22

PADANG, 1910

Helen corría como si la persiguiera una jauría de perros. Su madre había tardado más de lo habitual en salir a dar su paseo diario, y luego la doncella no se había despegado de ella en un buen rato. Pero al fin la dejaron libre y pudo subir a por su violín. Llegó al seto, se concedió unos segundos de descanso para recuperar el aliento y, acto seguido, se deslizó hacia la finca vecina para dirigirse al pabellón.

Con el corazón desbocado y el violín bajo el brazo, abrió la puerta con sigilo y respiró aliviada al ver a la mujer del vestido azul iluminada por el rayo de luz polvoriento que se colaba por la ventana. Sus labios volvían a estar rojos y parecía muy tranquila cuando la niña atravesó el umbral. Mientras la esperaba, había estado tomando notas en un cuaderno, que ahora se apresuró a dejar a un lado.

—¡Has venido! —dijo entusiasmada, al tiempo que alargaba la mano para acariciarle la mejilla a la niña.

—Lo siento, no he podido llegar antes —se disculpó Helen, pues sabía que se había retrasado unos minutos.

—No te preocupes. Aquí se está muy bien y, sobre todo, a salvo de las miradas de la gente que pasa por la calle. Además, he comprobado que la casa no está habitada, así que nadie va a molestarnos.

Helen le entregó el estuche y la mujer lo abrió. Al acariciar las cuerdas con las yemas de los dedos, sus ojos adoptaron una expresión nostálgica, como si contemplaran la foto de una amiga fallecida hacía mucho. A Helen le recordó a su madre cuando miraba alguna foto de su hermana, muerta años atrás; siempre acababa sacando el pañuelo para secarse avergonzada las lágrimas que le caían por las mejillas.

En cambio, la mujer no lloró, se limitó a extraer con cuidado el violín del estuche.

—¿Has probado a ponértelo en el hombro? —le preguntó—. ¿Sabes cómo sujetarlo?

—No, no me he atrevido…

—Pero al menos lo habrás visto, ¿no?

—¡Eso sí! —repuso Helen.

—¿Y qué te parece?

—¡Es precioso!

—¿Te has fijado en la rosa que tiene al dorso?

Helen asintió con excitación. En cuanto su madre la dejó sola, se había ido a su cuarto para observar detenidamente el violín. Nunca había visto algo tan bonito. Solo con acariciar con suavidad el barniz supo que era el instrumento que quería tocar.

—Pues entonces no pierdo más tiempo enseñándotela.

—¿Cómo llegó esa rosa ahí?, ¿la pintó alguien?

—No, cariño, la rosa la grabó en la madera el hombre que lo fabricó. Quiso adornarlo con ella para que fuera más bonito. Y por suerte no afectó a su sonido.

—¿Puedes tocarlo para que pueda oír cómo suena? —preguntó Helen.

La mujer pareció vacilar. Pero enseguida asintió, se caló el violín bajo el lado izquierdo del mentón y empezó a tocar. A pesar de que no quería hacerlo muy alto, la melodía resonó con fuerza en el pabellón. Apenas un minuto después, bajó el arco.

—Me temo que por ahora ya es suficiente.

Helen le brindó una radiante sonrisa.

—¡Ha sido precioso! ¿Podré yo llegar a tocar así algún día?

—Espero que llegues a ser bastante mejor que yo —contestó la mujer, devolviéndole la sonrisa—. Pero empecemos por aprender a sujetarlo.

Situándose detrás de la pequeña, le ayudó a sostener el violín en la misma postura en que ella había tocado, aunque manteniendo el arco suspendido en el aire. A Helen no tardó en dolerle el brazo, pero aguantó con paciencia hasta que la mujer se dio por satisfecha y dejó que se tomara un respiro, cosa que miss Hadeland nunca le permitía.

—¿Qué ha pasado con tu profesora de música?

—Mamá le ha dado unas vacaciones forzosas —repuso Helen no sin cierta inquina. Miss Hadeland se había quedado con un palmo de narices cuando Ivy, tras reprenderla, le dijo que no se molestara en venir en cuatro semanas.

«Si se replantea sus métodos, podrá usted continuar con sus clases», le había advertido Ivy a la profesora. «Si no es así, prescindiremos de sus servicios y haremos público que pega a sus alumnos. Dudo que entonces se digne contratarla ninguna otra familia».

Miss Hadeland podía haber alegado tener otros muchos clientes y no necesitar el dinero, pero en vez de eso no dijo nada y se fue de la casa con la cabeza gacha. Esa escena hizo tan feliz a Helen que no pudo evitar aplaudir. Las odiosas clases de piano se habían terminado de momento.

