17
PADANG, 1902
Rose, abatida, estaba asomada a la ventana lamentándose un poco de que el hotel no estuviera junto al mar. Al menos así podría haber visto zarpar el barco en el que iba Paul. Tenía sus palabras grabadas a fuego en la memoria, así como los ardientes abrazos y caricias de aquella noche en la plantación. «Volveré», le había prometido antes de darle un beso apasionado. «Arreglaré las cosas en casa y, después, te aseguro que volveré». ¿Sería fiel a su palabra?, ¿o se habría olvidado de ella nada más ver el océano? No, Paul no era así. Aunque no sabía gran cosa de él, estaba segura de que no era de ese tipo de hombres.
Se volvió hacia su maleta, que estaba abierta en mitad de la habitación. En realidad era tarea de Mai hacérsela, pero se había olvidado uno de sus vestidos en la sastrería y había tenido que ir a por él. Apenas había empezado a recoger sus objetos de higiene cuando Mai irrumpió en la habitación, pálida como una muerta.
—¿Qué sucede? —preguntó asustada Rose.
—El señor Carmichael dice que vaya inmediatamente, miss —dijo entre jadeos la doncella.
—¿Ir adónde?
Espero que no haya firmado más compromisos en la isla, pensó Rose para sus adentros; lo único que quería era irse lejos, abandonar esa insoportable espera. Tenía que distraerse, ver un poco de mundo hasta que Paul regresara y volviera a estrecharla en sus brazos.
—Al puerto. Ha habido un accidente. —Mai se llevó la mano a la boca, como si con eso ya hubiese dicho demasiado. Rose la miró un momento, luego saltó como un resorte y la agarró por los hombros.
—¿Vas a decirme qué ha ocurrido? —exclamó Rose, temiendo que le hubiera pasado algo a Paul. ¿Y si se lo había pensado mejor y había decidido volver?
Mai la miró horrorizada. Al ver que no decía palabra, Rose volvió a zarandearla.
—¡Habla de una vez! ¿Qué ha sucedido?
—Es su padre, miss…
La soltó, y apartándola de un empujón salió por la puerta como alma que lleva el diablo.
Con el pelo revuelto y sin reparar en si su vestido estaba arrugado o si llevaba bien el maquillaje, echó a correr por las calles de Padang. Mai la siguió al principio, pero enseguida la dejó atrás y la doncella acabó perdiéndola de vista. Era mejor así, en esos momentos no precisaba su ayuda para nada. Los latidos de su corazón retumbaban en sus oídos con tal fuerza que el resto de los sonidos de la ciudad enmudecieron. Mientras corría, Rose trataba de convencerse de que no habría sido nada grave, de que su padre estaría esperándola apoyado en una esquina y, al verla, iría a su encuentro para tranquilizarla y reírse con ella de sus miedos infundados.
Cuando llegó al puerto se encontró con una muchedumbre reunida en torno a una grúa de carga que se había derrumbado. Los estibadores intentaban llegar al lugar del accidente cargados con cuerdas y otros utensilios.
—¡Dejadme pasar! —gritó Rose tanto en neerlandés como en su lengua materna. Los que la conocían se apartaron de inmediato; ella intentó ignorar sus funestas miradas. ¿Dónde estaría su padre? Si la habían mandado buscar era porque había resultado herido. Aunque seguramente solo se habría hecho unos rasguños. Un hombre como Roger Gallway era duro de pelar…
Junto a la grúa vio a un montón de hombres afanados en levantar la pesada estructura. Había aplastado unas cuantas cajas y una caseta de madera al caer al suelo. Se oían gritos y gemidos. Algunas mujeres lloraban entre la multitud, y un desagradable olor emanaba del suelo.
Rose miró la grúa como si fuera un monstruo. Intentaba luchar contra el terrible presentimiento que se le echaba encima como un tigre, pero no era capaz de zafarse de él. Seguro que no le ha pasado nada grave, se repetía. En un par de días volverá a andar por ahí como siempre. Estaba tan absorta mirando la grúa que ni siquiera se dio cuenta de que un hombre se le acercaba a grandes zancadas y se detenía a su lado. El doctor Bruns, quien tantas veces había ayudado a su familia, la agarró del brazo. Rose casi se desmayó al ver las mangas de su camisa empapadas en sangre.
—Apártese un poco, Rose —le dijo aquel hombre que la conocía desde niña y que, por tanto, era incapaz de llamarla mejuffrouw Gallway—. Su padre y dos trabajadores más han quedado sepultados bajo la grúa.
—¡Seguro que pueden salvarlo! —le espetó ella. Le zumbaban los oídos y apenas podía oír lo que decía el doctor—. Pueden, ¿verdad, doctor?
El lívido rostro de Bruns se volvió aún más blanco. Al final, avergonzado, agachó la cabeza.
