12

PADANG, 1902

Aquella tarde, Rose tuvo al fin un momento para visitar a sus padres. Desde que la mandaran a Inglaterra no había vuelto a verlos. Pero la nostalgia de la casa junto al puerto y del gentío que siempre había en la calle de delante se había mantenido intacta durante todo aquel tiempo, así como el anhelo de ver a su padre y a su madre, cuya disparidad había notado desde bien pequeña. Su padre era inglés; un hombre grande y robusto, con las manos enormes, los ojos azules y el cabello rubio como el oro. Su madre era una nativa grácil de pelo negro y hermosos ojos rasgados en forma de almendra que Rose había heredado. A pesar de ser una niña, se había dado cuenta en no pocas ocasiones de lo envidiado que era su padre por tener una esposa tan bella, lo cual la hacía sentirse orgullosa.

Mientras recorría apresuradamente las calles de Padang y pasaba por delante de los puestos del mercado donde vendían fruta, coco y arroz, pensó de nuevo en el inglés con el que había charlado durante la recepción del gobernador. Desde esos breves minutos que pasaron a solas en el jardín no había podido quitarse de la cabeza su rostro, con esos ojos azules como el mar y ese cabello del color del sol. La extraña turbación que había sentido la noche anterior no había dejado de crecer. Nunca antes se había sentido tan atraída por un hombre, y eso que no le habían faltado pretendientes.

—No miedo, lady, mono no hacer nada —le dijo un anciano en un rudimentario inglés.

¿De verdad parezco blanca?, se preguntó Rose antes de contestarle en perfecto malayo.

—No tengo miedo, pero agárrelo bien o se subirá a una palmera y no habrá quien lo haga bajar.

El hombre se la quedó mirando con los ojos como platos, incapaz de decir nada. Rose le sonrió y siguió su camino.

A medida que avanzaba, la brisa salada que acariciaba todas las calles de la ciudad se hizo más intensa y más fresca. La casa de sus padres se encontraba cerca de unos almacenes que había en la ribera y que su padre regentaba como si se tratara de un gran centro comercial. No era una casa como las de los demás lugareños; no estaba construida sobre listones de madera sino al estilo holandés, con gruesas paredes de piedra encalada que siempre exhibían unas cuantas grietas y alguna que otra mancha oscura de humedad. La de veces que había tenido que oír en la escuela, por boca de las otras chicas, que su casa era un disparate y que cualquier día una de esas inundaciones tan frecuentes en la isla se la llevaría por delante. Pero lo cierto era que nunca había sucedido tal cosa.

Rose experimentó una profunda alegría al comprobar que seguía allí y que no había sufrido ningún cambio importante. Debían de haber pintado los marcos de las ventanas, ya que ese color azul no le sonaba, y las tejas del tejado tenían un poco más de musgo, pero todo lo demás permanecía igual a como lo recordaba. Con el corazón desbocado, se acercó a la puerta. ¿Estaría su padre en casa? Sabía que Adit, su madre, solía salir por las tardes para hablar un rato con las vecinas. El resto del día se lo pasaba trabajando. Siempre tenía algo que hacer, aunque en la casa solo vivieran ella y su marido.

Rose entró y oyó voces, que en un primer momento no entendió. Hablaban en la lengua de su madre, y tan deprisa que le resultaba imposible traducir mentalmente lo que decían. ¡Cuánto tiempo hacía que no oía hablar esa lengua! Su madre solía utilizarla cuando estaban solas. Pero desde que se había ido de allí, y de eso hacía muchos años, Rose prácticamente solo había hablado neerlandés y, sobre todo, inglés, el idioma que tan concienzudamente le había inculcado la señorita Kavanagh, la profesora de esa lengua en el conservatorio; gracias a ella ahora lo hablaba a la perfección. Sin embargo, poco a poco empezó a entender lo que esa voz, que desde luego no era la de su madre, estaba diciendo.

—Desde el principio me opuse a que te fueras. El Adat no permite que la mujer abandone su casa para irse con su marido.

Adat. ¿Qué demonios significaba esa palabra? Tras pensarlo un momento lo recordó. Su madre se lo había contado en alguna ocasión: antes de que el islam se asentara en la región, la vida de las tribus estaba regida por el Adat, una especie de código de costumbres. Desde el nacimiento hasta la muerte, desde la construcción de la casa hasta el cultivo del arroz, todo estaba regulado por el Adat.

