23
PADANG, 2011
A la mañana siguiente, Lilly se sentía como si tuviera un algodón metido en cada oído. Gracias a las claves del wifi que le proporcionaron en la recepción del hotel, la tarde anterior había podido enviarle a Ellen un breve correo contándole que había llegado bien. También había tenido tiempo para escribir unas líneas a Gabriel. Ninguno de los dos le había respondido todavía, pero informar a las dos personas que más le importaban en el mundo de que había llegado sana y salva le produjo cierta paz mental.
Había querido seguir el consejo del dentista y echar solamente una siestecita, pero estaba tan cansada que cuando oyó el despertador prefirió ignorarlo. No se despertó hasta las tres de la madrugada, y entonces, como ya no tenía más sueño, decidió abrir la guía de viajes e ir señalando los lugares que quería visitar.
La soledad de la habitación le puso pensativa. Esas no iban a ser unas vacaciones de relax… Había mucho en juego, y sus ansias de descubrir cosas eran inmensas. ¿Lograría encontrar pistas de las dos violinistas? ¿Descubriría al fin qué secreta relación existía entre ella y el violín? ¿Y qué sería de su vida? ¿Acaso no había llegado ya el momento de desprenderse de la coraza detrás de la cual se había estado cobijando desde la muerte de Peter? Sí, tenía la sensación de que allí podría conseguirlo, y de que tal vez entonces podría bajar un poco la guardia e incluso volver a enamorarse de alguien sin que el temor a perderlo lo echara todo a rodar.
«Gabriel…», susurró, y con una sonrisa cerró los ojos. Quizá era él ese alguien de quien enamorarse. El beso que le dio en el aeropuerto no había estado nada mal, y él le había prometido que seguiría allí cuando ella volviera. ¿Qué motivo había para seguir manteniéndose a la defensiva? Gabriel era un hombre encantador, un alma en la que le gustaría sumergirse para ir descubriéndola poco a poco. Quizá a su vuelta le echara más agallas…
Cuando las agujas del reloj marcaron las siete, Lilly salió al balcón para ver amanecer. Abajo, en la calle, ya había movimiento, sobre todo de los ciclomotores, que, con cajas vacías atadas a la parte trasera del sillín, pasaban veloces presumiblemente en dirección al puerto, donde a esas horas empezaban a recoger las pesadas redes. El ruido del tráfico, como ocurre en todas las grandes ciudades, no había llegado a desaparecer por completo en ningún momento, ni siquiera en plena noche, pero ahora, a cada minuto que pasaba, se hacía más intenso, igual que la algarabía de los transeúntes.
Envidió un poco a los huéspedes que ocupaban el ala opuesta del hotel, pues desde allí tenían vistas al puerto, en cuyo muelle había atracado un viejo barco holandés. El brumoso y rosado cielo de la mañana tenía que estar precioso sobre el mar.
Cuando el ruido de la calle empezó a hacerse molesto, volvió a entrar en la habitación y revisó el correo, pero ni Ellen ni Gabriel le habían contestado. Al fin y al cabo, aunque allí amaneciera, en la vieja Europa seguía siendo de noche.
Después del desayuno, poco antes de las diez, Lilly bajó al recibidor del hotel. Ciertamente no era su estilo adentrarse en una ciudad extraña con un completo desconocido, pero el dentista no parecía tener otra cosa en mente que ayudarla en su búsqueda. ¿Pretendería solo ser amable y exageradamente servicial? ¿Sería verdad que los holandeses eran mucho más abiertos que los alemanes?
Unos minutos después, el doctor Verheugen se bajó de unos de esos minibuses con el lateral abierto que Lilly había visto en el camino del aeropuerto. El vehículo era de color azul cielo, y tenía pintados, a aerógrafo, los rostros de una pareja; a Lilly le hizo pensar en un cartel de Bollywood.
Tras echarse el bolso al hombro se dirigió hacia el dentista, vestido con una camisa blanca con un discreto bordado y unos pantalones largos de color caqui.
—Buenos días. ¿Ha pasado una buena noche?
—Según se mire —respondió ella, incapaz de mentir—. Quise seguir su consejo, pero no fui capaz.
—No se preocupe, ya verá cómo se despierta después de un viajecito en una de esas furgonetas que aquí funcionan como taxis.
