5
El crujir de la gravilla bajo sus botas le pareció a Lilly estruendoso en mitad del silencio invernal. Rufus Devon ya debía de haber terminado de triturar madera, pues no había ni rastro ni de él ni de los perros. El cielo se iba tiñendo lentamente de violeta y el frío arreciaba, lo único que se oía era el murmullo de las ramas desnudas sobre sus cabezas y algún que otro graznido traído por el viento.
Después de salir de la cocina no habían vuelto a abrir la boca.
En su día, la muerte de Peter afectó mucho a Ellen. Para ella fue como perder a un hermano. Siempre que alguien hablaba de él se sumía en un terco mutismo que tardaba en irse unos minutos. Era como si al mencionarlo surgieran imágenes en su mente que quisiera contemplar sin ser importunada por nadie.
Lilly lamentó haber sacado el tema. Por supuesto, había momentos en que ella también se dejaba llevar por la melancolía, sobre todo cuando se hablaba de los viajes, pero no tanto como para perder el habla.
Como su amiga no decía nada y parecía inmersa en los recuerdos, guardó silencio y se limitó a observarla. Ellen no se mostraba insegura por la edad y no aparentaba ni por asomo los años que tenía. Esa era, precisamente, la clave de su éxito, esa seguridad que ella tanto envidiaba y que a Ellen parecía salirle por los poros. Lilly pensó que el destino estaba obligado a compensar a su amiga por todas las penurias sufridas en la infancia. Cuando Ellen, Ellen Pauly por aquel entonces, tenía tres años, su madre y su hermano murieron en un accidente de coche. A su padre ni siquiera llegó a conocerlo: su madre ocultó siempre quién era, ni siquiera sus padres sabían cómo se llamaba, y se llevó el secreto a la tumba. Probablemente aquel hombre nunca supo que tenía una hija. En un primer momento la acogieron sus abuelos, pero eran demasiado mayores y su salud no era lo suficientemente buena como para hacerse cargo de su nieta.
Que una familia la adoptara fue una gran suerte tanto para la propia Ellen como para Lilly, pues gracias a eso pudieron conocerse en tercero de primaria. Ellen siempre llamó mamá a su madre adoptiva. No es que ignorara que había tenido otra madre, pero, al fin y al cabo, Miriam Pauly y su hermano Martin no eran más que un borroso recuerdo, y, tal como era, no podía sino sentir auténtica devoción por las personas que estaban a su lado y que habían conseguido que se sintiese segura. Entre esas personas se contaba también Lilly.
Quizá ese era el motivo de que su amistad fuese tan duradera. Si bien ahora era Lilly la que necesitaba un poco de protección, antes había sido ella la encargada de sacar a Ellen de más de un apuro y de defenderla en las peleas. Y en ese instante, mientras caminaba junto a su amiga por el sendero de tierra que rodeaba la casa, Lilly volvía a sentir, en toda su intensidad, la misma profunda afinidad espiritual que las unía desde niñas.
—¿En qué piensas? —preguntó Ellen al notar que Lilly la observaba.
—Pienso en la suerte que has tenido en la vida. Tienes a Dean, a las niñas, esta casa…
Ellen la rodeó de nuevo con el brazo.
—Pronto tendrás tú algo parecido, te lo prometo. Un día de estos aparecerá un príncipe en tu querida tienda y te irás con él a recorrer el mundo.
—Sí, quizá —repuso Lilly no sin cierta amargura.
—¿Quizá? ¡Tienes que tener fe! —La apretó con fuerza contra ella—. ¿Cómo va a suceder si tú misma dudas?
—Mira, a mí me gusta saber lo que va a pasar, saber por dónde ando.
—Pues la vida no siempre es así. De pronto tomas una curva sin pensarlo y te topas con algo maravilloso.
