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BERLÍN, ENERO DE 2011

Cuando faltaba poco para que las agujas del robusto reloj de pie marcaran las cinco, Lilly Kaiser se convenció de que ya nadie entraría en su tienda. Ocultos tras las solapas subidas de sus abrigos y con las gorras caladas hasta los ojos, los viandantes pasaban por delante del escaparate sin siquiera dignarse a echar un vistazo.

Las primeras semanas del nuevo año la gente no mostraba el menor interés por las antigüedades. Las carteras y las cuentas corrientes estaban tiritando y nadie sentía la necesidad de buscar algo especial para sus seres queridos. Ya cambiarían las cosas en primavera y verano, cuando turistas provenientes de todo el mundo empezaran a dejarse ver. Hasta entonces no quedaba otra que sobrellevar esa calma imperturbable.

Entre suspiros, Lilly se dejó caer en su pequeña butaca Luis XV y miró a través del escaparate hacia ese cielo del que desde hacía días no había cesado de caer nieve. De reojo, vio su rostro reflejado en la brillante pared lacada de un armarito que pertenecía a su pequeño contingente de trastos invendibles. Sus delicadas facciones casi de niña le resultaron desdibujadas y apagadas; solo sus ojos verdes y su pelo rojo parecían brillar. Las vacaciones de Navidad no habían resultado precisamente reparadoras: como era de esperar, la visita a casa de sus padres había terminado con la ridícula y consabida promesa de volver a buscar marido. Lilly los quería con locura, pero se había visto superada por la situación. Desquiciada, regresó a Berlín, donde celebró la Nochevieja en la soledad de su apartamento para luego concentrar sus energías en hacer el inventario de su negocio. Ahora que ya había terminado, solo le quedaba esperar a que la clientela entrase en la tienda. Lilly odiaba estar ociosa, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Quizá lo mejor sería cerrar por las buenas y tomarme ocho semanas libres, se le ocurrió. A la vuelta ya no nevará y la tienda volverá a llenarse.

El sonido de la campanilla de la puerta —una pieza original de una casa de campo que siempre le evocaba el trasiego de la servidumbre— la sacó de sus pensamientos.

Un anciano aguardaba en el umbral, como pidiendo permiso para entrar; sobre su abrigo brillaban copos de nieve, que empezaron a derretirse al entrar en contacto con el calor del local. Su rostro, curtido por las inclemencias del tiempo, le daba el aire de un marinero salido de un anuncio. Bajo el brazo llevaba un viejo estuche de violín con algunas rozaduras. ¿Querría venderlo?

Lilly se puso de pie, estiró un poco su chaqueta de punto de color azul marino y se encaró al hombre.

—Buenos días. ¿Qué se le ofrece?

Él la observó por un instante y luego esbozó una tímida sonrisa.

—Supongo que es usted la dueña.

—Así es —respondió Lilly devolviéndole la sonrisa mientras intentaba hacerse una idea de qué tipo de cliente era. ¿Sería un viejo músico que volvía de un concierto?, ¿un profesor de música harto de lidiar con alumnos de escaso talento?—. ¿En qué puedo ayudarle?

El hombre la observó con detenimiento, como buscando algo en su rostro. Acto seguido le enseñó el estuche.

—Tengo algo para usted. ¿Me permite mostrárselo?

En realidad, Lilly no quería comprar nada más ese mes, pero era tan raro que alguien le ofreciera un instrumento musical que no supo decir que no.

—Acompáñeme, por favor.

Lo condujo a una sencilla mesa que había junto al mostrador. Ahí era donde los clientes solían enseñarle los objetos que pretendían colocarle. La mayor parte de las veces no traían nada decente. La gente tiende a atribuir a lo que se encuentra en los desvanes y trasteros de sus allegados fallecidos más valor del que realmente tiene. La de reproches que había tenido que aguantar cuando les decía que esas viejas figuritas de porcelana no eran más que baratijas…

Sin embargo, cuando el anciano abrió el estuche, Lilly presintió que le aguardaba algo especial. Sobre el forro desgastado y apolillado, que en tiempos debió de haber sido rojo oscuro, yacía un violín. Un violín antiguo. Lilly no era experta en la materia, pero calculó que el instrumento tendría unos cien años, quizá más.

—Sáquelo con cuidado —dijo el anciano sin quitarle ojo.

Titubeante, siguió sus instrucciones. Lilly sentía un profundo respeto por los instrumentos musicales, y eso que no sabía tocar ninguno. Nada más asirlo por el mástil pensó en su amiga Ellen, cuyo oficio y pasión era precisamente restaurar preciosidades como aquella; seguro que sería capaz de calcular el valor de ese instrumento con solo echarle un vistazo.