—¿Qué insinúa? —preguntó Lilly preocupada, pues aquella frase auguraba de todo menos una conducción prudente.
—¡Déjese sorprender! La vida sería muy aburrida sin un poco de riesgo, ¿no le parece?
En cuanto dejaron atrás el hotel y pisaron la calle se vieron envueltos en una maraña de gente y vehículos. El aire era cálido y pegajoso, y estaba impregnado de distintos olores, de entre los que destacaba el de la gasolina.
Junto a los minangkabau, Lilly vio a muchos chinos, y también a algunos europeos e indios. Como es costumbre en los países islámicos, las nativas llevaban pañuelos de colores en la cabeza y largas faldas, que a menudo se levantaban por las ráfagas de aire que creaban los ciclomotores cuando, casi rozándolas, pasaban a su lado. A lo lejos, Lilly vio erigirse el minarete de una mezquita. La pasada noche estaba tan cansada que no había oído la llamada al rezo, pero sí por la mañana, justo antes de entrar en la ducha.
De la fachada de una casa colgaba un largo lienzo de tela en el que había pintada una pareja de enamorados de lo más kitsch.
—Es el cartel de una película —le explicó Verheugen.
—Es como los de Bollywood.
—A la gente de aquí le priva el romanticismo, aunque las películas indonesias no suelen ser así. También se estrenan algunos éxitos importados de la India y, por supuesto, nuestros blockbusters debidamente subtitulados.
¿Cómo sería ese lugar un siglo atrás? Lilly imaginó a la gente viajando en coches de caballos, y quizá también en rickshaws.
Entonces recordó una de las páginas web que había consultado para recabar información sobre el país y se preguntó si aún se celebrarían peleas de gallos y si se seguirían representando las famosas funciones de teatro de sombras, que, según había leído, duraban casi hasta el amanecer.
Por la calzada circulaban motocicletas, coches, furgonetas y esos minibuses con el lateral abierto que daban pavor con solo mirarlos. El rugido de los motores se mezclaba con los bocinazos y la música a todo volumen. Lilly reparó en que no había marcas viales; tampoco parecían estilarse los intermitentes, y de los semáforos mejor no hablar.
Era tal el ruido que le empezaron a zumbar los oídos. De pronto sonó un claxon que le hizo echarse a un lado, asustada. Provenía de un minibús de color rosa chicle de las mismas características que la furgoneta azul Bollywood, solo que en vez de una pareja cursi lucía un dibujo tribal y un alerón en la parte de atrás.
—Creo que se está ofreciendo a llevarnos —dijo el doctor—. ¡Sígame!
El vehículo se detuvo justo delante de ellos. Verheugen intercambió unas palabras con el conductor y luego le dijo a Lilly que se montara.
El conductor practicaba eslalon entre el tráfico siguiendo el ritmo de la música atronadora que salía por los altavoces. Mantener una conversación en ese cachivache era impensable; parecían saberlo bien las tres mujeres y los dos hombres que, abanicándose aburridos con sus periódicos, estaban sentados en el lado abierto de la furgoneta. A pesar de ir aferrada a su asiento, Lilly tenía la impresión de que a cada curva iba a salir disparada por el hueco de la puerta. De cuando en cuando, el conductor anunciaba una parada a bombo y platillo y unos cuantos pasajeros bajaban para que otros subieran. Lilly comprobó que todos pagaban al entrar, por lo que se le hizo evidente que el dentista había corrido con los gastos.
El viaje aún duró diez interminables minutos más, transcurridos los cuales el conductor tocó el claxon y detuvo el vehículo junto a la acera. Entonces el doctor Verheugen le indicó que ya podían bajarse.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó mientras la furgoneta y su ensordecedora música se alejaban—. Está pálida como un cadáver.
—Más o menos —repuso Lilly a pesar de tener el estómago revuelto. Tras unos momentos de incertidumbre, volvió a sentir el suelo bajo los pies.
—¡Es ahí! —dijo Verheugen cuando llevaban recorrido un buen trecho de la calle.
Señaló un parque, en mitad del cual se levantaba un edificio de aspecto similar al del aeropuerto, pues tenía los mismos techos de media luna, o «tejados de cuerno de búfalo», como los denominaba la guía. Los nativos llamaban a ese tipo de edificaciones rumah gadang, que venía a significar algo así como «casa grande».
