30

LONDRES, 2011

El sol primaveral calentaba la piel de Lilly mientras recorría el camino de gravilla que llevaba a la casa de Ellen. Aunque ese calor no tenía nada que ver con el que había sentido en Sumatra, no estaba nada mal para los estándares europeos.

Cuando llegó buscó en vano al jardinero. Pensó en él porque, al fijarse en los setos de flores que bordeaban el camino, vio que las campanillas y los azafranes ya sobresalían un poco. ¿Estaría enfermo o simplemente no la había oído?

Al ver el coche de Ellen aparcado delante de la puerta dedujo que su amiga había llegado a casa un poco antes que ella. Se había abstenido de decirle la hora exacta de su regreso para que no saliera del trabajo antes de tiempo, pero al parecer tenía un sexto sentido.

—¡Pero si es nuestra trotamundos!

Lilly se llevó un buen susto al ver aparecer a Ellen a su lado tan de repente. Llevaba puestos unos guantes de jardinería y sostenía unas ramas de abedul, que probablemente había arrancado para adornar un ramo de flores.

Las dos mujeres se abrazaron cariñosamente.

—¡Qué alegría verte! ¡No sabes lo que te he echado de menos esta semana!

—¡Y yo a ti! ¡Ni te imaginas la de cosas que he averiguado!

—Vamos dentro y me cuentas. ¡No puedo esperar ni un segundo más!

En el cuarto de estar, con té y galletas, Lilly le contó con todo detalle sus vivencias en Indonesia, y también lo que había descubierto sobre Rose y Helen. El diario y las fotocopias estaban sobre la mesa y desprendían una extraña energía, como si ardieran en deseos de llegar a manos de Gabriel y así retornar de alguna forma a Rose y a Helen, por más que en la Music School ya no fueran más que sombras del pasado.

—Así que eran madre e hija… —Ellen meneó la cabeza sin dar crédito—. No alcanzo a entender cómo una madre puede ser capaz de entregar a su hija.

—Eran otros tiempos —adujo Lilly, a pesar de que a ella tampoco se le pasaría por la cabeza hacer algo así—. La única manera de evitar el escándalo habría sido irse a Magek con su madre. Pero Rose tuvo miedo a perder su independencia. Y pagó un precio muy alto por ello.

Ellen se tomó un momento para reflexionar.

—¿Sabes lo que te digo? Que estoy encantada de vivir en estos tiempos. Al menos ahora las mujeres no tenemos que elegir entre nuestra familia y nuestra carrera.

—Tienes mucha razón —coincidió con ella Lilly, y no pudo evitar sumirse en sus pensamientos. ¿Qué habría hecho Rose en mi lugar? ¿Se habría vuelto a enamorar si Paul hubiera muerto? Pero Paul no murió sino que la plantó, y a pesar de lo que dejó escrito, hasta el final de su vida mantuvo la esperanza de volver a verlo. Yo, en cambio, he perdido a Peter para siempre. Rose no pudo abrir su corazón de nuevo, pero yo sí…

—Después de todo, puede que el terremoto le ahorrara un largo período de sufrimiento —dijo consternada Ellen con la copia de la esquela en la mano—. No es de extrañar que los historiadores se encontraran perdidos y acabaran dándola por desaparecida. Sin saber que se había casado y había cambiado su nombre…

—Esa fue la clave. Y di con ella gracias a la ayuda que me prestó ese holandés loco. Al principio pensé que le gustaba, pero qué va… Él ya había encontrado a su amor. —Lilly se tomó un momento para poner en orden sus pensamientos y preguntó—: ¿Hemos recibido alguna carta de Italia?

—Desgraciadamente no. El mismo día que te fuiste le escribí un correo a Enrico, pero me contestó que su amigo aún no había dado señales de vida. Una cosa así lleva su tiempo.

—Sí, probablemente. O puede que no haya nada que descifrar en esa partitura.

—Tal vez. Quizá no es tan necesario que siga buscando, ¿no te parece?

—La verdad es que el misterio de la relación entre Rose y Helen está resuelto. Ahora solo quedaría descubrir la razón por la que el violín llegó a mis manos. Y dudo de que la partitura vaya ayudarme a ese respecto.

