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PADANG, 2011

Ya entrada la tarde, en la habitación del hotel, con las emociones vividas durante el día todavía a flor de piel, Lilly sacó el diario de Rose del bolso. Lo había guardado ahí mientras salían de casa del gobernador, aprovechando un momento en que Verheugen se había ausentado de su lado para ir a decirle al guarda que ya se marchaban.

Finalmente había convencido al dentista de que también condujera él en el viaje de vuelta a Padang, y se pasó todo el trayecto inmersa en sus pensamientos. ¿Debía escribir ese mismo día a Ellen y a Gabriel o era mejor comunicarles las novedades a su regreso? Tras un tira y afloja consigo misma decidió guardarse aquel bombazo para Londres; de ese modo tendría tiempo para examinar en primicia su hallazgo.

Al llegar a Padang, Verheugen se había ofrecido a llevarla al hotel y después pasar por el museo para entregarles el álbum y pedir que le hicieran copias de las fotos. Lilly no había podido negarse, pues tenía demasiadas ganas de llegar a su habitación. Cuando se separaron, el dentista le informó de que aquella noche tenía que ir al aeropuerto a recoger a alguien.

Ahora, después de darse una ducha reparadora y de comer un poco de fruta que una camarera del hotel le había traído a la habitación, Lilly se moría de ganas de echarle un vistazo al cuaderno. Al otro lado de su ventana se extendía una grandiosa puesta de sol sobre Padang. El naranja, el rojo y el violeta se mezclaban en el cielo formando un impresionante fresco, mientras que abajo, en la ciudad, los edificios brillaban bajo su luz y los ruidos de la calle se iban transformando lentamente. Aunque el tráfico persistía, con esos pitidos ensordecedores a los que Lilly ya casi se había acostumbrado, empezó a oír también retazos de una música lejana. ¿Habría esa noche en la ciudad un teatro de sombras o un concierto?

Ellen la habría animado a salir a verlo con sus propios ojos, pero esa velada la tenía reservada para Rose Gallway.

Emocionada, pasó el dedo por la tapa del cuaderno. Luego se lo llevó a la cama, desde donde podía ver, de fondo, el hermoso ocaso.

—Está bien, Rose, cuéntame…

Diario de Rose Gallway

Tal vez sea un poco tarde para empezar un diario, pero necesito poner en orden mis pensamientos.

Aunque me cuesta trabajo escribir, quiero que quede algo de mí. Algo que perdure en el tiempo y permita entender a mis descendientes por qué hice lo que hice.

Desde que el doctor me comunicó su diagnóstico y soy consciente del poco tiempo que me queda solo un pensamiento ocupa mi mente: reparar los errores que cometí en su día.

Me lo he estado reprochando todos estos años. Puede que fuera un gesto noble evitar el escándalo. De hecho, seguro que mijnheer Van Swieten, allá donde se encuentre, aún me está agradecido. Pero el precio que he pagado por ello ha sido el vacío. Sí, el vacío… Y la soledad. Y la pérdida de mi don. Y la decadencia. Y la poca confianza que me quedaba en el ser humano… Y la indiferencia total hacia los hombres.

Sin embargo, ha aparecido un hombre en mi vida que me ha dado nuevas esperanzas. Él es todo lo contrario a aquellos que solo ven en mí a una mujer hermosa cuya imagen despierta sus más bajos instintos.

Cooper Swanson es el hombre menos atractivo que conozco. Y precisamente por eso es digno de mi confianza. No habla más de lo necesario, pero escucha tanto y tan bien que me da la impresión de que su mente absorbe cada detalle como una esponja.

Está dispuesto a hacer que se cumpla mi deseo, por más que sea harto difícil. Van Swieten lleva tres años muerto. ¿Habrá dejado documentos de los trámites realizados en su momento? Lo dudo, pues se hizo todo lo posible por no dejar rastro.

Pero será mejor que empiece por el principio. Por esa encrucijada que apareció de pronto en mi vida y ante la que yo, sin saberlo, tomé el sendero equivocado.

Después de que mi padre muriera en el accidente del puerto, mi vida y la de mi madre cambiaron por completo. Yo me preparé para retomar mi gira sin saber si realmente sería capaz de volver a tocar, y mi madre, por su parte, inició los preparativos para marcharse a Magek, su aldea natal. Como solo disponía de la casa por un par de meses más, pues un nuevo capitán del puerto aguardaba para sustituir a mi padre, mandó un mensajero a su pueblo para comunicarle a la anciana que vino a visitarla que había decidido volver al hogar y ocupar su lugar en el clan.

