13

CREMONA, 2011

Un cielo invernal de color gris se extendía sobre la ciudad cuando el tren llegó a la estación de Heathrow. Lilly y Ellen se levantaron de sus asientos y alcanzaron las maletas del portaequipajes. Lilly se colocó con cautela el estuche del violín bajo el brazo. Aún no estaba segura de que hubiera sido buena idea traer el instrumento consigo. Un par de días atrás quizá no le habría dado tanta importancia, pero ahora sabía que el violín tenía un gran valor; quizá no económico, pero sí sentimental, en especial para Gabriel. De extraviarlo, era muy probable que le perdieran la pista durante décadas, y con él a todo el misterio que rodeaba a Rose Gallway; pero Ellen había insistido en que era mejor enseñarle el original a su conocido y no unas simples fotos. Ya en el interior del aeropuerto, Ellen logró contactar con Enrico di Trevi, que le dijo que las esperaría en su casa, cerca del Palazzo Trecchi, y les ofreció de nuevo su ayuda en la investigación sobre Rose Gallway.

Durante el vuelo a Milán, trazaron un plan para sacarle el mayor partido posible al fin de semana en lo que a la investigación se refería. «Quizá encontremos viejos artículos de prensa sobre la violinista», especuló Ellen, entusiasmada. «Enrico puede traducírnoslos. Después de todo lo que le he contado sobre el violín, hará lo que le pidamos con tal de poder verlo con sus propios ojos». En Milán tomaron el tren, que iba bastante lleno. Fragmentos de conversaciones en italiano empezaron a zumbar alrededor de Lilly, lo que la llevó a recordar un viaje con Peter. Por aquel entonces aún estaban estudiando, y se lanzaron a hacer un tour mochilero por la Toscana sin saber una palabra de italiano. Ahora seguía sin hablar el idioma, y evocar a Peter le provocó una agridulce sacudida en el pecho, pero enseguida intentó pensar en otras cosas. Tal ver por la noche tendría ocasión de sumirse en sus recuerdos, pero ahora había que dar con la casa del amigo de Ellen.

La estación de Cremona era un lugar muy especial. Lilly se dio cuenta nada más poner un pie en su amplio vestíbulo. La construcción tenía más de cien años, y estaba completamente inundada de luz gracias a sus altos ventanales en forma de arco. Le resultó fácil imaginar a los pasajeros de antaño cruzando a todo correr los relucientes suelos de piedra: mujeres embutidas en sus vestidos de polisón con recargados y coquetos sombreros y señores con trajes de levita ceñidos al cuerpo; niñas con vestiditos de algodón almidonado jugando con niños en pantalón corto, y, en medio de ese revuelo, mozalbetes con gorra anunciando a gritos la última edición de alguna gacetilla. La imagen se desvaneció en cuanto salieron de la estación y se encontraron con una plazoleta un tanto sombría, que seguramente tendría mucho mejor aspecto en primavera o verano. Los conductores de los coches hacían sonar el claxon como locos y los ciclomotores pasaban por delante haciendo rugir sus estridentes motores. Muy cerca había una parada de taxis. Lilly se volvió para echarle un último vistazo a la estación: sus paredes amarillas parecían ser la única nota de color en medio del crudo y gris invierno. El edificio, con sus arcos de medio punto, le recordó a un palacete.

—¡Vamos, Lilly, ahí atrás hay un taxi libre! —exclamó la voz de Ellen a su espalda. Al volverse vio que su amiga caminaba hacia el coche a grandes zancadas.

La casa donde vivía Enrico di Trevi debía de haber sido en tiempos la residencia de un noble o, como mínimo, de un hombre acaudalado, pues competía en tamaño y esplendor al palazzo que tenía al lado. En la fachada que daba a la calle había numerosos balcones, molduras y esculturas. Dos atlantes sujetaban el tejado, que sobresalía ligeramente. A simple vista hasta los ventanales parecían ser los originales, pero al fijarse un poco más llamaba la atención lo nuevo que estaba el emplomado de las cristaleras.