—Seguramente no, a no ser que una de esas dos mujeres pudiera ver el futuro. —Ellen hizo una breve pausa y luego se rio entre dientes—. ¿Y bien?

—¿Y bien qué? —preguntó Lilly a pesar de saber perfectamente a qué se refería.

—A Gabriel le gustaría saber todo esto, ¿no crees?

—¡Y tanto! —repuso Lilly con una sonrisa.

—Pues entonces deberías poner fin a su tortura. ¿No ibais a salir a cenar?

—Sí, eso queríamos. —Entonces Lilly se dio cuenta de que, con la excitación de contarle a Ellen todo lo que le había pasado en Padang, se había olvidado de decirle que Gabriel había ido a verla al aeropuerto—. Lo que no sabes es que vino a verme.

—¿A Padang?

—No. Bueno, en cierto modo sí, ya que he estado pensando en él todo el tiempo. Pero no, fue aquí, en el aeropuerto. Se presentó poco antes de que saliera mi vuelo. Lo había llamado, pero lo último que me esperaba era que apareciera allí. Y sin embargo lo hizo… Me dio una carta en la que Rose le pedía a Paul Havenden que se hiciera cargo de su hija. La verdad es que esa carta me dio la pista que me permitiría después desenredar la madeja.

—Y te lo has tenido callado hasta ahora. ¡Debería darte vergüenza! —Ellen sonrió de oreja a oreja—. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Qué Havenden la dejó en la estacada?

—No me refiero a eso, sino a Gabriel. ¿Crees que habría hecho algo así si no estuviera loco por ti? Y pensar que estabas preocupada por su exmujer…

—Ya… —reconoció Lilly con la cabeza gacha. Pero enseguida alzó la vista y sonrió—. Ahora ya sé que le gusto.

—Pues ya estás tardando en llamarlo. ¡Vamos, mueve el trasero!

—No hace falta que me pinches.

Lilly se levantó y fue corriendo a la mesita del teléfono. Ellen no pudo evitar darle un último consejo:

—¡Llévalo al restaurante donde cenamos con las niñas! ¡Y ponte el vestido verde! ¡Cuando te vea le dará un síncope!

Nerviosa, Lilly miró por la ventana. Ya eran las siete y media. Habría sido mejor llamar un taxi. Pero al sugerírselo a Gabriel, este se había negado en redondo.

—¡Si piensas que voy a dejar que un desconocido lleve a mi dama es que estás mal de la cabeza!

Lilly no pudo evitar soltar una carcajada.

—No es la primera vez que me subo al coche de un desconocido, no creo que pase nada porque uno más me acerque al restaurante.

—No lo dudo, pero me privaría del placer de pasar unos minutos más contigo. Y no estoy dispuesto a consentirlo.

¿Qué demonios le estaría privando ahora de ese placer? ¿Dónde se había metido? Tras comprobar por enésima vez que no tenía ni un pelo fuera de su sitio y que el vestido le sentaba bien, oyó el ruido de un motor. Cuando se asomó a la ventana vio que unos faros iluminaban la penumbra. ¡Era él!

Rápidamente agarró su bolso y, con el corazón a cien, salió corriendo en dirección al salón. Allí se encontró a Dean y a Ellen sentados en el sofá, viendo la televisión. A Lilly se le escapó una sonrisa. ¿Llegará el día en que sea yo quien esté sentada con Gabriel y seamos felices haciendo algo tan cotidiano?

—¡Ya ha llegado Gabriel! ¡Me voy! —dijo tomando su abrigo.

—¡Pasadlo bien! —dijo Dean mientras Ellen se levantaba para acompañarla a la puerta.

Fuera, el coche se detuvo y, tal y como habían convenido, sonó el claxon. A juzgar por la expresión del rostro de Lilly, parecía que vinieran a buscarla para su fiesta de graduación; o que fuera Cenicienta y su príncipe hubiera llegado para llevársela con él.

—¡Ni se te ocurra hablar solo de trabajo! ¿Me has oído? —exclamó Ellen por detrás. Pero Lilly ya no escuchaba. En cuanto salió por la puerta, solo tuvo ojos para Gabriel, que se bajó del coche y la recibió con un beso.

