CAPÍTULO TREINTA Y UNO
TENGO veinticuatro años y nunca he follado en un coche, así que cuando hace cinco minutos he tenido el polvo de reconciliación más alucinante de mi vida en un flamante jaguar negro junto al multimillonario Héctor Brown, he flipado. Literalmente. Ahora el ambiente vuelve a estar tenso, y no porque Héctor y yo nos hayamos vuelto a distanciar, sino por el hecho de que voy a encarar al jardinero y juro que lo estrangularé con mis manos si resulta ser el asesino de mi hermana. Héctor ha intentado convencerme para que no suba las escaleras, pero yo, muy resuelta, ya he cruzado la puerta de la pensión. Por otra parte siento un gran alivio al saber que el ex amigo de Héctor y marido de Claudia no tiene nada que ver con mi hermana. Eso exculpa a Héctor y borra de un plumazo cualquier rastro de sospecha, lo que me permite vivir mi noviazgo con Héctor sin el angustioso pensamiento de que él va a ahogarme cuando descubra la verdad. Es un alivio.
La dueña de la pensión nos mira desconcertada cuando nos ve subir las escaleras, pero no dice nada.
Llegamos hacia la puerta y entramos sin llamar. El jardinero está sentado en el sillón del pequeño saloncito de la habitación. Se vuelve hacia mí e ignora a Héctor.
—Le ruego que me escuche antes de juzgarme. Ya bastante tengo con una investigación policial como para que además me vea juzgado moralmente de manera precipitada.
Me siento en una silla que hay junto a la ventana sin decir nada y le insto a que hable. Él se enjuga la garganta y comienza a narrar su versión.
—Imagino que Héctor le habrá explicado lo que yo ya le he contado. Claudia y Erika se conocían de antes. Erika era la mujer del “Apache”, un conocido narcotraficante español. Yo trabajaba para el apache. No me siento honrado al recordar que yo...extorsionaba a aquellos pobres desgraciados que le debían dinero. Además, me dedicaba a falsificar documentaciones. Esto último fue lo que interesó a Claudia y Erika. En un primer momento sólo se trató de hacer desaparecer a Claudia. Era fácil. Una nueva identidad, un corte de pelo distinto...,pero luego las cosas se torcieron cuando Erika decidió que ella también quería desaparecer. Yo me negué. Si la descubrían, podría estar inmerso en una investigación policial. No obstante, Erika me chantajeó con denunciarme a la policía amenazándome con que mis delitos aún no habían prescrito. Ella tenía pruebas que demostraban mi autoría de los hechos, por lo que no me quedó otra. Sí, discutimos aquella tarde en el bosque. Pero yo no le hice daño a Erika, ¡Lo juro! Jamás he golpeado a ninguna mujer. Discutimos y golpeé repetidamente la corteza del árbol con mi pala porque estaba lleno de rabia. En una de esas veces, el pañuelo de Erika se enganchó y se desgarró. Ella, al ver mi estado de alteración, me pidió perdón por obligarme a hacer algo que no quería pero dijo...
—¿Qué dijo?—pregunto, ansiosa por saber la continuación de la historia.
El hombre entorna los ojos hacia mí con la misma perplejidad que yo tengo ahora.
—Dijo que no lo hacía por ella misma.
—¿Qué no lo hacía por ella misma?
—Sí. Sus palabras exactas fueron: “Alberto, lo siento. Perdona por meterte en esto, pero necesito que nos ayudes a escapar. No lo hago por mí misma”.
—¿Y entonces, por quién lo hacía?—pregunta Héctor, tan centrado en esa historia como yo.
—No tengo ni idea, pero sólo puedo decirles una cosa. Debía falsificar dos pasaportes. Uno, para una mujer joven que evidentemente pertenecería a Erika y el otro para una niña de tres años.
—¿Una niña?-exclamo incrédula.
Alberto asiente.
—Nadie del pueblo vio jamás a Erika con una niña de esa edad—responde Alberto enseguida—así que...no lo entendí.
Me levanto de inmediato y tomo aire. Necesito salir de esa habitación enseguida. El aire se ha vuelto espeso y difícil de respirar, y siento la imperiosa necesidad de encontrar un sitio al aire libre en el que gritar sin que nadie me oiga.
No me he dado cuenta de que Alberto se ha acercado a mí y me observa con los ojos implorantes.
—¿Me cree?—pregunta.
Yo lo miro llena de frialdad.
—No soy adivina. Ojalá tuviera la habilidad de leer la mente, Alberto. Sólo le diré una cosa, descubriré al asesino de mi hermana y lo llevaré ante la justicia.
—Hágalo rápido. No quiero verme envuelto en esto. Yo...he cometido muchos errores en mi pasado pero nunca fui un asesino.
Estoy a punto de marcharme cuando caigo en la cuenta de algo.
—¿Las tijeras de podar eran tuyas?
Alberto asiente con naturalidad.
—Pillé a Erika hurgando en mi cobertizo pocos días antes de su terrible muerte. Al preguntarle, me respondió que las necesitaba para defenderse.