—Pero si ya te lo he dicho cientos de veces —dijo su madre entre suspiros—. Decidí venirme a vivir aquí con él. Me has dejado tranquila todos estos años, y ahora que casi soy una anciana me vienes con esas…

¿De qué iba todo aquello? Intrigada, Rose alargó un poco el cuello para ver el rostro de la visitante: era marrón como una nuez, y las arrugas de sus mejillas tan pronunciadas como los meandros de un río. Debía de tener más de ochenta años.

—Es tu deber ocupar tu lugar a nuestro lado —repuso la vieja, cada vez más airada—. Está escrito en el Adat. ¿Qué sería de nosotros sin nuestros antepasados? Además, no debes olvidar que te reportaría grandes honores.

—¡Honores que no me sirven de nada! Lo que yo quiero es estar con mi marido, verlo todos los días y no solo cuando venga a visitarme. Renuncio a los honores y a la hacienda, que mi hermana se quede con todo.

Rose frunció el ceño asombrada. ¿Qué honores eran esos que querían dispensar a su madre? ¿Y por qué los rechazaba de plano? Por supuesto, sabía que venía del norte, y que antes vivía con la gente de su pueblo, pero nunca le había contado nada más. De pronto, un listón de la tarima crujió bajo sus pies.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó su madre. Rose ya no podía seguir escondiéndose.

—¿Madre? —dijo apartando la cortina que separaba el recibidor de la cocina.

Aquella mujer, pequeña y con el cabello surcado de canas, se la quedó mirando como si se tratara de una aparición.

—¡Rose! —exclamó precipitándose hacia su hija y olvidando a la vieja con la que discutía.

Aunque ahora Rose le sacaba una cabeza, eso no le impidió a Adit acariciar la cara de su hija y acercársela cariñosamente.

—¡Has vuelto! ¡Mi Rose ha vuelto a casa!

En realidad, Rose tendría que haber sido recibida con un beso en la frente, pero su madre no estaba para formalismos. En lugar de eso se aferró a ella con una fuerza inusitada y rompió a llorar. Rose tampoco supo guardar las formas; se le hizo un nudo en la garganta y no pudo evitar prorrumpir en sollozos. Permanecieron un buen rato abrazadas, sin poder hablar, intentando consolarse la una a la otra. Y sin hacer el menor caso a la anciana. Solo cuando la vieja carraspeó, madre e hija tomaron conciencia de que seguía ahí. Rose se inclinó como dicta la costumbre. En ese momento se sintió como si tuviera doce añitos y estuviera a punto de partir a Inglaterra. La anciana recibió su reverencia con gesto impasible.

—Así que esta es tu hija —dijo la vieja, con un tonillo que Rose no supo cómo interpretar—. ¿Sabe de quién desciende?

—Claro que lo sabe —respondió su madre lanzándole una mirada amenazante a la mujer—. Pero ha optado por una vida diferente. Una vida lejos de esta isla. Una vida moderna.

Rose miró perpleja a ambas mujeres. ¿Qué se suponía que tenía que saber? No recordaba que su madre le hubiera contado nada sobre sus ancestros. No sabía nada de honores, obligaciones ni viejas fantasmales enfundadas en extrañas vestimentas.

—La vida de una persona no siempre se rige por sus propias decisiones —respondió la vieja, desdeñosa—. Valga esto tanto para ti como para ella. Yo en tu lugar me preocuparía de que aprendiera los deberes que algún día tendrá que afrontar. De no hacerlo puede que tu hija caiga en desgracia, y con ella el resto de la familia.

Dicho lo cual se volvió presta a marcharse. Rose la observó. ¿Quién era esa extraña mujer? ¿Por qué la amenazaba con terribles desgracias?

Cuando la anciana desapareció tras la cortina, se giró hacia su madre, que estaba como petrificada. Su boca se movía lentamente sin proferir sonido alguno.

—¿Quién es esa mujer, madre? —le preguntó Rose en cuanto la vio recuperarse de su asombro.

—Una vieja conocida —contestó su madre, todavía con aire un poco ausente—. ¡Cuánto me alegro de volver a verte, niña mía! ¿Por qué no me avisaste de que venías?

—Todo ha sido tan rápido… Recibí una invitación del gobernador para tocar en una recepción en su casa. Y ahora estoy aquí.

—Qué bien… Me alegro de que, a pesar de todo, no te olvides de tus padres. Te has convertido en toda una celebridad…

—Lo único que hago es tocar el violín, madre, ya lo sabes. ¿Te llegaron mis paquetes? ¿Y mis cartas?

