18

LONDRES, 2011

Lilly se retorcía de los nervios en el sofá como si estuviera sentada sobre un arsenal de dinamita a punto de estallar. Casi se arrepentía de haber aceptado la proposición de Ellen. A primera vista parecía una idea estupenda, pero ahora temía que su amiga notara el efecto que Gabriel causaba en ella; no quería comportarse como una colegiala y darle aún más argumentos para sus bromas e insinuaciones.

—¿Qué, nerviosa porque va a venir Gabriel? —preguntó Ellen con una sonrisa pícara.

—¿Yo? —replicó Lilly, forzando un gesto de sorpresa.

—Te agitas como si estuvieras sentada sobre un avispero. La última vez que te vi así fue cuando Markus Hansen pasó a recogerte para llevarte al baile de fin de curso.

—¡No digas bobadas! —le espetó Lilly. La verdad era que estaba tan nerviosa como el día en que quedó por primera vez con Peter. Solo que entonces era tal manojo de nervios que no se enteraba de nada, y ahora en cambio se mantenía bien alerta—. Lo que ocurre es que muero por saber qué ha encontrado.

—Ya, seguramente habrá descubierto qué perfume solía usar Rose Gallway.

—¡No seas mezquina! —la reprendió Lilly dándole un codazo.

—No lo soy, pero estoy segura de que nosotras vamos a darle más información que él a nosotras.

—¡Ya veremos!

El ruido del motor de un coche acabó con la discusión.

—¡Es él! —Lilly saltó del sofá como un resorte. Justo cuando iba a correr hacia la puerta, su amiga le dio el alto.

—Espera, aún tiene que subir las escaleras.

Lilly se detuvo, se alisó el vestido y empezó a dar vueltas.

—Deberías abrir tú la puerta, ¿no te parece? Al fin y al cabo eres la anfitriona.

—Ya, pero es tu invitado. Vayamos ambas, como un equipo.

Cuando él llamó, Lilly tuvo que contenerse para no acudir corriendo. Al final fueron hasta la puerta sin prisas, como quien va a abrir a cualquiera, y una vez allí, Lilly dejó que fuera Ellen quien abriera.

—Buenas noches, señor Thornton, me alegro mucho de conocerlo en persona.

Gabriel sonrió a ambas.

—Para serles sincero, no ha sido tarea fácil llegar hasta aquí. —Le dio a cada una un ramito de flores—. Es solo un pequeño detalle por el tiempo que voy a robarles.

—Pero no se quede ahí, señor Thornton.

Gabriel le guiñó el ojo fugazmente a Lilly y esta le sonrió. Luego pasaron al salón.

Ellen había cuidado hasta el último detalle. De aperitivo había algo de picar y un cóctel sin alcohol, y en la cocina esperaban la pasta y el inevitable escalope a la milanesa, pues para celebrar su vuelta de Cremona las dos amigas habían decidido servir comida italiana. De postre había un maravilloso tiramisú, cuya receta Lilly ya se había apuntado.

Jessi y Norma no iban a cenar con ellos. Habían pedido una pizza que excepcionalmente se comerían en su cuarto, idea que pareció entusiasmarlas. Tenían la música puesta y, aunque no estaba demasiado alta, se oía desde el salón, pero Ellen prefirió no regañarlas. Por desgracia, Dean tampoco estaba presente, pues la dichosa obra le impedía estar para la cena. Pero había prometido llegar a una hora razonable, aunque solo fuera para saber qué opinaba Gabriel del supuesto mensaje oculto en la partitura. Durante la cena, Ellen y Lilly fueron contándole a su invitado el fin de semana en Cremona. Gabriel las escuchaba con atención con un ojo puesto en las copias de los artículos de prensa que habían recopilado.

—Han encontrado un auténtico tesoro —reconoció echando mano a la fotografía de Rose y la señora Faraday—. No conocía esta foto, ni tampoco los artículos. Es muy probable que la señora Faraday conservara una edición de estos periódicos, pero durante la guerra se destruyó gran parte de sus fondos. Con todo, sabemos que durante los bombardeos pusieron a buen recaudo unas cuantas cajas. Todo ese material no salió a la luz después de la guerra, de lo que deducimos que finalmente también fue pasto de las llamas, aunque quizá esté en algún desván criando moho.

—¿Qué ha descubierto sobre Rose? —saltó Lilly—. Nos prometió novedades.

Gabriel sonrió y levantó las manos.

—Está bien, me rindo, no hace falta que saquen los instrumentos de tortura.