—A su padre ya lo han sacado. Lo siento, no he podido hacer nada.
Rose se estremeció del horror. Su boca se abrió, pero no profirió ningún grito. Toda ella era un grito. ¡No! ¡No podía ser! ¡No era justo!
—¡Quiero verlo! —exclamó finalmente—. ¡Ha de ser un error! Quizá él…
—Rose —dijo el doctor con el mismo tono de voz que cuando tenía que convencerla de niña para que se tomase una medicina—. Lo siento mucho, pero no hay duda de que se trata de su padre. Y no creo que sea buena idea que lo vea.
El temple con que dijo esas palabras doblegó la resistencia de Rose. Su mente seguía negándose a aceptarlo, pero ¿acaso era Bruns capaz de mentirle en semejante situación?
—Será mejor que se vaya a casa con su madre. Iba a mandar a alguien a decírselo, pero creo que es mejor que se encargue usted.
Rose asintió sin decir palabra y se volvió lentamente.
—¡Iré a verlas esta noche, en cuanto acabe aquí! —le dijo a gritos el doctor, pero ella ya no lo oyó.
Aturdida y mareada como si estuviera en la cubierta de un barco, Rose había empezado a abrirse paso entre el gentío. Esta vez no le hacía falta gritar, pues la gente se apartaba enseguida al ver su rostro conmocionado. De aquí y de allá le llegaban manos que le tocaban el brazo en señal de condolencia, probablemente de gente que la conocía. Pero ella no veía sus caras. Ni siquiera se enteró cuando dejó atrás aquel tumulto.
—¡Miss Gallway! —exclamó una voz de mujer a sus espaldas. Solo entonces Rose se detuvo y alzó la vista. Mai la había alcanzado pero no se atrevía a acercarse a ella, se mantenía a más de dos brazos de distancia.
—Ve al hotel, Mai —se oyó decir a sí misma—. Ahora no te necesito.
—Pero miss Gallway, yo…
—¿Quieres hacer lo que te digo sin rechistar? —dijo entre dientes Rose, cerrando los ojos para no estallar. De pronto notó que las lágrimas le corrían por las mejillas. Lo último que necesitaba ahora era a esa charlatana que no tenía la menor idea de cómo se sentía…
Mai se quedó clavada en el sitio.
—Sí, miss, ya voy, miss —dijo antes de darse la vuelta. Rose ni siquiera hizo ademán de volverse; se limitó a emprender el camino que llevaba a casa de sus padres.
El dolor y el miedo a la reacción de su madre llegaron a su punto álgido… Entonces, intentó de nuevo convencerse de que el médico se había equivocado, de que su padre la estaría esperando en casa para estrecharla entre sus brazos y tranquilizarla. Nada más cruzar la puerta se abalanzó hacia su madre, que abrió los ojos como platos al ver el semblante de su hija.
—¿Qué sucede? —dijo aferrándose al antebrazo de Rose. Sus manos estaban frías y húmedas, y el labio le temblaba. ¿Presentía lo sucedido?
Rose no era capaz de decir palabra. Tienes que contárselo, se repetía. ¡Al menos di algo! Pero la boca no le obedecía.
Necesitó un buen rato para pronunciar una sola palabra:
—Padre…
Más no pudo decir. Solo «padre». Pero Adit no precisó más para comprenderlo todo. Con un estremecedor grito de dolor, se echó en brazos de su hija y juntas se deshicieron en lágrimas.
Los siguientes días pasaron como un banco de peces por una anémona de mar. Por la mañana abría los ojos, se levantaba e iba a ver a su madre, que no se decidía a dejar la cama ni tan siquiera para ver la luz del día. Luego empezaba a venir gente: el pastor, el encargado de la funeraria, los vecinos… Rose hablaba con todos ellos, pero luego era incapaz de recordar lo dicho.
En el luto por su padre, Rose añoraba aún más a Paul. ¿Cuándo volvería a verlo? ¿Cuándo la estrecharía en sus brazos para consolarla? ¿Cuándo la acompañaría en ese tremendo dolor que la desgarraba por dentro? Llegaba el final del día y no había podido hacer nada, ni tan siquiera echar mano al violín, que Mai le había traído el día posterior al trágico accidente.
A Rose jamás se le había pasado por la cabeza tocar un réquiem en el entierro de un ser querido. Pero como sabía que a su padre le encantaba oírla tocar —no otra cosa sino el amor de su padre por el violín fue lo que la impulsó a aprender a tocarlo—, le pidió a Carmichael que le trajera unas partituras para poder ensayar un poco.