—Este es el Museum Adityarwaman, el museo nacional de Padang —le explicó el dentista—. En él hay expuestas, sobre todo, muestras de la cultura minangkabau, aunque también se pueden contemplar numerosas piezas de la época colonial. Además cuenta con un estupendo archivo. Todo lo que queda de los tiempos del protectorado holandés se encuentra aquí.
—¿Lo ha consultado en alguna ocasión?
—Hace unos años quise recopilar información sobre un edificio muy peculiar y me recomendaron que viniera a este lugar.
—¿Y encontró lo que buscaba?
—Ya lo creo. Tienen unos fondos sorprendentes.
Mientras subían unas escaleras de baldosas rojas y pasaban por delante de una torre de diseño moderno, Lilly miró fascinada los tejados plagados de picos y ondulaciones.
—¿Sabe por qué los minangkabau construyen así sus casas? —preguntó Verheugen, a quien no parecía escapársele una.
—Tiene algo que ver con los búfalos, ¿verdad?
—Sí señora. ¿Ha oído hablar de las peleas de búfalos?
—No, me temo que mi guía no es tan completa.
—Hágaselo saber al editor —bromeó él antes de contar su historia—. En tiempos remotos, un ejército de guerreros javaneses amenazó con conquistar la isla. Para evitar el derramamiento de sangre, ambos reyes acordaron que, en vez de combatir, resolverían el asunto con una pelea de búfalos. Mientras que los javaneses escogieron un búfalo enorme, los minangkabau dejaron sin comer un día entero a una cría de búfalo y recubrieron sus dientes con afilados pinchos de hierro.
—¡Déjeme adivinar! —saltó Lilly—. El hambriento ternero se abalanzó sobre el búfalo creyendo que era una búfala rebosante de leche.
—¡Bingo! Así fue como el ternero mató al búfalo e hizo que los javaneses tuvieran que irse por donde habían venido.
—Hay que admitir que fue una solución de lo más razonable, tratándose de aquellos tiempos. Nosotros habríamos resuelto nuestras diferencias partiéndonos la crisma con la maza o la espada.
—Los minangkabau son un pueblo pacífico. A los holandeses no les costó mucho esfuerzo colonizar Sumatra. Más adelante, cuando la situación económica empeoró, sí que se produjeron algunos incidentes. Pero de eso es mejor que hablemos después.
A Lilly le pareció una buena idea, pues estaba como loca por saber qué le tenía reservado el museo. ¿Encontraría allí una entrada en los registros parroquiales que la llevaría hasta la hija de Rose?
—En Sumatra quedan muy pocos edificios realmente antiguos —comentó el dentista mientras enterraba las gafas de sol en su poblado cabello.
—Por los terremotos, ¿verdad?
—Sí, por los terremotos y otras adversidades. Es un verdadero milagro que todavía queden en pie algunos edificios de principios de los años veinte; sin duda tienen una buena estructura. El museo fue construido en los años setenta, y lo cierto es que no se conserva mal, ¿verdad?
Dentro del museo, los ventiladores hacían lo posible por refrescar un poco el ambiente. Las vitrinas albergaban suntuosas túnicas y otros objetos de siglos pasados. Había expuesta incluso una corona de novia, llamada sunting. Lilly se preguntó cómo podían llevar puesto ese armatoste de oro de intrincado diseño sin destrozarse las cervicales.
Su acompañante no tardó en abordar a alguien y preguntarle por el archivo. Tras intercambiar unas palabras, Verheugen indicó a Lilly que se acercara.
La mujer con la que había hablado llevaba un pañuelo azul claro en la cabeza y un vestido negro cuya falda le llegaba a los pies. Lilly se sorprendió cuando la saludó en inglés.
—Me llamo Iza Navis, y estaré encantada de ofrecerle mi ayuda.
—Es directora adjunta del museo y sabe perfectamente dónde se encuentran todos los tesoros de esta casa —añadió Verheugen. Sus palabras hicieron que la joven, de unos veintitantos años, se sonrojara un poco.
—Al menos intentaré ayudarle en lo que pueda.
La modestia mostrada por Iza Navis le hizo pensar a Lilly en las películas japonesas, donde los héroes siempre hacían gala de una ejemplar humildad y callaban sus méritos.
