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Acuérdate de echar la llave si decides tomarte un descanso y salir de la tienda un rato. Puede que la gente no demuestre demasiado interés por las antigüedades, pero cuando algo es gratis la cosa cambia.

—Por supuesto —repuso Sunny conteniéndose para no poner los ojos en blanco. Al fin y al cabo, hasta entonces había demostrado ser digna de absoluta confianza. Y eso no tenía por qué cambiar a partir de ahora: aunque iba a aprovechar para avanzar en sus trabajos para la universidad, lo tendría todo bajo control.

—Si viene alguien para vender mercancía, dale nuestra tarjeta y dile que regrese dentro de un par de semanas. Me gusta examinarla personalmente.

—Lógico, estás mucho más puesta que yo en el negocio —dijo Sunny sin dar la menor impresión de sentirse ofendida.

Lilly no pudo evitar añadir una apostilla.

—No es que dude de tu buen ojo, pero hay algunas piezas que a este paso no voy a colocar en la vida —dijo señalando el armarito que había bautizado como «el invendible»—. Por ejemplo, ese armario de ahí. Es magnífico, pero por alguna razón misteriosa nadie se fija en él. Es como si tuviera mal karma.

—Pues a mí me parece una maravilla —concluyó Sunny apretando los labios e intentando sonreír.

—Si es así, puedo dártelo en pago por tus servicios. ¿Qué te parece?

—Mejor no, Lilly, prefiero los quinientos que me prometiste —se apresuró a decir meneando la cabeza—. El armario me lo puedes regalar cuando me case.

—¿Con el tatuador? —Lilly le guiñó el ojo.

—Con quien sea, con él o con cualquier otro, tengo previsto casarme en diez años.

—Como el armario siga ahí dentro de diez años no tendrás ni que casarte; te lo regalo por tu cumpleaños y listo.

De pronto, y sin saber por qué, Lilly tomó dolorosa conciencia de que podía haber tenido una hija de la edad de Sunny. Aunque no exactamente, ya que conoció a Peter a los veintiuno… Aun así, si el destino se hubiera portado mejor con ella, ahora tendría una hija adolescente que le ayudaría en la tienda y a la que podría regañar con cariño por sus dispendios. A veces se sorprendía a sí misma albergando sentimientos maternales hacia Sunny, pero intentaba no manifestarlos, pues aunque la apreciaba mucho no quería aburrirla con monsergas que ni le iban ni le venían.

Aún soy joven, se dijo. Lo bastante como para encontrar otro hombre. Lo bastante como para tener un hijo. Pero su reloj biológico no se detenía, y todavía no se sentía preparada para embarcarse en otra relación de pareja.

—En fin, en cualquier caso, ahora eres tú quien manda, y cuento con encontrarme todo tal y como está a mi regreso… Salvo lo que logres vender, claro. —Lilly sacó la cartera y le dio un billete de cien—. Aquí tienes un pequeño anticipo. El resto te lo daré cuando vuelva.

—Gracias, ha quedado todo claro. —Sunny se guardó el dinero en el bolsillo de los vaqueros—. Y qué, ¿estás nerviosa?

Lilly echó una mirada a los bultos que le esperaban junto a la puerta. En realidad había previsto llevar poco equipaje, pero sin querer había empezado a acumular cosas tan «necesarias» como regalitos para los anfitriones y demás pequeñeces, hasta acabar con una maleta de ruedas y una bolsa de viaje llenas hasta los topes. Y obviamente el estuche del violín, que se había negado a entrar en la maleta y en la bolsa, como si se hubiera propuesto que, una vez en la calle, Lilly se convirtiera en el blanco de todas las miradas.

—¡Por supuesto! Hace mucho que no veo a mi amiga.

—¿Y te llevas el violín?

—Quiero que ella lo examine.

—¿Es valioso?

—Ni idea. De todos modos, lo que me interesa es saber a quién perteneció. Y puede que ella me ayude a averiguarlo.

—Estoy segura de que sí. ¡Y también de que no tendrás que esperar diez años para venderlo!

Lilly renunció a explicarle que no tenía la menor intención de ponerlo a la venta. Más adelante, a su regreso, quizá le contaría la historia completa. Siempre que al final hubiera una historia que contar…

Tras echar un último vistazo alrededor como queriendo memorizar el aspecto de su tienda, se colgó la bolsa de viaje al hombro, se colocó el estuche bajo el brazo y, con la mano libre, agarró el asa de la maleta.

—¡Que te vaya todo muy bien, Sunny!

—¡Lo mismo digo, Lilly!

La campanilla de la puerta sonó sobre su cabeza. Luego salió al frío invernal de la calle.

Lilly se sorprendió de lo rápido que a veces suceden las cosas. Hacía apenas nada se estaba planteando el viaje y ya estaba embarcada en él. El mismo día de la conversación telefónica con Ellen había llamado a la puerta de Sunny, y la estudiante se había mostrado encantada de poder empezar cuanto antes, sobre todo porque necesitaba un lugar tranquilo donde poder darle un empujón final al trabajo que tenía que entregar en la universidad.