—No pensábamos hacerlo —repuso Ellen—. Aunque he de informarle de que ha estado a punto de quedarse sin postre.

—Después de esta estupenda comida me cuesta imaginar algo mejor, pero siento curiosidad por ver lo que me espera. —Se sentó bien, hizo como si rebuscara en su memoria y comenzó—: Antes de que fueran a Cremona puse nuestros archivos patas arriba, y he de confesar que no encontré gran cosa. Como saben, Rose Gallway es un personaje de máximo interés para nuestra institución. Toda la información sobre su vida y milagros ya fue recopilada y archivada por mis predecesores. Pero hubo algo que les pasó inadvertido. Quizá no sea muy importante, pero al revisar su expediente me llamó poderosamente la atención.

—¿De qué se trata?

—Antes nuestra escuela contaba con un internado donde residían las alumnas que no eran de Londres. Y esto era así porque la señora Faraday dedicaba todos los años un tiempo a recorrer el mundo para visitar a los jóvenes talentos que algunas profesoras de música de su confianza le recomendaban. El internado lo dirigía una tal señorita Patrick, de la que apenas se sabe nada salvo las fechas de su nacimiento y muerte. Eso sí: la buena mujer hacía minucioso acopio de todos los datos y documentos de las alumnas a su cargo. Desde el punto y hora en que la señora Faraday decidía reclutar a una muchacha, la señorita Patrick entraba en escena y abría una entrada en su anuario. Esos anuarios —hay uno por cada curso académico— principalmente consistían en informes sobre la conducta de las alumnas, aunque solo en los casos más flagrantes se mencionaba el nombre de las infractoras. Además, en ellos se hacía inventario de todo lo adquirido, y se tomaba nota de los datos personales de las nuevas incorporaciones. En cuanto llegaba una nueva alumna, la señorita Patrick anotaba todo lo que averiguaba de la muchacha. Y Rose debió de contarle muchas cosas, pues su hoja de admisión está plagada de apuntes.

—¿Y cómo es que hasta ahora nadie se dio cuenta? —le inquirió Ellen tras dar un trago a la copa de vino.

—Mis predecesores debieron de pensar que esos libros no eran más que un puñado de informes de cuentas e historias edificantes escritas por la señorita Patrick. Lo que no supieron ver es que una buena parte de esas historias procedía de las propias alumnas, y tampoco debieron reparar en los jugosos datos que se ocultaban entre tanta paja.

—Bueno, déjese ya de crear suspense; termine con este suplicio y díganos qué ha averiguado.

Gabriel se sacó un sobre del bolsillo que Lilly supuso enseguida que contendría fotocopias. Pero en vez de abrirlo prefirió contestar:

—Que Rose Gallway era de Sumatra ya lo sabíamos, así como la fecha de su nacimiento: el 9 de mayo de 1880. Pero sus padres nos reservaban alguna sorpresa. —Al fin Gabriel sacó una hoja del sobre—. Su madre se llamaba Adit y era de un pueblo llamado Magek, mientras que su padre era inglés.

—Pues no parece indonesia —comentó Lilly—. Tiene más bien pinta de italiana o de española.

—Fíjate bien en sus ojos, son bastante exóticos —dijo Ellen señalando la fotografía en la que aparecía Rose de pequeña—. En esta foto se aprecian mejor.

—Tiene razón. Aunque tampoco es para tanto. También hay europeas con ojos de gato y cabello negro como el azabache. Viendo la foto uno nunca pensaría que su madre era una minangkabau y que provenía del corazón de la isla.

Lilly puso cara de no entender y Ellen apartó a un lado su espresso.

—¿Quiénes son esos minangkabau? —preguntó Lilly; era la primera vez que oía ese nombre en su vida.

—Una tribu de Sumatra que se rige por el Adat, una comunidad en la que la mujer ocupa un lugar preponderante.

—Vamos, un matriarcado —apostilló Ellen cosechando el asentimiento de Gabriel.

—Así es. Naturalmente prevalece el islam, así que el estudio del Corán está reservado a los hombres. Pero la tierra se hereda por vía materna. Cada familia tiene una matriarca que es venerada por todos sus descendientes. Su primogénita es la encargada de que la tribu perdure, mientras que sus hermanas han de ocuparse de que la familia crezca o incluso de fundar nuevos clanes.

Al final, Gabriel sacó del sobre una hoja de papel doblada y, rozándole intencionadamente la mano, se la dio a Lilly. ¡Qué suave era su piel y qué firmes sus dedos! Sin duda era la mano de un músico, pero también la de un hombre presto a agarrar la suya.

