14
A la mañana siguiente, se levantó decidida a llevar a cabo su propósito. Presa de una extraña inquietud, superior a la modorra propia de esas horas, se acercó a la mesa donde estaba el estuche y sacó la partitura del forro interior. Entonces recordó lo que había dicho Dean. ¿Ocultaría la partitura un mensaje secreto? De ser así no veía cómo podría descifrarlo, pues la pieza era instrumental y no había un texto que pudiese ser interpretado. Entre suspiros, decidió darse por vencida; dejó la partitura sobre la mesa y se fue a la ducha. En cuanto el agua caliente entró en contacto con su piel volvieron a surgirle nuevos interrogantes. Quizá a Ellen o a Enrico sí les dijeran algo esas notas…
Sin tiempo que perder cerró los grifos, se secó el pelo y se envolvió en una de esas toallas italianas que tanta envidia le daban; comparada con esa esponjosidad, lo que salía de su lavadora era pura lija. Por los pasillos de la casa flotaba un aroma a café que arrastraba irremisiblemente hasta la cocina. Allí se encontró a Ellen sentada a una larga mesa de madera y con una taza roja en las manos. Lilly se sintió un poco abrumada por las dimensiones del mobiliario. ¿De veras recibía Enrico a tantos invitados como para llenar esa mesa?
—¡Mira quién está aquí! —exclamó su amiga al verla—. Pensé que no bajabas.
—Ayer llamé a Gabriel —declaró Lilly ante la mirada de asombro de Ellen.
—¡Qué valor! Mira que sacarle al pobre de la cama…
—Aún no estaba durmiendo. O eso me pareció por su voz.
Al recordar la llamada de teléfono, una sonrisa asomó en el rostro de Lilly, y por un momento pareció olvidarse de sus preguntas sobre la partitura.
—En cualquier caso, seguro que se despertó al oírte —repuso Ellen antes de darle un trago al café—. Madre mía, está casi tan rico como Terence.
—¿Dónde está tu amigo? —preguntó Lilly echando un vistazo alrededor. En esta cocina podría grabarse un programa culinario y no habría problemas de espacio.
—Ha salido para traernos algo de desayuno. Pero no debemos hacernos muchas ilusiones, pues los italianos apenas comen por la mañana. —Se levantó y se acercó a la carísima máquina de café—. ¿Te apetece un capuchino antes de contarme cómo te fue con Gabriel?
—Me vendrá bien, gracias —dijo Lilly, y enseguida empezó a oír el zumbido y el sorber de la cafetera—. Aunque no sé si la historia de la llamada va a dar para mucho. Como ya habrás adivinado, Gabriel no me negó su ayuda.
—No es que lo haya adivinado… Apostaría todo mi ropero por ello.
Poco después, Ellen le sirvió el café y volvió a sentarse. Lilly sopló sobre la espuma de leche y le dio un tímido sorbo.
—Tú qué dices: ¿está a la altura de Terence o no?
—Ya lo creo. —Lilly dio un trago más largo y posó la taza sobre la mesa—. A lo que íbamos: Gabriel quedó en mandarme las fechas de los conciertos por correo electrónico… Y luego tuve un sueño.
—¿Uno húmedo?, ¿con Gabriel? —Los ojos de Ellen brillaron con picardía.
—Qué cosas tienes… Soñé con Helen, una Helen niña. Me dijo que la solución al enigma estaba en El jardín a la luz de la luna. ¿Recuerdas lo que comentó Dean?, ¿eso de que quizá fuera un mensaje cifrado?
—¿De verdad crees que hay algo oculto en esa melodía?
—¿Y por qué no? Yo no sé leer música, pero tú hasta eres capaz de interpretarla.
—Ya, pero que yo sepa el Servicio de Inteligencia aún no ha intentando contactar conmigo para ponerme en nómina. No sabría descifrar un código aunque tuviera la clave delante de las narices. —Ellen se tomó un momento para reflexionar antes de continuar—. Además, tan solo es un sueño, Lilly. Dios sabe lo que habrás cocinado en tu mente.
