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PADANG, 2011

—¿Conduce usted o yo? —preguntó Verheugen señalando el todoterreno. Parecía un excedente del ejército: la pintura de camuflaje estaba desconchada por algunas partes y tenía marcas de óxido en el maletero y en las puertas. Lilly estuvo a punto de decir que en Alemania ese cachivache no superaría la inspección técnica, pero, ya que el dentista se había encargado amablemente de alquilarlo, no quiso criticar su elección.

—Seguro que usted se apañará mejor que yo con un coche así.

—Si lo que quiere es saber si ya he conducido uno de estos, la respuesta es sí. Pero no crea, estos trastos son más fáciles de manejar de lo que parece. ¡A la vuelta conduce usted!

Acto seguido se sentó en el asiento del conductor. Lilly observó una vez más el coche con cierto escepticismo. Pero, si su acompañante parecía tan seguro, ¿por qué iba a desconfiar ella?

—Al menos el motor está en buen estado —bromeó Verheugen después de pasarse un buen rato intentando arrancarlo—. ¡Suba, prometo no conducir como el taxista de Padang!

Ella le hizo caso y se pusieron en marcha.

Cuando minutos después se encontraron inmersos en el tráfico, Lilly se alegró de no ser ella quien conducía. Mientras que algunos coches los adelantaban a toda velocidad, otros se les cruzaban por delante ignorándolos. Por no hablar de los peatones, que, sin pensárselo dos veces, irrumpían en la calzada y caminaban tan tranquilos entre los coches. De pronto sonaba un bocinazo seguido de varios gritos y maldiciones, pero en cuanto el temerario terminaba de cruzar todo seguía su curso como si tal cosa.

Al final llegaron a las afueras de Padang, donde las casas eran mucho más humildes. Al contrario que en el centro, la mayoría de ellas estaban construidas sobre pilotes, al modo tradicional indonesio. También vieron un par de casas con tejados de medialuna, pero predominaba claramente el otro tipo de edificación.

Tras recorrer en dirección norte un trecho de una avenida con mucho tráfico, Verheugen dobló por un camino de tierra.

—¿Está seguro de que es por aquí? —preguntó Lilly a gritos para imponerse al ensordecedor ruido del motor.

—Sí, ayer por la noche estuve consultando un mapa. Quizá tengamos que atravesar algunos matorrales, pero el camino debería ser transitable. Fue utilizado al menos hasta los años cincuenta; luego la residencia del gobernador cayó en el olvido. Tras el fin del régimen colonial, nadie mostró mucho interés por investigar la historia de los antiguos gobernantes. Había demasiados puntos oscuros en ella y se consideró que era mejor intentar olvidar. Como por ejemplo la masacre de Rawagede, en Java.

—¿Qué sucedió?

—Los holandeses quisieron recuperar por la fuerza sus posesiones. Y de ahí la masacre. El ejército holandés mató a cuatrocientos treinta y un nativos. Desde luego no es algo que facilite que a uno lo quieran. Con el paso de los años, la época colonial ha vuelto a suscitar cierto interés, como prueba la parte del museo que visitamos. Pero aún queda mucho por hacer.

Durante el trayecto, Lilly se percató de que algunas sombras se movían de vez en cuando entre los árboles. En Sumatra hay numerosas especies de monos, pero los animales que ella creía divisar desaparecían tan rápido entre la maleza que no podía identificarlos como tales.

A la media hora asomó entre las palmeras un tejado rojo algo deslucido y, poco después, una pared blanca muy sucia.

Verheugen aparcó el todoterreno delante de la entrada. No daba la impresión de que el guarda empleara mucho tiempo en cuidar la finca, pero al menos no había dejado que la hierba cubriera el portón de entrada al jardín.

Cuando apagó el motor del coche y desapareció el ruido, un extraño silencio se hizo en el lugar, solo interrumpido por los esporádicos trinos de los pájaros.

