CAPÍTULO VEINTE
ENCIENDO la tele y me dispongo a ver lo que echan, mientras Héctor se da una ducha. Yo me he duchado antes, porque entiendo que de alguna manera compartir demasiada intimidad conmigo lo pone nervioso. No entiendo por qué, pero hay algo oscuro en Héctor Brown que le hace imposible mostrar algo de cariño más allá del sexo.
Aunque él a veces se muestra tierno. Y siempre es encantador...
“Te olvidas que desconfías de él. Si tiene algo que ver en la muerte de Erika...”
“Él no tiene nada que ver con ella”—lo defiendo malhumorada.
“Entonces no muestra cariño hacia ti porque tú eres otra más de las que se folla”—me aclara mi subconsciente.
“No te he pedido opinión”—respondo indignada.
“Vale, pero no lo olvides”
“Me da igual. Yo soy una mujer hecha y derecha, independiente y que sabe lo que quiere”
“Genial”—acepta—“así luego no vendrás llorando y dándome dolor de cabeza”
“¡Qué hija de puta!”
Se supone que siempre debemos estar unidas; y ella trata de amargarme la noche. Bueno, me da igual, tengo una noche por delante junto a un hombre que me encanta. Puede que él me quiera para un rato, en cuyo caso pasaré a ser otra de su larga lista de conquistas. Pero eso es mejor que nada, ¿No? Y yo puedo superarlo. Lo he hecho en anteriores ocasiones sin derramar ninguna lágrima. Además, tengo que empezar a separar el amor del sexo.
“Pero este no es Paco, el pizzero del pueblo”—apunta mi subconsciente jocosa.
La jodida está disfrutando.
—No me obligues a ver eso—suplica Héctor.
¿Eh..., he hablado yo en voz alta?
Me doy cuenta de que señala hacia la tele, donde una imagen de lo que El viento se llevó haría saltar las lágrimas a las piedras. Me fijo en Héctor, apoyado en la puerta del cuarto de baño con el pelo mojado y una minúscula toalla blanca ceñida a sus caderas. Los oblicuos, los que marcan el camino hacia pecado. Luego le echo una mirada a la tele.
—Es una obra maestra—comento, sin saber a cuál de las dos me refiero.
—Digna para cualquier espíritu romántico—se burla.
—No sé qué tiene de malo el romanticismo—me irrito.
Me siento sobre la cama, dispuesta a tragarme las más de tres horas de película. Héctor bufa.
—¿En serio?
Se acerca a la cama y se sienta a mi lado.
—Totalmente.
—Podría obligarte a que lo quitaras.
—Lo dudo. Yo no acepto órdenes de nadie, ni siquiera de uno de los tipos más ricos del mundo.
Héctor da una amplia carcajada.
—Podría convencerte...—dice, cambiando de táctica y mordiéndome el lóbulo de la oreja.
Yo me estremezco.
—No es justo...me estás distrayendo.
Él me destapa hacia la altura de la cadera, y comenzó a dejar caricias y mordisquitos en mis pechos.
Yo suspiro.
—Héctor...—murmuro.
—¿Sí?—susurra contra el lóbulo de mi oreja—¿Decías?
Yo me muerdo el labio. Al diablo con Lo que el viento se llevó.
—Benditas sean las distracciones—digo, dejándome llevar hacia él.
Yo estoy tumbada en un lado de la cama tratando de dormir, pero es difícil con Héctor dando vueltas de uno a otro lado y separado de mí como si yo quemara.
—¿No puedes dormir?
—Estoy acostumbrado a dormir solo.
Aprieto la mandíbula irritada por su desconsideración.
—No hace falta que me abraces—explico mosqueada—pero sería un detalle que dejaras de moverte.
Tranquilo, no voy a echarte la pierna por encima ni nada por el estilo.
Repentinamente, él se da la vuelta y me estrecha entre sus brazos. Yo intento zafarme, demasiado enfadada para que aquel gesto tan bonito me calle la boca.
—Para—ordena.
—No me abraces porque estoy enfadada. Si haces algo que sea porque lo quieres, no porque yo te lo haya pedido. Además—le digo, dándole un empujón—yo no te he dicho que me abraces, sólo te he pedido que dejaras de moverte.
Él se separa de mí y puedo sentir como se contiene. A pesar de la oscuridad, siento brillar sus ojos clavados en mí.
—Eres la mujer de hielo—comenta fríamente.
—Tú no te quedas atrás.
—Ya, pero yo al menos intento cambiarlo. No te he abrazado porque me haya sentido obligado.
Se da la vuelta y se echa a un lado, completamente apartado de mí.