—Tienes razón. Pero no deja de ser una posibilidad. Quizá el compositor era un genio capaz de ocultar un mensaje tras esas notas.
Lilly se sacó la partitura del bolsillo y le echó un vistazo. Las notas le recordaron las huellas de un pajarillo… Imposible ver ahí un mensaje cifrado. Ellen las observó sin duda con otros ojos, pero después de examinar la partitura un buen rato no hizo sino menear la cabeza.
—Una obra musical. Lo que veo es una obra musical, ni más ni menos. Lo único que he sacado en claro es que estoy casada con un hombre que idolatra a James Bond.
Antes de que Lilly pudiera decir nada, la puerta se abrió.
—Ya veo que se han levantado las dos… Y que son más hermosas que la mañana misma —dijo Enrico de buen humor al entrar en la cocina, y acto seguido dejó sobre la mesa un tarro grande de mermelada y una cesta con dos bolsas de papel que desprendían un delicioso olor a pan recién hecho.
Lilly puso los ojos en blanco y miró a Ellen, que tampoco supo qué decir.
—¿Se encuentran bien, señoras? —quiso saber Enrico, que obviamente esperaba otra reacción a sus palabras.
—Muy bien, gracias. Tan solo estábamos pensando —repuso Ellen antes de darle otro trago al café—. Lilly ha tenido un sueño de lo más perturbador que nos ha hecho preguntarnos si es posible que una partitura encierre un código cifrado.
Señaló la hoja que Lilly tenía delante.
—¿Un código para qué?
—Para dejar constancia de algo —intervino Lilly girando la partitura para que Enrico pudiera verla—. Algo que Rose o tal vez Helen hubieran querido dejar para la posteridad. Quizá un secreto. Puede que el destino de Rose o incluso el lugar donde acabó sus días.
Enrico reflexionó un momento, luego se encogió de hombros y dijo:
—Yo no lo descartaría. Antes la gente era muy imaginativa en lo que al cifrado se refiere. En cualquier caso, no soy el más indicado para responder a esa pregunta. Sin embargo, tengo un amigo que es historiador y que además es un estudioso del espionaje en la Edad Media. Ya sé que Rose, por edad, no pudo tener nada que ver con los Borgia, pero quizá él pueda arrojar algo de luz sobre la cuestión.
Ellen le dedicó una amplia sonrisa a Lilly.
—Te debemos ya tantas que no vamos a tener vida para compensarte.
—Ni tenéis por qué —repuso Enrico esta vez en serio y sin el más mínimo atisbo de sus habituales insinuaciones—. Me daría por pagado con que en esa partitura se escondiera realmente un mensaje en clave. ¡Sería sensacional! Y ahora haced el favor de desayunar como Dios manda, que los archivos del museo nos están esperando. Yo voy a tratar de localizar a mi amigo. Quizá venga a echarnos una mano.
Lilly no logró quitarse el sueño de la cabeza en toda la mañana. ¿De verdad sería posible ocultar un mensaje secreto tras unas notas musicales? Dadas las circunstancias, ahora se arrepentía en lo más hondo de no haber prestado más atención en clase de música. Aunque, de haberlo hecho, ¿sería capaz de descifrar un código? Probablemente no. Además, tampoco era seguro que en realidad existiera dicho mensaje. Ha sido un sueño, Lilly, nada más que un sueño, se repetía una y otra vez. Pero la voz juguetona de la pequeña Helen no dejaba de resonar en su cabeza. Algo le decía que no debía cejar en su empeño.
Por otro lado, Enrico no logró hablar con su amigo, así que le había dejado un mensaje en el contestador.
—Su señor Thornton nos ha sido de gran ayuda —dijo ya en el museo, mientras escrutaba un documento—. Lo que me sorprende es que no haya venido aquí en persona a revisar estos artículos.