Cuando nos despedimos lloré con amargura. Durante mis viajes siempre me había reconfortado saber que ella estaba allí, en la casita del puerto. Ahora, si quería ir a verla, tendría que viajar hasta el corazón de la jungla, algo del todo imposible con la apretada agenda que Carmichael me había confeccionado.

Nos despedimos un día antes de que mi barco zarpara, pues de la aldea mandaron un carro de bueyes para recogerla.

En ese último momento me instó de nuevo a que escuchara siempre al corazón cuando tuviera que tomar una decisión; al mío y no al de otros. Y yo, sin saber aún el estado en que ya me encontraba, le prometí que así lo haría. Luego, entre lágrimas, la vi adentrarse en la jungla montada en aquel carro.

Al día siguiente, llena de dolor y de nostalgia, de desgana e inconsciencia, subía al MS Flora, el barco que nos llevaría a la India.

Ya durante el viaje empecé a sentirme rara. Mi estado de ánimo oscilaba como el barco entre las olas. A veces arriba, a veces abajo. Tan pronto me parecía que mi doncella Mai era la mejor persona del mundo como al rato abominaba de ella y salía corriendo cuando venía a peinarme. Imagino lo que le diría de mí a Carmichael. Para ella no era más que una loca furiosa. ¿Y Carmichael? No, seguro que él no estaba de acuerdo. Él ya había trabajado con otros artistas y sabía lo extravagantes que podemos llegar a ser. En mi caso, atribuía mi estado a los acontecimientos. Así que cuando me ponía a dar gritos como una posesa, él callaba, y cuando me liaba a tortas con Mai, se quitaba de en medio.

Yo misma era consciente de que algo estaba sucediendo en mi interior, algo que me dominaba como si fuera una marioneta y que hacía de mí un ser intratable. De lo contrario, jamás me habría comportado de aquella manera tan despreciable.

A nuestra llegada a Delhi, tras un viaje de muchas millas por tierra, me encontraba fatal. Se me hincharon las piernas como si tuviera hidropesía y el menor esfuerzo me hacía sudar a chorros. A eso se añadieron las náuseas.

Al principio traté de ocultarlo. Me dije a mí misma que la culpa la tenían la mala comida del barco y el viaje posterior. En cualquier caso, no quería que Carmichael se enterarse de lo que me pasaba, ya que entonces empezaría con sus reproches. De todas formas no me permitiría dejar así como así la gira: con tal de no suspender un concierto era capaz de apuntalarme para que no me desmayara y meterme el violín bajo el brazo.

De modo que en Delhi fui en secreto a ver a un médico inglés. La noticia que me dio aquel doctor me impactó tan profundamente que, de un día para otro, me privó de la facultad de tocar como antes. Fue como si de pronto algo en mí rechazara la música, esa que tantas satisfacciones me había dado hasta entonces.

Ya en los ensayos previos al concierto noté que me habían abandonado las imágenes. Hasta donde yo recordaba, mi música siempre había estado estrechamente ligada a ellas: cada melodía suscitaba en mí una imagen diferente, que se iba transformando al mismo ritmo que la música. También me di cuenta de que sentía sobre mí un peso nuevo. Hasta entonces, al tocar, era como si me liberara de la gravedad del mundo; ni siquiera era consciente de estar subida en un escenario. Ahora, en cambio, no podía evitar que una fuerza invencible me empujara hacia abajo, hacia la tierra. Ni siquiera cuando había tocado delante de la tumba de mi padre me había sentido tan pesada.

La ausencia de las imágenes y la pérdida de la sensación de ingravidez hacían que mi mano se sintiera insegura. De repente temía no estar a la altura de la música. Y sentía miedo, mucho miedo. Miedo, sobre todo, a no poder seguir ocultando por más tiempo lo que me estaba pasando. Y aquello era un círculo vicioso, pues el miedo me volvía aún más insegura. Y no encontraba entonces otra forma de protegerme que a través de la crueldad, que utilizaba constantemente como un escudo y un arma con los que mantener a la gente alejada de mí.

Todavía recuerdo bien el momento en que ya no pude seguir ocultando mi secreto. Fue el día en que tomé conciencia de que mi pasión por la música se había extinguido.

¡El concierto ha sido un desastre! —me increpó Carmichael, dando vueltas a mi alrededor en la habitación del hotel—. ¿Se puede saber qué te ha pasado? ¡Has tocado como si tuvieras la cabeza en otra parte! ¡Ándate con cuidado! ¡Un descuido más y tu carrera se irá al traste!