—Todas ellas, y bien guardadas que las tengo. Me habría gustado responderte alguna vez, pero, como no paras, no sabía cómo hacerlo.

Rose había echado dolorosamente de menos esas cartas de su madre. Antes, cuando aún estaba en el conservatorio, su madre le escribía más a menudo. Pero más tarde, cuando empezó a cambiar de ciudad prácticamente a diario, se hizo casi imposible mantener la correspondencia.

—Mi tournée acaba en medio año —dijo Rose—. Luego le diré a mi agente que me dé una tregua para venir a veros con más calma.

—No deberías perder el tiempo de ese modo. Lo que tienes que hacer es buscarte un jovencito que te haga la corte —dijo su madre sonriendo mientras se acercaba al fogón para calentar el agua del té.

—Como si fuera tan sencillo —repuso Rose—. Con tanta actuación me resulta difícil conocer hombres que me gusten. La mayoría son viejos y lujuriosos, y no son precisamente los más indicados para fundar una familia. Además… —Rose se mordió la lengua al recordar lo mucho que su madre anhelaba tener nietos.

—Además, tu corazón pertenece a la música —terminó la frase por ella su madre—. Siempre ha sido así, desde que eras chiquitita.

Antes de que Rose pudiera añadir algo, su madre se le acercó y le estrechó la mano entre sus frágiles y suaves dedos.

—No te preocupes, hija, sé muy bien lo que es tener un sueño. Mi sueño fue zafarme de las obligaciones que me imponía mi familia. Yo…

Adit agachó la cabeza y guardó silencio, pero al poco volvió a la carga:

—Quizá ella tenga razón. Debería contártelo.

—¿Contarme qué?

Su madre suspiró profundo, y sin contestar regresó junto al fogón y apartó el cazo, que ya estaba hirviendo. Luego puso dos tazas sobre la mesa.

Rose la observó. ¿Siempre se había movido con tanta lentitud? ¿Era normal ese tambaleo? No, ni mucho menos. Algo que bullía en su interior la tenía profundamente confundida.

—Madre… —la azuzó con cariño.

—Sí, mi niña, no me he olvidado. Solo intento ordenar mis ideas y expresarrlas de manera adecuada. En realidad nunca quise lastrarte con esta pesada carga.

—¿Qué carga? —Rose estaba cada vez más perdida. ¿Qué tendrían que ver sus orígenes con todo aquello?

Su madre sirvió el té, se sentó y cruzó las manos sobre la mesa como si fuera a rezar.

—Quizá te acuerdes de cuando fuimos a visitar a tu abuela —comenzó a decir. Rose notó cómo le temblaba la voz.

—Me acuerdo del jardín —repuso sinceramente—. Y también un poco de la abuela, pero los recuerdos son muy vagos.

—Solo tenías tres añitos. Puedo entender que el jardín permaneciera más tiempo en tu memoria, siempre tuvo un encanto especial. Y también es normal que no retuvieras nada de lo que hablaron los mayores.

Por más que se estrujaba las meninges, Rose no lograba recordar ninguna conversación entre su abuela y sus padres.

—Puede que incluso la memoria te confunda en un detalle: fuimos allí solas, sin tu padre.

Rose meneó la cabeza.

—Lo siento, no me acuerdo.

—Pues así fue. Fuimos allí arriba tú y yo solas porque tu abuela quería hablar conmigo. Yo sabía perfectamente lo que pretendía. Desde que me mudé a Padang con Roger no habíamos vuelto a vernos… Y me mandó llamar para recordarme mis deberes. Por aquel entonces, yo aún era lo bastante obediente como para ir a visitarla. La tarde acabó con una terrible disputa. Mientras tú disfrutabas de las maravillas de ese jardín, tu abuela y yo intercambiamos palabras muy feas e hirientes.

Sin dejar de escuchar a su madre, Rose recordó un detalle que tenía completamente transfigurado. En su imaginación emergió una casa con un tejado a dos aguas mucho más puntiagudo que el resto. ¡Le había parecido un palacio! Con el paso de los años, su fantasía la había adornado con un tejado dorado, paredes con piedras preciosas incrustadas, torres y enormes ventanales, lo cual no guardaba relación alguna con la imagen real de la casa. Ahora, sin embargo, podía verla tal y como era, con seis picos que parecían medias lunas, pero que no eran de oro sino de teja marrón; unas paredes que, en vez de estar cubiertas de gemas, mostraban tallas sobre un fondo rojo, y ventanas pintadas del mismo color combinado con verde. Fue un recuerdo muy fugaz, apenas un fogonazo, y, mientras Adit seguía hablando, la casa desapareció de su mente.

