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Hola, Ellen, soy Lilly.

En cuanto llegó a casa, Lilly decidió llamar a su amiga. El episodio la había dejado tocada, pues nunca había visto tan desvalida a la mujer fuerte y abnegada que la había criado. Y aunque por suerte su madre ya estaba recuperándose, necesitaba explicarle a alguien lo sucedido.

—¡Lilly! —exclamó Ellen—. ¿Estás bien?

—Sí, yo sí, pero…

—¿Qué ha pasado? ¿Hay novedades?

—Sí que las hay. Mi madre está en el hospital.

—¿Qué? ¡Por Dios! ¿Qué le ha pasado?

—Apendicitis. Pero ya la han operado y todo ha salido bien.

—¿Y me lo dices ahora? Podías haber llamado antes.

—Lo habría hecho, pero se me fue la cabeza. Ahora estoy en Hamburgo, al cuidado de la casa. Mi padre está de viaje, en una regata con el club de vela, se va a llevar un buen susto cuando se entere.

—¿Y cómo se encuentra tu madre?

—Bastante bien.

Durante un momento, Ellen pareció estar pensando.

—¿Necesitas algo? —preguntó al fin—. ¿Un poco de apoyo moral, quizá? Si quieres, podría ir a Hamburgo un par de días.

Su oferta sorprendió a Lilly, y estuvo a punto de decirle a su amiga que se había vuelto loca. Pero no dijo nada, pues en el fondo le parecía una idea fantástica. Con Ellen a su lado todo resultaría menos penoso. Además, su madre la adoraba, así que le haría bien recibir su visita. Y de paso podría enseñarle el vídeo del misterioso anciano.

A la mañana siguiente, justo cuando Lilly se disponía a ver el vídeo en el ordenador portátil, llegó un taxi. Al principio ni siquiera le prestó atención, pero cuando llamaron a la puerta y levantó sorprendida la vista de la mesa de la cocina, vio a Ellen por la ventana. Entusiasmada, fue corriendo a abrir, y en una décima de segundo ya la tenía entre sus brazos.

—Lo que no te pase a ti… —la reprendió Ellen mientras le acariciaba la espalda.

—¡A mí no, a mi madre! En cuanto se pueda levantar pienso darle un buen tirón de orejas. ¡Mira que no llamarme! Pero pasa, que acabo de hacer café.

Ya sentadas en la mesa de la cocina, Lilly le contó con todo lujo de detalles lo sucedido y cómo se había encontrado a su madre.

—Ni en el vuelo a Padang pasé tanto miedo.

—Menos mal que viniste rápido.

—Ya lo creo, debió de ser mi sexto sentido —repuso Lilly pensativa—. Yo atribuía mi nerviosismo a que quería enseñarle las imágenes del anciano cuanto antes, pero ahora tiendo a pensar que ya tenía el presentimiento de que se encontraba mal.

—Yo diría que fue una mezcla de ambas cosas. Mi madre adoptiva solía hablar de la llamada de la sangre, y creo que no andaba desencaminada.

Por la tarde fueron en tranvía al hospital, lo cual entusiasmaba a Ellen:

—Me siento como cuando teníamos dieciséis años. ¿Recuerdas cuando íbamos en tranvía por la tarde al centro?

—Cómo iba a olvidarlo. Y también me acuerdo de que más de una vez nos equivocamos de tren a la vuelta.

—Sí, una vez mi madre estuvo a punto de llamar a la policía porque creía que nos habían raptado.

—Sí, incluso metió en el ajo a la mía. Y lo único que había pasado era que nos habíamos quedado dormidas. Nos despertamos al final del trayecto en la otra punta de la ciudad…

Antes de que Lilly pudiera añadir nada más, una voz metálica anunció por megafonía que habían llegado a su parada.

No puedo soportar el olor a hospital —dijo Ellen mientras recorrían los largos pasillos buscando la habitación.

—A mí me pasa lo mismo —coincidió Lilly.

Cuando llegaron a la habitación, la puerta estaba abierta y una enfermera le estaba sacando sangre a Jennifer.

—¡Un momento, por favor! —exclamó la mujer al ver que venían visitas—. ¿Es usted la hija de Jennifer Nicklaus?

—Sí —se explicó Lilly—. Ella es Ellen, una amiga de la familia.

—Bien, pues ya pueden pasar, ya he terminado —dijo la enfermera extrayendo la aguja del brazo de Jennifer.