Preferí no decir nada. Me quedé mirando al vacío con el atril delante. El recuerdo del infausto concierto resonaba en mis oídos como el espantoso sonido que hace una cuerda al romperse. Una y otra vez escuchaba en mi cabeza los pasajes en los que los dedos me habían fallado, en los que la mano me había temblado sobre el arco.

¡Me había perdido en mitad del concierto! Y la confusión había sido tal que incluso el público lo había percibido. ¡Nunca antes me había pasado algo así!

Y nunca antes me había sentido tan insignificante como en ese momento. De pronto me asaltaron todos los sentimientos que había escondido bajo el disfraz de mi intempestivo temperamento: la tristeza por mi padre, la nostalgia de mi madre y la lacerante necesidad de estar con Paul. Paul… Desde nuestra pecaminosa noche en la plantación cada día esperaba noticias suyas. Noticias que, en el fondo, sabía bien que era imposible que recibiera, pues ¿cómo iba a saber él que ahora estaba en Delhi? Aun así, yo me aferraba a esa ilusión. Incluso había dejado recado en el hotel donde me hospedaba de que me avisaran si se presentaba en la recepción preguntando por mí, a pesar de que seguramente él estaría todavía camino de Inglaterra.

Pero había algo más que agravaba mi penoso estado de permanente incertidumbre. Unas odiosas voces surgieron en mi mente, voces que me susurraban que él me había utilizado, que solo había querido satisfacer sus más bajos instintos y que ahora yo era un trofeo más en su galería de conquistas.

A pesar de su insistencia, me negué a creerlas.

¡Cómo iba a haberme engañado el hombre que con tanta dulzura me había acariciado la espalda, que con tanta pasión había besado mi piel y mis labios!

No, era imposible. Tal vez Paul estaba sometido a estrictas obligaciones sociales y en el último momento le habían fallado las fuerzas para romper su compromiso… Pero no era un mentiroso.

Carmichael, ajeno a la tormenta de sentimientos que estaba experimentando en mi interior, seguía con su letanía de reproches, insistiendo en que iba a echarlo todo a perder si no volvía en mí. Y entonces, de pronto, reaccioné de forma terca e inesperada, respiré profundamente y dije:

Estoy embarazada.

De la impresión, Carmichael tuvo que apoyarse en el marco de la puerta. Nunca olvidaré su cara; ni un puñetazo en el vientre habría sido tan efectivo para hacerlo callar.

¿Qué has dicho? —preguntó incrédulo.

Que estoy embarazada —repuse con firmeza.

Soltó un bufido similar al sonido que hace un globo cuando se desinfla de golpe.

¡Alabado sea Dios! Ha sido ese inglés, ¿verdad? ¡Como vuelva a verlo le parto el cuello! ¿Cuándo sucedió?, ¿la noche en que te estuve esperando y no venías?

¡Eso no es asunto tuyo! —le espeté.

Carmichael resoplaba como un toro en el ruedo.

¿Sabes lo que eso significa?

Que voy a tener un niño.

¡Que has tirado por la borda toda tu carrera, maldita sea! —Y dio tal golpe con la palma de la mano en la cómoda que había junto a la puerta que me hizo estremecer—. ¿Qué crees que dirán los promotores cuando vean subirse al escenario a una embarazada? ¿Y el público? Si estuvieras casada sería otra cosa, pero así

Lo miré desafiante. Lo que decía era cierto, pero en esos momentos me sentía superior a él, y además experimentaba una malévola satisfacción viendo cómo perdía los papeles.

Por supuesto que era malo para mi carrera, pues un ángel solo puede interpretar su papel permaneciendo puro y dando la impresión de vivir solo del sol y del agua, como las flores; las pasiones y los placeres de la carne no van con él.

Tendrás que abortar. Hay mujeres que se dedican a hacer esas cosas con discreción

Sus palabras me azotaron como un látigo. ¡Tendría que haber previsto que un hombre como él respondería a mi ataque!

¿Te has vuelto loco? —dije aturdida.

El diagnóstico del médico me había dejado anonadada, pero lo último en lo que pensé fue en deshacerme del bebé. Era el hijo de Paul, la pequeña lady o el pequeño lord Havenden. Y también era la garantía de que iba a recuperarlo.

No aquí, eso está claro —prosiguió Carmichael ignorando mi respuesta—. Viajaremos a Inglaterra. Y allí nos desharemos del niño.

No —repuse con frialdad—. Podría costarme la vida. Y además sería un asesinato.

La tercera razón para no hacerlo, que esperaba convertirme en lady Havenden gracias a él, preferí guardármela, pues sin duda Carmichael se habría burlado de mí, y ya tenía bastante con soportar las maldicientes voces de mi cabeza.

Me miró preocupado.