—Para defenderse...—murmuro.
—No quiero inculpar a nadie pero el “apache” es peligroso. Cuando Erika lo abandonó, él montó en cólera y la buscó por todo el país. Yo me encontré con ella en el centro y la alerté, pero ella ya parecía estar al tanto de los números intentos del apache por encontrarla.
Salgo de la habitación de la pensión a trompicones y camino hacia el coche como si me tratara de una sonámbula. Ni siquiera reparo en que hace unos escasos veinte minutos Héctor y yo estábamos haciendo el amor en el asiento trasero. Ahora todo lo anterior me parece lejano y difuso, como si se tratara de un pasado nada cercano que se ha visto interrumpido por la llegada de algo inesperado y sorprendente. Algo que lo cambia todo.
Héctor me coge la mano, y por el rabillo del ojo puedo visualizar que él está encontrando las palabras exactas para hablar conmigo. Aunque no hace falta que diga nada, pues mi subconsciente ya ha empezado a asimilar la nueva circunstancia.
—Sara...sabes lo que eso significa.
Asiento.
—Tu hermana tenía una hija.
Por la ventanilla del coche, observo la imagen fugaz de una madre llevando de la mano a su hija. No puedo evitar imaginarme cómo será la pequeña. ¿Una niña morenita de ojos castaños? ¿Se llamará Erika?
Me vuelvo hacia Héctor, con los ojos anegados de lágrimas y una petición suplicante en los temblorosos labios.
—Necesito encontrar a la niña.
Él me aprieta la mano en señal de apoyo.
—Haré todo lo que esté en mi mano para encontrarla. Te juro que conocerás a tu sobrina.
—Esto cambia muchas cosas—pienso.
No me he dado cuenta de que he transportado mis pensamientos a la realidad. Héctor pone cara de no entender a qué me refiero.
—Si encuentro a la niña, no habrá nada ni nadie en el mundo capaz de impedirme que me haga cargo de ella. La cuidaré como a una hija. Sé que mi hermana habría querido que yo lo hiciera.
Y ahora lo entiendo. Las visiones de mi hermana con un gesto de terror y desolación sólo significaban una cosa; ella me estaba pidiendo ayuda. Ayuda para encontrar a su hija.
—Por supuesto que cuidarás de ella. Yo no esperaba otra cosa de ti. Eres una mujer fuerte y generosa y estoy convencido de que serás una buena madre.
—Héctor, la persona que esté conmigo tendrá que incluir en su vida a una niña, y yo...no quiero obligarte a hacer nada que tú no quieras. Así que si encuentro a mi sobrina, bueno, tú serás libre de hacer lo que quieras.
Él me mira asombrado.
—Quiero a esa niña desde el momento en el que he sabido que tenías una sobrina. Una pequeña morenita con el mal carácter de su tía será otra nueva aventura.
Yo me río.
Por un momento, la visión de un futuro prometedor junto a mi nueva e imaginaria familia se me hace tentadora.
—Hay algo que necesito preguntarte.
Me pongo seria y Héctor imita mi gesto.
—Hace dos semanas me pedías que no me enamorara de ti, y hace dos días pareciste cambiar de opinión. Me parece todo tan precipitado que...
—¿Te estás arrepintiendo?
—¡No!—exclamo, como si el simple hecho de tal cosa me hiciera estar loca—pero no negarás que has cambiado de opinión muy rápidamente.
—En dos semanas pueden suceder muchas cosas.
—¿Qué cosas?—pregunto recelosa.
—Darme cuenta de que te necesito, por ejemplo.
—¿Me necesita, señor Brown?—ronroneo, cogiéndolo de la corbata y acercándolo hacia mis labios.
—Constantemente.
—¿Y cuándo se dio cuenta de ello?—exijo saber, cada vez más cerca de sus labios.
—Mmm...
Él se hace el pensativo y yo le pellizco la barbilla.
—Todo comenzó en un horrible vuelo hacia Nueva York, plagado de turbulencias. Había una mujer de labios carnosos y piel dorada que no conseguí olvidar durante todo el vuelo. En mis días en Nueva York, cada noche solo significaba una horrible agonía, y mis sueños estaban plagados de momentos eróticos protagonizados por estos pechos—Héctor agarra mis pechos en un gesto posesivo y salvaje.
—Y estos labios—pasa su pulgar de manera provocativa por mi labio superior.
Yo sonrío.
—Creo, Señor Brown, que tiene usted un grave problema de obsesión conmigo.
Héctor me mira con cara angelical.
—Ya lo he solucionado—pega los labios a mi oído y susurra-ahora tengo novia. ¿Y tú, tienes algún tipo de obsesión?
Yo me hago la dura.
—Todo en dosis exageradas llega a ser nocivo para la salud.
—¡Cuánto lo temo!
—¿El qué?
—Yo no tendré suficiente de esto nunca.