Antes de que la mujer siguiera dándole instrucciones, algo distrajo a Helen. Una mariposa grande y de vivos colores aleteaba alrededor de la ventana sin saber que el cristal la separaba del mundo de fuera.

Cuando la mujer la vio, sonrió y dijo:

—¡Mira por dónde ya tenemos público! Aunque me temo que la mariposa tendrá que esperar un poco para llegar a disfrutar de tus interpretaciones.

—¿Crees que las mariposas pueden oír?

—¿Por qué no iban a poder? En mi opinión, hasta las plantas pueden oír. Cuando escuchan buena música crecen más. —Tras una pausa, añadió—: ¿Por qué crees, si no, que la jungla es tan frondosa? De noche allí suena música por todas partes y los monos entonan sus cantos.

—¿Lo dices en serio?

La mujer asintió.

—Más adelante, cuando sepas tocar, podrás hacer la prueba. Pero ahora tienes que aprender a poner las manos correctamente. Yo te diré dónde colocar los dedos y cantaré las notas que deberían salir del violín. Espero no lastimarte los oídos con mi voz.

Helen se echó a reír y la mujer le hizo una pequeña demostración. Entonces la niña se dio cuenta de la hermosa voz que tenía la desconocida. Podía haberse dedicado a la ópera sin ningún problema, pensó.

Las horas pasaron volando. Helen se lamentó de haber llegado tarde y haber malgastado así unos minutos preciosos. Pero su nueva amiga la consoló.

—Nos vemos el próximo martes. Y procura ensayar todo lo que puedas. Aunque no logres sonar como yo, tú insiste y ya verás como un día acabará saliéndote.

De vuelta a casa, las mejillas de la niña brillaban como dos manzanas. En cuanto oyó que se acercaba la doncella, subió corriendo las escaleras para esconder el violín. Le hubiera gustado ensayar un poco, pero entonces oyó detenerse un coche de caballos delante de la casa: su madre había llegado.

A la tarde siguiente tuvo más suerte y pudo ensayar un buen rato. La mujer tenía razón; la manera en que ella hacía sonar el violín distaba mucho de lo que había escuchado en la clase, pero con un poco de práctica seguro que las melodías irían tomando forma.

A partir de entonces, Helen se aplicó en ensayar sin descanso toda la música que la mujer le enseñaba los martes y los jueves. Eso sí, solo cuando su madre no estaba en casa. La doncella, que supuestamente debía cuidarla, tenía otras cosas en la cabeza. Desde hacía poco se reunía a escondidas en el establo con Jim, el mozo de cuadra de los vecinos, así que ella disponía de aproximadamente una hora de paz al día, hora que aprovechaba para subirse al desván y practicar.

Cuando aprendía las melodías en el pabellón, tenía siempre la voz de la desconocida susurrándole a los oídos. Pero en el desván podía escuchar solo el violín, y mucho más alto que en las clases. Como no tenía ninguna partitura, intentaba no solo recordar las posturas sino también la voz de su amiga secreta, y así iba haciéndose un pequeño repertorio que algún día interpretaría para ella. De momento, sin embargo, tenía que ensayar en solitario.

Por lo demás, aprender a tocar el violín no era el único aliciente que encontraba en las clases. La desconocida, cuyo nombre seguía sin saber, también le contaba historias maravillosas durante los breves descansos que se tomaba para recobrar el aliento: cuentos de peces dorados y de princesas que salían de un huevo, como los pájaros. Y a veces incluso le traía chucherías, sus preferidas eran unas bolitas verdes rellenas de azúcar de palma y recubiertas de coco rallado.

—No comas muchas —le advirtió la mujer una vez que le trajo un cucurucho entero—. Como tu madre vea que no tienes hambre empezará a sospechar y entonces nuestro secreto correrá peligro y no podré venir más.

—No te preocupes, me guardaré unas cuantas para otro momento —le aseguró Helen, que por nada del mundo quería renunciar a esas deliciosas horas con su amiga mayor, con la que además aprendía mucho más que con miss Hadeland. En ocasiones se sorprendía a sí misma fantaseando con la idea de presentársela a su madre para que todo saliera a la luz y se convirtiera en su nueva profesora de música. Una vez incluso se atrevió a proponérselo a ella, que nada más oírla torció el gesto y se puso lívida.

—No se te ocurra hablarle de mí —dijo sin que su voz perdiera su habitual calidez. Eso bastó para que Helen comprendiera que había estado a punto de cruzar un límite que podía costarle su amistad.

—Te prometo que no diré nada —se apresuró a responder—. Te doy mi palabra. Pero es que sería tan bonito que fueras mi profesora de música… Así podrías oírme tocar el violín de verdad.

—Tal vez lo haga algún día —repuso la mujer, que a juzgar por su triste mirada no contaba con que eso llegara a suceder nunca.