¿Es que no lo entiendes, Rose? ¡Esto puede convertirse en un escándalo descomunal! ¡Un hijo ilegítimo! ¡Nadie te dejará tocar sin estar casada!

Lo mantendremos en secreto —propuse—. Tendré que dejar los escenarios durante unos meses, pero

¿Y cómo le explicamos al público lo de tu hijo?

¿Quién es el público para que tenga que rendirle cuentas? —gruñí. Solo con recordar los rostros de la gente que había asistido a mi fallida actuación, mirándome como si hubiera invocado al mismo diablo, se me revolvía el estómago.

¡Eres una figura pública, el blanco de todas las miradas! No puedes desaparecer durante meses hasta dar a luz. ¡Tenemos compromisos firmados!

No veo qué hay de malo en un semestre sabático. Llevamos dos años de gira. Mi público sabrá entenderlo.

Carmichael volvió a resoplar.

Y mientras, una nueva estrella ocupará tu lugar en los afectos del público… No, no voy a permitir que eso suceda.

¡He dicho que no voy a abortar! —se alzó estridente mi voz—. Si muero, aún sacarás menos de mí… ¡Entonces sí que no volveré a tocar! Tendré el niño y mi madre se encargará de él durante las giras. Es mi última palabra.

Carmichael apretó los dientes. Estaba furioso. ¡Tanto mejor, así se largaría! Conocía sus reacciones cuando se enfadaba. Solía girar sobre sus talones y salir por la puerta. Y eso fue lo que hizo. Dio tal portazo que se me encogió el alma.

Esa misma noche me senté en el escritorio y le escribí una carta a Paul. Le conté lo que pasaba con la esperanza de que, al saberlo, volvería conmigo.

En el siguiente concierto no cometí errores. Cada nota entró en su momento y nadie pudo objetar nada. Pero seguía sin ver la música, y sentía que el sonido de mi violín carecía de alma.

Esta vez Carmichael no vino a espetarme sus reproches. Llevábamos una semana entera comunicándonos por medio de Mai, quien, por cierto, cada vez me tenía menos simpatía y me respetaba menos, probablemente porque Carmichael le había contado lo mío.

Seguí tocando, concierto tras concierto, pero en cada uno de ellos mi interpretación perdía un trocito de alma. En mi fuero interno algo me decía que todo volvería a ir bien cuando Paul estuviera al fin a mi lado. Un par de veces creí divisarlo entre el público; entonces mi música mejoraba, y aunque seguía sin poder ver imágenes en mi mente la melodía parecía recuperar el aliento.

Pero luego, al comprobar que me había equivocado y que no era él, me sumía en la desesperación y tenía la sensación de que había malgastado mi preciosa energía. Cuando los conciertos finalizaban, huía de mis admiradores, y si aun así me encontraba de pronto rodeada por ellos mantenía una brevísima conversación de compromiso y aprovechaba la primera oportunidad para desaparecer.

«Parece que la cosa funciona», se vio obligado a admitir Carmichael al entrar en mi camerino tras dos semanas de mutismo. Y lo cierto era que seguía sin cometer errores, pero mi interpretación se había vuelto tan plana y fría como una losa de mármol. Semana tras semana, lugar tras lugar, esperé alguna señal de Paul. Me decía a mí misma que, si me quería, vendría a mi lado, que si de verdad me amaba cruzaría el océano a toda prisa para verme. Y cuando al fin apareció, obviamente en un sueño, se esfumó tan pronto como vino y me dejó llorando desconsoladamente durante horas.

Llegó el día en que mi estado ya no se pudo ocultar. Mi abultado vientre se marcaba en el vestido, por más que ya solo usaba los más holgados que tenía. Era ridículo pensar que podría engañar a alguien. La desesperación se adueñaba de mí al mirarme en el espejo. Lo que en otras mujeres era motivo de una inmensa alegría, yo lo vivía con un horrible miedo, que aumentaba día a día. Me consolaba repitiéndome que todo se arreglaría en cuanto viniera Paul y, como había prometido, me hiciera su esposa.

Carmichael apretaba los dientes cada vez más a menudo, pues empezaba a ser demasiado tarde para intentar abortar. Me decía que cuidar del bebé sería una pesadilla, pero yo me mantenía firme e insistía en que debía vivir… Al fin y al cabo, era mi hijo, mío y de Paul.

Un día, mi agente llegó con una solución. Hasta ese momento yo ni siquiera había pensado dónde iba a tenerlo. La casa de mi madre ya no era una opción, pues ahora vivía en la jungla, en Magek, un lugar del que guardaba un vago recuerdo de infancia y en el que me esperaban unas obligaciones que no estaba dispuesta a afrontar. Además, ¿cómo iba a encontrarme Paul en esa aldea perdida?