—Seguramente tampoco te acuerdes de que te agarré del brazo y te llevé a rastras hasta el coche en el que tu padre nos esperaba fuera de la aldea, pues no le estaba permitido cruzar sus lindes.

Lo cierto era que Rose no se acordaba, así que asintió casi por inercia.

—Pero ¿qué tiene que ver todo eso conmigo, madre?

—Que un día también vendrán a por ti e intentarán persuadirte de que vuelvas a la casa familiar y tomes posesión de los arrozales del pueblo, lo cual a simple vista no parece tan malo. Pero, si en ese momento tienes marido, te obligarán a abandonarlo para ir a vivir con tu tribu. En el mejor de los casos le permitirían visitarte, pero tendría que vivir con los suyos. Por eso contradije el Adat y renuncié a mi herencia. —Hizo una pausa y miró a su hija a los ojos—. Debes saber que tu padre lo es todo para mí. Hay gente que se casa porque sus padres así lo han convenido. Yo me casé porque desde el momento en que lo vi no pude ya pensar en otro hombre. Y nada ha cambiado desde entonces. No podría soportar estar separada de él más que lo estrictamente necesario. Sí, ya sé que me separo de él cuando va a trabajar, pero eso es diferente, pues tengo la certeza de que va a volver. Si acatara ahora el dictado de los ancianos tendría que dejarlo todo y mudarme a la casa de la familia. Pero si abandoné la aldea fue por Roger, y yo lo sigo queriendo igual que el primer día. —Su gélida mano estrechó la de Rose—. Aún eres demasiado joven para saber lo que es el amor verdadero, pero puedes creerme cuando te digo que si un día llegas a enamorarte de verdad cada momento que pases separada de él te causará un profundo dolor, un dolor que a mí me resulta insoportable. ¿Comprendes?

Por supuesto que comprendía. Y su madre erraba al suponer que no sabía lo que era el amor. Puede que aún no hubiera amado a un hombre como su madre amaba a su padre, pero su amor por la música no se quedaba atrás. Y Rose no tenía la menor intención de renunciar a ella por el Adat.

Pasó el resto de la tarde junto a ella, ayudando con las tareas domésticas, que si bien después de tanto tiempo se le habían vuelto ajenas, también le permitían regresar a la infancia, lo cual era una sensación de lo más agradable. Cuando al ponerse el sol volvió su padre, de puro asombro se quedó clavado en el umbral y dejó caer la bolsa que traía.

—¿Rose?

Aunque Roger Gallway seguía siendo un hombre apuesto, el tiempo había teñido de blanco su hermoso cabello rubio oscuro. Rose siempre había admirado a su padre por cuidar de las mercancías de los comerciantes holandeses como si fueran suyas. Aunque no había tardado en descubrir que solo era un empleado, nunca dejó de tenerlo en un pedestal, gracias al trabajo duro y a una voluntad de hierro había podido darle una buena educación y mandarla a Inglaterra para cultivar su talento. Cuando vio sus ojos azules y los hoyuelos de sus mejillas, Rose sintió una ternura parecida a la experimentada al ver a su madre. Se acercó a él y lo abrazó con la esperanza de que, al tocarlo, desaparecería esa rigidez que lo mantenía inmovilizado. Y así fue: él la estrechó contra su pecho, y, al poco, Rose notó que las lágrimas habían empezado a correrle por las mejillas.

Durante el resto de la tarde, mientras su madre preparaba el tradicional makanan, un plato plagado de ingredientes cuya fama había trascendido las fronteras de Padang, Rose tuvo que contar cómo le había ido últimamente. Por supuesto, su padre había leído todas sus cartas varias veces, pero aun así quiso preguntarle por ciertos detalles que ella no había referido en aquellas por no considerarlos de interés. Concentrada en su relato, Rose logró dejar de pensar por un rato en los compromisos que Carmichael había contraído en su nombre, y sobre todo en cómo serían los próximos diez días bajo el patrocinio del gobernador.

—¿Por dónde continúa tu gira? —le preguntó mientras el delicioso olor de la comida se apoderaba de la habitación.