—¿Qué puedo hacer por usted? —se ofreció la directora adjunta.
—Ando…, ando buscando registros parroquiales —dijo Lilly, y, aunque había comenzado por lo más obvio, la joven la miró con extrañeza.
—¿Registros parroquiales?
—Algo así como un registro de nacimientos —se apresuró a aclarar Verheugen.
—Ah, claro —repuso Iza Navis—. Tenemos algunos de esos «registros parroquiales» que usted dice. Nos los donó una iglesia después de que un terremoto la dejara seriamente dañada. Como no suelen despertar el interés de nuestras visitas los tenemos en depósito. Si espera un poco se los haré llevar a la sala de lectura.
La sala de lectura era una pequeña estancia bastante austera donde había unas cuantas mesas con lámpara y una estantería llena de libros en malayo. La encargada del museo les dijo que tendrían que esperar un rato, así que Lilly y Verheugen decidieron sentarse.
—¿Qué es lo que está buscando exactamente en los registros parroquiales? —preguntó él mientras sacaba sus gafas de leer y las limpiaba con una gamuza.
—Poco antes de venir supe que Rose tuvo una hija. Me gustaría comprobar si el nacimiento consta en el registro parroquial y si fue bautizada.
—A principios del siglo XX Indonesia se vio azotada por varios terremotos. Es posible que madre e hija perdieran la vida en una de esas catástrofes.
—En cualquier caso, antes tuvo tiempo de pedirle por carta al padre que se encargara de la niña. O nunca recibió la carta o no quiso hacerse cargo…
—O se ocupó de ella, la salvó y mantuvo en secreto su inconfesable origen…
En ese momento se abrió la puerta y un joven entró con un carrito que contenía unos cuantos tomos antiguos. A los registros parroquiales, miss Navis había añadido periódicos de la época encuadernados y un par de libros que a simple vista no guardaban demasiada relación con lo que Lilly quería saber. Sin embargo, decidió que les ojearía, por si las moscas.
Revisar los registros parroquiales no resultaba en absoluto fácil, pues muchas páginas estaban muy dañadas por el agua y no habían sido secadas por manos expertas. Aunque Lilly no era ni mucho menos una experta en restauración de libros, se le cayó el alma a los pies al ver que varias páginas no podían despegarse. ¿Qué sentido tenía guardar esos valiosos documentos si no se hacía nada para conservarlos?
—La verdad es que esto no tiene muy buena pinta —dijo Verheugen tras echar un breve vistazo—. Debería haber traído mi instrumental, seguro que con mi escalpelo y mis pinzas podría separar las páginas sin romperlas.
Con todo, se pusieron manos a la obra. Dado el mal estado de los registros parroquiales, decidieron centrarse en los periódicos, mucho mejor conservados, pero casi todos estaban en neerlandés.
—Si encuentra algo que llame su atención por los nombres propios o las fotografías hágamelo saber y se lo traduzco.
El olor a papel viejo y a moho se les metió en las narices nada más hojear las páginas. Los periódicos sueltos no eran precisamente voluminosos; en general eran ediciones de ocho páginas con una de ellas dedicada a anuncios de menaje del hogar, jabón, pomada para fijar el bigote y ligueros para calcetines.
Lilly revisaba los textos en busca de nombres que le sonaran. También observaba las ilustraciones, que en su mayoría eran viejas fotos del Padang colonial o imágenes de las plantaciones de tabaco y azúcar. De vez en cuando había algún retrato de familia, pero de Rose Gallway no encontró nada.
—Puede que esto le interese —dijo al rato Verheugen girando el libro hacia Lilly y señalando un nombre en medio de un texto para ella ilegible—. ¿Se escribe así el nombre de su violinista?
Lilly asintió de inmediato, atisbando un rayo de esperanza.
—¡Léame lo que pone, por favor! —le rogó mientras miraba la foto, en la que aparecía algo que se había derrumbado…
—«El pasado lunes, en los alrededores del puerto, sucedió un lamentable accidente. Una grúa de carga mal fijada se derrumbó sobre un grupo de trabajadores encabezado por mijnheer Gallway, capitán del puerto. Ha habido que lamentar tres muertes, entre ellas la de mijnheer Gallway, que deja viuda e hija, la célebre violinista Rose Gallway, que recientemente ha dado varios conciertos en esta su ciudad natal».