No había tocado el Réquiem de Mozart más que una vez en su vida, pero recordaba cada nota. En el entierro tuvo que reunir todas sus fuerzas para poner el arco sobre las cuerdas. Las manos le temblaban, y la idea de no volver a ver nunca más a su padre hizo que las rodillas le fallaran y que estuviera a punto de irse al suelo en varias ocasiones. Sin embargo, cuando empezaron a sonar los primeros acordes, el dolor se hizo un poco más soportable. Se dejó llevar por la melodía e ignoró las lágrimas que le corrían por las mejillas; al menos el alma de su padre subiría a los cielos con un hermoso acompañamiento musical. Una vez hubo terminado de tocar, se volvió con la cabeza gacha. No le hizo falta mirar los rostros de los presentes; sentía que estaban sobrecogidos. Hasta el pastor se quedó sin palabras. La melodía resonó unos instantes más. Luego continuó el entierro.
Rose y su madre regresaron del sepelio con una profunda paz interior. Como a Adit le resultaba sencillamente imposible celebrar un convite fúnebre, agradeció la asistencia a los presentes y se retiró. Rose no alcanzaba a saber si la gente lo comprendería, pero en esos momentos le daba igual. Una y otra vez se preguntaba si no habría sido su empeño en buscar su propia felicidad el causante de todo. ¿Pero qué habría podido hacer para que su padre no fuera aplastado por la grúa? Ella ni siquiera estaba en el puerto. ¿Cómo iba a prevenir lo que acabó sucediendo?
Las dos mujeres se sentaron a la mesa de la cocina, pero, aunque se miraban a los ojos, ninguna de las dos estaba ahí en esos momentos. Rose deseó de nuevo que Paul estuviera a su lado para hablar con él y buscar el consuelo en su pecho. Pero su amado se encontraba muy lejos… Y ella estaba ahí sentada. Y allí continuaba cuando la oscuridad envolvió la casa y el ruido de la calle se tornó en silencio.
Siguieron unos días de letargo. Rose se pasaba la mayor parte del tiempo sentada junto a la ventana, intentando escuchar en su cabeza una melodía que no acababa de atrapar.
Tras dos semanas de paciente espera, a principios de la tercera Carmichael se presentó en casa de los Gallway. Al verlo plantado ante la puerta, Rose deseó esconderse o huir por la parte de atrás, pero sabía por experiencia que esos comportamientos infantiles no conducían a nada. Y también sabía que no podía escapar de lo que Carmichael había venido a recordarle: la gira debía continuar. Tenía que ir a la India y después a Australia. Rose guardaba todas las fechas en la cabeza, y era consciente de que su agente ya había cancelado tres actuaciones. Pero ¿sería capaz de subirse al escenario como si nada hubiera pasado? ¿Podría tocar?
Cuando Carmichael llamó por segunda vez, Rose se miró las manos: parecían no haber cambiado desde que tocara el réquiem en el cementerio, y sin embargo dudaba de que pudiera volver a hacerlo como antes del accidente de su padre. La música no solo venía de las manos, venía del alma, y su alma estaba herida por partida doble. No podía fingir que no ocurría nada.
—¿No vas a abrir, hija? —dijo de pronto su madre. Los persistentes golpes la habían sacado de la cama, y ahora estaba en la cocina, pálida y demacrada—. Siempre he sabido que no podrías quedarte aquí para siempre. La vida te llama, Rose.
—¿Y tú? —repuso ella, y por un momento pensó que tal vez Carmichael había desistido y se había marchado. Pero no, seguía ahí, a la espera, probablemente porque ya había escuchado voces en la casa.
—Saldré adelante, Rose. Me costará mucho, pues aún no sé si sabré vivir sin tu padre… Pero imagínate que, en vez de estando aquí, todo esto te hubiera pillado en el otro extremo del mundo. La noticia habría tardado semanas en llegarte, y luego habrías necesitado otras tantas para venir. Así, al menos, he podido tenerte a mi lado estos días.
—Pero…
—No hay peros que valgan. Abre la puerta o ese señor acabará echándola abajo. Como mínimo escucha lo que tenga que decirte y luego decide.
Rose asintió y, mientras su madre se retiraba a su dormitorio, se estiró el vestido y fue hacia la puerta.
—¡Rose, alabado sea Dios! —exclamó Carmichael visiblemente preocupado—. Pensé que…
—Tranquilo, en esta casa nadie ha caído enfermo de gravedad ni ha intentado suicidarse —contestó secamente haciéndose a un lado—. Entra, supongo que quieres hablar conmigo.
Carmichael la miró unos instantes con atención y después entró.
—¿Cómo estáis tú y tu madre? —preguntó sin saber muy bien cómo moverse en medio de esa cocina.
Rose se tragó una respuesta cínica y se limitó a decir:
—Tan bien como nos dejan las circunstancias.
—Bien, bien… —dijo algo turbado mientras clavaba la mirada en la punta de sus zapatos.