Carmichael se brindó a ayudarme sin que tuviera que pedírselo. Yo había pensado que, al no serle ya útil, se desentendería de mí, pero estuvo moviendo hilos, y finalmente dio con alguien dispuesto a acogerme. Cuando me dijo de quién se trataba, no pude evitar llevarme la mano a la boca en un gesto de sorpresa.

Una semana después me presenté en casa de Piet Van Swieten muerta de la vergüenza. Pero enseguida me tranquilicé, pues lo que creí ver en el brillo de sus ojos no fue censura sino compasión, como si fuera su hija quien hubiera dado ese paso en falso y no yo. Quizá hasta entonces me había visto como un ángel, una criatura etérea y sobrenatural ajena a los placeres de la carne… Y ahora tenía que admitir que era un ser humano como los demás, débil y concupiscente.

No me reprochó nada. Se limitó a ofrecerme unas dependencias contiguas a su mansión, que él llamaba «la casa de invitados». Ese mismo día me mudé allí con Mai y mi equipaje, que se limitaba a una sencilla maleta.

Permanecí en aquel lugar durante cuatro largos meses. Día tras día me sentaba a esperar junto a la ventana. Mi único consuelo era contemplar el maravilloso jardín, que pronto conocí hasta en sus más pequeños detalles y en todas sus variantes, pues a veces lo contemplaba también de noche, especialmente en la temporada de lluvias. Mi único contacto con el mundo exterior eran Carmichael y Mai. La servidumbre tenía órdenes de no acercarse, y el señor de la casa tampoco se dejaba ver. Fue entonces cuando empecé a sospechar que había caído en desgracia para él y que su ofrecimiento de protección, más que un gesto de sincera compasión, lo era de hipócrita caridad cristiana.

Sin embargo, la casa de invitados de Wellkom llegó a ser para mí un lugar de paz y sosiego. El espléndido jardín me reconfortaba el alma, dándome las fuerzas y la confianza necesarias para creer que saldría adelante con mi hijo y que, a pesar del oprobio, enderezaría mi vida.

Pero mi confianza se desvaneció rápidamente. Cerca ya de la fecha en que salía de cuentas, empecé a llorar durante todo el día y a desear con todas mis fuerzas que lo que llevaba en el vientre saliera de una dichosa vez… Sí, incluso llegué a arrepentirme de no haber abortado.

Viendo mi desesperación, Carmichael se sintió obligado a buscar una solución sin siquiera preguntarme.

Van Swieten se ha ofrecido a mediar para dar al niño en adopción a una respetable familia de Padang —me dijo un día—. Ellos lo criarían, y así tú podrías dedicarte por entero a tu carrera.

Sus palabras cortaron mi respiración como un viento gélido. Y sin embargo no mostré sorpresa.

¿Hay alguna carta para mí? —me limité a decir como si no hubiera oído sus palabras o como si estuviera enajenada.

En realidad, estaba tratando de tomar una decisión.

No —dijo sin aspavientos Carmichael, aunque dejando entrever un atisbo de piedad—, no hay nada para ti.

Mi agente me repitió la oferta del gobernador por lo menos tres veces más, hasta que una mañana llegué a la convicción de que Paul no aparecería. Había tenido casi nueve meses para venir a visitarme. Incluso aunque no hubiera recibido mi carta era tiempo más que suficiente para haber regresado en mi busca. O al menos para escribirme diciéndome que todo iba bien. Por un momento barajé la idea de mandar un mensajero al dueño de la plantación para preguntarle si finalmente había cerrado el trato con Paul. Pero ¿qué pasaría si entonces me enteraba de que en breve visitaría su nueva propiedad en compañía de su encantadora esposa?

Fue entonces cuando acepté que Carmichael le dijera al gobernador que daba mi consentimiento.

El parto fue una de las experiencias más espantosas que jamás he vivido. Estuve tumbada durante horas sufriendo unos dolores terribles y rogando a Dios que me liberara de una vez de aquel suplicio. Mirando hacia atrás, casi me alegro de que la memoria haya borrado gran parte de los detalles de ese episodio. Solo recuerdo con claridad el gran alivio que experimenté cuando expulsé de mí a la criatura. La partera, una nativa que obviamente no estaba al tanto del arreglo, me puso en los brazos a esa criaturita gritona, pero me la quitó en cuanto el médico le susurró algo que no alcancé a escuchar.