Calculó que el edificio podía ser del siglo XVII. Había una grieta en el muro del lado izquierdo, tal vez por la acción de un terremoto, pero por lo demás la casa se conservaba en buen estado. Ante ella, uno tenía la sensación de estar respirando historia. Lilly había supuesto que el amigo de Ellen sería un señor mayor como Ben Cavendish, así que al ver que un cuarentón de lo más atractivo salía a recibirlas no pudo evitar sorprenderse. Llevaba vaqueros y una camisa negra, lo que sumado a su suave bronceado le daba un aspecto impresionante. El pelo, un poco largo, era de un color parecido al del azabache, y los ojos le brillaban como dos monedas de plata.

—¡Buon giorno, Ellen! —exclamó estrechando entre sus brazos a su amiga, y lo hizo con tal entusiasmo que Lilly casi creyó estar asistiendo al reencuentro de dos amantes tras una larga ausencia—. ¡Eres rápida como el viento!

A Lilly le llamó la atención lo bien que hablaba alemán.

—El mérito es del ferrocarril italiano —repuso Ellen, y se volvió inmediatamente hacia Lilly—. Esta es la amiga de la que te hablé, Lilly Kaiser. Lilly, este es mi amigo Enrico.

—Un placer conocerlo.

Di Trevi le devolvió el saludo besándole la mano. Ese gesto era lo último que Lilly se esperaba.

—El placer es todo mío. ¿Por qué no me dijiste que tenías una amiga tan guapa?

—Probablemente porque no he tenido ocasión de hablarte de ella con calma —dijo Ellen guiñándole el ojo a Lilly—. Aunque quizá antes debería advertirla de que eres un embaucador.

—¿Insinúas que miento?

—¡Yo no he dicho eso!

Antes de que Lilly pudiera reaccionar, Di Trevi ya le había pasado el brazo por el hombro.

—¿Y usted qué opina? ¿Acaso un hombre no puede decirle a una mujer lo hermosa que es?

—Eh…

—Sigues siendo el mismo de siempre, Enrico —dijo Ellen apartándolo de Lilly, que a esas alturas tenía el corazón en la garganta y estaba enojada consigo misma por haberse puesto roja como un tomate. ¡A veces se comportaba como una niña tonta!

—Has de saber que este hombre es un comediante nato.

Enrico se echó a un lado para dejarlas pasar y aprovechó para hacerle un guiño socarrón a Lilly.

A diferencia de la fachada, el piso era de lo más moderno, aunque había algún que otro mueble antiguo con pinta de llevar siglos en el mismo sitio viendo pasar a los distintos propietarios. A Lilly le impresionó y le pareció muy inquietante una enorme pintura moderna que mostraba a un toro corriendo directamente hacia el estoque del torero, representado por una silueta estilizada rodeada de manchas rojo chillón. El cuadro estaba colgado justo encima del sofá blanco nuclear que ahora Enrico les ofrecía para que se sentasen.

—¿Tomarán café las señoras? —preguntó dirigiéndose hacia el mostrador que separaba el enorme salón de la cocina. A Lilly aquel espacio le recordó a uno de esos amplios y modernos lofts neoyorquinos.

—Sí, muchas gracias —contestó Ellen por las dos.

Poco después tenían delante de ellas en una mesa baja tres espressos, que Enrico había hecho en un santiamén con su súper moderna cafetera.

—Veo que ha traído el violín —le dijo Di Trevi a Lilly sentándose a su lado en el sofá de cuero—. ¿Puedo echarle un vistazo?

Rendida ante la sonrisa de ganador que le dedicó, Lilly no pudo hacer otra cosa que entregarle el estuche. Di Trevi levantó los cierres y la tapa. Sus ojos se abrieron hasta casi salírsele de las órbitas.

—No cabe duda de que este violín está hecho en Cremona.

—Las pruebas realizadas al barniz concluyen que fue fabricado entre mediados y finales del siglo XVIII. ¡Pero dale la vuelta al bebé! —le instó Ellen.

En cuanto lo hizo, Di Trevi tuvo que tomar aire, como si acabara de ver un fantasma.

—¡El violín de la rosa! —exclamó al instante.

—Me pregunto por qué todo el mundo parece conocer este violín salvo yo —dijo Ellen tras soltar un profundo suspiro.

—¿De verdad no lo conoces? —preguntó Enrico, haciéndose el indignado—. ¡Pero si es el violín de Rose Gallway!

Al oír ese nombre, a Lilly le subió un calor abrasador por las venas.

—¿Qué sabe de Rose? —se atrevió a decir al fin.