—Siéntate, por favor —dijo Rose arrastrando los pies por el suelo de la cocina. ¿Siempre le había pesado tanto el cuerpo? En los últimos días no le había prestado la menor atención, era como si estuviera flotando, pero ahora, con la visita de Carmichael, le pareció que de nuevo tomaba conciencia de él—. Sé a qué has venido: quieres que retomemos la gira.
Carmichael la miró sorprendido, pero enseguida se mostró visiblemente aliviado por que hubiera sido ella quien sacara el tema.
—Como bien sabes, tenemos una hoja de ruta establecida. En tu situación todo se comprende… Yo más que nadie, pues también perdí a mi padre en un accidente. Pero los promotores no van a esperar eternamente. Y si decepcionamos a un país entero, tu reputación se verá seriamente dañada.
Y bien que lo sabía Rose, pero sus dudas eran aún más fuertes que el miedo a manchar su nombre. Aunque, por otro lado, y no era la primera vez que lo pensaba, ahora tendría que ocuparse de su madre…, sobre todo económicamente, pues aún estaba por ver que el dueño de la grúa accidentada le concediera una pensión o la indemnizara.
—¿Cuándo sería la próxima actuación? —preguntó Rose para sorpresa de Carmichael, que seguro esperaba una respuesta muy distinta.
—Déjame pensar… Delhi… Sí, Delhi… El diecisiete.
Naturalmente, Rose tenía la fecha en la cabeza. No era su primera actuación en la India. A Delhi había ido poco después de su primer concierto importante, invitada por un conde que la había visto tocar en Londres. La ciudad, con su maravilloso colorido y sus fantásticos palacios, la había fascinado. Quizá tocando allí lograría distraerse un poco.
—De acuerdo, iremos a Delhi —resolvió al final, aunque ni siquiera tenía claro si iba a ser capaz de interpretar el repertorio previsto—. Encárgate de mi equipaje y avísame cuando partamos. Mientras, me quedaré con mi madre. Me necesita.
Carmichael asintió y se puso en pie.
—Dale mi más sentido pésame.
Ella asintió y lo acompañó a la puerta.
Una vez se hubo marchado, Rose entró en el dormitorio de sus padres. En contra de lo esperado, su madre no estaba acostada, sino sentada en una silla de mimbre junto a la ventana, mirando el mar por el hueco que había entre las dos casas de enfrente.
—Reanudas tu gira, ¿verdad? —preguntó sin volverse.
—Así es, madre. Y no lo hago porque la música para mí sea más importante que tú, sino para poder mantenerte.
Su madre, que a buen seguro había estado escuchando la conversación con Carmichael, guardó silencio un instante.
—Y aunque le dieras más importancia a la música que a mí tampoco te lo reprocharía —dijo levantándose con dificultad de la silla, como si tuviera 80 años en vez de 45.
—Pero madre, yo…
—Está bien, mi pequeña. Eras el orgullo de tu padre, y sería una pena que echaras por tierra tu fama por quedarte aquí. Ve tranquila de gira… Toca, Rose, toca lo mejor que puedas. Hazlo por tu padre, seguro que estará escuchándote desde el cielo. —Entonces se acercó a su hija y le estrechó la cara entre las manos—. Eres muy especial. Prométeme que cuidarás de ti, pues en ti y en tus hijos perdurará tu padre.
—No te preocupes, madre, no me pasará nada —respondió Rose con decisión—. Hasta ahora he sabido desenvolverme bien en la vida.
—Lo sé, pero ahora que solo te tengo a ti tendrás que poner aún más cuidado. ¿Lo harás?
A pesar de que sus ruegos le sonaron un tanto extraños, Rose asintió, tomó las manos de su madre y se las llevó a la frente.
—¿No creerás que…? —comenzó titubeante mientras se incorporaba—. ¿No creerás que esa anciana nos maldijo cuando te negaste a…?
Adit meneó la cabeza.
—No, mi niña, esa mujer no tiene tanto poder como para maldecirnos. Si así fuese yo sería la responsable de la muerte de tu padre, y entonces me habría quitado la vida de inmediato. Probablemente el destino me trajera a esa mujer para advertirme, pero no creo que tomar otra decisión hubiera salvado a Roger. Hay cosas en la vida que están escritas. Debí aceptar la herencia de mi pueblo. Llegará el día en que seas tú quien tenga que tomar esa decisión. Mientras viva, haré lo que pueda para impedir que lleguen hasta ti, pero cuando yo muera tú serás la matriarca, y entonces tendrás que decidir qué es lo más importante.
Rose la miró pensativa. En realidad la decisión ya estaba tomada. En cuanto Paul volviera, se iría con él. Pero no quería decírselo a su madre… Al menos no ahora, cuando acababa de perder a su gran amor.
—Así lo haré —se limitó a decir. Entonces volvió a tomar las manos de su madre y, mientras se las ponía en las mejillas, deseó en silencio pero con todas sus fuerzas que Paul regresara pronto.