—¿Y por qué lo has hecho?—pregunto, sintiéndome culpable por ser tan dura.
—Porque me apetecía. Nunca he dormido con una mujer; y me movía porque estaba intranquilo.
Sentía ganas de estar junto a ti, y abrazarte, pero no sabía cómo acercarme a ti. Es una sensación extraña con la que lidiar cuando siempre duermo solo, y nunca dejo que nadie comparta mi cama.
Vale, yo la he cagado. Además de ser la única mujer con la que él ha dormido, soy la única a la que él desea abrazar.
—Lo siento—acerco una mano a su brazo pero él no se mueve—yo también quería que me abrazaras.
—Señorita Santana, en lo próximo, sea usted más sincera y explícita con lo que quiere—me dice de manera tajante.
Le toco la espalda para llamarlo. Héctor se da la vuelta, me agarra la muñeca y se coloca encima de mí.
—Duérmete y no me provoques—me dice.
Se aparta de nuevo hacia el otro extremo, y yo, por primera vez, obedezco sin rechistar.
Me despierto sumergida en la oscuridad, con el sudor pegado a la frente a causa de una pesadilla angustiosa que he tenido acerca de mi hermana. Camino hacia el cuarto de baño y me mojo las muñecas y las sienes, tratando de calmarme. Luego vuelvo a la cama, pero me sobresalto al ver a Héctor despierto, mirando por la ventana.
—¿No puedes dormir?—le pregunto.
Él sigue mirando por la ventana, tan abstraído que no repara en mi presencia.
—Héctor—lo llamo.
Él se vuelve hacia mí, y me mira con una expresión vacía. Me da un beso en el hombro y me abraza, como si quisiera refugiarse en mí. Su comportamiento me asusta.
—¿Estás bien?—me preocupo.
—Duérmete pequeña—me dice, separándose de mí.
Él vuelve su atención de nuevo a la ventana, con la vista fija en la playa.
A la mañana siguiente me despierto sola en la suite del hotel. Confusa, miro hacia uno y otro lado de la habitación buscando a Héctor con la mirada. Me visto con la ropa que aún está tirada en el suelo de la habitación, y el recuerdo de lo que hicimos la noche anterior me hace esbozar una sonrisa de tonta.
Luego recuerdo nuestra discusión y se me borra de la cara.
Héctor sale del cuarto de baño y me habla sin mirarme.
—Vamos a desayunar. Tengo que coger un vuelo para Nueva York dentro de cuatro horas y tengo que llevarte a tu casa.
Me tenso al oír aquello, ¿Se va a Nueva York? ¿Por cuánto tiempo?
Enfadada y dolida, hablo atropelladamente.
—No hace falta que me lleves, si tanta prisa tienes, cogeré el autobús.
Paso por su lado sin mirarlo y me dirijo a la puerta de la habitación. Su mano me detiene sin amabilidad alguna y me atrae hacia sí.
—No vas a viajar en autobús.
Me zafo de su agarre y lo encaro.
—¿Por qué no?—pregunto altanera—¿El autobús no es lo suficiente bueno para ti? Para mí sí que lo es.
Él me estudia con sus ojos fríos como el hielo.
—No digas tonterías. Has venido conmigo y te vas conmigo.
—No quiero, vete a Nueva York y déjame tranquila—musito, sin ocultar la rabia que descargan mis palabras.
Él entiende lo que me pasa, se acerca a mí por detrás, me abraza y me voltea hacia él.
—Sara, no quiero irme. Ha surgido una reunión de trabajo y tengo que ir—me coge el rostro entre las manos y dice—ven conmigo.
—¿Quieres que vaya contigo?—pregunto asombrada.
—Sí.
Mis piernas tiemblan de emoción y me abrazo a él, sintiendo la calidez de su pecho a través de la tela de la camisa.
—No puedo. Me encantaría, pero no puedo. Tengo que quedarme en el pueblo y arreglar algunos asuntos.
Él me da una palmada en los glúteos, luego abre la puerta de la habitación y me indica que salgamos.
—Entonces tendré que volver pronto.
En el restaurante del hotel desayunamos con las vistas del mar frente a nosotros. Yo no puedo quitarme de la cabeza lo que él me ha dicho. Me ha pedido que viaje con él a Nueva York.
¡Dios, Dios, Dios!
Estoy pletórica, emocionada, incrédula.
Revuelvo la comida que hay en mi plato; generalmente yo sí tengo apetito. Pero aún tengo que pedirle perdón por lo de anoche, y después de lo que él me ha dicho, yo siento aún más necesidad de hacerlo.
—Siento lo de anoche. Me comporté como una tonta—me disculpo.