¡El padre de Rose había muerto en un accidente! Lilly se quedó pasmada. ¿Cómo habrían vivido aquella tragedia Rose y su madre? Cuando ella perdió a Peter, sintió que le habían arrancado el alma del cuerpo…
—Tuvo que ser una época terrible para ella —dijo secamente, obligándose a no pensar en su infierno personal.
—No hay nada peor que perder a un ser querido. —A juzgar por el profundo surco que se le formó entre las cejas, Verheugen también parecía haber pasado por esa experiencia traumática—. Da la impresión de que no conocía ese dato.
—Así es, no lo sabía. Ni tampoco el director de la escuela donde Rose Gallway estudió.
—Tenga en cuenta que el accidente sucedió hace mucho, pues el periódico es de 1902. Además tuvo lugar en otro país… ¿Cómo iba él a saberlo?
—Tiene usted razón. Que yo sepa, aún no ha venido a investigar a Sumatra.
Lilly observó el artículo durante un rato y lamentó no saber neerlandés.
—Aquí también pone que, por las mismas fechas, Rose Gallway dio unos cuantos conciertos en Sumatra —señaló Verheugen—. Quizá encontremos algo en las ediciones de los días anteriores.
Volvieron a hojear los periódicos y, en poco rato, el dentista encontró once artículos más en los que Rose era citada. Como estaban encuadernados en orden inverso al cronológico, Lilly los fue revisando de atrás hacia delante.
Las fotos de los dos primeros eran especialmente bonitas. En una aparecía Rose entre el gobernador y otros señores en frac y levita sonriendo con timidez a la cámara. La otra había sido tomada en la terraza trasera de la mansión del gobernador y mostraba un paisaje borroso apenas iluminado por la luna. A pesar de la mala calidad de la foto, se intuía que las vistas eran impresionantes.
Lilly observaba las fotos con detenimiento mientras Verheugen le traducía los artículos. Fue así como se enteró de que Rose había tocado en la recepción anual que el gobernador celebraba con los dueños de las plantaciones. ¿Cómo sería la recepción? ¿De qué colores irían vestidos los invitados? Para Lilly fue como volver a la infancia, cuando lo normal era tener un televisor en blanco y negro.
Los siguientes artículos estaban plagados de elogios a sus conciertos y también a su belleza. Era evidente que todo Padang se había rendido a sus pies.
De pronto, un aspaviento proveniente de su lado hizo que Verheugen levantara la vista.
—¡De modo que así era él! —exclamó Lilly sin quitarle ojo a la foto de la pareja que aparecía en mitad de la nota de prensa. Al pie de la misma, se citaba el nombre del caballero que posaba junto a Rose.
—¿A quién se refiere? —preguntó Verheugen.
—Este señor de aquí es Paul Havenden. Lord Paul Havenden.
Lilly observó con disgusto que el rostro del caballero salía cortado. Ese hombre era el amante de Rose, el que la había dejado embarazada. Rápidamente tomó nota del artículo para luego hacer una copia. Aunque no se viera bien del todo a Havenden, se alegró de haber encontrado la fotografía.
—Ah, el padre de la niña perdida —dijo Verheugen visiblemente indignado—. Más que escribirle una carta, como hizo Rose, ¡yo le hubiera leído la cartilla!
—Tal vez haya una explicación para su comportamiento.
El dentista negó con la cabeza.
—Lo dudo. Dejó preñada a su amante y luego se hizo el loco. Menuda pieza…
Pese a las deficiencias de la foto, Lilly observó que el joven inglés tenía un rostro bien proporcionado. Y sus hermosos ojos le recordaron un poco a los de Gabriel. ¿Tendría razón el doctor respecto a Paul Havenden? ¿Habría actuado aquel de forma intencionada? ¿Era posible que se hubiera olvidado de Rose al llegar a Inglaterra? ¿O más bien se había topado con obligaciones de las que no había podido zafarse?
—Antes de juzgarlo deberíamos conocer toda la historia —dijo Lilly, aún entusiasmada por el hallazgo. Gabriel no se lo va a creer, pensó.
Hasta entrada la tarde siguieron rebuscando entre esos viejos papeles. Dieron con más reseñas sobre las actuaciones de Rose y con una nota de sociedad en la que se hablaba del vestuario que utilizó en su interpretación el día del funeral de su padre. En cambio, en los registros parroquiales no hallaron rastro del apellido Gallway.