Todo había funcionado a la perfección, como los engranajes de un reloj: la llamada a Ellen, la reserva del vuelo, hacer las maletas… Cuando le preguntó a su amiga por un buen hotel, esta no le había dejado ni terminar la frase: «Pero ¿tú estás loca o qué te pasa? ¡Dormirás en nuestra casa como está mandado!». Y ahora ya estaba camino de Londres, lista para tomar un avión que despegaría dentro de dos horas.

Con un cosquilleo en la tripa y la moral por las nubes, Lilly se dirigió a trompicones a la estación de cercanías. El frío le mordía las mejillas y el sol brillaba en el cielo, limpio; era como si el tiempo le dijera que estaba haciendo lo correcto. Los montículos de nieve, que, apilados al borde de las aceras, impedían aparcar a los coches, refulgían como si estuvieran formados por brillantes, y hasta los rostros de los viandantes parecían menos adustos que de costumbre.

Lilly reparó en lo poco que viajaba. A la gente le ponía la excusa de la tienda, pero en su fuero interno sabía perfectamente que el verdadero motivo era Peter. El miedo a sentirse sola en el viaje, a ser incapaz de conectar con nada y a que los recuerdos la atormentasen era tan poderoso que, cuando la casa se le venía encima, prefería conformarse con dar un paseo por el jardín botánico.

En tres cuartos de hora se plantó en el aeropuerto de Tegel, donde no tardarían en llamarla para el embarque. Entretanto, su móvil había sonado sin que pudiera atenderlo. Una vez hubo facturado, comprobó que había recibido un mensaje de Ellen. Le decía que en cuanto llegara se fuera directa a su casa y que le prepararía algo de comer. Lilly leyó el mensaje con una sonrisa. Por más estresada que estuviera, Ellen siempre sacaba tiempo para cuidar hasta el último detalle.

Al subir al avión con el violín percibió la mirada de asombro de la azafata, que prefirió no decir nada y centró sus esfuerzos en ofrecer una sonrisa forzada. Lilly no se había atrevido a facturarlo. Por suerte era lo bastante liviano como para poder incluirlo como equipaje de mano. Debido a su baja estatura, tuvo dificultades para introducirlo en el compartimento superior.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó en inglés una voz masculina.

Lilly volvió la cabeza y se topó con un pecho cubierto por una camisa de color antracita. Luego, alzando la vista, vio el rostro de un hombre de unos cuarenta años cercado por un cabello rizado y entrecano. Parece salido de un anuncio, pensó Lilly pese a que su mente estaba concentrada en cómo colocar el estuche del violín.

—Sería muy amable por su parte —respondió en inglés.

—¿Es usted música? —preguntó el hombre después de acomodar el estuche.

Lilly negó con la cabeza.

—Me han regalado este instrumento y ahora pretendo que me lo tasen.

—¿Y sabe tocarlo?

—No, vendo antigüedades.

—Pues qué lástima… Seguro que su figura luciría espléndida en el escenario.

¿Era eso un cumplido? Lilly se puso roja como un tomate.

—Me temo que tendría que subirme a un taburete para que el público me viera —dijo intentado superar su timidez. Hacía siglos que un hombre no le decía algo bonito.

—¡Y luego dicen que los alemanes no tienen sentido del humor! —exclamó entre risas el desconocido mientras le tendía la mano—. Me llamo Gabriel Thornton, y estoy encantado de compartir el vuelo con usted.

—Lilly Kaiser —dijo ella algo apurada al comprobar que el asiento del señor Thornton estaba en la misma fila que el suyo.

Entre ambos había una plaza libre, pero, en cuanto llegó su propietario, el inglés logró convencerlo con amabilidad para que se lo cambiara. Buen trato, ya que él tenía un asiento de ventanilla; un asiento al que había renunciado solo para poder hablar con ella…

Al poco de despegar, el señor Thornton le contó que dirigía una escuela de música en Londres y que impartía clases de musicología. Había estado en Berlín como invitado para participar en un ciclo de conferencias que había finalizado el día anterior. Mientras hablaba, Lilly se sorprendió a sí misma observando fijamente su boca, su nariz y sus ojos. Para no llamar demasiado su atención bajó la mirada, pero entonces topó con sus manos, que también eran un deleite para la vista. Fuertes pero dúctiles, y sobre todo muy cuidadas; las manos de un músico.

—¿Y qué le ha parecido Berlín? —dijo Lilly sin dejar de sentir un cosquilleo en la boca del estómago; un cosquilleo distinto al que había experimentado hacía un rato en el andén de cercanías. Su ilusión por el viaje seguía intacta, pero ahora se añadía un ingrediente más: su interlocutor le resultaba especialmente simpático.

—Una hermosa ciudad. Y es todavía más agradable desde que no está dividida por un muro.

—¡El Muro cayó hace veinte años! —repuso Lilly divertida. ¿Cómo era posible que en el extranjero siguieran esperando encontrarse con la «franja de la muerte»?

—Lo crea usted o no, mi última visita fue en 1987, y entonces aún estaba el Muro.