—¡Aún no me creo que de verdad vayamos a cenar juntos! —bromeó sujetándole la puerta.

—¡Pues claro! ¿Qué te habías creído? —repuso ella, sonriendo, mientras se abrochaba el cinturón.

—Voy a pisar el acelerador. No vaya a ser que te lo pienses dos veces…

—Por eso no te preocupes —contestó Lilly entre risitas—. Además, no solo he sido yo la que ha saboteado esta cena.

—Está bien, admito mi parte de culpa. Pero ahora disfrutemos de la velada, que nos lo tenemos merecido, ¿no te parece?

Durante el trayecto, Lilly le contó todo lo que había averiguado de Rose. Solo cuando vio a Gabriel sonreír se dio cuenta de que no había parado de hablar ni para respirar.

—Se nota que le has echado ganas a la investigación —dijo él aprovechando aquella pausa.

Lilly notó que la sangre le subía a las mejillas. Estando Gabriel cerca, ¿quién quería que la investigación llegara a su fin? Ella no, desde luego.

—Por supuesto. —Y no es lo único que me apasiona, se dijo para sus adentros, mirándolo de reojo. Las luces de los coches que venían de frente iluminaban su perfil en la oscuridad. ¡Qué guapo era! De pronto, Lilly sintió un deseo ardiente, una palpitación por todo el cuerpo. Hacía mucho que no sentía algo así. Casi no le apetecía ni cenar, solo tenía hambre de él… De pronto comprendió que tenía que calmarse. Mejor vamos paso a paso, se dijo.

En esta ocasión, el restaurante estaba prácticamente lleno, y el camarero, como si intuyera lo que había entre ellos, los colocó en una mesita para dos con vistas al Támesis, sobre el cual reinaba una perfecta luna llena.

Después de intercambiar largas miradas y de que el camarero les tomara nota, Gabriel dijo:

—Estás preciosa con ese vestido. Qué bien que hayas vuelto…

—Gracias. ¿No habrás estado preocupado? —Lilly sonrió insegura y acarició el vestido por debajo de la mesa. Estaba claro que le había traído buena suerte. Y además a Gabriel le gustaba.

—Un poco sí. Quería que volvieras entera, ¿sabes? Pero es evidente que, además de haber resuelto el enigma de Rose, el viaje te ha sentado fenomenal, o al menos eso me parece a mí.

—Tienes razón, aunque he de admitir que me sentí algo insegura.

—¿Insegura?, ¿tú?

—Sí, todo era tan nuevo y tan extraño…

—Es lo que tiene ir a lugares exóticos.

—No me refiero al país o a la ciudad. Lo extraño era estar allí sola. Llevo años atrincherada, como si tuviera miedo del mundo. —Tras una breve pausa, prosiguió—: Quisiera contarte algo. Y quiero contártelo justo a ti porque has tenido mucho que ver con mi decisión de dar un paso adelante.

Entre temblores, Lilly respiró profundamente. Y de pronto sintió que algo se rompía dentro de ella, igual que le sucedía al fiel Enrique en el cuento de El príncipe sapo, cuando se liberaba al fin de los aros de hierro que oprimían su corazón.

Luego, con una extraña serenidad, las palabras salieron de su boca por sí solas:

—Poco antes de morir, Peter volvió en sí. Fue apenas un momento, pues el tumor ya hacía tiempo que le había arrebatado la facultad de hablar y se encontraba en tal estado de decadencia que ni siquiera estaba segura de que notara mi presencia. Sin embargo, en ese instante estaba completamente lúcido. Entonces alargó su mano hacia mí, me acarició la cara y, con una claridad que hacía tiempo que había perdido, me dijo: «Te quiero». Yo me eché a llorar y le di un beso. Por un segundo pensé que había sucedido un milagro. Con la promesa de volver a vernos al día siguiente, me despedí de él sintiéndome en cierto modo… aliviada. Me sentía más ligera que cualquier otro día de las semanas anteriores. A la mañana siguiente me llamaron del hospital para decirme que Peter se había quedado dormido plácidamente…

Tuvo que hacer una pausa, pues de pronto se agolparon en su mente todas las imágenes que, reprimidas desde hacía tanto tiempo, habían quedado escondidas en su interior.