—Dirige un instituto, por eso no siempre tiene tiempo que dedicar a la historia de los antiguos alumnos —contestó enseguida Lilly a la defensiva, aunque en realidad no había habido ánimo de reproche en las palabras de Enrico.
—Le pido disculpas, no pretendía desacreditar a su amigo. Simplemente me parece curioso.
—No, perdóneme usted a mí —concedió Lilly, avergonzada ante la mirada divertida de Ellen—. Reconozco que, con el asunto de la partitura, estoy un poco nerviosa.
—Ya verá como Pietro da señales de vida —repuso él con convicción—. Su mujer lo debe de tener secuestrado: le da mucha importancia a pasar juntos el poco tiempo libre del que disponen. Estarán paseando por el parque y disfrutando del buen tiempo. Aunque Pietro seguro que estará echando de menos el móvil, pues ella no deja que lo lleve encendido cuando salen de paseo.
«Pasear por el parque». Lilly esbozó una sonrisa amarga al repetir para sí esas palabras. Ella también solía pasear por el parque con Peter los domingos… Sobre todo cuando empezaban a florecer los primeros magnolios y lucía el sol. ¿Volvería a dar esos paseos? Con Gabriel podía imaginárselo, pero ¿llegaría a suceder en realidad?
—¡Miren esto! —exclamó Enrico sacándola de sus pensamientos—. Rose a los dieciocho años. Probablemente fue el último viaje en que la severa dama la acompañó.
La foto, que ocupaba el centro de la página, mostraba a una Rose parecida a la que Lilly había visto en los expedientes de Thornton. La señora Faraday estaba más envejecida, y al fondo aparecía un hombre. ¿El amante de Rose?, pensó a bote pronto Lilly, pero luego desechó la idea. La estricta profesora de música no lo habría permitido. Pero, entonces, ¿qué pintaba en esa foto? Daba la impresión de que se hubiera colado en el último segundo.
—¿Dice algo el artículo acerca de quién es ese hombre? —preguntó Lilly sin dejar de observar la fotografía.
Los ojos de Enrico recorrieron rápidamente las líneas, pero pasados unos instantes negó con la cabeza.
—El tipo me recuerda a uno de esos hinchas de fútbol —dijo al fin, arrancándole una carcajada a Ellen.
—¿Hinchas de fútbol?
—Sí, ¿no sabes a qué me refiero? Esos fans que intentan meter la cara o aunque sea un dedo en la imagen cuando están entrevistando a su ídolo.
—¿De veras cree que en esa época se daban ese tipo de comportamientos? —preguntó Lilly, que no podía sino darle la razón al italiano: parecía evidente que se había colado en la foto.
—La gente no ha cambiado tanto en los últimos siglos —contestó él con una sonrisa—. Incluso entonces había desvergonzados e inoportunos. Tal vez ese hombre fuera un ferviente admirador de Rose.
Un timbre agudo rompió el silencio que reinaba en la sala. Enrico se llevó la mano al bolsillo. El joven vigilante del museo se lo quedó mirando y frunció el ceño mostrando su desaprobación, pero prefirió no intervenir. La conversación fue corta y rápida, y en cuanto colgó, los ojos de Enrico se iluminaron misteriosamente.
—Era Pietro, el historiador paseante. Ha escuchado el mensaje que le dejé y me ha pedido una copia de la partitura para echarle un vistazo.
A Lilly se le escapó un gritito de júbilo.
—Entonces, ¿es posible?
—Según Pietro, sí. Sin embargo, también debería contemplar la posibilidad de que en esa partitura no haya nada. Ni siquiera mi amigo es capaz de descifrar un código donde no lo hay.
—Pero al menos lo va a intentar.
—Puede estar segura de que examinará la partitura con suma atención. Y si hay un atisbo de misterio contenido en ella lo descubrirá, se lo garantizo.
—Pues entonces vayamos a verlo cuanto antes —propuso Ellen—. ¿Vive cerca?
