nos separamos, reaparece. Y entre medio, la mentira.

Es pensar en sus manos acariciando mi piel, sus labios sobre los míos, nuestra risa fundiéndose al unísono y yo me derrumbo.

Si resulta que Héctor es el asesino de mi hermana, será un golpe tan duro que no sé si podré llegar a superarlo algún día. Pero si Héctor es inocente tendré que enfrentarme al duro hecho de contarle la verdad.

Vuelvo a la cabaña y me siento en el sofá, tratando de reorganizar mis ideas. Leo llega corriendo y se tumba a mi lado, panza arriba. Le acarició la barriga y se queda dormido. Al menos, uno de los dos es feliz.

Es curioso. A veces me olvido de qué hago exactamente en este pueblo. Es como si la búsqueda de la verdad y el deseo por Héctor me hubieran apartado de lo que fue el centro de mis preocupaciones hasta hace sólo unos días: Érika, mi hermana.

Instintivamente giro la cabeza para contemplar la urna, que sigue situada en el mismo lugar en el que la coloqué el día de su incineración. Me quedo completamente quieta, a expensas del parpadeo de mis ojos, que es incapaz de cesar. No me he dado cuenta de que me estoy clavando las uñas en las palmas de las manos, apretando tan fuerte que he comenzado a sangrar.

Allí esta Érika. Tan siniestra que me cuesta reconocer al reflejo inquietante de mí misma. Mantiene las sombras azuladas bajo los párpados, el pelo húmedo y desordenado pegado a la cara ,y la mancha roja sobre su cabeza. Pero no es su apariencia lo que me aterroriza, sino la expresión de su rostro. Sus ojos parecen inyectados en sangre y se proyectan fijamente sobre mí, y sus labios se cierran en un rictus que esconde unos dientes apretados que rechinan, produciendo un sonido que nos encierra a ambas. Está enfadada.

Me levanto del sofá con las piernas temblando y sin dejar de mirar a mi hermana.

—¿Q-qué quieres?—tartamudeo.

Mi respiración se agita y el sudor frío se pega a mi frente.

Jamás he visto a mi hermana tan enfadada. Ella siempre se muestra distante conmigo, y sin embargo, ahora, es tan directa que su imagen me produce una agonía insoportable.

—¿Qué quieres?—le grito, aterrorizada y llorosa.

El rostro de Erika se contrae, y da paso a una máscara de dolor y odio que me produce un terror inadmisible para tratarse de mi propia hermana. Su boca comienza a abrirse en un ángulo imposible, sus ojos lagrimean y una de sus manos se tiende hacia mí, en busca de... ¿Incriminación? ¿Ayuda?

Y entonces, ella grita.

Es un grito ensordecedor y agudo que me hace estremecerme. Retrocedo hacia atrás con miedo y me tapo los oídos, rogando que pare. Pero aquel espectro azulado con una mueca de dolor es su rostro no cesa.

Intento correr, pero mis pies se han quedado anclados al suelo. Todo se desvanece ante mí, las paredes, los muebles...y ella, se va haciendo más borrosa. Antes de perder la conciencia me doy cuenta de que no es ella la que me abandona, sino que soy yo la que se va.

Abro los ojos, y lejos de sentirme abatida por el desmayo, el corazón comienza a latirme desbocado. A pesar de que me duelen todas las articulaciones y me siento mareada, me levanto rápidamente, por lo que un nuevo mareo me sobreviene y me veo obligada a agarrarme al sofá. Con miedo, paseo la vista por el estrecho habitáculo, lo cual no es necesario. La opresión y angustia que sentía cuando ella apareció ya no están, y en su lugar, han dado paso a un torrente de emociones que van desde el miedo más absoluto hasta el más puro desconcierto.

Camino hasta la urna, indecisa. Mi hermana, mi hermana...¿Qué es lo que quería?

Estoy asustada pero aún así, estiró el brazo para tocar la urna y la acarició. Es fría. Y un sentimiento de soledad me invade.

¡Qué irónico que ahora me sienta sola cuando estaba deseando que ella desapareciera!

—¿Qué quieres?—susurro a la urna.

No hace falta que ella me conteste. Érika está dolida. Necesita decirme algo, y ese grito, ha sido su manera de advertirme de que algo se me escapa.