Lilly observó fascinada el ornamentado portón de hierro forjado, con los goznes descolgados y cerrado por una cadena. Poco quedaba del lujo de épocas pasadas. Los altos postes de ladrillo estaban cubiertos de musgo, y como sin duda nadie se ocupaba del jardín, la maleza había crecido de tal modo que tapaba toda la verja. El camino que conducía a la residencia aún se distinguía, pero entre sus adoquines prosperaban todo tipo de hierbajos. Los bordes del camino ya no eran líneas rectas sino más bien oleajes verdes, y las largas ramas de los árboles colgaban hasta el suelo.

—Deprimente, ¿verdad? Usted ha visto la foto, antes esto parecía un jardín inglés. En cambio, ahora apenas se distingue de la jungla.

Como la cadena no estaba asegurada con candado, el dentista tiró de ella y abrió una hoja del portón. El estridente chirrido asustó a los pájaros, que salieron volando de entre la espesura. Algo crujió en el suelo, como si algún bicho reptara por la alta maleza.

No había ni rastro del guarda.

—¿Y si hoy libra?

—Tanto mejor, así no nos molestará —repuso el dentista mientras echaba un vistazo alrededor.

Dadas las pésimas medidas de seguridad, Lilly se sorprendió de que la casa no estuviera completamente esquilmada. Era obvio que dentro no había muebles utilizables, pero la piedra con que estaba construida tenía su valor, así que bien podría haber sido revendida.

De pronto, cuando se estaban acercando a la casa, el guarda apareció de entre la vegetación vociferando. Verheugen se apresuró a decirle algo en su lengua que suavizó de inmediato su cara de pocos amigos.

—¿Va a dejarnos echar un vistazo? —preguntó Lilly una vez la conversación se dio por terminada y el guarda empezó a subir por la escalinata que llevaba a la entrada de la casa.

—Quería saber qué demonios hacíamos aquí. Afortunadamente, en cuanto le he dado el nombre de nuestra amiga del museo se ha calmado un poco. Va a abrirnos la puerta, pero no espere una visita guiada.

—Tampoco lo necesitamos, ¿no?

—Lo único que vamos a necesitar ahí dentro es un poco de suerte para encontrar lo que buscamos y un par de buenos oídos.

—¿Los oídos para qué?

—Viendo cómo está todo, no me fío de los suelos… Podrían hundirse en cualquier momento.

—Techos que se derrumban y suelos que se hunden… La única manera segura de entrar aquí va a ser levitando.

—Dígame cómo e intentaré seguirla —bromeó entre risas Verheugen.

El guarda abrió la enorme puerta que en otra época habían cruzado los distinguidos invitados del gobernador. Un olor a humedad, tierra y hojas podridas les dio la bienvenida. Como las ventanas estaban tapiadas con unos tablones mal clavados, una luz difusa caía sobre el entarimado, apenas reconocible bajo una gruesa capa de mugre. Sin embargo, podía verse cuál era el recorrido que solía hacer el guarda: un camino trillado en el que el parqué incluso brillaba y que llevaba directamente a una puertecita, tras la que Lilly supuso que habría un baño.

Pero ellos tomaron otro camino. El guarda le había dicho a Verheugen que las cajas con los documentos estaban en la biblioteca, situada en la parte trasera del edificio.

Tras cruzar el recibidor, en el que la luz dejaba entrever una amplia escalinata, llegaron al salón de baile, cuyo antiguo esplendor se intuía solo vagamente. Lilly recordó las fotos del periódico e imaginó la engalanada audiencia para la que Rose había tocado. Todas esas damas con sus vestidos de seda, sus prendedores y sus plumas en el pelo. En 1902 aún no había nacido el charlestón, así que las señoras todavía llevarían corsé. Y los hombres, con su marquesota y su frac, charlarían animadamente o intentarían hacer negocios sin quitar el ojo de encima a la competencia.