¿Qué esperabas?, ¿descubrirlo todo el primer día?, se dijo para sus adentros. Date por satisfecha con haber encontrado una foto de ella con su amante. ¡Gabriel se va a poner como loco!, volvió a decirse.
Era muy probable que los holandeses se llevaran consigo mucha documentación cuando abandonaron la isla. Para seguir el rastro de la hija de Rose Gallway quizá sería más provechosa una visita a Ámsterdam. Si aún conservaban documentos de esa época, a buen seguro tendrían un museo de historia colonial.
—Sentimos que no haya encontrado lo que buscaba —dijo la directora adjunta del museo cuando ordenó retirar los documentos.
—No crea, algo hemos encontrado —repuso Lilly con una sonrisa—. Le agradezco mucho que nos haya dejado ver los periódicos.
—Si quiere consultar más documentos de la época del protectorado holandés no deje de visitar la residencia de fin de semana del antiguo gobernador.
—¿Residencia de fin de semana? —se sorprendió Lilly. Pero enseguida cayó en la cuenta: por fuerza tenía que ser la casa de la terraza que salía en el artículo. La casa donde tocó Rose Gallway.
—Bueno, seguramente en aquella época no la llamaban así, pero no se me ocurre un término más preciso para referirme a ella. Aunque el gobernador tenía su sede en Padang, poseía también una casa de campo donde celebraba las recepciones. A pesar de los terremotos, todavía se mantiene en pie. Pero lleva muchos años en venta y me temo que, si no aparece pronto un comprador, acabarán echándola abajo.
—¿Se puede hacer algo así?
—Por desgracia, sí. Aquí también tenemos una especie de instituto de conservación del patrimonio, pero cuando los edificios empiezan a deteriorarse suelen ser derribados.
—¿Y no valdría la pena convertirlo en museo? —dijo Verheugen, poniendo en palabras los pensamientos de Lilly.
—Puede, pero para eso hacen falta fondos. Además, algunas personas siguen sin ver con buenos ojos la época colonial. El Gobierno da prioridad a la investigación y la divulgación de la cultura minangkabau. —Casi lo decía con pena, a pesar de ser ella misma una minangkabau.
—¿Y qué vamos a encontrarnos en la residencia de fin de semana? —preguntó Lilly—, ¿un montón de trastos puestos de cualquier manera?
—Más o menos. En el edificio aún quedan muchas cajas por abrir. Hay un guarda que se encarga de vigilar la propiedad. Si le dicen que van de mi parte, seguro que les dejará entrar.
—Muchas gracias, es usted muy amable —dijo Lilly, procurando no sonreír como alguien que planea robarle la porcelana a una abuelita. ¡La casa donde Rose dio un concierto! ¡La casa donde quizá conociera a Paul Havenden! ¿Estarían aún esas paredes impregnadas de su espíritu? Aunque en esas cajas no hubiera más que trastos viejos la visita merecía la pena, de eso estaba segura.
—¿Y bien? ¿Tiene previsto visitar la casa del gobernador? —preguntó Verheugen nada más salir del museo. Entretanto ya había anochecido y el aire se había vuelto más húmedo.
—Desde luego. Puede que hasta dé con la terraza que sale en la foto del periódico.
—Por supuesto. Siempre que el guarda o un techo derruido no se lo impidan…
—Ahora necesito encontrar a alguien que me lleve.
—A ese alguien lo tiene usted delante —afirmó el dentista.
—¿De verdad? ¿No le he robado ya bastante tiempo?
—No considero que me lo esté robando, más bien me lo está haciendo pasar en grande. Podemos ir y echar un vistazo. Y si la mala conciencia no la deja tranquila, siempre puede invitarme hoy a cenar. ¿Qué me dice?
—Por mí, estupendo, pero tendrá que elegir usted el lugar. No conozco ningún sitio. —Lilly se acordó de Gabriel y deseó con todas sus fuerzas poder cenar con él a su vuelta.
—Cerca de su hotel hay un restaurante estupendo donde sirven rendang. O, si lo prefiere, un makanan padang completo.
—¿Qué es eso?