—Lilly, cariño —Jennifer recibió a su hija con un abrazo. Tumbada en la cama del hospital parecía muy vulnerable, pero a pesar de la sonda tenía mejor cara—. ¡Qué alegría verte! ¡Y además has traído a Ellen!

Esta sonrió y le dio la mano.

—Me alegro mucho de verla tan recuperada, señora Nicklaus. Cuando Lilly me llamó y me dijo que estaba en el hospital casi me caigo de espaldas.

—No te preocupes, estoy bien. Solo ha sido apendicitis. Seguramente Lilly exageró un poco.

—Al hospital solo se va cuando la cosa es grave, mamá —se defendió Lilly.

—Es verdad, pero hoy en día una apendicitis no es algo que revista peligro. —Jennifer volvió a girarse hacia Ellen—. Estás hecha toda una mujer, la última vez que te vi tenías veinte añitos y acababas de conocer a ese joven… Dean, ¿verdad?

—Eso es, Dean —dijo Ellen con una sonrisa.

—¿Hace cuánto que os casasteis? Lo menos veinte años, ¿no?

—Nos casamos hace quince años —la corrigió—. Pero antes estuvimos viviendo juntos.

—Aun así es una eternidad. Hoy en día es raro ver matrimonios tan duraderos. Pero seguro que no habéis venido hasta aquí para oír mis quejas sobre los matrimonios de ahora. ¿Qué os traéis entre manos? Que haya venido Ellen contigo indica que se trata de algo gordo. Cuando erais pequeñas, siempre que tenías algo importante que decirnos te la traías.

Lilly sonrió avergonzada, pero era la verdad. Cuando no sabía cómo decirle algo a su madre recurría a su amiga como apoyo moral.

—Quiero enseñarte un vídeo. En realidad vine a Hamburgo por ese motivo.

—¿Y no para ver a tu anciana madre? Eso me ofende…

—Pero mamá…

—Está bien, solo quería hacerte pensar un poco. ¡Enséñame el vídeo!

Lilly sacó el portátil y lo encendió.

—Hace un par de semanas vino un hombre a mi tienda y me hizo un regalo.

—¿Qué te regaló?

—Un violín. Insistió en que era mío, pero no me dijo por qué. Tampoco me dijo su nombre ni cómo me había encontrado. El caso es que me gustaría saber si lo conoces. Es posible que sea un familiar de Peter, pero antes de ir a ver a sus padres quería estar segura de que no sabes quién es.

Dicho lo cual puso en marcha el vídeo. No tenía sonido, pero la calidad era bastante buena: se veía perfectamente tanto al hombre como a Lilly. Cuando vio al anciano entregándole el violín a su hija Jennifer se puso pálida como un cadáver.

En cuanto Lilly se dio cuenta, cerró el ordenador.

—¿Estás bien, mamá? ¿Llamo a la enfermera?

—No, no hace falta —repuso su madre un poco turbada—. Me encuentro bien. Es solo que…

De pronto se quedó callada. Lilly miró perpleja a Ellen, pero justo cuando estaba a punto de apretar el botón que llamaba a la enfermera Jennifer reaccionó. Parecía que hubiera vuelto de un viaje a lo más profundo de su memoria.

—Sí que sé quién es ese hombre.

—¿Estás segura? ¿Quieres que te vuelva a poner el vídeo?

Jennifer negó con la cabeza.

—No hace falta. Vino a verme hace muchos años, cuando tú aún eras una niña. Obviamente, tanto él como yo éramos mucho más jóvenes.

—¿Y por qué me dijo que el violín me pertenecía?

—Eso no sabría decírtelo, lo mandé a paseo. Pero me dio su nombre, e incluso su dirección.

—¿A paseo? —Lilly miró asombrada a Ellen, que tampoco podía creérselo.

—Sí, a paseo. No quise saber nada del asunto. ¿Para qué quería yo un violín a esas alturas? Tenía un marido y una hija, y tuve miedo de descubrir algo que pudiera alterar mi vida. A veces es mejor dejar en paz los fantasmas del pasado…

¿Tendría razón su madre?, se preguntó Lilly. Aunque así fuera, para ella ya era demasiado tarde, pues había despertado a unos cuantos «fantasmas», e incluso conocía algunos de los secretos que se habían llevado a la tumba. ¿Qué le faltaría aún por descubrir?

—¿Recuerdas su dirección? —preguntó Ellen, a lo que Jennifer asintió.

—Aunque no quise aceptar lo que ese hombre quería darme jamás olvidaré su nombre ni cada una de las palabras que me dijo.