Mientras se recreaba observando el violín —el extraordinario barniz, la curiosa voluta—, descubrió una marca en el fondo: una rosa esquemática, pero muy estilizada, que daba la impresión de ser obra de un niño y que aun así era reconocible.

¿Qué maestro lutier decoraba sus instrumentos con ese ornamento? Lilly se apuntó mentalmente llamar esa misma noche a Ellen. Estaba claro que no podía permitirse el violín, pero aun así quería preguntarle a su amiga por el grabado, y si ese señor se lo permitía, le haría una foto…

—Me temo que no tengo suficiente dinero como para comprarle este ejemplar —dijo mientras volvía a depositar con suma precaución el violín en su estuche—. Seguro que vale una fortuna.

—Sin duda —repuso pensativo el anciano—. Noto cierto pesar en su voz. Quiere el violín, ¿no es cierto?

—Sí. Es tan… especial.

—Bien. ¿Y qué diría si le aseguro que no es mi intención vendérselo?

Lilly arqueó las cejas.

—¿Qué le ha traído entonces hasta aquí?

El hombre se rio para sus adentros y dijo:

—Es suyo.

—¿Perdón? —Lilly miró al hombre sumida en el desconcierto. No podía hablar en serio…— ¿Va a regalarme el violín? —preguntó a sabiendas de lo absurdo de sus palabras.

—No exactamente, ya que no puedo regalar algo que no me pertenece. Este violín es suyo. A no ser que el padrón no esté en lo cierto y usted no sea Lilly Kaiser.

—Por supuesto que soy yo, pero…

—Pues, entonces, este violín es suyo. Y hay algo más.

La cálida sonrisa del hombre no disipó las dudas de Lilly. Su cabeza le decía que se trataba de un truco o quizá de una equivocación. ¿Por qué razón iba a regalarle ese señor un violín? Si no lo había visto en toda su vida…

—Mire bajo el forro —insistió el hombre—. Puede que lo que hay le diga algo.

Primero titubeante y luego con las manos temblorosas, Lilly extrajo un papel con manchas de humedad y lo desdobló.

—¿Una partitura? —murmuró sorprendida.

La tomó entre sus manos y observó que llevaba por título Moonshine Garden. «El jardín a la luz de la luna», tradujo ella mentalmente. El trazo era algo torpe, como si hubieran escrito las notas a todo correr, y el nombre del compositor brillaba por su ausencia.

—¿De dónde ha sacado el violín? —preguntó confundida—. ¿Y cómo ha sabido que…?

El sonido de la campanilla la interrumpió. El hombre había salido zumbando, como un ladrón que huye de la Policía.

En un primer momento, Lilly se quedó pasmada, pero enseguida fue corriendo hasta la puerta y, tras abrirla y hacerla repiquetear violentamente, miró en todas direcciones. El anciano había desaparecido. En su lugar, se topó con un frío que le mordió las mejillas y las manos, atravesó sin esfuerzo su ropa y le hizo volver a meterse en la tienda. El violín seguía allí, en su estuche, y solo entonces reparó Lilly en que aún tenía la partitura en la mano. ¿Qué hacer? Volvió a mirar fuera: ni rastro del anciano. Y ni siquiera le había dicho su nombre.

Sintió un escalofrío al contemplar el singular color del violín. Recorrió con la mirada sus tensas y plateadas cuerdas extendidas sobre el fino mástil y se detuvo en la afiligranada y retorcida voluta. ¡Qué maravilla de instrumento! No podía creerse que fuera realmente suyo. ¿Y la partitura?, ¿qué papel jugaba en todo aquello?, ¿por qué ese hombre le había llamado la atención sobre ella de manera tan explícita?

Un estruendo le hizo dar un brinco. Asustada, se dio la vuelta y vio pasar una horda de niños bulliciosos por delante de la tienda. Una bola de nieve se había estrellado contra la A del rótulo «Antigüedades Kaiser». Tras soltar un resoplido de alivio, se concentró de nuevo en el violín. Tenía que enseñárselo a Ellen. Quizá ella supiera quién lo había fabricado y, con un poco de suerte, también quién era el compositor de esa pieza.

Como estaba segura de que ningún cliente iba a hacer acto de presencia, y mucho menos otro anciano provisto de un instrumento encantado, fue a la puerta, colgó el cartel de «cerrado» y se puso el abrigo.