—Es una especie de degustación. Te ponen un montón de cuencos con distintos tipos de carne, verdura y arroz. Eliges lo que quieras y luego solo pagas lo que has comido.
—Suena interesante.
—Y lo es, pero en algunos locales sale un poco caro. Con el rendang, en cambio, nunca se falla. Es un curry de ternera muy picante que se sirve con arroz. Espero que tenga un estómago a prueba de bombas.
—Eso no es problema —repuso Lilly, a quien no le asustaba la comida picante. Una vez había estado en un restaurante hindú o tailandés con Peter y había soportado el picante mejor que él.
—Bien, pues entonces propongo recogerla en una hora, y así me compensa por las molestias y por la peste a papel viejo que me ha hecho respirar.
A juzgar por la cantidad de gente que había en el local sugerido por Verheugen, debía de ser bueno de verdad. El único inconveniente era que no quedaba ninguna mesa libre, por lo que tuvieron que ponerse a la cola.
—Con un poco de suerte estaremos sentados en un santiamén —dijo el dentista, y en ese momento Lilly deseó tener un poco de su confianza. Para él nada parecía ser un problema. Si había que esperar, él llenaba el tiempo con bromas y observaciones.
De hecho, Lilly se dio cuenta de que empezaba a contagiarse un poco de su espíritu. Si en Alemania hubiera entrado en un restaurante así de lleno, se habría dado la vuelta de inmediato. Sin embargo, ahora, ni se le había pasado por la cabeza la idea de desistir de comer en aquel lugar. Lejos de eso, se dejaba imbuir de los aromas, los sonidos, las voces…, y también de los colores, pues muchos de los nativos que había en el local iban vestidos con los tradicionales y llamativos sarongs; otros clientes, en cambio, vestían con camisa y pantalón blancos, y las mujeres cubrían su pelo con pañuelos de colores.
Tras media hora esperando de pie, consiguieron una mesa.
—Créame, la espera ha valido la pena —dijo Verheugen mientras se sentaban en los cojines que había dispuestos sobre dos esteras de ratán, situadas una enfrente de la otra. En medio había una mesa baja con bellas incrustaciones. El camarero apareció al momento con las cartas, enfundadas en gruesas tapas de cuero. Los menús estaban en malayo y en neerlandés, y si bien el nombre de algún plato se suponía que lo habían traducido al inglés, resultaba igualmente incomprensible para Lilly.
—¿Qué es esto de aquí? —preguntó señalando un renglón de la carta.
—Ah, eso es café de gato.
—¿Café de gato?
—Hay una especie de gato llamada civeta indonesia que solo se alimenta de los granos de café más maduros. Con sus excrementos se hace un café muy preciado. Una tacita vale tanto como un banquete entero.
—No estoy muy segura de querer probar un café que sale de… —Lilly hizo un aspaviento que hizo reír a Verheugen.
—¡Pero si es una exquisitez! En la isla es muy apreciado, y los cafeteros de todo el mundo pagan lo que sea por esos granos.
—Cuidadosamente seleccionados por la civeta indonesia…
—Será mejor que se limite al tuak.
—Mientras no salga de un animal…
—No, el tuak es algo así como el hermano pequeño del arak. Se extrae de la flor de la palma de azúcar, y no tiene mucho alcohol.
—Suena aceptable.
—¡Y lo es! Yo pediré lo mismo. —Con el rabillo del ojo vio que pasaba el camarero y lo llamó.
Mientras Verheugen pedía, Lilly lo observó admirada.
—No tengo ni idea de malayo, pero me ha parecido que lo habla muy bien.
—Cuando alguien tiene una relación tan estrecha como yo con este país, lo primero que quiere es poder hablar con los nativos sin que recuerden las historias que sus abuelos les contaron de los holandeses. Lo cierto es que algunas de ellas no nos dejan en muy buen lugar. —Lilly lo miró expectante y Verheugen prosiguió—: Indonesia tiene una historia muy accidentada. Quizá haya oído hablar de la dominación colonial y de la VOC.
—¿Se refiere a la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales?