—No gran cosa, salvo que fue una de las mejores violinistas de su tiempo. En Italia la veneraban. —Lanzó una mirada al violín y una sonrisa de ternura asomó en su rostro—. Al igual que a su segunda dueña.

—Helen Carter.

—Sí, Helen. Helen y Rose. Y ahora es suyo, Lilly. Tal vez debamos esperar de usted el mismo talento musical que sus predecesoras.

—¡Me temo que no! —Lilly levantó las manos—. Qué va, yo no sé tocar. Puede que el violín haya llegado a mí, pero por desgracia carezco de talento para la música.

Las penetrantes miradas de Di Trevi empezaban a ponerla nerviosa. Deseó que Gabriel las hubiera acompañado; si él estuviera allí, no se sentiría tan intimidada por el italiano.

—¿De veras? Pues tiene una voz tan bonita que pensé que era cantante.

—Lo mío son las antigüedades —contestó, intentando conducir la conversación a un terreno donde se sintiera segura—. Podría intentar adivinar el valor de ese armarito de ahí.

—¿Ah, sí? —dijo Di Trevi con una amplia sonrisa.

—Ibas a contarnos algo de Rose y Helen —intervino Ellen para alivio de Lilly, cada vez más descolocada—. ¿Sabes dónde acabó sus días nuestra guapa señorita Gallway?

—Bueno, eso no lo sabe nadie con exactitud… —Di Trevi se mostró algo turbado—. Hay rumores de que pudo haberse mudado a Italia, pero no está demostrado.

—¿Y qué se sabe en Italia de ella?

—Que fue una niña prodigio y luego una hermosa joven que ponía en pie todos los auditorios donde tocaba. —Enrico esbozó una sonrisa enigmática y luego miró el reloj—. Tengo una idea. ¿Por qué no vamos al museo del violín? Entre sus fondos hay viejos recortes de prensa. Seguro que nos dejan echar un vistazo a sus archivos a pesar de ser fin de semana.

—¿Cree que allí podría haber información sobre Rose?

Las mejillas de Lilly volvieron a arder, aunque esta vez era la pasión y no la vergüenza lo que las encendieron.

—Es posible que aún conserven algunos artículos de prensa que hablen de ella. Los periódicos solían hacerse eco de los conciertos. Si el artista no estaba especialmente afortunado, lo despellejaban. En cualquier caso vamos a tener que remangarnos y buscar a fondo entre todos esos legajos.

—No creo que sea preciso buscar tanto —dijo rauda Ellen sacando del bolso el CD, que había decidido llevar también consigo—. Esto es una grabación de Rose en Cremona.

—Del 12 de junio de 1895 —dijo Enrico leyendo la etiqueta de la caja—. ¡Qué maravilla! ¿De dónde la habéis sacado?

—De la Faraday School of Music. Están investigando la vida de Rose Gallway.

—Hay que oírla esta misma noche. Pero ahora deberíamos ponernos en camino.

—¡Buena idea! —dijo Ellen señalando hacia el pasillo donde estaban las maletas—. Aunque tendríamos que pasar por nuestro hotel para dejar el equipaje.

—¿Hotel? —repuso Enrico, indignado—. Está de más decir que vais a dormir en mi casa.

—Pero es que nosotras…

—No me vengas con que no queréis molestar —la interrumpió haciendo un gesto expansivo con el brazo—. Haz el favor de mirar lo vacío y desolado que está este palazzo. ¿De veras crees que voy a desaprovechar la oportunidad de que esta noche lo habite gente de carne y hueso y no solo fantasmas?

Ellen, indecisa, miró a Lilly.

—¿Tú qué opinas? —preguntó al fin.

—Eso, ¿qué opina usted, Lilly? —la inquirió Enrico con una sonrisa seductora—. ¿Va a dejarme aquí solo con los fantasmas del palazzo?

—¿De verdad los hay? —dijo devolviéndole la sonrisa.

—¡Y tanto! Si deciden quedarse yo mismo se los presentaré. ¿Qué me dice?

Lilly no pudo hacer otra cosa que volver a sonreír. Aunque en realidad habría preferido que las dejara irse al hotel. ¿Acaso se sentía mal por Gabriel? Curiosamente fue él y no Peter quien le vino a la mente.