Ese instante, aunque fugaz, fue suficiente. Pude ver su cara, esa carita que aún no guardaba parecido con nadie de mi familia pero que me pareció preciosa. Y también vi que era una niña. ¡Había tenido una niñita!

Pero ya era tarde para echarse atrás. Aquel bebé había sido prometido a una familia, y el parto me había dejado tan débil que no pude rebelarme. Se la llevaron, y lo único que me quedó fue el recuerdo del nacimiento y una semana de profunda enajenación y lágrimas que me quebró el corazón y me dejó marcada para siempre.

Tras unas semanas de reposo, regresé a los escenarios. A pesar de que mi larga ausencia causó un gran alboroto, prácticamente de un día para otro mi público supo perdonarme y me recibió con los brazos abiertos. En realidad, debería haber disfrutado de volver a ser una artista aclamada… Pero no era capaz de apreciar los aplausos, pues en el fondo estaba convencida de que no los merecía.

A Carmichael todo aquello parecía darle igual y siguió consiguiéndome conciertos contra viento y marea. Aunque las salas cada vez eran más pequeñas y el interés del público también menguaba poco a poco al menos seguía tocando. Pero lo hacía sin alma… La verdad era que tocaba solo para silenciar mi mala conciencia. Después de cada actuación me miraba al espejo y solo veía un rostro vacío. Y más tarde, por la noche, me acosaba siempre la misma pesadilla: el rostro manchado de sangre de mi hijita se me aparecía para reprocharme que la hubiera vendido.

Por la mañana volvía a ponerme la máscara, y tanto me acostumbré a vivir con ella que a veces incluso parecía que había vuelto la antigua Rose, esa que solo vivía para la música. Pero era solo un engaño. Un engaño que tal vez funcionaba con los demás pero no así conmigo misma. Bastaba que empezara a tocar para darme cuenta de que seguían sin aparecer aquellas imágenes que en las épocas gloriosas me acompañaban siempre que interpretaba una pieza.

Dos años más tarde conocí a Johan de Vries, un acaudalado terrateniente que poseía una plantación a las afueras de Padang. Había acudido a uno de mis conciertos y, aunque mis mejillas habían palidecido y el brillo de mis ojos se había apagado, llamó tímidamente a la puerta de mi camerino para ofrecerme un ramo de rosas rojas.

En ese momento, en el que él apenas se atrevía a mirarme, supe que podía ser mi salvación.

No voy a llamarlo amor. Lo que despertaba en mí nada tenía que ver con lo que sentía por Paul…, eso que él parecía haber arrojado al mar despectivamente para que lo devoraran los tiburones.

Al contrario que con Paul, Johan y yo nos conocimos poco a poco: rosas en el camerino, conversaciones breves, cartas, paseos… Él se esforzaba casi con devoción por satisfacer cada uno de mis deseos, y yo aceptaba gustosa sus atenciones. Como la pasión no me nublaba la vista pude ver que él era mi oportunidad de restaurar mi honor.

Cuando un día se arrodilló ante mí y me pidió la mano yo le contesté que sí casi sin pensármelo. A Carmichael no le hizo mucha gracia, pues suponía mi retirada definitiva de los escenarios, pero resolví nuestras diferencias con una generosa suma. Y lo mismo hice con Mai, a quien ya no iba a necesitar.

Una boda por todo lo alto habría podido causar un gran revuelo, así que le pedí a Johan que fuera una ceremonia sencilla, con un banquete privado al que asistieran solo los más allegados. Quería retirarme sin armar jaleo; no quería que el mundo viniera a recordarme lo que una vez había sido. La boda, por petición expresa mía, ni siquiera se anunció en la gaceta. En su devoción, Johan consintió a todo lo que yo propuse.

Apenas guardo recuerdos de nuestra noche de bodas, como tampoco de otras tantas noches de nuestra vida marital. Él no era un amante torpe, sino todo lo contrario; era delicado, se desvivía por mí, no era nada brusco y nunca me hizo daño. Pero era como si toda esa entrega chocara contra una losa. Yo me limitaba a dejar que se me echara encima… Aunque he de admitir que, cuando cerraba los ojos y pensaba en Paul, la cosa era más que soportable.

No tardé en quedarme embarazada, noticia que la familia de mi marido recibió con júbilo. Yo hice como si me alegrara aún más y soporté las molestias con dignidad. Resultaba más fácil sin un público esperándome ni un agente que me atosigara a cada instante. Seguí tocando el violín de vez en cuando, pero solo movida por la idea de que tal vez el niño que llevaba en mi vientre tuviera talento para la música, y porque pensé que un poco de mi arte le haría bien.