—Estaré dos semanas más en Sumatra. El gobernador quiere que dé unos cuantos conciertos aquí.

—¡Qué gran honor! —señaló su padre con admiración—. Si quieres, mientras, puedes quedarte a vivir en casa. Harías muy feliz a tu madre.

Rose se sonrojó.

—Me temo que no va a poder ser. Mi agente y mi doncella viajan conmigo. Además, las actuaciones son de noche, así que volvería de madrugada. —Al ver el gesto triste de su padre, añadió—: Pero prometo venir a veros todos los días, siempre que me lo permitan los ensayos, claro.

Sus palabras no parecieron animar a Roger Gallway. Aunque no dijera nada, Rose sabía perfectamente que ese gesto pensativo no era debido sino a la decepción.

—Vamos, querido, deja en paz a la muchacha —dijo su madre acercándose a la mesa—. Salta a la vista que ya no es una niña. Nuestra pequeña se ha hecho mayor, y si estuviera casada no le vendrías con estas.

—Que yo sepa aún no está casada.

—Pero algún día lo estará, así que disfruta de ella hasta entonces.

En esos instantes, y sin saber muy bien por qué, Rose pensó en Paul Havenden. Pero rápidamente desechó ese pensamiento y se concentró en el delicioso plato de arroz aderezado con salsa picante y gambas que tenía delante.

Esa noche apenas pudo pegar ojo. Y no porque sintiera miedo en su antiguo dormitorio, sino porque ese sentimiento de familiaridad que había experimentado nada más cruzar la puerta volvía a hacer acto de presencia y, derrotando al cansancio, le evocaba de nuevo imágenes del pasado. Hasta donde alcanzaba a recordar, siempre se había dedicado en cuerpo y alma a la música. Muchas de sus compañeras de la escuela de la señora Faraday habían aprendido a tocar el violín a regañadientes, solo porque sus padres las habían obligado. Ella, por el contrario, se sentía perdida si pasaba un solo día sin tocar. Aún se acordaba con espanto de cuando, apenas a los tres meses de llegar a Londres, contrajo la escarlatina y tuvo que guardar reposo en un cuarto oscuro y silencioso para no dañarse la vista ni el oído. Esas semanas marcadas por el silencio fueron las peores de su vida, pero también fue entonces cuando, condenada a no poder escuchar música, descubrió que podía imaginar melodías.

En materia de hombres no era muy ducha. Tenía muchos admiradores, pero no se veía junto a ninguno. El inglés había sido el primero en despertar en ella cierto entusiasmo, pero aun así no estaba segura de estar preparada para ser su esposa. De todos modos, esos pensamientos eran absurdos. Havenden está prometido, se dijo. Nunca se casará conmigo. Puede que ni siquiera vuelva a verlo nunca más.

A la mañana siguiente, tras despedirse de sus padres, Rose se dirigió a su hotel. Sabía a ciencia cierta que Carmichael estaría de los nervios; si ella desaparecía también lo harían sus honorarios, y eso él no iba a permitirlo bajo ningún concepto.

La noche anterior, cuando al fin logró dormirse, la atormentaron confusos sueños. La responsable había sido su madre por contarle aquella historia, aunque no la culpaba por ello. En esa maraña de sueños había un denominador común: siempre acababa apareciendo alguien de su pueblo exigiéndole que dejara su actual vida para volver a su verdadero hogar, ejercer de madre de la tribu y gobernar la aldea. Rose tenía muy claro que jamás aceptaría semejante requerimiento. ¡Quería ver mundo, no pudrirse en un pueblucho perdido en la jungla! ¡Deseaba hacer carrera y poner el planeta entero a sus pies! ¡Al cuerno con las demandas de sus ancestros!

¡Miss Gallway, qué sorpresa! —exclamó una voz a su espalda. Rose se volvió y vio a Paul Havenden venir hacia ella.

—Lord Havenden —alcanzó a decir Rose a duras penas, presa de una repentina taquicardia.

—¿A qué debo el honor de verla pasear tan temprano por las calles de la ciudad? No irá a ver una pelea de gallos…

—Desde luego que no —respondió Rose, arqueando las cejas en un gesto de sorpresa—. No me diga que a usted le gusta presenciar ese espantoso espectáculo.

—Me han dicho que es muy divertido —aseguró lord Havenden.

—¿También le contaron que la pelea no acaba hasta que uno de los gallos muere?

—Esa es la costumbre, ¿no?