Y en medio de todo aquel lujo estaría Rose. Lilly volvió a preguntarse si sería allí donde conoció a Paul Havenden… Lo más probable era que el gobernador lo hubiera invitado a la recepción y que él, al llegar la hora del concierto, la viera aparecer con sus rizos y su peculiar violín. ¿Se habrían enamorado allí mismo?

Intentó asomarse a la ventana en busca de la terraza, pero los tablones le impidieron ver el exterior.

—Creo que ya sé dónde está la biblioteca —dijo de pronto Verheugen. Al parecer, mientras ella había estado curioseando embebida en sus pensamientos, él había localizado el lugar donde se encontraban las cajas—. Acompáñeme.

Lilly apartó la mirada de los altos ventanales y de los artesonados del techo del salón de baile y lo siguió.

Como siempre que visitaba trasteros o casas antiguas, la anticuaria que llevaba dentro se activó. Pero allí no había nada que fisgar. En ese lugar nadie había dejado olvidado un valioso armario de marquetería ni había un secreter con los cajones repletos de viejas cartas de amor. Esa casa había dejado de acoger vida hacía mucho, y donde antes había muebles, cuadros y alfombras, ahora solo había manchas y sombras.

Y sin embargo…, esa casa tenía algo especial. Algunas casas antiguas, abandonadas a su suerte y al deterioro, rezuman tristeza, como si se mostraran frustradas por haber caído en el olvido. En cambio, esa casa parecía desprender calidez. Quizá solo fueran imaginaciones suyas, pero era como si se alegrara de recibir la visita de unos extraños y así volver a ser importante como antaño, cuando aún vivía su antiguo dueño.

—Eso de ahí tiene que ser la biblioteca. —Verheugen señaló una puerta de dos batientes que en tiempos debió de ser blanca. Detrás había una sala que, por su tamaño, bien podría haber albergado otro salón de baile.

Costaba mucho creer que esa estancia hubiera sido en el pasado un refugio de cultura, educación y entretenimiento. Ya no había estanterías, sino un montón de cajas esparcidas por el suelo. El aire era pegajoso y olía a húmedo, y no hubiera sido extraño que una enorme araña tropical les hubiera salido al paso.

—¡Madre mía! —exclamó Lilly al ver todo aquel desorden de libros y papeles. El cartón de las cajas había pagado su tributo a la humedad y había empezado a abrirse por los lados en forma de bocas desfiguradas. Solo era cuestión de tiempo que las cajas cedieran y su contenido se desparramara por el suelo.

—Es una pena que nadie se interese por esta casa —dijo Verheugen—. Cuando vuelva a mi país voy a intentar convencer a un par de amigos con dinero de que compren el edificio.

—¿Cree que el Gobierno lo permitiría sin más?

—Seguro que sí. Y si lo comprara una fundación sería aún mejor. Por otro lado, también podría montarse un hotel de lujo. ¡Resulta increíble que nadie vea las posibilidades que ofrece este lugar!

—La gente de aquí seguro que tiene otras cosas que hacer antes que cuidar de la residencia de fin de semana de su antiguo opresor. E incluso si no lo ven de esa manera, probablemente haya problemas más apremiantes.

—Tiene usted mucha razón. Veamos qué tesoros oculta este caos.

—De acuerdo. Le propongo que usted empiece por la derecha y yo por la izquierda. De ese modo acabaremos juntándonos.

El dentista asintió y se pusieron manos a la obra.

Lilly miró con escepticismo la primera caja.

Contenía facturas de los años cuarenta. Ahora ya no servían para nada; estaban pagadas u olvidadas, y las empresas que las emitieron ya no existían. El fondo de esa caja le reservaba una desagradable sorpresa: una formación de moho que le hizo sacar rápidamente la mano. La siguiente caja no tenía un aspecto mucho más halagüeño. En su interior encontró viejos cuadernos escolares con nombres en las tapas que resultaban ilegibles, albaranes y más facturas; en el fondo había un par de libros de texto en neerlandés, que seguramente le interesarían a alguien pero que carecían de valor.