También ese parto fue doloroso y complicado, pero apenas me quejé, pues sabía que el bebé que alumbraría vendría a ocupar el lugar de mi primogénita. Cuando terminó, la comadrona puso en mis brazos un niño tan guapo como su desconocida hermanita.

Esta vez, sin embargo, tardé bastante más en recuperarme. Contraje fiebre puerperal y estuve varios días en cama presa del delirio. No tengo ni idea de lo que pude llegar a decir en mi enajenación. En el peor de los casos puede que llamara a gritos a Paul… Lo que sí sé es que cuando desperté, mi primer pensamiento fue para él, pero por fortuna fui capaz de darme cuenta a tiempo de que quien estaba inclinado sobre mi cama, consumido por los nervios y la preocupación, era Johan.

¡Has vuelto! —dijo aliviado mientras me acariciaba el pelo y me besaba—. Pensé que también iba a perderte a ti.

Obviamente no meditó sus palabras, pues me hizo sospechar de inmediato.

¿Qué le ha pasado a nuestro hijo? —pregunté con un hilo de voz mientras el miedo me atenazaba las entrañas.

Entonces reparó en su error. Primero se mordió el labio, pero enseguida comprendió que no servía de nada mentir.

Nuestro hijo… Ha muerto —profirió antes de estrecharme en sus brazos.

Si ya tenía el alma herida por la pérdida de mi hija, esas palabras terminaron de destrozarla. Luego me enteré de que mi niño había nacido con una malformación cardíaca, seguramente heredada de la familia paterna, pues dos hermanas de Johan habían muerto por problemas de corazón.

Me sobrevino una extraña debilidad. Al principio lo atribuyeron a la lógica melancolía de una madre afligida. Pero cuando un día me caí por las escaleras y Johan llamó al médico, este se sentó frente a mí con gesto serio y me dijo:

—Mevrouw De Vries, me temo que no tengo buenas noticias para usted. La fiebre puerperal ha causado graves daños en su corazón. A partir de ahora tendrá que cuidarse mucho, si no

Las palabras se le secaron en la garganta, pero aun así supe lo que quería decirme. O me cuidaba o moriría. ¡A mis veintinueve años!

Una vez se hubo despedido del médico, Johan se acercó mí y me abrazó en silencio. Noté todo el amor que había en ese abrazo, toda la desesperación contenida en sus lágrimas… Pero no sentí nada.

Desde el primer momento supe que lo que había dañado mi corazón no había sido la fiebre puerperal sino la pérdida de mis dos hijos. Y decidí aferrarme a una determinación: antes de morir y afrontar la condena eterna quería al menos volver a ver a mi hija.

13 de febrero de 1910

Ha llegado el día. Hoy voy a ver al detective. Estoy muy nerviosa. El médico me advirtió de que evitara las situaciones de tensión, pues mi débil corazón no puede soportarlas y en cualquier momento mi maltrecha aorta podría reventar. Pero me niego a creer que Dios pueda ser tan cruel como para quitarme la vida antes de saber dónde está mi hija. Sin duda he pecado, pero ¿acaso no merecemos todos el perdón?

Ese mismo día…

Casi no puedo describir lo que sentía antes de hablar con el detective. El corazón me latía de tal manera que apenas me dejaba aliento para respirar. A duras penas podía dar un solo paso, y el cuerpo me temblaba de arriba abajo. La gente con la que me cruzaba por la calle no paraba de preguntarme si me encontraba bien, pero me los quitaba de encima diciéndoles que solo era un golpe de calor, lo cual no les resultaba extraño dado mi aspecto de inglesita (la prometida de Paul no hacía otra cosa que quejarse del calor). Finalmente logré llegar al edificio donde Cooper Swanson tenía su despacho. Ese hombre carece por completo de atractivo y, además, arrastra un pasado bastante dudoso. Los rumores que corren sobre él afirman que sirvió en la Armada inglesa en la India y que fue expulsado por matar a un camarada en una riña. Otra versión asegura que perteneció a una banda de ladrones chinos que se dedicaba a desvalijar villas inglesas en ese mismo lugar. La verdad es que me daba lo mismo si alguno de estos rumores era cierto o si incluso lo eran los dos. Lo único que quería era saber si podía darme alguna respuesta a la pregunta que le había formulado semanas atrás.

Me recibió con una mirada de preocupación, probablemente por el tono violáceo que adquieren mis labios cuando realizo un gran esfuerzo.

Su encargo ha resultado ser un gran reto, señora De Vries —comenzó a decir recostándose en el viejo sillón de cuero de su escritorio—. Pero tengo buenas noticias para usted.

