32

La casa baja con tejado de caña, ubicada en un barrio a las afueras de Hamburgo, estaba pidiendo a gritos una reforma, pero no parecía que el dueño pensara lo mismo. Junto a ella, un arbusto de forsitias lucía en todo su áureo esplendor, y en el patio delantero las campanillas ya asomaban descaradamente la cabeza, mientras que unas flores de azafrán de color lila jugaban a esconderse entre la hierba.

Indecisa, Lilly abrió la cancela, pero no se atrevió a poner los pies sobre el camino de baldosas que llevaba a la entrada.

—¿Y si no está?

—Pues entonces nos tocará venir otro día —repuso Ellen—. ¿Es que no vas a averiguarlo?

Mientras recorrían el caminito, Lilly reparó en el magnolio en flor que había en el patio trasero. Aunque las flores rosas de esos árboles formaban parte del paisaje berlinés, nunca había sido tan consciente de ello como ahora. También había visto magnolios en Sumatra…

Llegaron a la puerta decorada con una guirnalda blanquiazul un poco desvaída y Lilly pulsó el timbre con el corazón en un puño. Rápidamente buscó la mano de Ellen, que le dio un suave apretón y la miró con fijeza a los ojos, infundiéndole ánimos.

Durante unos instantes, que a Lilly le parecieron una eternidad, no sucedió nada. Pero finalmente se oyeron unos pasos. Entonces Ellen le soltó la mano a Lilly. Esta entendió que era una forma de decirle: «Esto es asunto tuyo y has de ser tú quien lleve la voz cantante».

En cuanto abrió la puerta, Lilly no tuvo ninguna duda de que se trataba del hombre que le había dado el violín.

Al verla se quedó de piedra.

—¡Señora Kaiser!

—¿Señor Hinrichs? Mi madre me ha dado su dirección.

Una sonrisa asomó en el rostro del anciano.

—Me preguntaba cuánto tardaría en venir —dijo echándose a un lado—. Adelante, no se queden ahí.

—Esta es mi amiga Ellen Morris. Me ha ayudado a reconstruir la historia del violín.

—Encantado de conocerla. Morris suena a inglés. ¿Es usted de allí?

—Mi marido es inglés. Yo soy de aquí.

—¿Y sabe algo de violines?

—Un poco. —Ellen sonrió.

—¡Pues ha venido al lugar indicado!

La casa de Karl Hinrichs, repleta de objetos y adornos marineros, parecía un decorado de cine. En las paredes, pintadas de azul con zócalos blancos, colgaban cuadros de navíos antiguos, y el mueble de pared estaba atestado de barcos metidos en botellas y de viejos instrumentos de navegación. El reloj de pie que había junto a la ventana, al que Lilly le echó unos ciento cincuenta años, marcaba solemnemente las horas, y cuando el péndulo se balanceaba a la izquierda, un rayo de sol lo hacía brillar.

—Querrá saber cómo llegó el violín a mis manos… —dijo tras ofrecerles asiento en unas sillas que podían tener más de cincuenta años.

—Me interesa mucho más saber por qué ha acabado en las mías. Y también por qué se fue corriendo como alma que lleva el diablo, sin darme ninguna explicación.

—Me temo que esa es una larga historia. —Una enigmática sonrisa se dibujó en ese rostro que el tiempo había llenado de arrugas—. ¿Les apetece un té? Acabo de hacerlo. Y tendrán que admitir que se habla mucho mejor con un buen té entre las manos.

—Sí, muchas gracias —dijo Lilly tras ver asentir a Ellen.

Mientras el anciano iba a la cocina, las dos mujeres intercambiaron varias miradas.

Lilly estaba muy contenta de tener a su amiga a su lado en aquel momento decisivo, pues presentía que estaba a punto de encontrar la última pieza del rompecabezas.

Pasados unos minutos, Hinrichs regresó con el té. Las blancas tazas de porcelana le recordaron a Lilly el juego de té de sus suegros.

—Por aquel entonces, yo era un joven marinero, y como quería escapar del alistamiento me enrolé en un barco mercante que navegaba por el océano Índico —comenzó a contar el anciano una vez hubo servido el té—. En 1945, poco antes de que Alemania capitulara, el ejército japonés atacó un barco de pasajeros cerca de Sumatra. Corrimos a ayudarlos, pero no pudimos evitar que el barco se hundiera. Entre los pocos supervivientes del naufragio había dos niñas, una de nueve años y otra de dos. La mayor llevaba consigo un estuche de violín.

Lilly sintió cómo se le enfriaban las manos.