Unas semanas más tarde, la madre de Helen debía recibir la visita de un grupo de amigas y vecinas que solía reunirse de vez en cuando para merendar, cada vez en una casa distinta. En esa ocasión era Ivy Carter la encargada de organizar el ágape.

La reunión era un miércoles, pero el día antes la madre de Helen ya estaba metida en la cocina, con la doncella y la cocinera, preparando bollos y moliendo café. Helen comprendió enseguida que ese día su madre no saldría de casa, así que, como era martes y le tocaba clase de violín, tendría que extremar los cuidados para no ser descubierta. Tras merodear un rato por la cocina y constatar que no le dejarían probar ni una migaja de aquellos deliciosos melindres que entraban y salían del horno, decidió subir al desván a ensayar, en riguroso silencio, las posturas y notas que su misteriosa amiga le había encargado practicar para aquel día.

Cuando llegó la hora de la cita con la mujer desconocida, Helen guardó el violín en su estuche, bajó las escaleras sin hacer ruido, salió de la casa y, con el corazón en un puño y cerciorándose a cada instante de que nadie la veía, recorrió el trecho que la separaba del pabellón. Cuando al fin llegó a su destino, respiró aliviada. Su amiga la esperaba tomando notas.

—¿Qué escribes ahí? —preguntó Helen viendo que se guardaba el cuaderno bajo el corsé, que desde hacía unas semanas le quedaba mucho más holgado que antes.

—Es un diario —contestó la mujer—. Escribo todo lo que me pasa durante el día.

—¿Y escribes cosas de mí?

—De ti es de quien más escribo.

—¿Por qué? —preguntó Helen con los ojos como platos.

—Porque me gustas y me encanta estar contigo.

—¿Me dejarás leerlo?

La mujer sonrió. Sus labios volvían a estar azules, y hacía los mismos gestos que su madre cuando tenía migraña.

—Tal vez. En todo caso, algún día seguro que lo podrás leer, pues pienso regalártelo. Así podrás recordar cómo eras de niña. Además he escrito todos los cuentos que te he contado, para que tú también puedas contárselos a tus hijos.

A Helen le gustó la idea, aunque le costaba imaginarse como una mujer adulta. ¿Se parecería a su madre? ¿Seguiría tocando el violín?

Al día siguiente no pudo practicar. Las amigas de su madre llegaron poco antes de la hora del té, y Helen, enfundada en un vestido de volantes que picaba y arañaba, tuvo que armarse de paciencia y esforzarse por estar a la altura. Lo cual no resultaba nada fácil. Además de demostrar que sabía quedarse sentada y quietecita, tenía que hacer gala de sus mejores modales y sonreír cada vez que una de esas señoras le decía lo mucho que había crecido, y eso aunque ella misma supiera que en realidad apenas había crecido y que, para su gusto, se estaba quedando canija… Convencida de que escuchar los chismes de esas señoras era una pérdida de tiempo, no dejaba de pensar en el momento en que aquel suplicio se acabaría y podría seguir practicando en el desván.

Resignada, Helen se sentó en el sofá junto a su madre con las piernas colgando y escuchó con paciencia toda esa aburrida palabrería. Su único consuelo era que al fin podría probar los ricos bollos que había hecho Ivy.

—Por cierto, mevrouw Carter, ¿quién toca en su casa tan maravillosamente bien el violín? —preguntó de pronto una vecina tras posar en el platito la taza de café.

Helen Carter arqueó sus finas cejas.

—¿El violín? —preguntó su madre desconcertada—. Me temo que se trata de un error, mevrouw Hendricks, aquí nadie toca el violín.

—¿Está segura? —insistió la vecina clavando los ojos en Helen—. Antes solía oír a su hija tocar el piano. ¿No ha cambiado de instrumento?

Ivy miró a su hija.

—Helen, ¿tienes que decirnos algo? ¿No se nos habrá metido en casa un violinista fantasma?

Helen no respondió. Prefirió maldecir para sus adentros el buen oído de la vecina. Debía haber previsto que acabarían oyéndola. ¡Ahora su secreto estaba a punto de ser descubierto!

Se levantó despacio de su asiento, ignorando por completo los aspavientos de asombro de su madre. Ivy Carter no era una mujer que perdiera fácilmente la compostura, así que era poco probable que saliera corriendo detrás de su hija. La reprimenda vendría en cuanto se fueran las visitas.

—¡Helen! ¿Adónde vas?

Pero ella hizo oídos sordos. Abandonó el salón con gesto impasible y, en cuanto llegó al pasillo, echó a correr. Subió las escaleras a tal velocidad que difícilmente la habría alcanzado un adulto. El corazón le latía como loco. ¿Qué podía hacer?, ¿esconderse?, ¿esperar a que subiera su madre a preguntarle qué estaba pasando?