Después, dejó sobre la mesa una delgada carpetita negra. Yo, tímidamente, la abrí. Llevaba tantos días esperando ese momento que había tenido tiempo de sobra para predisponerme a afrontar lo desconocido. Sin embargo, no estaba preparada para lo que apareció ante mis ojos.

La placa fotográfica mostraba a una niña de unos ocho años que era mi vivo retrato a esa edad. Fue tal la impresión que apenas pude respirar durante algunos segundos. ¡No había duda de que era la misma niña que hacía mucho había estrechado contra mi pecho!

Tuve que sobornar a un par de tipos, pero es evidente que fue un dinero bien gastado —dijo Swanson con la satisfacción del que ha cumplido con su tarea—. La niña fue adoptada por James e Ivy Carter, una familia muy reputada en Padang. Encontrará su dirección anotaba bajo la foto. Si desea algo más de mí, no tiene más que decirlo. La confidencialidad está garantizada.

Al principio me pregunté qué había querido decir. Luego se me hizo la luz.

15 de febrero de 1910

¡Me cuesta creerlo! ¡La niña tiene los ojos color ámbar! El detective estaba en lo cierto: es ella. E incluso he podido hablarle. Ignoro cómo era yo de niña, pero esa pequeña es tan abierta, tan compasiva… Todos estos años me he estado preguntando cómo sería: me preguntaba si se parecería a mí o a su padre. Y ahora al fin la he visto.

Apenas quedan en ella rasgos de mis ancestros; la forma de sus ojos es igual a la del padre, y también es blanca de tez. Nadie podría notar que corre sangre minangkabau por sus venas. Pero tiene el color de los ojos de mi madre. Ah, mi madre… No la he visto desde que la dejé en aquel carro camino de la aldea. Si la conociera, si conociera a la pequeña, estaría orgullosísima de que fuera su nieta, como yo lo estoy de que sea mi hija, a pesar del horrible pecado que cometí contra ella

En toda mi vida no he creído en ningún dios, pero ahora quisiera agradecer con toda mi alma a quien corresponda que me haya otorgado la gracia de verla y de hablar con ella… Aunque sea justamente ahora que mi pobre corazón me acaba de avisar de su terrible fragilidad.

27 de marzo de 1910

Tras un mes enferma y muy débil, tanto que a punto he estado de perder la confianza en cumplir mi promesa, he podido al fin volver a verla.

Mientras mi corazón luchaba por seguir latiendo, imaginaba a mi pequeña tras los barrotes de esa verja. No, no era una cárcel lo que veía, sino las puertas del cielo, un cielo que me está vedado. Y sin embargo, doy las gracias por poder al menos asomarme a él.

Ese mismo día…

Mi pequeña Helen ya tiene el violín consigo, de modo que ahora es como si yo estuviera con ella día y noche para cuidarla. Hemos acordado vernos con regularidad y así poder enseñarle a tocar.

¡Cómo me gustaría llevármela conmigo! Pero no puedo hacerlo, pues solo serviría para inflingirle a mi hija un sufrimiento innecesario. En un par de meses se quedaría huérfana y debería volver de nuevo con los Carter, que de todos modos seguramente son los más capacitados para cuidarla.

En todo caso, hay dos cosas que debo hacer antes de cerrar los ojos para siempre.

La primera ya está hecha: le he escrito una carta a Paul.

Con el tiempo, mi rencor hacia él ha desaparecido. Incluso creo haber llegado a entender que entonces no pudo hacer otra cosa. Me niego a aceptar que actuara por maldad. Seguro que nada más poner pie en suelo inglés tuvo que hacer frente a unas obligaciones que no le dieron opción.

Le he pedido a Carmichael, con quien, a pesar de haber dado por zanjada nuestra relación profesional, he mantenido un contacto esporádico a lo largo de los años, que le haga llegar en mi nombre este último mensaje. Paul debe saber qué ha sido de su hija. Quizá los años le hayan hecho cambiar y ahora esté dispuesto a asumir su responsabilidad. Y si no fuera así, al menos me queda el consuelo de dejarla en las mejores manos, pues los Carter son una familia ejemplar y, además, muy bien situada.

La segunda cosa que debo hacer me dispongo a cumplirla ahora, sentada al escritorio: escribir a mi madre, a la que hace tanto que no veo.

Ocultarle mi embarazo y no haberla invitado a mi boda son dos pecados que cargo pesadamente sobre mi conciencia. Y también no haber ido a verla a la aldea. Puse tanto empeño en evitar que el Adat cayera sobre mí, que olvidé que no era una anciana severa quien allí me esperaba sino mi madre, esa madre que siempre me ha querido y que quizá me habría ayudado a elegir mejor en la vida…