29

LONDRES, 1920

Los días que siguieron al accidente se esfumaron entre las brumas del delirio. De vez en cuando, Helen tenía un momento de lucidez en el que se daba cuenta de que estaba en el hospital y de que sentía un inmenso dolor. Pero luego volvía a perder la conciencia y se veía arrastrada al proceloso reino de los sueños. Veía una aldea ante sí, una aldea en la que nunca había estado, y, arañando el cielo, unos extraños tejados picudos que recordaban a los cuernos de los búfalos.

Después de tres semanas en estado crepuscular, su mente empezó a aclararse y comenzó de nuevo a sentir su cuerpo. Ahora los médicos le hablaban, e intentaban que respondiera. Al principio le costó horrores hablar, pues era como si la lengua no quisiera obedecerla. Cuando los médicos se dieron cuenta, le explicaron que era por el opio que le habían administrado para aliviar el dolor de las fracturas.

Cuando despertó, lo último que Helen recordaba eran los faros del autobús precipitándose hacia ella… Y también un terrible pitido, la más horrible estridencia que jamás había escuchado. Después una confusa alternancia de luces y de sombras, de calores y de fríos, de silencios y de ruidos. Cuando al fin la vista se le aclaró, lo primero que vio fue una viga de metal que había sobre ella. Pero su mente estaba aún demasiado débil como para saber dónde se encontraba, aunque no tardó en entenderlo, y también notó que no podía mover una mano.

Cuando la enfermera advirtió que estaba despierta fue corriendo a por el médico de guardia, un hombre con unos amigables ojos azules y el pelo cano.

—¡Mi violín, doctor! ¿Sabe si le ha pasado algo? —Esa fue la primera pregunta que Helen le hizo.

Una sonrisa asomó en el rostro de aquel médico, que se presentó como el doctor Fraser.

—Al parecer ya se encuentra lo bastante bien como para pensar en la música, ¿no?

A Helen no se le escapó que su mirada desprendía compasión. Está destrozado, pensó. Y aunque justo antes del accidente había odiado al instrumento con todas sus fuerzas, la sola idea de que esa maravilla hubiera podido romperse le produjo una opresión en el pecho. ¿O eran sus costillas rotas? No, el dolor venía de más adentro.

—Por su violín no se preocupe. Milagrosamente, solo ha sufrido un par de rasguños y se le han roto algunas cuerdas. Alguien lo recogió en el lugar del accidente y lo envió al hospital. A pesar de los tiempos que corren, aún hay gente buena en este mundo.

A Helen se le saltaron las lágrimas. El violín estaba bien. Aunque el accidente había puesto en peligro su carrera, podría volver a tocarlo.

Sin embargo, sus ansias por tocar se apagaron pronto, pues en cuanto le quitaron la escayola de la mano Helen notó enseguida que algo no iba bien. No sentía el pulgar, ni el índice ni el dedo corazón. Al principio asumió que era por los narcóticos, pero cuando se lo dijo al doctor Fraser y vio su cara de asombro empezó a sospechar.

Un par de días después, el médico apareció en su habitación con una radiografía. La sola visión del gesto grave del doctor le produjo calambres en el estómago. Hasta entonces no había cobrado forma el terrible presentimiento, pero ahora…

Tras dar un profundo suspiro, Fraser se sentó frente a su cama. Durante unos instantes no dijo nada. Parecía evaluar el estado de su paciente, como queriendo probar si era lo bastante fuerte como para recibir la noticia que debía darle.

—Parece que también quedaron dañados algunos nervios —comenzó vacilante—. No me gusta aventurar pronósticos, pero me temo…

—No podré volver a tocar, ¿verdad? —Su voz le raspó la garganta como si fuera de cristal.

Fraser volvió a suspirar. Helen vio lo mucho que el médico deseaba poder decirle otra cosa.

—Quizá… —comenzó el doctor, y se detuvo para buscar las palabras adecuadas—. Puede que algún día vuelva a moverla. A veces los nervios se unen de nuevo y sanan. Si ejercita su mano es posible que suceda.

Las palabras de esa anciana que decía ser su abuela regresaron a los oídos de Helen. La imagen de su rostro reapareció. Tras su encuentro en el camerino, Helen había echado de malas maneras a la vieja y luego había salido a la calle completamente desorientada…

Eres la hija de Rose —dijo la anciana ante la atenta mirada de Helen.

Se equivoca —repuso Helen, aturdida—. Mi madre se llama Ivy Carter.

La anciana negó con la cabeza y luego se colocó el pañuelo que la cubría.

No, Ivy Carter te adoptó. Tu madre se desentendió de ti para poder dedicarse a la música.

¿Qué estaba diciendo esa vieja? Helen sintió una extraña opresión en la boca del estómago. Nunca había puesto en duda que Ivy fuera su madre. Y ahora esa mujer afirmaba que su madre era una desconocida.

Mira, ¿has visto a esta mujer alguna vez? —Con las manos temblorosas, la anciana se sacó una placa fotográfica del refajo. La imagen estaba manchada y la placa algo oxidada, pero se reconocía perfectamente a la mujer que aparecía en ella.

Helen se quedó sin aliento. ¡Era la mujer que hablaba con ella en la verja! La que le había regalado el violín. Desde el terremoto no había vuelto a verla.