—No, en Roma. Tendremos que enviársela por correo. Preparadme la carta esta tarde y yo me encargo de echarla al buzón mañana por la mañana.
—¿Sigues usando el correo tradicional? —se extrañó Ellen—. ¿Tu amigo no tiene cuenta de correo electrónico?
—Pues claro que sí… El que no tiene escáner soy yo. Ya sabes que solo me sirvo de la técnica para lo estrictamente necesario. —Se volvió hacia Lilly—: ¿Ha traído la partitura? Será mejor que haga una copia aquí. En casa tampoco hay fotocopiadora.
Lilly asintió y le dio la partitura.
En agradecimiento a todo lo que Enrico había hecho por ellas, Lilly y Ellen se ofrecieron a cocinar esa noche para él.
—Cocina alemana… ¿Estáis seguras? —bromeó este poniendo una mueca de horror—. No sé si vais a encontrar en mi nevera chucrut y salchichas blancas.
—¡Ya estamos con los clichés de toda la vida! —le espetó Ellen poniendo los ojos en blanco—. Eres italiano, no americano. Deberías conocernos un poco mejor.
—Tranquilo, no pensábamos servirle codillo —añadió Lilly entre risas.
Casi le daba pena tener que abandonar Cremona a la mañana siguiente. Enrico había pasado de ser un ligón empalagoso a convertirse en un hombre encantador siempre dispuesto a echar una mano. Y la ciudad le encantaba. Lástima que no hubiera podido visitar los talleres de fabricación de violines. La próxima vez iría sin falta.
Pese a los temores de Enrico, Lilly y Ellen prepararon una pasta aceptable de la que dieron cuenta en la mesa de la cocina en un ambiente de lo más relajado. Luego él se ofreció a hacerles una visita guiada por el palazzo, en la que pudieron ver incluso las habitaciones que tenía cerradas por no darles uso. Tras escuchar unas cuantas historias de terror de condes asesinados, infieles envenenadoras y el fantasma de una partera asesinada por uno de los condes tras perder a su vástago, volvieron a la sala de estar.
—¿Qué tiene previsto hacer ahora? —preguntó Enrico mientras disfrutaban de un vino tinto de la nutrida bodega del palazzo—. Los recortes de periódico no le han ayudado demasiado a aclarar por qué motivo le dieron el violín.
—Al menos he encontrado más información sobre Rose —repuso Lilly—. Y además aún queda por saber qué nos deparará la partitura. Tengo la corazonada de que más de lo que suponemos.
Antes de volver a la casa, Lilly había metido la copia en un sobre. Ya solo restaba esperar.
—¿Y si no es así?
—Entonces tendremos que seguir otras pistas. Puede que entretanto descubra quién es el misterioso hombre que me entregó el violín. Seguro que él sabría decirme por qué es mío.
—Eso si no se le vuelve a escapar —señaló con tino Enrico—. Parece evidente que tenía motivos para no decírselo. ¿Qué le hace pensar que sería diferente en un hipotético reencuentro?
—Al menos tengo que intentarlo. No me gustaría quedarme con algo que no me pertenece.
—Tal vez le pertenezca por derecho. Nunca se sabe, a lo largo de la vida las personas recorren a veces caminos insospechados. Y los objetos también. Después de Helen Carter, el violín debió de pasar a otras manos. Hasta donde sabemos, ella tuvo que dejar de tocar debido a un accidente, puede que entonces lo vendiera a un antepasado suyo.
Justo cuando Lilly iba a decirle que eso era imposible, Enrico se apresuró a añadir:
—Acabará descubriéndolo. Y yo me alegraré mucho si cuando llega ese momento me informa de cómo ha resuelto el enigma.
—Delo por hecho —le prometió Lilly, y se quedó absorta mirando el vino de su copa.
Cuando llegó la hora de acostarse, los aromas y las palabras seguían zumbándole en la cabeza. Poco a poco los pensamientos fueron transformándose en un ruido de fondo, hasta que decidió rendirse al plácido peso de las mantas y se durmió.