Estoy en el centro. Tras la aparición de mi hermana, he sentido la imperiosa necesidad de acudir a este sitio. No sé por qué, pero algo me lleva a pensar que sea lo que fuera que mi hermana quisiera decirme, es aquí donde voy a encontrarlo.

Saludo a la mujer de bata blanca que siempre está en la recepción y me paseo por el centro, tratando de encontrar la respuesta. Las mujeres apenas me miran, pues si antes podía sorprenderlas que yo estuviera allí, ya se han acostumbrado a mi presencia. Yo no soy Érika, y por tanto, soy alguien ajena a ellas. A su mundo de pasillos blancos y caras conocidas. A la seguridad de los rostros conocidos y las paredes cercadas que no golpean ni insultan.

Doy un paseo por el jardín y me cruzo con el jardinero. Este, aunque pasa por mi lado, no se digna a mirarme. Camina con el gesto ceñudo y el andar encorvado tan característico. Hay algo que oculta. Lo sé desde el primer momento en que lo vi. No dispuesta a que mis sospechas se queden en meras confabulaciones, me dirijo hacia donde él, tratando de aparentar que sólo estoy contemplando el paisaje. Me paro cuando él se vuelve hacia mí y disimulo que estoy mirando una bonita orquídea. El jardinero desaparece por la puerta de una caseta verde que se funde con la vegetación. Me siento a esperar en un banco de forja blanca. Sale a los pocos minutos, vestido con ropa de calle distinta a su mono de trabajo. Se despide de una de las enfermeras, se monta en su coche y se marcha.

Aprovecho que el jardín está desierto para colarme en la caseta. Si el jardinero esconde algo, ese puede ser un buen sitio para ocultarlo. Agarro la manivela de la puerta e intento hacerla girar. Cerrada.

Si encuentro un alambre tal vez pueda forzar la cerradura. Miro hacia ambos lados del jardín hasta que caigo en la cuenta de que una de las horquillas de mi cabello puede servirme. Estoy quitándomela cuando veo a Héctor aparecer a lo lejos.

Me saluda y me hace un gesto para que me acerque.

Le doy un casto beso en los labios y el juguetea con el mechón que acaba de soltarse de mi cabello.

—No sabía que estabas aquí—me dice, extrañado de que yo no haya ido a saludarlo como acostumbro en mis frecuentes visitas al centro.

—Acabo de llegar—miento—estaba viendo el jardín. Uno se pierde por aquí, es tan bonito...

Héctor me acerca hacia él y me da un profundo beso en los labios. Yo cierro los ojos y una corriente de electricidad recorre todo mi cuerpo. Cuando se separa de mí, yo estoy flotando en una realidad paralela: promesa de sexo duro, se llama.

—¿Estás bien? Pareces enferma.

—Sí, estoy bien.

—¿Estás segura?—continúa, poco convencido.

—Sí, he dormido mal, eso es todo.

Me da la mano para que lo acompañe.

—¿A dónde vamos?

—A mi despacho.

—¿Y eso?

Los ojos de Héctor brillan con picardía.

—Nada más verte he sentido una imperiosa necesidad de tirarte sobre mi escritorio y abrirte de piernas para mí.

El calor me inunda.

Sólo él consigue que mi lívido aumente por cien en un segundo.

Entro al despacho de Héctor, lo empujo hacia la puerta cerrada y le quito la chaqueta. Héctor me mira con una mezcla de diversión y aceptación en los ojos, pero sus manos continúan quietas y apartadas de mi cuerpo. Enarco una ceja y me cruzo de brazos.

—Señor Brown, lo recordaba más activo en las veces anteriores.

Héctor se ríe.

—Debo admitir que te he mentido. Quería darte algo, y estaba aquí, en mi escritorio. Sé que te gustan las sorpresas.

Lo miro sin comprender, y él se desplaza hasta su escritorio, abre un cajón y saca una cajita de color plateado. Vuelve hacia donde estoy y me ofrece el misterioso paquete. Sin decir nada, lo abro. Me quedó pasmada y sin habla durante unos segundos, admirando la joya que tengo entre mis manos. No me lo puedo creer. Es un collar de diamantes.