Esta mujer se llamaba Rose, Rose Gallway. Seguramente el nombre no te diga nada

¡Se equivoca!, ¡la conozco! —exclamó Helen, sorprendida—. ¡Hace veinte años era la mejor violinista solista del mundo!

Una sonrisa amarga asomó en el rostro de la anciana.

Eres hija de Rose —dijo al fin—. Siento tanto no haber estado allí para ayudar a criarte

¿Usted?

Yo soy Adit, la madre de Rose. Tras la muerte de mi marido volví al pueblo para hacerme cargo de la herencia. La herencia de mis antepasados. Supe lo de Rose, pero ya era demasiado tarde. —La anciana suspiró profundamente y acarició la foto con amor—. Tenía la esperanza de que viniera a verme, de que acudiría a mí en caso de necesidad. Pero al parecer era demasiado orgullosa para hacerlo. Solo más tarde me enteré de lo que había pasado. Helen se casó y, tiempo después, murió en un terremoto. Pero antes tuvo una hija que fue criada por unos extraños.

Helen meneó incrédula la cabeza. ¡No, todo eso no tenía nada que ver con ella! Esa vieja no decía más que disparates. Tal vez solo quería dinero.

No me crees —constató la anciana—. No contaba con que lo hicieras. Pero soy vieja y pronto moriré. No tuve más hijas que Rose. Y ahora depende de ti que nuestro linaje se extinga o perdure.

¿Linaje? ¿Nieta? A Helen le daba vueltas la cabeza. ¿Qué significaba todo aquello? Su madre seguía siendo…

De pronto tenía de nuevo ante sí el rostro de la desconocida. Ojos de color ámbar, ligeramente rasgados; el mentón marcado, los labios carnosos… Los años habían empañado su recuerdo, pero la foto avivó la imagen que de ella guardaba en su interior. ¡Qué mujer tan hermosa!

¡Váyase! —exclamó Helen, sin darse cuenta de que su voz resonaba histérica por toda la estancia—. ¡Déjeme en paz!

Con una sonrisa melancólica, la anciana se dio la vuelta y se marchó…

Tras un largo suspiro, Helen regresó al presente. Y entonces la amargura se cernió sobre su corazón, sentía una profunda desolación. Quizá el accidente había sido un castigo del destino, el castigo por no haber creído a su abuela.

¿Quedaba ahora otra opción que la de volver a sus raíces? Ya no podía seguir llevando la glamurosa vida de una artista. Estaba segura de que con el tiempo podría tocar de nuevo, pero, eso sí, solo para amenizar veladas en las que los asistentes acabarían hablando por lo bajo del trágico destino de la malograda Helen Carter… Solo con pensarlo, se le revolvían las tripas.

Apesadumbrada, buscó con la mirada el estuche de su violín, pero las lágrimas empañaron su imagen. ¿Me habrá maldecido mi propia abuela?, se preguntó antes de alargar su mano menos dañada hacia el estuche. Mientras intentaba abrir los cierres, una capa de sudor cubrió su piel, haciendo que el camisón se le pegara al vientre y a la espalda… No había manera. Podía haber llamado a la enfermera, pero quería demostrar algo con esa acción; a sí misma y a la anciana que había puesto patas arriba su vida.

Cuando al fin consiguió abrir la tapa, se sintió más débil que nunca. Las costillas le dolían al respirar, y la mano, medio entumecida, se quedó completamente muerta. Pero al final consiguió agarrar el violín por el mástil y sacarlo de su estuche. Lo acunó en sus brazos y lo cubrió de besos como si se tratara de un niño. La sola idea de no poder volver a tocarlo le resultaba insoportable, pero aun así logró dominar la tristeza y el dolor. Lo conseguiré, se dijo. Solo es cuestión de tiempo.

Unas semanas después, Helen recibió el alta, pero no para irse a casa sino a un sanatorio en Suiza donde recuperarse del trauma del accidente. Tras conocer el diagnóstico del médico, y superado el shock inicial, su agente se había asegurado de que la noticia no se hiciera pública hasta que no fuera seguro que el estado de su mano no cambiaría.

Helen se llevó el violín al sanatorio, donde, por azar, descubrió que había una partitura oculta bajo el forro del estuche. Se trataba de una pieza absolutamente insólita, probablemente compuesta por su madre.

Con la partitura en las manos, contemplaba el jardín del hospital. ¿Qué jardín tendría en mente al escribir esas notas? ¿Sería ella de veras la compositora?

Su estancia en el sanatorio no le devolvió la facultad de tocar el violín, pero sus ganas de vivir se renovaron. Una y otra vez repasaba la conversación mantenida con la anciana, y a fuerza de remover ese recuerdo cristalizó un deseo: averiguar algo más sobre su madre.

Los interrogantes eran tantos que bien podrían haberla desanimado, pero poco a poco fue creciendo en su interior una fuerza hasta entonces desconocida. ¡No pensaba rendirse!

Tenía que empezar de nuevo. Quizá abandonar Londres no fuera tan mala opción.

He de volver a casa, pensó. Sumatra me apartará del mundanal ruido. Es mi patria, y también la de mi madre. Y la de mis antepasados. En cuanto me sea posible, volveré allí.