—Su muerte me dejó hundida —agregó—. Pero al menos supe que me quería. Igual que supe, cuando te vi por primera vez, pero sobre todo más tarde, cuando empecé a conocerte mejor, que tú serías capaz de liberarme del dolor que me oprimía.

Se hizo un silencio que duró minutos. Lilly se secó las lágrimas de las mejillas y miró a Gabriel, a quien también le brillaban los ojos. La miraba fijamente, y por su gesto se podía adivinar que sus palabras lo habían conmovido.

—Yo también quiero que sepas algo —dijo él tras ese silencio cargado de significado—. No solo Peter te quiso. Yo también te amo. Y aunque hoy sea nuestra primera cita tengo la sospecha de que entre nosotros…

No pudo seguir hablando, pues Lilly se levantó y se abalanzó sobre él. Era consciente de que acababan de convertirse en el blanco de todas las miradas pero le tomó la cara entre las manos y lo besó.

—Yo también te amo, Gabriel. Y sí, yo también creo que puede llegar a haber algo entre nosotros.

Horas más tarde, Lilly estaba mirando al techo en el dormitorio de Gabriel y sonriendo por lo que el destino le había deparado. Aún no podía creer que le hubiera pasado a ella. Y, sin embargo, ahí estaba Gabriel, a su lado, llenando el silencio del cuarto con su plácida respiración. A Lilly todavía le ardía el cuerpo después de los besos y las caricias, después de aquellos movimientos que ambos habían consumado con una complicidad y una lujuria que ella creía olvidadas para siempre. ¡Cuánto había echado de menos el sexo! ¡Y qué placer tener tan cerca a Gabriel, tan pegado a su cuerpo que ni siquiera una pluma podría deslizarse entre los dos! Es él, se dijo. Es mi hombre, ahora lo sé.

Quizá Peter le había echado una mano desde el cielo. Hasta entonces nunca había creído en el más allá ni en los ángeles, pero ahora se sentía tentada de hacerlo. Fuera como fuese, no iba a dejar que Gabriel se le escapara. A pesar de que su tiempo en Londres se estaba acabando y de que tenía que volver a casa. Seguro que habría alguna manera de estar juntos. Berlín no era el único lugar del mundo donde vender antigüedades.

A la mañana siguiente, se sentía como en una nube. Y fue así, como desde una nube, que contestó a la llamada telefónica de Sunny. Esta le dijo que las imágenes la estaban esperando en la tienda, bien guardaditas.

—Mañana regreso a casa —le dijo a Ellen esa misma tarde—. Ya tengo las imágenes. Y presiento que estoy muy cerca de descubrir el misterio del violín de una vez por todas.

Su amiga la estrechó entre sus brazos.

—Espero que tu madre o quien sea reconozca al hombre del vídeo. Ahora todo depende de él.

—Lo encontraré, puedes estar segura. ¡Y cuando lo haga te llamaré enseguida para contártelo!

—No te olvides de decírselo a Gabriel. Aunque es posible que esté haciendo guardia en el aeropuerto para convencerte de que te quedes.

—Pienso volver —dijo Lilly entre risas—. Y él también irá a verme a Berlín. O al menos eso espero.

Como no podía ser de otra manera, Ellen quiso saber hasta el último detalle de la velada con Gabriel. Lilly no se lo contó todo, pero tampoco hacían falta muchas palabras para darse cuenta de que en ese momento era una de las mujeres más felices de todo Londres. Y menos para unos ojos entrenados como los de Ellen.

—¡Ya era hora! Siempre supe que un día volverías a dejar entrar a alguien en tu corazón. Y este es el hombre indicado, Lilly, puedes creerme.

Y Lilly la creyó con toda su alma.

Cuando a la mañana siguiente el avión aterrizó en Berlín-Tegel, Lilly no sintió mariposas en el estómago como al llegar a Padang, sino el placentero bienestar de encontrarse de nuevo en casa.