O con algo terrible, pensó Lilly para sus adentros. Así había ocurrido con Peter: al principio, él le ocultó que había empezado a tener molestias, hasta que un día, como una tormenta de verano, llegó el fatídico diagnóstico.
—Bien mirado, todo el mundo tiene una cruz con la que cargar —prosiguió Ellen tras tomarse una breve pausa para reflexionar—. Naturalmente algunos han de soportar más carga que otros, pero problemas tenemos todos. ¡Tendrías que oírme blasfemar de la empresa! ¡O de Dean, cuando invierte en algo sin consultarme! Lo importante, con todo lo que uno tiene que tragar, es no perder el ánimo y encontrar la manera de librarse de lo malo.
—Desearía poder hacerlo —repuso Lilly un poco abatida—. Pero ya ha pasado bastante tiempo y aún sigo sorprendiéndome a mí misma esperando a Peter al caer la tarde, hablando con él…
—¡Eso es lo más normal del mundo! Y sería estúpida si te pidiera que dejases de hacerlo. Deberías salir más a menudo y conocer gente. Que hayas venido a verme ya es un paso, pero seguro que en Berlín también hay sitios interesantes a los que ir.
—Pues claro que sí, pero es que… —Lilly frunció los labios. Tenía razón, pero cuando salía no le resultaba fácil divertirse: ya nada era como antes.
—Pero ¿es que qué? —la azuzó Ellen.
—Que todo se vuelve triste sin él. Cuando me cruzo en el parque con una parejita se me rompe el corazón al verlos abrazarse y besarse. Y cuando veo una familia no puedo evitar pensar que podríamos ser nosotros.
Ellen se tomó un momento para pensar; Lilly escuchó el graznido de un cuervo y el suave batir de sus alas al alejarse.
—Quizá esto suene un poco fuerte, pero lo que ha sucedido no tiene marcha atrás ni va a cambiar —prosiguió Ellen—. A Peter le habría gustado que siguieras con tu vida, que viajaras cuanto pudieras… De ningún modo habría querido que te quedaras anclada en los recuerdos.
—¿Y cómo puedo librarme de ellos? —preguntó Lilly—. ¿Cómo voy a quitármelos de la cabeza?
—No puedes ni debes. Pero quizá haya una posibilidad de que… despiertes a la vida.
¿Despertar a la vida? Estuvo a punto de protestar enérgicamente, pero al momento comprendió que su amiga tenía razón una vez más. Sí, seguía respirando, sintiendo cosas, existiendo… Pero con Peter todo tenía otro color, todo era más vívido.
Siguieron paseando en silencio por el jardín, rodearon el pequeño pozo, cercado por una verja y condenado con unos tablones, y pasaron por delante de dos bancos muy bonitos y con muchos adornos que parecían estar esperando a que la nieve se derritiese y los dueños de la casa volvieran a sentarse en ellos a disfrutar del sol.
—¿De verdad que no hay ningún hombre que pudiera llegar a gustarte? —preguntó Ellen retomando la conversación.
—No, ninguno. Últimamente solo vienen a verme ancianos que me hacen regalos y luego se van sin dejar rastro.
—Algo es algo, a mí eso aún no me ha pasado. Me muero por ver tu tesoro. Le he dicho a Terence que aplace las citas previstas para mañana por la mañana, así tendré tiempo para ti.
—¿Terence?
—Mi secretario.
—¿Y qué vas a hacer, exactamente?
—Haré un análisis rutinario. Lo examinaré a fondo y mandaré unas muestras de barniz a nuestro laboratorio. Veremos qué sacamos en claro.
—¿Y si al final resulta que es una baratija?
—Al menos tendremos una historia curiosa que contar. Y ahora será mejor que entremos, se me está haciendo tarde para cocinar.
Ellen enganchó a Lilly del brazo y se la llevó para dentro.