—¿Ha encontrado algo? —dijo dirigiéndose a Verheugen.

—No, solo basura. Todo lo que he revisado podría echarse a la hoguera sin problemas. ¿Y usted?

—Lo mismo. ¿No sabrá de alguien a quien le interesen unos libros de texto antiguos en estado de putrefacción?

—No, y permítame sugerirle que los dejemos donde están.

—Buena idea. —Iba ya a ponerse con la tercera caja cuando, apartando un montón de facturas sueltas, se topó con un cuaderno de cuero marrón—. No puede ser… —musitó tan bajito que el dentista ni siquiera la oyó.

Con cuidado, sacó el álbum de fotos de la pila. Era de cuero repujado y pesaba un quintal, lo cual no era de extrañar, pues contenía un montón de fotografías impresas en cartón y finas placas de plomo. Lo abrió con actitud respetuosa… Ahí estaba el gobernador con su familia. Junto a su mujer y su hija había todo un séquito de sirvientes: doncellas con cofia y delantal almidonados, un mayordomo de mirada severa, una cocinera y, a juzgar por la indumentaria, dos lacayos y dos mozos de cuadra. Llamaba la atención que todo el servicio era nativo, y no parecían descontentos.

Las siguientes fotos eran de la casa y de las vistas que ofrecían los ventanales. Desde luego aparecían la terraza y el jardín, que presentaba una extraña mezcla de flora local y jardinería holandesa. Lilly sonrió al ver que incluso había un parterre con hermosos tulipanes.

Después venía una serie de fotos menos interesantes. Era evidente que no era un álbum familiar, sino más bien documentación fotográfica sobre la historia del edificio. Había instantáneas de la visita de un sultán y de otros mandatarios (con los que sin duda el gobernador habría compartido sus cigarros de canela), de distintos actos oficiales e incluso de un abeto descomunal, traído seguramente para celebrar unas Navidades.

Giró una página y se encontró con una fotografía que le produjo un cosquilleo en la boca del estómago. Sin lugar a ninguna duda, la mujer que había en el centro era Rose Gallway. La imagen se parecía mucho a la que había visto en el periódico. Al parecer, el gobernador había querido quedarse con una copia.

Rose volvía a aparecer algunas páginas más allá, ahora entre dos personas, que seguramente se habían empeñado en posar junto a ella. El resto de las fotos correspondían a recepciones, menos una en la que aparecía la familia al completo, en esta ocasión con el marido de la hija del gobernador y su retoño.

Al pasar las hojas notó algo demasiado grueso como para ser una placa fotográfica. Con cuidado, levantó la fina hoja de papel de seda y descubrió un cuadernito negro. Resultaba evidente que no formaba parte del álbum, pero con el tiempo y el peso de los papeles apilados había quedado perfectamente integrado en él. Con suma cautela, lo despegó y lo abrió. Milagrosamente, había sobrevivido a la humedad protegido por dos placas fotográficas, así que el papel estaba en buen estado, y la tinta, salvo en algún lugar, apenas se había corrido, por lo que podía leerse sin problemas.

Estaba escrito en inglés, y Lilly casi se quedó sin aliento cuando descubrió quién era su autora.

Este es el diario de Rose Gallway.

Le ardieron las córneas al leer aquella frase en la primera página. ¡Rose Gallway tenía un diario! ¿Qué secretos escondería? ¿Y cómo había ido a parar ahí? ¿Qué hacía almacenado entre todos esos legajos de la época colonial?

Miró con el rabillo del ojo a Verheugen, que acababa de abrir otra caja. Iba a enseñarle el cuadernito, pero algo la detuvo. Quizá fuera un poco ingrato por su parte, pero antes de enseñarle su hallazgo quería leerlo en la intimidad. Tenía ganas de estar a solas con la mujer a quien había pertenecido su violín.