Durante su ausencia, las montañas de nieve de las aceras se habían convertido en barro, pero su pequeña tienda estaba tal y como la había dejado. Por supuesto, los trastos invendibles seguían allí, en el mismo sitio, pero también era evidente que Sunny había logrado deshacerse de algunas piezas. Al entrar, mientras la campanilla de la puerta seguía tintineando, se encontró a la estudiante tras el mostrador, rodeada por un montón de libros y fotocopias.

—¡Lilly! —dijo sorprendida—. ¡Pero si ya estás aquí!

—Pues sí, aquí estoy —repuso ella—. Después de hablar contigo por teléfono tuve claro que no había tiempo que perder. Me gustaría enseñarle el vídeo a mi madre hoy mismo.

A Lilly no se le escapó el asombro de Sunny.

—Tienes muy buen aspecto. ¿Has estado tomando el sol en el parque?

—No. He estado en Indonesia —dijo como quien habla del tiempo—. ¿Dónde está el DVD? —Durante el vuelo, Lilly se había propuesto no perder más tiempo del necesario en Berlín. Probablemente su madre pondría el grito en el cielo al verla entrar de improviso por la puerta, pero algo la impulsaba a enseñarle cuanto antes las imágenes.

—¡Indonesia! ¿De verdad? Pero ¿no estabas en Londres? —preguntó Sunny mientras hurgaba en el cajón y sacaba el DVD, que había guardado en un sobre.

—Sí, pero también he estado en Cremona y en Padang.

—¡Qué pasada! —exclamó Sunny entregándole el sobre—. ¡Ya mismo me lo estás contando!

—Más tarde, cuando nos sentemos a cenar tranquilos. ¡Ahora he de ir a ver a mi madre!

Lilly guardó el DVD en el bolso y, antes de que Sunny pudiera decir nada, salió por la puerta camino de la estación.

Tras dos horas y pico de viaje, llegó a Hamburg-Eppendorf. La calle donde vivían sus padres estaba formada por una hilera de casas prácticamente iguales, salvo por el color de los tejados.

El taxista, que a diferencia de lo que solían hacer sus colegas de Londres no había abierto la boca en todo el trayecto, le ayudó a sacar la maleta, cobró la carrera y se largó.

Por un momento, Lilly se vio transportada a su infancia, que había transcurrido en esa casa. Luego abrió la cancela del jardín y entró. Entonces se dio cuenta de lo tranquilo que estaba todo aquello. Normalmente se encontraba a su padre haciendo chapuzas en el pequeño jardín, sobre todo cuando hacía buen tiempo, como era el caso. Pero allí no había nadie. La casa incluso tenía aspecto de estar abandonada.

—¿Mamá? —preguntó preocupada al llegar al pasillo. Había llamado a la puerta, pero como nadie había acudido a abrir, había decidido usar sus llaves. Un mal augurio se le agarró al estómago. Sus padres no estaban todo el día escuchando música o viendo la televisión, así que lo normal era que alguno de los dos hubiera oído la puerta. Además, su madre siempre había tenido la extraña capacidad de presentir cuándo estaba a punto de recibir una visita de su hija.

Cuando Lilly entró en el salón, se llevó un susto de campeonato. Su madre estaba tumbada en el sofá, con la cara roja como un tomate y los ojos cerrados. Se agarraba la tripa y parecía estar sufriendo unos dolores terribles.

—¡Mamá!

Echó a correr hacia ella. Cuando le puso su fría mano en la frente notó que tenía mucha fiebre. Finalmente, Jennifer Nicklaus abrió un poco los ojos.

—Lilly… —Su voz sonaba áspera, y tenía los labios agrietados.

—¿Qué te pasa, mamá? ¿Dónde está papá?

—Ha salido —jadeó con una mueca de dolor.

—¿Qué te pasa? —preguntó de nuevo Lilly, intentando no caer presa del pánico. Qué más daba lo que fuera… Necesitaban una ambulancia. Pero sería mejor si supiera qué síntomas tenía su madre.

—La tripa —dijo Jennifer con un hilo de voz—. ¡Me duele horrores!