—¡Es una barbaridad! —Rose hizo un mohín de disgusto—. Por más que sea una tradición de mi patria, jamás se la recomendaría a un turista.

—¿Y qué me dice de los pollos con los que se hace la sopa? —Los ojos de Paul brillaron con picardía. Parecía evidente que buscaba pelea—. Puede que eso también sea una barbaridad, pero ayer mismo degusté una sopa de pollo deliciosa.

—¡No tiene nada que ver!

—Pero el resultado es el mismo, de una forma u otra el animal acaba muriendo. Seguro que del gallo vencido sale un caldo exquisito…

Rose frunció el ceño. La alegría de ver a Havenden empezaba a disiparse. Y el inglés debió de notarlo, pues enseguida transigió.

—Está bien. ¿Qué me propone entonces?

—¡Y qué sé yo! —le espetó Rose con desdén para luego arrepentirse.

—Sin embargo, sí que se ve facultada para desaconsejarme ir a una pelea de gallos.

—Yo no le he desaconsejado nada, me he limitado a señalar que esas peleas son un espectáculo horripilante —dijo algo más calmada.

Paul se echó a reír, y aunque Rose intentó resistirse acabó devolviéndole una sonrisa.

—Haría mejor yendo a un teatro de sombras, un wayang kulit —dijo al fin—. Cuando era niña, en Padang siempre había uno de esos titiriteros. Las obras son muy largas, nunca logré ver una hasta el final, pues mis padres acababan llevándome a rastras a la cama.

Paul pareció reflexionar un momento y luego le ofreció el brazo.

—¿Se anima a buscar conmigo un teatro de sombras?

—Me temo que no puedo aceptar su oferta. —Rose lo miró confundida—. Esas obras se hacen de noche. ¿Nunca ha ido en Inglaterra a un teatro de sombras?

Rose recordó vivamente su visita a uno de esos cinematógrafos en los que también presentaban de vez en cuando obras de teatro de sombras. Además fue allí donde vio por primera vez imágenes en movimiento, y la experiencia la fascinó.

—Siento decirle que soy lego en la materia. Pero si lo desea puedo hablarle de la cría de caballos.

—Quizá en otra ocasión —repuso ella, y empezó a notar que a Paul le servía cualquier excusa para pegar la hebra.

—¿Y esa ocasión no podría ser esta noche? ¿Por qué no me acompaña a un teatro de sombras?

—Creo que su prometida sería una compañía más apropiada, lord Havenden.

Cuando se volvió, el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

—¡Rose, espere! —la llamó Paul, pero ella no quería detenerse y encararlo de nuevo, pues no sabía cómo iba a reaccionar.

Paul regresó al hotel cegado todavía por la radiante belleza de Rose Gallway. ¿Qué le estaba pasando? Era un hombre de negocios, tenía esposa y, si todo iba conforme a lo esperado, pronto sería copropietario de una próspera plantación. Y sin embargo sentía un vacío en su interior que ni él mismo alcanzaba a explicarse. ¿Por qué le atraía tanto esa mujer? ¿Qué le había impulsado a decirle que Maggie solo era su prometida? Su pasión por la música no daba para tanto… Además, que prácticamente hubiera salido huyendo de él ponía de manifiesto que la simpatía que sentía hacia ella no era del todo correspondida. Sin embargo, no podía dejar de desear con todas sus fuerzas volver a verla, volver a oírla tocar…

—¿Qué tal te ha ido en la ciudad? —La voz de Maggie interrumpió sus pensamientos—. ¿Habéis llegado a un acuerdo tú y tu abogado?

Paul percibió impaciencia en la voz de su esposa, que sin moverse de la chaise longue alargó la mano para agarrar una fruta del cesto que había a su lado. Parecía estar deseando largarse de allí cuanto antes, lo que cada vez irritaba más a Paul.

Mijnheer Dankers parece un hombre encantador, pero aún no es posible llegar a un acuerdo. Primero he de ver la plantación.

Paul vio el horror reflejado en los ojos de Maggie, así que se apresuró a decir:

—No te apures, tú puedes quedarte aquí, disfrutando de la confortable seguridad del hotel. Aunque, sinceramente, creo que en Londres las señoras se morirían de envidia cuando les contaras tus aventuras en la jungla.

—Perdóname por no aspirar a ser una segunda Marianne North y no querer perder mi tiempo en prensar hojas entre papeles de periódico.