Una hora después la cena estaba lista. Ellen había logrado sacarse de la manga un guiso de carne con tomate, patatas, hierbas aromáticas y vino blanco. De postre había una especie de arroz con leche a la inglesa, con vainilla, canela y nuez moscada. Lilly, sentada en el amplio alféizar de la ventana, se sentía agradablemente aturdida por el calor y por el vino que se habían tomado mientras Ellen cocinaba. Como casi nunca bebía alcohol le había hecho efecto enseguida, así que ahora se encontraba con la cabeza dispersa y el cuerpo clavado a su improvisado asiento. Podría quedarme aquí para siempre, pensó.
Desde la ventana de la cocina había visto cómo el sol se ponía tras los árboles pelados y cómo el cielo violeta se había tornado azul, un azul oscurísimo, y se había llenado de miles de estrellas. Las noches de Berlín no eran así, había más luz, una luz que se tragaba las estrellas y teñía el cielo de un naranja nebuloso, incluso cuando estaba despejado. Lilly se preguntó si en otras visitas ya se había dado cuenta de lo hermosas que eran las noches en casa de su amiga.
De pronto unos faros atravesaron la oscuridad y se acercaron a la casa.
—Ya está aquí Dean —avisó Lilly dejando la copa sobre la mesa.
Ellen se quitó el delantal. Luego le lanzó a su amiga una mirada tímida, como queriéndose asegurar de que estaba presentable para recibir a su marido. Lilly le sonrió con la misma sonrisa cómplice de cuando se contaban cualquier chiquillada en el colegio.
Dean entró por la puerta, saludó a Ellen afectuosamente y le dio un beso. Luego se volvió hacia Lilly y esbozó una amplia sonrisa traviesa.
—Qué alegría verte, ya me había olvidado de tu cara.
—No será para tanto —repuso Lilly al recibir su abrazo.
—Ya lo creo que sí. Si fuera tu anciana tía, te diría lo mucho que has crecido.
—Pues menos mal que no eres mi tía, porque ya me habrías puesto de los nervios.
Dean se la llevó al salón, donde charlaron de todo un poco, pero en especial del sector de la construcción, hasta que la cena estuvo lista. La mesa estaba puesta con sencillez pero con muy buen gusto; sobre ella, además del candelabro de Lilly, había un centro de flores artificiales que daba totalmente el pego.
—Bueno, ahora cuéntanos lo de tu violín —dijo Ellen justo cuando después de recoger los platos sucios se disponían a atacar el postre.
Lilly se aclaró la garganta, soltó la cucharilla y dedicó un instante a pensar cómo hacer la historia lo más excitante posible para Dean y las niñas. Aunque, bien mirado, que un perfecto desconocido te endilgara un violín y luego desapareciera como por arte de magia ya era bastante excitante, no había necesidad de muchos aderezos. Así que comenzó la historia con el anciano plantado en la puerta de su tienda y la terminó en el momento en que aquel pareció volatilizarse ante sus ojos.
—¿Y no será que un espía te ha enredado en una de sus tramas? —aventuró Dean, haciendo gala de su pasión por las novelas de espionaje en las que aparecía el servicio secreto de su majestad—. ¿Has mirado si bajo el forro hay una barrita de plutonio u otro mensaje secreto?
—¿Otro más? —Lilly sonrió entusiasmada—. ¿Es que crees que la partitura contiene un mensaje secreto?
—¿Por qué no? —repuso Dean como si fuera lo más normal del mundo.
—Es evidente que mi marido quiere emprender una nueva carrera como escritor de best sellers —apostilló Ellen entre risas.
—¿Tan descabellado os parece? No sería la primera vez que le cuelan un mensaje en clave a una persona normal y corriente para que, sin saberlo, lo lleve a la dirección correcta.
—Pues entonces ese hombre podía haber tenido la deferencia de darme las señas a las que enviar el violín.
—¡Quizá el destinatario sea Sherlock Holmes! —exclamó Jessi—. Acabo de leer un libro en el que sale.