Él mete la palma de su mano dentro de mi ropa interior, y yo me pego a él instintivamente, buscando que sus dedos se adentren dentro de mí, y dejando soltar un suspiro cuando me alcanzan y comienzan a provocarme. No quiero gritar, pues en el lado contrario, el chofer conduce ajeno a lo que nosotros hacemos. Pero en el fondo, sé que el cristal nos aísla de cualquier sonido o imagen.
Me agarro a los hombros de Héctor mientras que él continúa moviendo sus dedos dentro de mi vagina, torturándome de manera deliciosa cada vez que él entra y sale de mí. Yo hago descender mi mano derecha, y voy hacia su entrepierna, que luce abultada y dura escondida bajo la tela de los vaqueros.
Desabrocho los botones y bajo los calzoncillos hasta que su pene, duro y erecto, se muestra ante mis ojos.
Él introduce un nuevo dedo en mi interior, y yo siento como las paredes de mi vagina lo absorben hasta que sus dedos se acomodan en mi interior. Lo siento estrecho dentro de mí, lo que me produce un placer increíble cada vez que se mueve hacia dentro y fuera. Con sus dedos dentro de mí, mis labios se concentran en la punta de su pene. Lo rodean y lo lamen, y no estoy satisfecha hasta que él gruñe y alcanza mi cabeza con su mano libre. Sus dedos se enredan en mi cabello y acompasan el movimiento de mi cabeza, invitándome a descender más. Yo lo tomo en mi boca, sintiéndome completamente llena. Sus dedos en mi vagina y su pene en mi boca me ofrecen una plenitud que me va provocando oleadas de placer que hacen sacudir todo mi cuerpo. Héctor me sube a horcajadas encima suya, y me insta a que me mueva. Yo me ensarto en su erección y me quedo quieta, sintiéndolo dentro.
Héctor agarra mis pechos, pellizca mis pezones y me mira a los ojos.
—Muévete nena—me pide, con la voz cargada de excitación.
Yo hago lo que él me pide. Me muevo encima suya, y balanceo mis pechos. El aprisiona uno de mis pezones en su boca, y yo gimo al sentirlo tenso bajo su lengua húmeda. Héctor me agarra los glúteos, y yo lo cabalgo más rápido. El sexo se vuelve más rudo. Salvaje; hasta que llegamos juntos al clímax.
Héctor se corre soltando un grito gutural. Me pasa la mano por el pelo, y comienza a acariciarlo, como si con ese gesto él pudiera volver a calmarse.
Ambos nos quedamos quietos y exhaustos, en silencio, recuperándonos del intenso orgasmo que cada uno ha provocado al otro. El sexo con él siempre es distinto, provocador y extenuante.
Su teléfono suena, y Héctor lo saca del bolsillo para tirarlo sobre el suelo.
—Cógelo—lo animo a contestar.
Héctor pone mala cara pero termina por llevarlo a su oreja.
—¿Sí? ¿¡Qué!? ¿Cuándo ha sucedido? ¡Maldita sea!
Yo contemplo en silencio la escena. Sea lo que sea que le están contando, debe de ser una mala noticia.
—Llegaré en diez minutos. Estoy en la entrada del pueblo—Héctor se queda en silencio unos segundos—¿Qué quiere ver a quién?...no estoy seguro de que...¡Un momento! ¿Qué dices? ¿Estás seguro de que ha dicho eso? En ese caso iremos juntos...¿Ella se encuentra tranquila? Bien.
¿Ella?
Me tenso inmediatamente. No tiene por qué significar nada, pero he de confesar que la celosa que hay en mí ha encendido el radar de alerta.
Héctor cuelga y deja exhalar un profundo suspiro. Se acerca hacia el botón que conecta el micrófono y habla con el conductor, ordenándole que vaya más deprisa.
—¿Qué sucede?—pregunto preocupada.
Héctor se pasa la mano por el cabello, peinándolo hacia atrás, como sucede cada vez que algo lo ha molestado.
—Una de las chicas del centro ha intentado suicidarse.
—¡Eso es horrible!
—Sí...—Héctor parece sinceramente afectado.
No entiendo cuál es su vinculación con la causa de las mujeres maltratadas, pero sea cuál sea, él parece sentir una verdadera preocupación por las chicas del centro. Como si se tratara de un padre cuidando de su hija. Eso me conmueve y me preocupa. Algún día, conseguiré que Héctor me hable sobre esos “fantasmas del pasado” que le impiden avanzar.
—Dile a esa pobre chica que se mejore...debe ser terrible como debe de sentirse para tomar la decisión de quitarse la vida.
—Se lo podrás decir tú misma.
—¿Eh?
Yo no tengo ninguna intención de ir a hacerle una visita. Sinceramente, la causa de las mujeres maltratas me produce tristeza, pero ver a una chica que se acaba de intentar suicidar...
—Me acompañarás al centro, tenemos algo que hacer.
—Lo siento pero yo no estoy segura de ser capaz de soportar a una chica con las venas cortadas o algo aún peor. Soy bastante aprehensiva.
—Y yo no querría que pasaras por eso, cariño—Héctor me contempla abatido.
—¿Entonces?
—La chica exige hablar contigo, dice que se trata de un asunto acerca de Erika.