—Nos dijeron que sus padres estaban en el barco, pero por más que los buscamos no dimos con ellos. El nombre de la madre era Helen Carter. Las niñas se llamaban Miriam y Jennifer.

Lilly miró a Ellen, que pareció adivinar lo que iba a decir su amiga, pero ambas guardaron silencio y dejaron que el anciano siguiera hablando.

—Enseguida sacaron de allí a las dos niñas y yo me hice cargo del violín. A los pocos días, con la intención de entregarles el instrumento, fui a la misión cristiana donde sabía que las habían llevado. Pero ya no estaban, y no supieron decirme adónde habían ido. Como no podía dejar las cosas así, me puse a investigar, y finalmente descubrí que después de la guerra habían llevado a las niñas a Alemania. Supe también que la pequeña Jennifer había sido entregada a la familia Paulsen, de Hamburgo, y Miriam a la familia Pauly.

—¡No es posible! —dijo de pronto Ellen, pálida como un muerto.

—Lo es —aseveró el anciano con una sonrisa—. Una vez dadas en adopción, las hermanas Carter pasaron a ser Jennifer Paulsen y Miriam Pauly.

Lilly y Ellen se quedaron atónitas. Miriam Pauly. Hacía mucho que Lilly no oía ese nombre. De hecho, no era capaz de asociarlo a ninguna persona en concreto, sino más bien a una sombra. Una sombra que estaba estrechamente ligada a Ellen.

Miró a su amiga y vio que sus ojos estaban vidriosos. A ella el apellido Pauly parecía decirle muchas más cosas. De hecho, habría sido su nombre de soltera si no la hubieran adoptado. Y Miriam… Miriam era su madre, su madre biológica, la joven que había muerto hacía muchos años en un accidente. Miriam Pauly y Jennifer Paulsen.

Lilly tardó unos instantes en darse cuenta. Si su madre y la madre de Ellen eran hermanas, ellas eran…

¿Sería posible que fueran primas?

—Años después busqué a Miriam para darle el violín, que llevaba largo tiempo guardado en casa de mi madre —continuó Hinrichs—. Aún ignoro por qué la muchacha no fue a recogerlo. Cuando llegué a Alemania me enteré de que Miriam había muerto hacía poco en un accidente, así que me centré en la otra niña, Jennifer, que entretanto se había casado. Cuando nos encontramos le hablé de su hermana, a lo que reaccionó con asombro. Me aseguró que no tenía ninguna hermana y que debía de tratarse de un error, lo cual es comprensible si tenemos en cuenta que solo tenía dos años cuando ocurrió el naufragio y que obviamente sus padres adoptivos jamás le hablaron de su hermana. Con todo, más adelante le escribí una carta en la que traté de explicarle lo que sabía, pero nunca recibí respuesta. Al final tuve que asumir que no tenía sentido seguir intentando devolver el violín… Pero cuando ya estaba decidido a deshacerme de él descubrí la partitura entre el forro, entonces pensé que valía la pena probar una vez más y fui a verla a usted, señora Kaiser.

El silencio siguió a sus palabras. Cada uno parecía absorto en sus propios pensamientos.

—Quisiera saber una cosa más —dijo al fin Lilly—. ¿Por qué desapareció después de darme el violín? ¿Por qué no me contó la historia entonces?

—El hombre aprende de sus errores —dijo el anciano con una sonrisa maliciosa, después de darle un sorbo al té—. No quería seguir cargando con el violín. Así que, después de las molestias que me había tomado en encontrarla, no le di la oportunidad de que me lo devolviera. Por eso me esfumé de esa manera. Espero que sepa entenderme.

Como tras la charla con Hinrichs ninguna de las dos tenía ganas de volver a casa decidieron pasear por la orilla del Alster. Al principio guardaron silencio, pero al poco Lilly preguntó:

—¿Cómo te explicas que nuestras madres nunca volvieran a verse?

—Jennifer, tu madre, era muy pequeña. Probablemente ni se acordara de su hermana. Y Miriam… —Ellen frunció el ceño y se mordió el labio inferior. Al final dijo—: Tal vez ella intentara localizarla.

—¿Tú crees?

—Tanto tu madre como la mía fueron adoptadas, ¿verdad?

—Sí.

—Pues entonces es muy posible que nuestras respectivas abuelas adoptivas hicieran lo posible por que ese encuentro no se produjera.

—¿Adónde quieres llegar, Ellen? ¿No habíamos quedado en que mi madre era demasiado pequeña como para acordarse de su hermana? —se revolvió Lilly.