Héctor suelta la taza que tenía entre las manos y me habla con seriedad.
—Yo también. Hiciste que desaprovechara la ocasión de abrazarte. Es normal que te sientas culpable.
Aprieto los puños y trago todo el aire del mundo.
Calma. Calma.
—Mira chaval, tampoco te pases.
Él comienza a reírse.
Seguimos desayunando en silencio. En ocasiones, aquel hombre me saca de mis casillas. Me meto un trozo de tostada con mermelada de fresa en la boca y mascullo entre dientes.
“Cretino”
Él enarca una ceja y me mira por encima del periódico que tiene en las manos.
—¿Decías algo?
Seguimos desayunando en silencio. Él leyendo el periódico; yo maldiciendo para mis adentros a aquel hombre tan exasperante. Poco después nos marchamos y vamos hasta la salida del hotel. Yo voy a ir hacia el garaje cuando él me detiene.
—¿Te apetece dar un paseo por la playa?
—¿No tienes mucha prisa por irte de viaje?—inquiero de manera sarcástica.
Él me agarra de la mano y sin decir nada más me arrastra hacia la playa. Llegamos hasta la arena dorada, y comenzamos a caminar por la orilla. Héctor camina a mi lado, con los brazos recogidos tras su espalda y la actitud distante. Tiene aquella mirada que me dice que él vuelve a estar abstraído y alejado del mundo. Tras un rato así, me mira.
—Sara, tengo que advertirte de algo—me dice, en tono serio.
—¿Sí?—pregunto, centrando toda mi atención en él.
Después de una larga pausa, él habla:
—No te enamores de mí. Nunca. No soy alguien a quien amar. Soy una persona complicada.
Pongo los ojos en blanco. El dios de la humildad en persona, vaya.
—Gracias por el consejo, majo. Pero no te eches tiritos—me quedo callada un momento, analizando sus palabras—¿Por qué eres una persona a la que no amar? Héctor...todos somos dignos de recibir amor. Lo necesitamos.
—Es difícil, Sara. El pasado tiene más fuerza en nosotros de lo que creemos—me coge una mano y la besa—me encantas Sara, incluso con tu fuerte temperamento y tu mal genio.
—¡No tengo mal genio!—estallo.
Pero al darme cuenta de la contradicción, me relajo y sigo caminando como si nada.
Pienso en las palabras de Héctor. Los fantasmas del pasado no lo dejan amar. Y lo peor, él no se cree digno de ser amado, lo cual resulta muy triste.
Dispuesta a no admitir la tristeza que ha causado en mí lo que él me ha contado, me alejo de él, me meto en la orilla y comienzo a quitarme la ropa. Los ojos de Héctor se agrandan —Sara, ¿Qué haces?
—Quitarme la ropa.
Me quito el jersey y los vaqueros, hasta que me quedo en ropa interior.
—Sara—amenaza.
—Vamos Héctor...a mí también me gusta jugar.
—Ni hablar. Sal del agua.
Yo doy otro paso hacia atrás, adentrándome en la orilla. Sé que aquella pequeña cala sólo es accesible desde el hotel, y Héctor ha pedido que se cerrara el acceso a la playa mientras nosotros estábamos allí.
El señor Brown y sus caprichos...
Me bajo la tiranta del sujetador, y luego la otra de manera seductora. No sé lo que me pasa, generalmente yo no salgo del misionero en lo que a sexo se refiere. Es culpa de Héctor. Él saca mi lado oscuro.
Nos encontramos en la parte de la cala más alejada del hotel, junto a unas rocas amontonadas que hacen imposible que cualquiera pueda vernos. Y aún así, cualquier surfista o barco velero que se adentre por el mar podría sorprenderme. Aquello me excita aún más.
—Sara Santa, sal ahora mismo del agua si no quieres que vaya yo a buscarte—me amenaza, dando un paso hacia mí.
Yo doy otro paso hacia atrás, desabrocho mi sujetador y lo tiro a la arena.
Los ojos de Héctor se fijan en mis pechos, y por primera vez, puedo ver su palpable deseo.
—Ven a buscarme—lo reto—pero antes, quítate la ropa. No querrás que tu traje tan caro se estropee.
Meto mis manos bajo las tirantas de mis braguitas de encaje y comienzo a bajármelas.
—¡No! Ni se te ocurra—alarga una mano hacia mí.
Yo me quito las bragas y se las tiro a los pies.
De mala gana, se quita los pantalones y los zapatos.
—Maldita seas, Sara—se quita la americana y comienza a desabrocharse los botones de la camisa— cuando te pille te vas a enterar.