—¿Dejas que las niñas lean a Conan Doyle? —se extrañó Lilly.
—No, lo leímos en el cole —explicó Jessi—. Una historia en la que Sherlock Holmes tocaba el violín.
—Dudo mucho de que el violín esté relacionado con un complot secreto. Más bien tiendo a pensar que se trata de una equivocación. En cuanto ese señor caiga en la cuenta vendrá a reclamármelo.
—O puede que tu familia esconda un oscuro secreto —volvió a la carga Dean, decididamente interesado en no desechar las tramas detectivescas—. ¿Has tenido algún antepasado músico?
—No que yo sepa. La única persona relacionada con la música que conozco es tu mujer. Ni mis padres ni mis abuelos tuvieron esa inquietud… Por suerte, pues de lo contrario yo habría sido su gran decepción.
—Y sin embargo hay un desconocido que asegura que el violín te pertenece. Qué extraño…
Dean le dio un trago al vino y luego observó, pensativo, cómo el resto del líquido volvía al fondo de la copa.
—Déjala. Al fin y al cabo está aquí para averiguar lo que la une a ese instrumento, ¿no? —intervino Ellen. Después se dirigió a sus hijas—: Jessi y Norma, acabo de descubrir que no me contáis nada de lo que hacéis en el colegio. ¿Desde cuándo se lee a Conan Doyle en las aulas?
Cuando las niñas empezaron a contar lo que habían hecho ese día en el cole, Lilly reposó su espalda en la silla, relajada y feliz de formar parte de una familia aunque solo fuera por esa noche. Las dos crías vestían las camisetas que ella les había regalado, y además les sentaban de maravilla.
—¡Mañana llevaremos los bolsos al cole! —le prometieron ambas al unísono cuando, en el relato de su día, llegaron al momento en que habían recibido a Lilly en la casa.
Después de cenar, cuando las niñas estaban frente a la tele, Ellen le pidió a Lilly que fuera a buscar el violín para poder echarle un vistazo. Dean preguntó si podía quedarse, lo que extrañó un poco a su mujer, pues normalmente su interés por los objetos de madera quedaba limitado a los grandes armazones.
Lilly apareció con el estuche. Por la forma de portarlo parecía que contuviera una valiosa reliquia. Ellen le había pedido que volviera a meter la partitura entre el forro, pues quería experimentar lo mismo que ella al abrirlo por primera vez. Lo depositó en la mesita que había junto al sofá chester. Entretanto, Ellen se había puesto unos guantes blancos de algodón que a Lilly le recordaron a los de un mayordomo. Abrió la tapa con cuidado y la dejó a un lado. La luz de la araña se reflejó en la roja madera veteada y barnizada, confiriéndole un aspecto como de ser vivo; parecía palpitar. Solo entonces reparó Lilly en que las cuerdas estaban algo gastadas. De hecho, el violín entero le pareció algo más ajado que antes.
Al verlo, Ellen dejó escapar una bocanada de aire.
—A simple vista parece de lo más normal, si no fuera por el curioso barniz. ¿Puedo?
Lilly asintió, y su amiga, con cuidado, extrajo el instrumento del estuche.
—El cuerpo es precioso… Muy delicado —comentó mientras le daba la vuelta—. Aquí la tenemos.
Ellen acarició con delicadeza el lugar donde estaba grabada la rosa.
—Está intacto, salvo por el uso, claro. Sin duda grabaron la rosa en la madera antes de darle el barniz. —Lo siguiente fue examinar las cuerdas—. Totalmente desafinado —constató, y empezó a tensarlas con suma cautela—, pero las clavijas se conservan muy bien.
Una vez satisfecha con el sonido de las cuerdas, se quitó los guantes, tomó el arco, tensó la cinta de crines, le aplicó un poco de colofonia y se colocó el instrumento bajo la barbilla.
—¿Podrías interpretar la partitura?
Lilly sacó la hojita de entre el forro y se la dio.