—Está bien. Queda claro que no nos vas a dejar en paz hasta que aceptemos: ¡nos quedamos! —dijo Ellen antes de que Lilly pudiera contestar—. Déjame llamar al hotel para anular la reserva y nos vamos.

—Pero no uses el móvil, mejor llama por el teléfono de mi despacho, sale mucho más barato.

—¡Como tú digas, papaíto! —bromeó Ellen, que al parecer sabía perfectamente dónde se encontraba el despacho de Di Trevi, pues desapareció por el pasillo y enseguida se la oyó subir unas escaleras.

—¿De qué época es su palazzo? —preguntó Lilly recorriendo la estancia con la mirada. A pesar de la decoración moderna, el lugar tenía el aire de un museo.

—Calculo que tendrá unos cuatrocientos años —dijo Enrico haciendo un gesto teatral—. ¿No le parece una joya?

—Ya lo creo.

—¿Le gustan los edificios antiguos?

—Mucho, aunque solo sea por deformación profesional. No sabría decirle cuánto vale su casa, pero le aseguro que por algunas de las piezas que alberga le pagarían una fortuna.

Él sonrió.

—Menos mal que no voy tras el dinero como el demonio tras las almas. Lo dicen así ustedes, ¿no?

—Más o menos.

Al poco, Ellen asomó por la puerta.

—He de hacerte una advertencia —dijo acercándose de nuevo al sofá—. Será mejor que por un tiempo no te dejes ver por el hotel Visconti, pues te he hecho responsable de la cancelación de nuestra reserva.

—No te creo —repuso Enrico, seguro de sí mismo—. Y si lo has hecho no pasa nada, tengo buenos amigos en el Visconti —concluyó con un parpadeo—. Cuando quieras nos vamos.

El museo del violín se encontraba en el Palazzo Comunale, un edifico de dos plantas del siglo XIII con columnas terminadas en arco y amplios ventanales ubicado en la Piazza del Comune. Justo enfrente estaba la catedral y, a su lado, el Torazzo, la famosa torre desde donde se ve toda la ciudad.

Bajo la luz de la tarde, la plaza parecía encantada. Lilly pudo imaginar vívidamente cómo era en la Edad Media: los fieles acudiendo al templo o charlando y haciendo negocios a las puertas del ayuntamiento. Por dentro, el museo tenía un aire más barroco, con sus mármoles grises y blancos, sus lámparas de araña y sus sillas estilo imperio de color crema. Sin salir de su asombro, Lilly y Ellen contemplaron las piezas expuestas mientras Enrico intentaba obtener acceso a los documentos que les había mencionado. Lilly aguzó el oído para escuchar la conversación que Enrico mantenía con el vigilante del museo, y, a pesar de no saber italiano, creyó entender que a aquel hombre no le hacía ninguna gracia abrirles el archivo.

Tras un rato de tira y afloja, Enrico se volvió hacia ellas.

—Hemos tenido suerte. Nos dejan echar un vistazo a los periódicos. Pero hay que darse prisa porque van a cerrar en breve.

Enrico les presentó al vigilante y, acto seguido, abandonaron la sala de exposición para entrar en el archivo, donde ya no había violines sino documentos, periódicos y revistas encuadernados en gruesos tomos de piel. En un rincón había una fotocopiadora que emitía un suave zumbido.

—Le he pedido que nos busque los periódicos de la semana del 12 de junio de 1895 —les explicó Enrico mientras encendía el flexo, que iluminó los dos voluminosos tomos que copaban la mesa—. Es de esperar que hicieran algún tipo de promoción del concierto, sobre todo porque lo grabaron, lo cual era rarísimo en esa época.

Cuando Lilly abrió el primer tomo se encontró con una portada amarillenta plagada de imágenes. Curiosamente había más dibujos que fotografías. Cuando intentó descifrar los titulares se quedó tan chafada como Ellen.

—Me temo que vamos a tener que pasarte el testigo. Para nosotras es como si estas líneas estuvieran escritas en chino.

—Para eso estoy yo aquí, ¿no?

Di Trevi fue pasando las enormes hojas hasta detenerse en una.

—Parece que hemos encontrado algo —dijo girando el tomo hacia ellas—. Observad esta foto.