—Pero mi madre no, por lo tanto es muy probable que intentara volver a verla, ¿no? Me pregunto si realmente lo intentó.

—A saber lo que les dirían sus respectivas madres adoptivas. Y una niña no puede por sí sola ponerse a buscar a su hermana. Las autoridades no le darían esa información. —Lilly se encogió de hombros—. Lo mejor será ir mañana a ver a mi madre y preguntárselo directamente. Si hay alguien capaz de contestar a esa pregunta, ese alguien es ella.

Al día siguiente, pegada a la cama del hospital, Lilly intentó contarle la historia a su madre lo más sosegadamente posible; cosa difícil, pues por dentro le bullían las preguntas. Aún no podía creerse que Ellen y ella fueran primas.

Jennifer cruzó las manos sobre la manta y escuchó sin decir palabra mientras Lilly y Ellen se iban pasando el testigo para contarle la historia de las dos infortunadas mujeres.

Cuando terminaron, el silencio se cernió sobre sus cabezas. Cada una se sumió en sus pensamientos. Lilly miró a su madre, ese rostro tan familiar que, sin embargo, ocultaba una historia que ni siquiera ella misma podía intuir. ¿Rechazaría ahora esa historia como hizo en su día con el violín?

—¿Intentó mi madre, es decir, su hermana, contactar con usted en algún momento? —preguntó Ellen, rompiendo el silencio.

Jennifer suspiró y volvió a quedarse callada unos segundos.

—Sí, lo hizo —dijo al fin—. Lilly, cuando vuelvas a casa, mira en el último cajón de la cómoda de mi dormitorio. Abajo del todo hay una carta. Enséñasela a Ellen antes de que se vaya, ¿de acuerdo?

Lilly asintió y lanzó una mirada a Ellen, que intentaba aplacar los nervios mordiéndose el labio inferior.

—De niña me rondaba a menudo por la cabeza ese recuerdo —prosiguió Jennifer con la mirada puesta en el vacío de la pared de enfrente—. Estábamos en un barco, con mi hermana y mis padres. Eso era todo lo que recordaba, pues era muy pequeña, como una foto que siempre llevaba conmigo, una instantánea. Del ataque no recuerdo nada, y del resto tampoco. Solo que tenía una familia: un padre, una madre y una hermana. —Tras una breve pausa, continuó—: Con el tiempo llegué a creer que habían muerto, o que solo eran producto de mi imaginación. Y de pronto un día aparece ese hombre con el violín afirmando que tenía una hermana. Y yo lo eché de malos modos porque pensé que estaba loco. Pero luego investigué. Nunca olvidaré lo que decía la carta que recibí poco después. Estaba fechada el día 14 de agosto de 1973, y en ella el registro civil me comunicaba que era adoptada y que, en efecto, tuve una hermana, que a su vez fue adoptada por otra familia.

Lilly notó que Ellen estaba a punto de llorar.

—Mi madre murió el 22 de febrero de 1973. Se salió de una carretera helada y se estrelló contra un árbol. Mis padres adoptivos me lo contaron cuando cumplí dieciséis años. Nunca me ocultaron que tenía otra madre.

—Pues a mí mis padres no me contaron nada —adujo Jennifer—. Les enseñé esa carta y lo único que conseguí fue que no me hablaran durante más de dos años. Proseguí con mis pesquisas y los resultados no pudieron ser más desesperanzadores: me enteré de que Miriam Pauly había muerto en un accidente de coche. Busqué su lápida, y al leer la inscripción supe que su hijo pequeño estaba enterrado con ella, y que nuca se casó, por lo que supuse que ya no había más familia que buscar. La pareja que acogió a Miriam también había fallecido, así que di por sentado que ya no quedaba nadie más a quien preguntar. Decidí no remover más el asunto y no contárselo a nadie. Si hubiera sabido que tú eras mi sobrina…

—Mi madre no pudo contarme que tenía una tía —repuso Ellen—. Y en la Oficina de Protección de Menores no sabían nada al respecto. Lo único que me dijeron era que había sido adoptada.

—¿Quién iba a imaginárselo, mamá? —dijo Lilly posando la mano sobre el brazo de su madre. La posibilidad de haber crecido junto a Ellen habría sido maravillosa, pero ninguno de los implicados pudo hacer nada para que así fuera.

—Pude haber ido a ver a ese tal Karl Hinrichs y decirle que estaba en lo cierto, pero no tuve valor. Aunque no conocí a mi hermana, sentí mucho su muerte, pero viéndote a ti quiero pensar que todo lo que pasó no fue en vano. Y ahora, gracias a vosotras dos, he podido conocer la historia completa.