—Efectivamente. Era una asociación holandesa de comerciantes y marinos mercantes. Se trata de un tema muy complejo, y también algo sangriento. Algunos gobernadores de Sumatra y de Bali fueron tan crueles que la casa real tuvo que intervenir para pedir moderación a los mandatarios de la VOC. Cuando esta se disolvió en 1799, el clima de tensión se suavizó y la violencia fue a menos. Sin embargo, cada vez se levantaron más voces en contra del colonialismo. En los años veinte surgió un movimiento independentista contrario a los holandeses. Durante la Segunda Guerra Mundial, Indonesia fue invadida por Japón por un breve lapso de tiempo, a partir del cual Holanda perdió definitivamente la colonia.
—Con todo lo que usted sabe bien podría ser historiador.
—Puede que me ponga a ello cuando me retire. O quizá me dedique a recorrer el país para después poner negro sobre blanco mi experiencia en un libro de viajes. Aunque si algún día llegara a hacerlo, creo que sería difícil que volviera a Holanda.
Solo con lo que había visto hasta el momento de Sumatra, Lilly creyó comprenderlo.
A lo largo de la velada conversaron sobre muchos temas, pero de ninguno de ellos hablaba Verheugen con tanta pasión como de Sumatra. Daba la impresión de que su relación con ese país trascendía el mero amor por sus paisajes y sus gentes. Debía de existir un vínculo personal, pensó de pronto Lilly, y entonces se le ocurrió que tal vez el dentista había realizado aquel viaje para encontrarse con una mujer. No era una idea descabellada, al fin y al cabo era un hombre atractivo, y además tenía un fantástico sentido del humor… A partir de ese momento, y a pesar de decirse a sí misma que ese no era asunto suyo, Lilly no pudo evitar fantasear con esa mujer con la que quizá Verheugen iba a reunirse. ¿Sería una bella nativa como la madre de Rose?, aventuró; inconscientemente había atribuido desde el principio la célebre belleza de Rose a su madre.
—Espero que la comida no fuera muy picante —dijo el dentista cuando salieron del restaurante, mientras la brisa nocturna los envolvía. Aunque seguía haciendo calor, ella se estremeció un poco. Siempre le pasaba cuando salía de un sitio donde hacía calor—. Algunos turistas tienen problemas con el picante, sobre todo la primera vez que lo prueban.
Lilly se encogió de hombros. Aún le ardían un poco los labios, pero se sentía de maravilla.
—Me encanta la comida picante —repuso—. Nunca me ha sentado mal. En cambio, a Peter…
—¿Su marido?
Lilly bajó la cabeza. Su buen humor se vio amenazado de repente por un nubarrón negro.
—Sí, lo fue. Murió hace unos años.
—Lo siento mucho. Creo que sé cómo se siente: yo también he sufrido grandes pérdidas a lo largo de mi vida. Pero desde que conocí este país creo que me siento cada vez mejor. Y dado que usted también está aquí, puedo predecir que volverá siendo otra, lo cual será una suerte para quien la esté esperando.
Más tarde, tendida en la cama bajo el aire acondicionado y protegida de los insectos por una mosquitera, Lilly dio muchas vueltas a esas palabras. Al mismo tiempo, una sospecha la inquietaba. Verheugen se mostraba demasiado amable… ¿Y si no existía aquella mujer con la que había estado fantaseando en el restaurante? ¿No se estaría haciendo con ella unas ilusiones que jamás podría ver cumplidas? De repente se sintió algo mareada. Para ella Verheugen no era más que un loco encantador, y que estuviera siempre dispuesto a ayudarle le hacía sentirse un poco incómoda, pero también le encantaba. Lo que no podía era imaginárselo como su pareja: no estaba segura de que Gabriel llegara a jugar ese papel en su vida, pero Verheugen desde luego que no. Aunque tal vez se estaba precipitando… Lilly se regañó por ser tan estrecha de miras. ¿Era incapaz de comprender que aún había gente en el mundo dispuesta a prestar ayuda desinteresadamente? Por si acaso, no dejes que se haga ilusiones, se dijo. El holandés es un encanto y sería una pena que mi amistad con él se malograra. Basta con que le dejes las cosas claras en caso de que intente algo.
Al final cerró los ojos e intentó mirarse por dentro. ¿Estaría ya en marcha esa transformación de la que le había hablado Verheugen? ¿Notaría el cambio al volver a casa de Ellen?
No, de hecho ya había empezado a notarlo. Mientras sus pensamientos viajaban hasta Londres en busca de Gabriel, se dejó vencer por el sueño.