Lilly clavó la mirada en una niña de aspecto desgarbado de unos trece o catorce años. En la mano llevaba el violín. Vuelto, para que pudiera verse la rosa grabada en el fondo. Más tarde, en el conservatorio, Rose posaría de manera similar, pero para entonces ya se habría convertido en una hermosa joven. Aunque ya era guapa de adolescente, tuvo que admitir Lilly. Y además aquí su procedencia asiática se hacía mucho más patente que en la otra foto. Junto a la joven Rose había una mujer mayor embutida en un austero vestido negro. Su pelo, ligeramente canoso, se ondulaba en las sienes siguiendo la moda de aquel tiempo, y en el cuello del vestido destacaba un broche de ónice. La mano derecha de esa mujer, que Lilly supuso que era la señora Faraday, descansaba sobre el hombro de la muchacha, y en la otra sujetaba un pequeño cuaderno de notas. Mientras que Rose transmitía inseguridad al tiempo que una franca simpatía, el frío rostro de la señora Faraday inspiraba temor al espectador, por más que hubieran pasado más de cien años.

—A juzgar por el texto debieron de asistir al concierto todas las celebridades locales —explicó Di Trevi—. Más de uno atraído por los modernos métodos de grabación que iban a emplearse, tiendo a pensar. No obstante, no cabe duda de que la aparición de Rose Gallway fue todo un acontecimiento.

Sin saber muy bien por qué, Lilly se sintió hechizada por la foto. Era como ver a Rose por una ventana. ¿Habría sufrido mucho bajo el yugo de su estricta profesora, o la dureza de la señora Faraday solo era fachada? ¿Tendría el cuadernillo lleno de anotaciones con los fallos de Rose o era otro el empleo que le daba?

—¿Podría llevarme una copia? —preguntó sin poder dejar de mirar la foto.

—Creo que sí. Le traduciré el artículo, seguro que así le será más útil.

—¿Va a tener tiempo para hacerlo?

—¡Por supuesto! —exclamó Enrico con una de sus desvergonzadas sonrisas—. Nada hay más importante que servirla a usted.

Estuvieron aún un rato hojeando los periódicos, y Enrico encontró más material. Había una foto del concierto e incluso un dibujo que tomaba como fuente dicha foto. Mostraba a Rose totalmente concentrada en mover el arco, como si hubiera olvidado todo lo que tenía alrededor.

—Las críticas fueron muy favorables; todos parecían estar entusiasmados con la tímida niña prodigio —las informó Enrico—. Pero me temo que aquí no vamos a encontrar mucho sobre su vida posterior.

—¿Se sabe si Rose volvió a tocar en Italia?

—Es posible. No soy un experto en Rose Gallway, pero quizá consiga averiguar algo. Aunque no puedo precisar cuánto tiempo me llevará. Como solo va a estar aquí hasta mañana y tiene buena relación con la Faraday School of Music, lo mejor sería que los llamara para que me dieran alguna pista por la que empezar.

En el rostro de Lilly se dibujó una sonrisa, que inmediatamente se reprodujo en el de Ellen.

—Lo haré —le prometió.

—Puede utilizar mi teléfono, así la llamada del móvil no le saldrá por un pico.

—¿No estaré abusando un poco? —preguntó Lilly algo molesta, pues intuía que Enrico esperaba alguna contraprestación por sus servicios.

Pero el italiano dio la cuestión por zanjada con un ademán.

—¡No diga disparates! ¡Si queremos seguirle la pista a una mujer enigmática no podemos andar pendientes del euro!

Antes de que pudieran reanudar sus pesquisas, apareció el vigilante para recordarles que el museo estaba a punto de cerrar. La señora que cuidaba los archivos estaba como loca por irse a su casa, así que Di Trevi acordó con ella que volverían al día siguiente, que por cierto era domingo, para seguir consultando periódicos. Después abandonaron el Palazzo Comunale.

Nada más salir, el ensordecedor repiqueteo de las campanas asustó a las palomas que tenían tomada la plaza. Una vez acabó el estruendo, Enrico hizo una propuesta:

—¿Les apetece comer algo? Luego, si quieren, podemos seguir dándole vueltas a la historia de Rose y Helen.

Las dos mujeres aceptaron encantadas.