A Paul le sorprendió que Maggie conociera a la célebre naturalista, que, entre otras muchas zonas del mundo, había recorrido el sudeste asiático. Su padre, que coincidió con ella en una ocasión, le había explicado que era una mujer excepcional.

—Tú verás, yo no pienso obligarte a ir —dijo Paul, preguntándose si Rose Gallway también sería tan melindrosa.

—Te lo agradezco —repuso Maggie volviendo a respirar tranquila.

Paul se quedó callado a su lado un buen rato sin saber qué hacer. Sus compromisos habían terminado por ese día, y ahora lo que le pedía el cuerpo era montar a caballo o dar un paseo. Pero Maggie no tenía pinta de querer despegarse de la chaise longue.

—Me han dicho que esta noche hay una función de teatro de sombras de lo más interesante —sugirió con la esperanza de que su esposa tuviera ganas de un poco de cultura—. ¿Te apetece ir a verla?

Entonces Maggie se incorporó. Tenía las mejillas rojas, como si tuviera fiebre. Pero no era el caso, más bien se debía a que aún no estaba acostumbrada al calor; ni siquiera con el ventilador del techo lograba refrescarse.

—¿Teatro de sombras?

—Sí, lo hacen con unas marionetas muy curiosas. Es una tradición local.

La pequeña chispa de interés que había prendido en Maggie se apagó al instante.

—Eso significa que tendremos que andar por las calles y mezclarnos con toda esa… gente.

—Me temo que sí. —Paul se acercó a la chaise longue, se agachó un poco y le tomó la mano—. ¿Qué te pasa, tesoro? En casa del gobernador me dio la impresión de que te lo pasabas en grande.

—Y así fue, pero ahora estoy muy cansada y no sé si tengo ganas de salir.

—¿Ganas? ¡Pero si tienes veintiún años! ¡A esa edad una chica siempre tiene ganas de hacer cosas!

—No con este bochorno.

Paul suspiró abatido. Empezaba a comprender… Más que tenerle miedo a ese país, Maggie parecía despreciarlo, odiarlo con todas sus fuerzas, y por tanto era inútil intentar que aprendiera a amarlo, pues ya había emitido su veredicto.

—Como desees. Tendré que ir solo —dijo en tono casi desafiante antes de abandonar el dormitorio. Era poco probable que Maggie diera su brazo a torcer, pero si dejaba que se lo pensara un rato quizá la cosa cambiara.

Por la tarde, poco antes de que Rose se preparara para encarar la noche, entró Mai en su habitación visiblemente alterada. En la mano sostenía un pequeño sobre.

—Un caballero me ha dado esta carta para usted —dijo casi sin aliento.

¿Otra nota del gobernador? Rose agarró el sobre, se acercó al escritorio y lo abrió con un abrecartas de plata.

Estimada señorita Gallway,

Finalmente he logrado dar con uno de esos teatros de sombras de los que me habló. ¿Me haría el honor de acompañarme? ¿Esta misma noche? ¿Ahora?

Suyo,

Paul Havenden

Cada palabra leída le envió una ráfaga de calor que recorrió sus venas. Las mejillas y la frente le ardían. ¡Qué terquedad! ¿Acaso no le había dejado lo bastante claro que no estaba interesada en pasar una velada con él?

—¿Qué aspecto tiene el caballero que te ha dado la carta? —preguntó pensativa.

—Oh, es un hombre muy apuesto. Creo haberlo visto en casa del gobernador, cuando estaba en la cocina. No sé cómo se llama, pero está esperando ahí abajo.

—¿Que está aquí? —Rose la miró horrorizada. ¡Havenden había venido en persona! ¿Qué iba a hacer ahora?

—Sí. Me dijo que esperaba su respuesta, miss.

Ante la mirada de asombro de su doncella, que ignoraba lo sucedido anteriormente, Rose empezó a dar vueltas por la habitación como una leona enjaulada. Nada en el mundo le apetecía más que ir al teatro de sombras con Havenden. Pero ¿era apropiado? Releyó la carta. Nada parecía indicar que su prometida fuera a ir con ellos. ¡Cómo iba a salir con un hombre que estaba prometido con otra!