—¿Estudió usted aquí?

—Sí. Vine lleno de ilusiones y sueños. Y también de una inmensa curiosidad por las alemanas.

Cuando él le guiñó el ojo, Lilly notó que le ardían las mejillas. ¿Se habría puesto colorada otra vez? Ese hombre no era más que su compañero de asiento. Seguramente estaba casado con una mujer hermosa, y no era descartable que tuviera unos niños encantadores. Además, lo más probable era que, tras el aterrizaje, nunca más volvieran a verse.

—Cuénteme algo de usted. ¿Nació en Berlín? —prosiguió Thornton.

—No, soy de Hamburgo. Tras la reunificación me mudé a Berlín con mi marido y abrí la tienda.

—Su marido debe de sentirse muy afortunado de tener una esposa tan encantadora.

Lilly frunció los labios. No era su estilo ir contándole a todo el mundo lo que le había sucedido a Peter, pero ese hombre era tan agradable que decidió hacer una excepción.

—Es posible que lo estuviera.

Una arruga reflexiva asomó entre las cejas de Thornton.

—Ah, de modo que ha fallecido —supuso con tino—. Lo siento muchísimo.

—Hace tres años —dijo Lilly antes de bajar la cabeza. Decidió omitir que la causa había sido un tumor cerebral.

Afectado, Thornton apretó los labios. Mientras, Lilly buscaba a la desesperada alguna frase que acabara con aquel incómodo silencio. La azafata se acercó para preguntarles si querían tomar algo. Ella pidió un vaso de agua y él un zumo de tomate.

—¿Sabía que el zumo de tomate es la bebida más popular en los aviones? —preguntó Thornton sonriendo de nuevo—. ¿Y que, sin embargo, los pasajeros luego no suelen tomárselo?

Lilly no pudo evitar sonreír.

—¿Hay un estudio al respecto?

—No, lo he leído en alguna parte, no me pregunte dónde.

Con una risa afable Thornton ahuyentó definitivamente los negros nubarrones que hacía un instante se cernían sobre la conversación.

—¿Y usted? Seguro que su mujer estará contenta de que vuelva a casa tras una larga ausencia —comentó Lilly, una vez la azafata les hubo dejado las bebidas sobre sus respectivas bandejas. Mirando de soslayo comprobó que, en efecto, en su fila había cuatro vasitos llenos de líquido rojo.

—Seguramente lo estaría, si la tuviera. —Una sonrisa misteriosa asomó en los labios de Thornton.

—¿No está usted…? —Presa del pudor, Lilly se censuró a sí misma.

—No, ya no. Nos separamos amistosamente, y nos vemos de vez en cuando, pero eso es todo.

De nuevo se quedaron en silencio. Tras unos cuantos minutos, Thornton volvió a la carga.

—¿Así que ha traído el violín para que lo examinen…?

—Exacto. No creo que valga demasiado, su valor es más bien sentimental.

—¿Se lo regaló un pariente?

—Un prófugo, diría yo —contestó Lilly—. Un hombre vino a mi tienda y me lo dio. Sin más. Luego desapareció, y no tengo ni idea de dónde buscarlo. Ahora lo que quiero saber es a qué debo el honor de haberlo recibido.

—Suena de lo más intrigante. ¿Quién se va a encargar de examinarlo?

—Ellen Morris. Quizá el nombre no le diga nada, pero…

—¡Ya lo creo que me dice! Es una restauradora, y de las mejores en su campo. No tengo el placer de conocerla en persona, pero todo lo que he oído de ella es bueno.

Qué contenta se va a poner Ellen, pensó Lilly. Siempre que aquel hombre estuviera hablando en serio, claro. Aunque lo cierto era que en sus palabras no había el más mínimo atisbo de ironía.

—¿Cómo dio con ella? Seguro que en Alemania hay también muy buenos expertos.

—Somos amigas desde el colegio. En realidad es alemana, pero se casó con un inglés, y al haber adoptado su apellido siempre la toman por nativa.

Thornton hizo un gesto de sorpresa.

—¿De verdad? Pues seguro que eso no lo sabe nadie del mundillo. Gracias por el dato, quizá me sea útil.

—¿Usted cree? —Lilly torció el gesto—. Dudo que difundirlo vaya a provocar que contraten menos sus servicios.

—Pero yo tendré algo de qué hablar si en alguna ocasión coincido con ella. Así me será más fácil preguntarle por su encantadora amiga, y entonces podré saber de usted.

El anuncio del capitán de que en breve aterrizarían en Heathrow puso fin a la conversación. Se abrocharon los cinturones de seguridad, las azafatas recorrieron una vez más el pasillo y el avión empezó a descender. Qué lástima no haber conocido a este hombre en un vuelo trasatlántico, pensó Lilly. Estaba segura de que no se les habría agotado la conversación. Pero no había tiempo para más. Cuando bajaron del avión, se despidieron cordialmente. Y como ella tenía que quedarse a esperar el equipaje, lo perdió de vista. No pudo evitar sentirse un poco triste.