Tras una estupenda cena en la trattoria favorita de Enrico y un paseo nocturno por el casco antiguo, Lilly se sintió agradablemente cansada. Como el palazzo disponía de varias habitaciones para invitados, Lilly disfrutó de una para ella sola. La estancia contaba con un armario del siglo XVII, un lujoso arcón para el ajuar y una cama con dosel y cortinas de terciopelo que desprendían un suave olor a lavanda.

¿Quién habría dormido en el pasado en esa cama de ensueño?

Antes de meterse bajo las pesadas mantas se asomó una vez más a la ventana, desde donde podía verse el casco antiguo, ahora iluminado por la tenue luz de las farolas. Se sentó en el amplio alféizar y observó a los pocos viandantes que a esas horas pasaban por delante de la casa. Entonces le vino a la mente Peter. Seguro que le habría encantado estar allí. Pero enseguida esa imagen dio paso a la del rostro de Gabriel Thornton. ¡Madre mía!, pensó Lilly. ¡Casi me olvido de él! Rápidamente miró la hora en el despertador que había en la mesilla de noche. Las diez y media. ¿Estaría Gabriel aún despierto? ¿No sería mejor llamarlo por la mañana? Tras librar una breve lucha consigo misma, echó mano de su móvil. Entonces recordó que Di Trevi le había ofrecido su teléfono fijo.

Pero ¿de veras quería hacer eso?, ¿quería bajar al salón y sentarse a hablar con Gabriel? Decidió que no. Aunque con toda probabilidad no iban a hablar de nada personal, no quería que nadie la oyera accidentalmente. Así que respiró hondo y marcó su número. Tras un leve chasquido sonó su voz.

—Thornton.

—Gabriel… Espero no molestar.

—¡Lilly!

¿Lo había asustado? Sintió un escalofrío. Quizá habría sido mejor esperar al día siguiente.

—Sé que no son horas… —empezó a decir—. Puedo llamarle mañana.

—No, dígame qué sucede, Lilly. Ahora ya me tiene en ascuas. ¿Ha pasado algo?

Al oír su tono de preocupación se sintió aún más culpable.

—No, todo va bien. Es solo que… hemos encontrado más fotos de Rose. En un periódico antiguo. En una se ve también a la señora Faraday, creo.

—¡Eso es estupendo! ¿De cuándo es la foto? —preguntó claramente cautivado por la noticia.

—Del día en que se hizo la grabación.

—¡Fantástico! No sabía que existiera. Durante la guerra se perdió buena parte de nuestra documentación. Es todo un descubrimiento.

—¿De verdad?

A Lilly estaba a punto de salírsele el corazón del pecho. ¿Por qué estaba tan entusiasmado? Pero si solo le había dicho que había encontrado una foto…

—Ya lo creo. Mándeme una copia, por favor.

—Delo por hecho. El signore Di Trevi se ha brindado a traducirnos el artículo.

—¿Di Trevi?

—Un amigo de Ellen. Nos ha acogido en su palazzo, y también ha conseguido que mañana podamos seguir consultando periódicos. Nos quedan por revisar unas cuantas críticas de conciertos, así que puede que encontremos algo más sobre Rose… —Lilly echó el freno. No puedes seguir escupiendo palabras como una metralleta, se dijo. Va a creer que sufres una sobredosis de cafeína.

—Estupendas noticias —repuso Gabriel—. Pero me da la impresión de que ese no es el único motivo de su llamada.

—No, también quería… —Se detuvo al notar que había vuelto a embalarse—. Quería preguntarle si Rose había dado más conciertos en Italia. Y, de ser así, en qué fechas. De ese modo iríamos más rápido. Hay tantos periódicos que la búsqueda podría durar semanas.

Se quedó callada, presentía que Gabriel estaba sonriendo al otro lado de la línea.

—No hay problema —dijo él, conteniendo la risa—. Salvo que ahora mismo estoy en casa.

—Oh, perdón, no pretendía…

—No hay nada que perdonar, para usted siempre estoy disponible. Bueno, casi siempre. Cuando estoy en clase o en una reunión no suelo atender el teléfono.

—Lo comprendo…

Lilly se lamentó de ser tan insegura. Gabriel se mostraba tan cordial que no era preciso andarse con remilgos.

—¿Tiene acceso a un ordenador en el palazzo o son los fantasmas del caserón los encargados de llevar y traer los recados?