Turbada, Lilly echó un vistazo a la fotocopia. No contenía una minuciosa descripción de la sociedad minangkabau, pero en ella Rose contaba con orgullo que su madre pertenecía a ese pueblo. Y también que vivían en Padang, y que iba a una escuela donde una profesora de música holandesa se fijó en ella y se empeñó en que recibiera clases de violín.

—¡Déjeme adivinar! —intervino Ellen—. La madre de Rose entró a servir en casa de unos ingleses y el señor la dejó preñada.

Gabriel se echó a reír.

—Señora Morris, ¿puede saberse por qué tiene tan mala opinión de los hombres del siglo XIX?

—¿Acaso no es ese el tópico de siempre? Allí donde asentaban sus colonias, los ingleses tomaban a su servicio a los nativos e iban dejando niños ilegítimos desperdigados por todo el mundo.

Thornton volvió a sonreír socarrón.

—Sí, puede que ese sea el tópico, al menos en los libros y en las películas, y seguro que en la vida real también se dieron varios casos así. Pero en esta ocasión el cliché no se cumple.

Hizo una pausa y miró alternativamente a Ellen y a Lilly, para detenerse finalmente en la anticuaria. A esta le empezaron a arder las mejillas y el estómago se le encogió.

—De hecho, el nacimiento de Rose Gallway fue moralmente intachable. Su padre era el gerente del puerto de Padang, un inglés que no puso peros a casarse legalmente con Adit. Pero lo más sorprendente es que ella vivió toda su vida con su esposo. He estado indagando un poco sobre los minangkabau. Lo normal para ellos es que la mujer se quede en la casa materna y que a su vez el hombre se vaya a la de su madre, pues a sus ojos no deja de ser un mero visitante. Asimismo, los hijos que tengan pertenecerán a la familia de la madre, y no a la del padre.

—O sea, que la madre de Rose rompió con la tradición.

—Es una manera de decirlo. Lo cual no significa que las cosas quedaran así. Los minangkabau están muy apegados a sus tradiciones, por lo tanto puede que acabara volviendo con su pueblo. Creo que este es el punto en el que debemos incidir. El rastro de Rose se pierde en Sumatra. Cuando su carrera empezó a declinar viajó allí sin explicarle a nadie el por qué. Tiendo a pensar que fue a ver a sus padres. Quizá haya rastros de ella y de su familia en Padang y en Magek. Dado que allí la propiedad se hereda por vía materna, no es descabellado pensar que aún conozcan su nombre; y aunque en esas tierras no se estilen los registros parroquiales, puede que los minangkabau guarden algún tipo de censo de sus antepasados, aunque sea por medio de la tradición oral.

—Pues no nos va a quedar más remedio que viajar a Indonesia —apuntó Ellen dejando ver claramente que no iba en serio.

—Esa es una posibilidad —admitió Gabriel—. La otra sería recabar documentación de ese país. En Indonesia hay muy buenas escuelas de música que seguro que podrían brindarnos su ayuda.

Lilly se quedó de piedra. Algo en su interior le decía que no bastaba con tener contactos en Indonesia. Había que seguir el camino de Rose. ¡Había que ir a Sumatra!

—Bueno, creo que después de esta historia me he ganado el postre. ¿Qué opinan ustedes?

Algo más tarde, después de dar cuenta del postre y trasladarse al sofá que había junto a la chimenea, retomaron la conversación sobre el violín de la rosa y sus dueñas.

—¿Ha descubierto algo nuevo sobre Helen Carter? —preguntó Lilly, dejando por un momento a un lado sus cavilaciones en torno a Indonesia.

—Obviamente la he buscado en los anuarios, pero en su época nuestra querida señorita Patrick ya había fallecido, y sus sucesoras fueron mucho menos minuciosas en lo que respecta a las anotaciones. Se siguieron registrando las nuevas incorporaciones, pero la entrada de Helen no dice gran cosa. Sus padres eran James e Ivy Carter, residentes en Padang, y ella nació el 12 de diciembre de 1902. La vieja señora Faraday, que a sus ochenta y tres años seguía recorriendo el mundo a la caza de jóvenes talentos, se interesó en ella al saber de la fama de niña prodigio que la rodeaba. Helen había aprendido a tocar de manera autodidacta, como algún otro genio de la música. Tras el terremoto de 1910, su nombre empezó a sonar con fuerza, así que al final la señora Faraday fue a visitarla. Y debieron aceptar su oferta, pues en 1911 Helen Carter ingresó en el conservatorio, siendo una de las alumnas más jóvenes jamás admitidas. Al principio, la señora Faraday se encargó personalmente de su instrucción, pero a los tres años tuvo que delegar en sus profesoras a causa de un ataque al corazón. No obstante, se ocupó de ella hasta su muerte, en 1916, convirtiéndola en la rutilante estrella que llegó a ser entre los años 1919 y 1920, los principios de los dorados veinte.