—El jardín a la luz de la luna —murmuró Ellen—. El nombre del compositor no aparece por ninguna parte. Quizá sea obra del anciano.
—No creo —dijo Lilly—. El papel tiene más años que él. Y fíjate en la escritura. A veces recibo libros antiguos con inscripciones y dedicatorias escritas a mano muy parecidas. Además, ¡mira la tinta! Negra, pero con los contornos ligeramente parduzcos. Si te interesa mi opinión, diría que esta partitura tiene unos cien años.
Ellen se mordió el labio inferior y frunció el ceño; señales inequívocas de que estaba intentando desentrañar la melodía. Mientras Lilly la observaba impaciente, Dean aprovechó para servirse otra copa de vino. Pasados unos minutos, Ellen apoyó la partitura sobre la mesita.
—¿Y bien? —la instó Lilly—. ¿Tiene algún sentido para ti?
—Sí, claro, pero hay cosas que no me cuadran… —Ellen le dio la vuelta a la hoja, pero, salvo un par de manchas de moho, no halló nada reseñable—. En cuanto al papel en el que está escrita quizá tengas razón, pero para haber sido compuesta a finales del siglo XIX o a principios del XX la pieza es increíblemente vanguardista.
—Más a mi favor para que la toques, tesoro —propuso Dean—. Quién sabe, quizá seamos los primeros en escucharla después de un siglo.
A pesar de que antes Ellen parecía decidida a probar el violín, ahora vacilaba.
—Venga, no te hagas de rogar —insistió Lilly—. Me muero por saber cómo suena.
Ellen volvió a colocarse el violín y posó el arco sobre las cuerdas. Nada más tocar los primeros acordes, una extraña sensación recorrió el cuerpo de Lilly. La pieza sonaba muy exótica, pero al mismo tiempo le resultaba extrañamente cercana. Aunque no recordaba haberla oído antes, la melodía desprendía una curiosa familiaridad. Quizá fuera por el título, que sin saber por qué, en esos momentos, le evocó una de sus primeras citas con Peter. Era primavera y se habían acurrucado juntitos bajo un magnolio a contemplar la luna, tan hermosa y pálida…
La imagen se fue tan de repente como vino, y Lilly escuchó fascinada toda la pieza. Cuando terminó, Ellen volvió a dejar delicadamente el violín en su sitio.
—¡Vaya! —exclamó Lilly con la mirada fija en el instrumento, como si una mano invisible hubiera sido la encargada de tocar la melodía—. ¡Hacía mucho que no oía algo tan hermoso!
—No es un mal violín, ¿no os parece? —repuso Ellen algo abrumada por el entusiasmo de su amiga.
—Desde luego que no. Quien lo hizo debía de ser un maestro. Al igual que el que escribió la pieza.
—A mí me ha evocado un poco los Mares del Sur —se atrevió a decir Dean—. Pero ya sabéis que yo para el arte soy un negado.
—No, de eso nada —repuso Lilly—. A mí también me ha sonado exótica… Como una noche bajo un magnolio en flor.
—Vosotros y vuestras comparaciones… —Ellen recuperó la sonrisa—. Aunque es posible que el compositor quisiera evocar un jardín. ¿Recordáis Las cuatro estaciones de Vivaldi? En «La primavera» se oyen los pajarillos y los truenos.
—A mí siempre me ha gustado más «El invierno», pero sé a qué te refieres —apuntó Lilly.
—Me muero de ganas por saber dos cosas: quién es el compositor y quién el fabricante de esta maravilla.
Ellen le dio la vuelta al violín para examinar de nuevo la rosa bajo la brillante capa de barniz. Mientras lo hacía, Lilly reparó en que Dean observaba fascinado a su mujer, como si su innegable talento musical fuera algo del todo nuevo para él.
—Probablemente un desconocido —dijo dirigiéndose hacia Ellen.