Como una exhalación entró en su cuarto, cerró de un portazo y permaneció apoyada contra la puerta unos instantes sin dejar de aguzar el oído: no oyó nada; no se escuchaban pasos subiendo por las escaleras ni gritos desde abajo. ¿Qué estaría haciendo su madre? ¿Habría preferido ignorar su extraño comportamiento?, ¿o se habría quedado paralizada, sin saber cómo reaccionar? ¿Y cómo encajaría las inquisidoras miradas de sus vecinas?

¡Algo tenía que hacer!

Con el corazón latiendo desbocado, se arrastró por debajo de la cama y sacó el violín. ¿Qué hago?, le preguntó sin despegar los labios mientras abría el estuche para acariciar las cuerdas con el dedo índice.

El instrumento respondió a su manera: con un suave ruido que sonó como cuando el viento se colaba por los rincones de la casa. ¿Significaba eso que había llegado la hora de airear el secreto? ¿Y qué pasaba con la desconocida? Le había prometido no contárselo a nadie, pero ahora que la vecina la había oído tocar era imposible seguir ocultándolo.

¡Tal como estaban las cosas, no tenía por qué sentirse culpable de romper su promesa!

Tras unos minutos, la decisión estaba tomada. Y entonces experimentó un enorme alivio. Guardar un secreto era algo muy difícil… ¡Sobre todo con alguien a quien quería tanto! Volvió a cerrar el estuche, lo agarró por el asa y salió de su habitación.

De abajo llegaba el rumor de una animada charla. Le pareció entender que alguna de las señoras hacía referencia a su mala educación y que otras preguntaban qué significaba todo aquello.

Cuando entró por la puerta se hizo un silencio sepulcral. Tras mirarla de arriba abajo, todas se fijaron en el violín.

Helen sabía lo que tenía que hacer: demostrar a las presentes lo bien que tocaba. Si no, su madre se desharía del instrumento, y eso era lo último que quería que sucediera. Ignorando los requerimientos de su madre, dejó muy lentamente el estuche en el suelo, lo abrió y sacó el violín. Un murmullo se extendió por el salón.

—Ivy, qué demonios… —empezó a decir una de las señoras que más confianza tenía con su madre.

Pero antes de que pudiera obtener respuesta alguna, Helen se caló el violín bajo la barbilla y empezó a tocar dispuesta a sonar mejor que nunca. Eligió una vieja canción que su madre solía tararearle cuando era muy pequeña. La melodía era sencilla, aunque muy bella. Siempre había querido tocarla al piano, pero miss Hadeland nunca se lo había permitido.

Cuando terminó su interpretación, se hizo de nuevo un silencio sobrecogedor. Por un momento, Helen se imaginó que las notas se escapaban a través de las ventanas y, convertidas en gotas de rocío, caían al suelo haciendo brotar flores. Después, con gesto serio, volvió a guardar el violín en su estuche y esperó el veredicto de la audiencia.

Pero las mujeres se habían quedado sin habla. Helen habría querido preguntarle a la señora Hendricks si era esa la canción que había oído desde su casa, pero ni siquiera tenía fuerzas para pronunciar palabra. Había invertido tantas energías en la ejecución de la pieza musical que se sentía como si hubiera encogido un palmo.

Pasados unos segundos, Ivy se levantó. Estaba un poco pálida, pero no parecía enfadada. Sin previo aviso rompió a llorar.

—Ha sido precioso, Helen —dijo agachándose delante de ella—. ¿Quién te ha enseñado a tocar así?

La niña frunció los labios. Ya había revelado gran parte del secreto. ¿Debía mencionar ahora a su amiga? ¿Era lícito traicionar la confianza de la mujer que le había enseñado a sujetar el violín en el pabellón del jardín? ¿Podía contarles, sin más, cómo le había mostrado dónde colocar los dedos en el mástil para que saliera cada nota y cómo tocar sin hacer ruido para poder ensayar cuando su madre estaba en casa?

—He aprendido sola —dijo al fin—. Toco todos los días cada vez que te vas de casa.

—Pero ¿por qué lo has hecho a escondidas? —quiso saber su madre—. ¿Y de dónde has sacado ese violín tan bonito?

Estaba claro que esa pregunta tenía que llegar en algún momento, pues Ivy sabía muy bien que en su desván no había ningún violín.

¡Pero no! ¡No podía decírselo! ¡No podía traicionar a la desconocida!

—Helen, por favor, responde —dijo su madre con esa voz tan cálida a la que su hija no sabía resistirse…

De pronto la tierra empezó a temblar.