—Y luego vino el accidente.

—En efecto. Concretamente fue un accidente de tráfico; la arrolló un autobús… Así fue como el mundo vio apagarse de golpe una estrella. Helen sobrevivió al atropello, pero no volvió a tocar, ya que perdió la mano izquierda.

—Debió de ser terrible —musitó Ellen mirándose la mano—. Que algo te impida hacer lo que más te apasiona… De niña a veces deseé que me pasara algo en las manos. Tras el entusiasmo inicial por el violín, perdí las ganas de seguir tocándolo, pero mis padres insistieron en que siguiera. Y lo hice, por amor a ellos, pero Lilly puede decirle lo mucho que me costó.

—¡Ya lo creo! —intervino Lilly.

—Sin embargo —prosiguió su amiga—, no puedo ni imaginarme lo que eso supondría si yo fuera una violinista de verdad. Sufrir una lesión que te impida desarrollar tu don debe de ser lo más espantoso que le puede pasar a uno. Solo se me ocurre compararlo a que mi instituto ardiera en llamas.

—Y eso que hoy en día se puede asegurar cualquier cosa —repuso Gabriel—. Conozco a músicos profesionales que tienen aseguradas sus manos por mucho más valor que sus propias vidas. Por aquel entonces eso era inconcebible. Con todo, no creo que el dinero pueda consolar a un músico de pura sangre que pierda la capacidad de tocar. Puede que eso les garantice cierta seguridad económica, pero ¿qué hay de la pasión?

—¿Se casaría Helen porque no tenía otra elección? ¿Se vería obligada a elegir entre el matrimonio o la ruina?

—No lo creo. Tiendo a pensar que amaba realmente a su esposo. Nada indica que fuera por interés.

—Al menos conoció el amor —musitó Ellen, reflexiva, antes de que su mirada se perdiera en el vacío.

Por unos instantes los tres guardaron silencio, cada uno abismado en sus pensamientos.

—Por cierto, me prometió que me dejaría tocar su violín al menos una vez —dijo al fin Gabriel dirigiéndose a Lilly—. Creo que me lo he ganado.

Lilly se sonrojó. Tendría que habérselo enseñado hacía rato. ¡Qué falta de delicadeza!

—Por supuesto, voy a por él.

Cuando se levantó sintió la mirada de Gabriel en sus hombros. Regresó con el estuche, extrajo con delicadeza el instrumento del forro rojo y se lo dio a Gabriel, que lo primero que hizo fue girarlo y mirar la rosa con admiración.

—El violín de Rose Gallway. Jamás pensé que pudiera llegar a tocarlo… ¡Pero a veces suceden milagros!

—¿Y no sabe cómo el violín llegó a manos de la pequeña Helen Carter, habiendo pertenecido a Rose Gallway? —preguntó pensativa Ellen.

—Es posible que Rose lo empeñara o lo vendiera. O puede que se lo robaran. Lo más probable es esto último, que Rose fuera víctima de un crimen. Eso explicaría también su desaparición.

—Pero ¿no había nadie que cuidara de ella? Entonces los músicos tenían mánager o agente.

—Así es, y en el caso de Rose sabemos incluso su nombre. Se llamaba Sean Carmichael, un joven emprendedor que supo ver enseguida el potencial de la chica. Por desgracia, en su declive no mostró ninguna piedad hacia ella, puede que incluso contribuyera a su fracaso. También esas cosas son objeto de nuestra investigación. Y, ya que usted lo ha sugerido, será de él de lo próximo que me ocupe.

Dicho lo cual se caló el violín bajo el mentón. Lilly iba a pedirle que tocara El jardín a la luz de la luna, pero al ver que ya había empezado prefirió no interrumpirlo. Al momento comprobó sorprendida que estaba interpretando esa pieza. ¡Se la había aprendido de memoria! Lilly cerró los ojos conmovida e intentó imaginar un jardín. Un jardín con flores silvestres, árboles de los que colgaban largas guirnaldas de hojas y frondosos arbustos refugio de pequeños animales. Y coronándolo todo, una luna que con su luz empalidecía todos los colores sin restarle al lugar un ápice de su belleza. La visión duró unos minutos, hasta que Gabriel terminó de tocar; tras lo cual bajó lentamente el arco y observó admirado el violín.