—El paso del tiempo y la corta memoria de los hombres han sumido en el olvido a muchos maestros lutieres. Veamos si esta criatura aún conserva en el interior algo de su creador.
Ellen sacó una linternita de un cajón y apuntó a las orejas del violín. El desaprobatorio chasquido de su lengua no se hizo esperar.
—¡Nada! Ni sello ni pegatina. A nuestro muchachote debió de darle pena dañar su precioso violín.
Lilly, algo ducha ya en la jerga de su amiga, sabía que al decir «pegatina» se refería a la etiqueta del fabricante, una pequeña tira de papel que pegaban en el interior del instrumento con ayuda de unas pinzas. Tras echarle un último vistazo, Ellen volvió a dejar el violín en su estuche.
—Bueno, la cosa está difícil, pero no hay que perder la esperanza. Mañana te vienes conmigo y veremos qué se puede hacer. Aunque el chiquitín se muestre esquivo, acabará contándonos su secreto.
Esa noche, pese al blando colchón y al agradable aroma a lavanda de las sábanas, Lilly no logró conciliar el sueño. Apenas iluminada por la pálida luz de luna que entraba por la ventana, y con la mirada clavada en las vigas del techo, oía sin cesar en su cabeza El jardín a la luz de la luna. ¿Qué secretos encerraba ese violín? Según Ellen, era un buen instrumento, pero ¿por qué le pertenecía precisamente a ella?
Se estrujó las meninges para traer a la memoria historias de su madre y de la abuela Paulsen, pero no encontró en ellas nada que pudiera arrojar algo de luz sobre el enigma que intentaba desentrañar. Sus abuelos eran gente normal y corriente, hamburgueses de pura cepa. Y si bien su desván albergaba incontables recuerdos, ninguno de ellos encerraba misterio alguno a los ojos de un adulto.
Hacía unos años que ambos habían muerto; primero su abuelo y poco después su abuela. Vendieron la casa, y con ella todas las cosas que había en el desván. ¿Estaría entre ellas el violín? Jamás había oído que sus abuelos tocaran ese instrumento. Y aunque hubiera estado oculto en algún rincón de esa casa, ¿por qué motivo el comprador iba a devolvérselo a ella? Habría tenido mucho más sentido intentar vendérselo… Lilly cerró los ojos y viajó con la mente hasta el desván. ¿Podría ser que hubiera más patrimonio familiar y que ni siquiera sus padres supieran de su existencia? Sus abuelos no guardaban objetos de valor en aquel sitio; esas cosas suelen esconderse en un lugar donde nadie pueda encontrarlas y, al mismo tiempo, siempre estén a mano. Al menos eso era lo que ella hacía cuando no quería que nadie viese algo.
Por un momento se le pasó por la cabeza llamar a su madre para preguntarle directamente sobre el asunto, pero al final desistió de la idea. Poco después se le encendió una bombillita: ¡la cámara! Tres años atrás su compañía aseguradora le había obligado a instalar en la tienda un circuito cerrado de videovigilancia. Tenía que haber imágenes del anciano por fuerza. ¡Cómo no se le había ocurrido antes!
Saltó de la cama como un resorte: ¡Sunny! ¡Ella podía extraer las imágenes y enviárselas! Sin pensar alargó la mano hacia la mesa de noche en busca de su móvil, pero luego cayó en la cuenta de que seguramente Sunny ya estaría durmiendo. No quedaba otra que esperar a que amaneciera para poder llamarla a la tienda. Suspiró y volvió a dejarse caer sobre la almohada. Ahora estaba aún más excitada. Si el anciano había sido filmado, quizá fuera posible seguirle el rastro. Cómo hacerlo era algo que aún se le escapaba, pero estaba segura de que acabaría encontrando la manera. Al final, el cansancio empezó a vencerla. Justo antes de ingresar en el reino de los sueños, creyó oír nuevamente los últimos acordes de El jardín a la luz de la luna.