Avanzo hacia el mar y me sumerjo hasta el cuello. Héctor termina de desvestirse, y cuando está completamente desnudo, camina decidido hacia mí. Yo retrocedo divertida, no dispuesta a darle tregua. Pero él me alcanza de inmediato, me atrapa entre sus brazos y pega su cuerpo mojado y desnudo al mío.
Por la tensión de sus músculos y el brillo ardiente de sus ojos, puedo notar lo enfadado que está. Me agarra de los brazos y tira de mí de vuelta hacia la orilla, pero yo trato de detenerlo. A mi manera.
—Señor Brown...no sea usted aburrido.
Él se detiene y me mira furioso.
—No soy aburrido.
—Lo eres.
Héctor me suelta, y la expresión de su rostro cambia.
—Sara, has sido una chica mala y voy a tener que castigarte—me dice, contra mis labios.
Puedo sentir su erección contra mi estómago.
—¿Y cuál va a hacer mi castigo?—ronroneo.
—Por ahora—dice con voz ronca—voy a follarte, aquí y ahora, por excitarme de esta manera. Y
cuando vuelva de Nueva York...—el acaricia mi cabello, me acerca hacia él y planta un brusco beso en mis labios—cuando vuelva de Nueva York te voy a dar una sorpresita.
Ansiosa, rodeo sus caderas con mis piernas y mis manos se agarran a su cuello. Él no se hace de rogar, y me penetra. Se hunde en mí y sale, mecido por las olas del mar. Me lleva hasta las rocas, y embiste dentro de mí, con mi espalda pegada a una roca.
Yo hundo mis manos en su cabello, dejándome llevar por aquello. Sintiendo el morbo que me provoca aquella situación. Sabiendo que en cualquier momento alguien puede vernos.
Sus movimientos no cesan hasta que él embiste una última vez dentro de mí, se agarra a mis caderas y se corre fuera.
Abro mucho los ojos.
—¿Qué?—protesto.
—Dije que iba a follarte, no que fuera a hacer que te corrieras. Ese es tu castigo.
Héctor comienza a salir del agua, y yo, malhumorada, me agacho, cojo un puñado de arena húmeda y se lo tiro a la espalda. Héctor se para de inmediato, y se vuelve hacia mí muy lentamente. Sus ojos echan fuego. Su mandíbula está tensa.
—Que sea la última vez que...
Yo lo interrumpo.
—Si eres un hombre ven aquí y acaba lo que has empezado—le espeto.
Él sonríe.
—Ya lo he acabado.
Se da media vuelta y se aleja. Yo vuelvo a repetir la operación y le tiro arena, esta vez, directa a su cabeza. Héctor no se lo piensa, se vuelve y camina hacia donde estoy alcanzándome en dos zancadas, cogiéndome de la cintura y aplastándome contra una roca. Me coge de las muñecas y las aprietas.
—No vuelvas a provocarme, ¿Entendido?—me amenaza.
Por un momento recuerdo a Erika, y siento miedo. Me duelen las muñecas y trato de zafarme de su agarre, pero él continúa apretándolas. Soy idiota, él podría ahogarme y dejarme tirada en el fondo del mar.
No quiero morir...soy muy joven para morir y nunca me he llevado bien con Dios.
—¿Entendido?—repite, calcinándome con los ojos.
—¡Joder sí! ¡Suéltame de una puñetera vez!—el miedo pasa a ser enfado.
Héctor no lo hace.
—Héctor...me haces daño—me quejo.
Él me suelta automáticamente.
—Nunca vuelves a hacerlo. Soy peligroso si me provocan.
Yo aparto la mirada, molesta por lo que acaba de ocurrir. Enfadada por olvidar que Héctor Brown puede estar metido hasta el cuello en el asesinato de mi hermana.
Héctor me empuja contra las rocas, me abre las piernas y entierra un dedo en mi interior.
—¿Quieres que te folle, Sara?
El calor se enciende de inmediato en mí. Sé que tengo que decir que no. Sé que debo decir que no...
Trato de apartarme de él, pero Héctor coloca una pierna entre mis muslos y los abre sin dificultad alguna. Entierra un segundo dedo dentro de mí, y yo muerdo su hombro para no gritar. Sus dedos resbalan dentro de mí, hasta que llego al orgasmo.
Me separo de él y lo miro a los ojos, furiosa.
—Si vuelves a hacerme daño te mato—espeto.
Y acto seguido salgo del agua.
Y sé que es verdad. Si él tiene algo que ver con la muerte de Erika me habrá hecho daño, y yo no podré contenerme.
—Soy peligrosa si me provocan—le digo, ya fuera del agua.