—Creo que sí. Me refiero a lo del ordenador. Fantasmas aún no he visto…

Lilly se sonrió al imaginar a un espectral mayordomo traerle un correo electrónico impreso en una bandejita de plata.

—Bien. Pues entonces le enviaré las fechas que me pide mañana por la mañana. Obviamente no estarán todas, seguro que en algún momento la señora Faraday perdería de vista a su protegida, pero dispondrá de todo lo que encuentre.

—Gracias, es muy amable de su parte.

—Lo hago con gusto, Lilly.

La manera en que pronunció su nombre la colmó de una calidez que solo había sentido con Peter. Pero esa era otra historia.

—De acuerdo, entonces. Buenas noches… Gabriel.

—Buenas noches, Lilly. Y haga el favor de volver pronto de Cremona. Me ha encantado hablar con usted.

Y colgó. Por más que la conversación ya hubiera terminado, Lilly mantuvo un rato el móvil pegado al oído. El corazón le latía endiabladamente y no daba muestras de querer parar. Cuando conoció a Peter se había sentido igual, con esos mismos nervios. Hacía tanto de todo aquello… Movida por un atisbo de tristeza, dejó el móvil junto a la cama. Pero justo antes de dormirse se descubrió a sí misma sonriendo de oreja a oreja.

Más tarde, en sueños, se encontraba en un camerino como los que salían en las películas antiguas. Un espejo enorme dominaba la estancia, y en las puertas de un viejo baúl colgaban una bata y dos vestidos de mujer. De pronto la sorprendió una risa infantil proveniente de un rincón del cuarto. Volvió la cabeza y se topó con una niña de siete u ocho años que guardaba un lejano parecido con Helen Carter; al menos tenía los mismos rizos negros.

—¿Buscas algo? —preguntó la niña como si tal cosa.

En un primer momento, Lilly no supo qué decir.

—Yo… Yo… —titubeó como si las palabras se resistieran a salir—. Busco a Rose.

—Yo me llamo Helen —respondió la niña entre risitas.

—¡Pero si aún eres una niña!

—¿Acaso tú nunca lo has sido? —dijo la pequeña dando un brinco hasta la mesa donde estaba el estuche del violín.

—Pues claro que sí. Pero…

Lilly volvió a quedarse sin saber qué decir.

La niña acarició el estuche. ¡El violín! ¿Por qué no preguntarle por el violín?

—¿De dónde has sacado ese violín? —se oyó decir a sí misma sin reconocer del todo su voz.

—Me lo regalaron —contestó la pequeña Helen.

—¿Quién?

—Una mujer.

—¿Qué mujer?

La niña se limitó a soltar una risita. ¿Se lo habría regalado la señora Faraday? Parecía lo lógico. Le habría encantado preguntarle qué había sido de ella; al fin y al cabo parecía ser una aparición fantasmal de Helen. Pero justo entonces la pequeña abrió el estuche. El violín estaba completamente nuevo. Cuando Helen lo acarició con la yema de los dedos el instrumento emitió una nota desafinada.

—La solución al enigma está en El jardín a la luz de la luna —susurró la niña una vez se hubo extinguido el estridente sonido.

Lilly la miró a los ojos y reparó en que no eran marrones sino de un extraño color dorado, como si un rayo de luz se reflejara en sus iris.

—¿Cómo dices? —preguntó, pero la niña no mostraba ningún interés en contestar a sus preguntas.

—¡Mira, puedo hacer magia! —exclamó, y de pronto, ante la mirada atónita de Lilly, se esfumó en el aire mientras su risa seguía resonando en la habitación.

Cuando se despertó, Lilly comprobó que la luna ya no se veía desde la ventana. De la calle le llegó el sonido ronco de una motocicleta. Intentó dormirse de nuevo, pero le resultaba difícil bajo esas mantas tan pesadas. No lograba quitarse de la cabeza la imagen del sueño. Una y otra vez veía a la pequeña Helen repitiéndole que la solución al enigma se encontraba en El jardín a la luz de la luna. Naturalmente, el sueño se explicaba por la profunda impresión que le había causado la foto que habían encontrado en el museo. Pero ¿y si la solución al enigma estuviera de veras en la partitura? Habría querido levantarse y echarle un vistazo, pero al final pudo más el cansancio. Así que volvió a quedarse dormida, y esta vez no soñó.