Lilly no precisaba más información: rápidamente sacó el móvil y marcó el número de emergencias. Una vez hubo colgado, fue a la cocina a por un termómetro, un cuenco de agua fría y un paño limpio, que su madre guardaba en el mismo cajón de siempre. Tras humedecerlo, volvió junto a su madre.

—¿Se puede saber qué haces aquí sola, mamá? —le preguntó, y mientras le enfriaba la frente miró nerviosa su reloj. Entonces se dio cuenta de que aún tenía la hora de Inglaterra. Ya ajustaría el reloj más tarde, cuando su madre estuviera en el hospital—. ¿Desde cuándo estás así?

—Unos dos días. Al principio pensé que era una indigestión, pero luego los dolores fueron a más.

—¿Y por qué no has llamado al médico? ¿Dónde está papá?

—Ha ido a una regata con unos amigos del club de vela.

—¿Y cuando se fue ya te dolía?

Lilly estaba casi segura de que no había dicho nada por no estropearle el viaje.

—No. Me empezó hace dos días.

—¿Y cuánto tiempo va a estar fuera? —Lilly sabía que su padre se iba a poner de los nervios en cuanto se enterara de que su mujer se había puesto mala y no le había avisado.

—Una semana.

—¡Una semana! —exclamó Lilly, alarmada—. ¿Y por qué no has llamado a nadie?

¿Le habría dejado un mensaje en el contestador de casa?

Antes de que Jennifer Nicklaus pudiera contestar, llegó la ambulancia.

En la sala de espera del hospital apenas había gente a esas horas. La mayoría eran pacientes que habían llegado en ambulancia y sus acompañantes. Como aún era horario de consulta, la cosa estaba tranquila. El jaleo empezaba al caer la noche.

Nerviosa, Lilly se fue a la esquina donde estaba la máquina de café. Al menos allí no podía verla la enfermera, que ya le había rogado un par de veces que tuviera paciencia.

El grato recuerdo de Sumatra se había esfumado de su mente. Ahora se alegraba de haber hecho caso a su intuición y haber ido directamente a Hamburgo. Aunque no creía en la percepción extrasensorial, estaba segura de que su instinto le había impulsado a ir allí lo antes posible, aunque hubiera sido con la excusa de enseñarle cuanto antes el vídeo a su madre.

—¿Señora Kaiser?

Lilly se volvió y se llevó un buen susto al ver el rostro de la enfermera pegado al suyo.

—Sí. Dígame —dijo un poco aturdida.

—El doctor Rottenburg quiere hablar con usted.

Al oír esas palabras, Lilly se espabiló de inmediato. Rápidamente tomó el bolso, pero como estaba abierto se le cayó el monedero al suelo. Lo recogió con las manos temblorosas y después ni siquiera se molestó en volver a guardarlo, así que siguió a la enfermera con el monedero en la mano.

El olor a hospital y la visión de los enfermos que estaban en las habitaciones de urgencias con las puertas abiertas hicieron que se le revolviera un poco el estómago.

La enfermera se detuvo delante de una puerta blanca como la leche y le indicó que entrara.

—¡Qué bien, veo que está dispuesta a pagar en efectivo! —bromeó el doctor Rottenburg al verla entrar con el monedero en la mano.

Lilly, que no entendió la broma, lo miró confundida. Guio entonces sus ojos hacia donde apuntaba la mirada del doctor y, al ver el monedero, se puso colorada.

—Discúlpeme, es que…

—No se preocupe, en realidad no contaba con que fuera a pagarme, por suerte su madre tiene seguro.

El médico le hizo un gesto para que se sentara y echó mano del historial clínico.

—Espero que no le haya molestado mi burda broma. Cuando uno lleva veinte horas de guardia es muy difícil ser gracioso. Lo primero que quiero decirle es que su madre ha salido bien parada de esta.

Lilly dio gracias a Dios de que Sunny fuera una chica tan cumplidora y le hubiera dado la película nada más entrar por la puerta. De no ser así, a saber lo que habría pasado…

—Vamos a tener a su madre en observación unas horas y, si todo va bien, la subiremos a planta.

—¿Cuándo podré verla?

—En cuanto se despierte. Aún tendrá que esperar un ratito, pero así la verá con más ganas.