—No sé qué decir...

Héctor sonríe.

—Sólo di que lo aceptas.

Yo sonrío.

—¿Tendría otra opción?

Él niega con la cabeza, sin perder ni la sonrisa ni un ápice de su atractivo —Pensé...que no regalabas joyas a las mujeres—comento con descaro.

Él se encoge de hombros.

—Tú eres mi excepción.

Él corazón me da un vuelco y no puedo evitar que una sonrisa bobalicona se plante en mi cara.

Héctor me rodea por la cintura y me da la vuelta, me aparta el cabello y me deja un beso cálido en la nuca. Luego, coloca el collar sobre mi cuello y vuelve a darme la vuelta. Me mira satisfecho.

Me atrae hacia sí y vuelve a besarme. Antes de que me dé cuenta, ambos nos hemos movido hacia el escritorio y yo estoy sentada encima de él, mientras Héctor me besa y acaricia todo el cuerpo por encima de la tela. Se acerca a mi oído y ordena con voz ronca: —No te lo quites.

Entiendo que se refiere al collar.

Sin decir más, me da la vuelta y me coloca con la cara contra el escritorio. Sus manos descienden hacia mis medias y las arrancan. Luego me baja las bragas. Mi culo está expuesto a él, y yo no puedo ver lo que va a hacerme, lo que me excita mucho más.

Héctor me penetra con un dedo, y yo, que no me lo espero, grito de placer. Puedo sentir el bulto de su entrepierna sobre mi culo y su dedo me provoca de una manera exquisita. Coloco las palmas de la mano en el escritorio y me muerdo los labios, tratando de no gritar en el despacho. Pero no lo consigo del todo, y pequeños gemidos escapan de mis labios. Eso excita a Héctor, que se baja los pantalones y me penetra.

Sus manos me agarran las caderas y entra y sale de mí, rápido y fuerte. Mis pechos golpean el escritorio, y mi cabello cae en cascada sobre mi frente. Héctor lo recoge entre sus manos y me dice algo inentendible al oído.

Yo grito.

Él grita.

Me agarra y me lleva hacia la pared, donde me agarra de las caderas y vuelve a entrar dentro de mí.

Yo abro las piernas para facilitarle la entrada y él entra y sale de mí una y otra vez, hasta que ambos no desplomamos contra la pared en un último grito antes de llegar al éxtasis.

Me besa en la nuca y acaricia mi cuello hasta llegar al collar.

—Te queda perfecto.

Yo me vuelvo y rodeo su cuello entre mis brazos. Lo contemplo extasiada.

—Un collar de diamantes no es algo que vaya a poder lucir muy habitualmente—le digo.

Él me mira, con sus ojos desprendiendo una extraña sensación que no había visto antes.

—¿Qué te parece si me acompañas a una fiesta en París? Allí podrás lucirlo.

—¿Sería tu acompañante?—pregunto nerviosa.

Él niega con una sonrisa.

Héctor se separa un poco de mí y puedo notar que él está tan nervioso como yo. Me ofrece una sonrisa que me parece lo más tierno que he visto en mi vida. Yo se la devuelvo, calmándolo. Como si se tratara de un niño pequeño, apoya la cabeza sobre mi pecho, avergonzado, y me besa por encima de la tela.

—No había hecho esto antes. Me pones muy nervioso, Sara. Eso no me ha pasado nunca.

¿Nervioso él? Es la persona más segura de sí misma que he conocido nunca.

—¿El qué?—pregunto sin entender.

—No quiero que seas mi acompañante—asegura en tono serio. Me coge de la mano y me acerca hacia él—quiero que seas mi novia. Quiero presentarte ante todos como mi novia—el nerviosismo vuelve a hacer mella en él, y por un momento, el Héctor seguro de sí mismo que conozco desaparece, dando paso a un hombre que espera una respuesta con cierto temor—si tú quieres, claro.

Lo miro. El me mira.

Está despeinado y luce joven y sexi, dejando atrás la apariencia del distante hombre de negocios.

¿Cómo puede creer que voy a decirle otra cosa que no sea que sí? ¡Si me muero por sus huesos!

Lo agarro de la corbata y lo acerco a mis labios.

—Quiero.