Además, no sabía cómo iba a reaccionar él cuando le dijera que pensaba llevárselo. Con independencia del estado en que se encontrara, ese cuaderno era un archivo documental y, por tanto, pertenecía al patrimonio nacional, por lo que aquello bien podría considerarse un robo. Sin embargo, ese diario era demasiado importante para ella como para dejarlo abandonado en aquella casa en ruinas. ¡Y además sería una auténtica sensación en la Music School de Gabriel!

Como el dentista estaba enfrascado en una caja, Lilly se decidió a guardarse el cuaderno bajo la camiseta. Ya veré lo que hago con él, se dijo. Primero voy a leerlo.

—¿Ha encontrado algo, Lilly? —oyó de pronto sobre su cabeza. Lilly casi se murió del susto. ¿La abría pillado guardándose el diario?

—Yo diría que sí —repuso vacilante echando mano del álbum. El cuaderno absorbió rápidamente la temperatura de su cuerpo, así que cuando se levantó y se dirigió al otro lado de la estancia ya apenas lo notaba.

—¿Le importará a alguien si me lo llevo? —preguntó mientras le daba el álbum a Verheugen, quien le respondió con un silbido de asombro.

—¡Si esto no es un hallazgo, que venga Dios y lo vea! Me sorprende que nadie hasta ahora haya reparado en él. Sin duda es un importante documento histórico.

Con eso, la pregunta de Lilly quedaba respondida.

—Entonces será mejor que lo deje donde estaba.

—Yo en su lugar es lo que haría. Aunque también podemos llevarlo al museo y pedir que nos hagan unas copias.

—Y usted, ¿ha encontrado algo?

—Sí, pero ignoro si tiene algún interés. Casi todo son facturas y libros de cuentas. Aunque también hay una buena colección de periódicos y revistas que el gobernador debió de dejarse aquí.

—Seguro que a la gente del museo le gustará saberlo.

—Desde luego. Pero deberíamos seguir buscando. Tal vez aún encontremos un registro parroquial o cualquier otra cosa. Puede que hasta se hayan dejado olvidadas unas cuantas cartas de amor de lo más tórrido —dijo Verheugen guiñándole un ojo—. Le agradezco mucho que me haya dejado formar parte de esta búsqueda. Es lo más emocionante que me ha pasado en años.

—¿En serio? —preguntó Lilly un poco extrañada—. Pero si usted ha viajado por todo el mundo…

—Así es, pero nunca me había visto involucrado en una investigación. Es una delicia poder descubrir parte de la historia de mi país. Ha de saber que Sumatra sigue suscitando mucho interés en Holanda, incluso hay varios museos dedicados al respecto. Una vez estuve en uno, pero no tiene nada que ver con esto. ¡Aquí estoy tocando con mis propias manos un pedazo de historia! —dijo señalando la caja—. Me lo estoy pasando bomba… No sabe lo que me alegro de haberla abordado en el aeropuerto.

¿Hablaba en serio? Era evidente que estaba disfrutando de lo lindo revolviendo entre esas cajas, pero su euforia era un poco exagerada.

Deja de imaginarte cosas, pensó Lilly. Él es así.

—Yo también me alegro de haberlo conocido —repuso brindándole una sonrisa—. Sin usted no creo que hubiera llegado tan lejos.

—¡Pues yo creo que sí! —aseveró Verheugen, visiblemente complacido de que Lilly supiera apreciar sus esfuerzos—. Pero sigamos buscando antes de que anochezca. No creo que aquí haya luz eléctrica, y el guarda querrá irse a casa.

Lilly asintió sonriente y volvió a la faena. Ahora la impaciencia se le había agarrado al estómago. Ya le daba un poco igual lo que pudiera encontrar… Esa misma noche podría leer qué pecados había querido expiar Rose en su diario.