—No me extraña que se dijera que Helen Carter era la nieta de Paganini. Si yo, con mis limitaciones, he logrado hacer sonar así este violín, ¿qué no haría un genio como ella? ¿Y qué decir de Rose Gallway, cuyo talento era aún mayor?

Antes de que Lilly pudiera replicar, oyeron llegar un coche. Al poco, Dean entró en el salón.

—Siento llegar tan tarde —dijo entre jadeos—. Esa obra va a acabar volviéndome loco.

—Dean, este es el señor Thornton. —Ellen presentó al invitado—. Y estoy casi segura de que aún le queda alguna historia que contarte.

Gabriel se despidió bien pasada la medianoche y Lilly lo acompañó fuera.

—Ha sido una velada inolvidable —dijo él con una tímida sonrisa mientras se metía las manos en los bolsillos—. Su amiga y su marido son encantadores.

—Sí, son una gente maravillosa. Les debo mucho. Siempre han estado ahí para apoyarme, sobre todo después de que falleciera mi marido.

Gabriel pareció acordarse.

—Es verdad, me lo contó en el avión. Siempre es bueno tener gente en la que poder confiar. A mí también me habría encantado tener amigos en los que apoyarme cuando me separé de Diana.

—Su mujer.

Gabriel asintió, y por un momento pareció tan frágil que Lilly estuvo a punto de estrecharlo en sus brazos. Pero se contuvo; notaba que le gustaba, pero eso no le daba derecho a tirársele al cuello.

—Lo siento mucho —dijo a falta de algo mejor.

—No tiene por qué. Diana y yo no estábamos hechos el uno para el otro, así de sencillo. Y yo estaba tan absorbido por mi trabajo que descuidé las amistades, así que acabaron pagándome con la misma moneda. Pero en la vida se aprende de los errores, ¿no cree?

Tras dedicarle una sonrisa, Gabriel se sacó algo del bolsillo.

—Tengo algo más para usted.

Lilly supo enseguida que se trataba de la fotocopia que Gabriel no había llegado a sacar del sobre. Se trataba de la transcripción de un cuento titulado La olvidada.

—Esta historia tuvo que contársela Rose a nuestra querida señorita Patrick. Es un cuento indonesio muy popular. He comprobado que aparece en varias antologías. Desgraciadamente, no contiene ninguna indicación de que ella compusiera El jardín a la luz de la luna, pero muestra a las claras las influencias que tuvo en su infancia. He leído que en Indonesia los cuentos populares se representaban en el teatro de sombras. Puede que Rose asistiera a esas funciones de títeres…

—Es muy posible. Gracias.

—No hay de qué. Pienso tenerla al tanto de todo lo que descubra.

—¿Cuándo volveremos a vernos?

Gabriel sonrió de oreja a oreja.

—Aún me debe una cena, ¿verdad? No es por desmerecer la de hoy, pero ha sido más bien una reunión de trabajo.

—¿Y cómo se imagina la que le debo?

—Un poco más íntima… ¿No cree?

Lilly se sonrojó. ¿Cuándo era la última vez que había salido con un hombre?

—No tiene nada que temer —dijo Gabriel al verla dudar.

—No, si no es eso… Tiene razón, quizá deberíamos…

—Solo si usted lo desea. Ha de saber que no le estoy ayudando para conseguir una cita. Seguiré prestándole mi ayuda con cena o sin ella, pero pensaba que…

—El viernes —le espetó de pronto Lilly—. ¿Lo tiene libre?

Gabriel arqueó las cejas.

—Sí, por supuesto. Y si me surge algo inesperado lo dejaré para otro momento. Parece que no tarda mucho en decidirse.

—Bueno, a fin de cuentas no sé cuánto tiempo voy a estar en Londres. Y, quién sabe, quizá…

—… Nos guste tanto que queramos repetir —completó él la frase.

—Es posible, ¿no?

—Desde luego que es posible. —Gabriel la miró fijamente, luego se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Buenas noches, Lilly.

—Buenas noches, Gabriel. Tenga cuidado al volver a casa.

—No se preocupe, no pienso estropear esta estupenda velada.

Dicho lo cual se separaron. Antes de subirse al coche, Gabriel se volvió y se despidió una vez más con la mano.