Pensó en darle la carta a Mai y ordenarle que se la devolviera, pero algo la hizo detenerse. ¿Y si ella también venía? En ese caso, la cita para ir al teatro de sombras sería inofensiva. Después de la función cada uno se iría por su lado y todo seguiría igual que estaba. Mientras Mai bajaba corriendo a decirle a Havenden que su señora aceptaba la invitación, Rose abrió el baúl que la había acompañado durante toda la gira. Mai se encargaba de mantener impecable su ropa, y además todos sus vestidos le encantaban, pero a pesar de ello no sabía qué ponerse para la ocasión. ¿No eran esos vestidos que lucía en las actuaciones un poco ñoños? Finalmente se decidió por uno rosa con volantes y pliegues en la parte de arriba, las mangas ceñidas y la falda larga. Era casi un vestido de noche, pero no tan pomposo como para sentirse incómoda en un paseo nocturno por la ciudad. ¡Iba a recorrer Padang por la noche con lord Havenden! Seguía pareciéndole un disparate, pero antes de darse tiempo a pensárselo dos veces dejó caer la bata por los hombros y se enfundó el vestido.

A los cinco minutos, Mai subió a peinarla. Le brillaba el rostro, como si a Havenden le hubieran bastado esos breves instantes para ruborizarla.

—¡Qué hombre tan guapo! —exclamó entusiasmada—. ¡Menudos ojazos azules tiene!

—Déjate de cháchara y arréglame el pelo —dijo Rose, sentándose frente al espejo.

Obediente, Mai agarró el cepillo y se puso a lo suyo sin dejar de parlotear. Pero Rose ya no la escuchaba; su mente se había trasladado al cubículo del titiritero, que probablemente ahora estaría encendiendo las lámparas tras el lienzo y pasando revista a sus historiadas marionetas de piel de búfalo. De niña le fascinaban esas pequeñas obras de arte. Cada marioneta representaba un personaje determinado. Los rajás, las princesas, las niñas buenas y los venerables sabios siempre eran esbeltos y tenían largas narices, mientras que las marionetas de los villanos eran más desgarbadas y de nariz bulbosa, y si eran demonios podían incluso tener unos espantosos y afilados dientes que sobresalían de sus fauces temibles y desencajadas. ¿Seguirían representando los mismos cuentos de su infancia?

Cuando estuvo lista, Rose se sintió un poco como la Cenicienta del cuento que hacía años había oído en el conservatorio. A pesar de que lo tenía prohibido, solía colarse a hurtadillas en la cocina para ver trabajar a las mujeres y de paso obtener una porción de pastel de carne o un panecillo. Cada visita furtiva a las cocineras llevaba aparejada una historia, especialmente cuando a Laura le tocaba el turno de tarde. Entonces Rose se sentaba junto al fuego y escuchaba esos cuentos que tan poco se parecían a los que de niña había aprendido en su hogar. Las profesoras holandesas también le contaban cuentos y leyendas de su país, pero ninguno le gustaba tanto como el de Cenicienta, esa hermosa joven esclavizada por sus hermanastras que con ayuda de un hada acababa convirtiéndose en princesa. La parte en que Cenicienta entraba en el salón de baile enfundada en su precioso vestido era su preferida; incluso fantaseaba con llevar algún día un vestido tan espectacular como ese.

Ahora abandonaba la habitación con el corazón desbocado y la esperanza de que Paul Havenden, que no era un príncipe pero al fin y al cabo era un lord, viera en ella a esa princesa y quisiera llevarla a su castillo a lomos de su corcel blanco. No seas tonta y no te hagas ilusiones, se recordó a sí misma. Si no, se te hará pedazos el corazón cuando tengas que regresar a Inglaterra o partir al otro lado del mundo.

Cuando llegó a la escalera, vio a Havenden en la recepción. En lugar de esperar cómodamente sentado en un sillón de cuero, daba vueltas sin parar por la estancia, como queriendo calmar los nervios. Eso conmovió a Rose. Antes siempre se había mostrado muy seguro de sí mismo, y en cambio ahora parecía un novio esperando a su amada. El traje oscuro y la corbata ascot de color rojo sangre resaltaban aún más los reflejos dorados de su cabello. Preso de la inquietud, dejó de jugar con su bastón de mano y sacó su reloj de bolsillo para ver la hora. Rose decidió no hacerlo esperar más. Se puso la mano sobre el estómago y, a pesar del aleteo que sentía en su interior, intentó respirar, pero al ver que no funcionaba puso un pie en el escalón y recordó los sabios consejos de la señora Faraday para vencer el miedo escénico: «Una vez empecéis a tocar se pasará solo, ya lo veréis».

Al oír sus pasos, Paul se giró hacia ella. Nada más verla esbozó una sonrisa.

—¡Rose, pero si está usted aquí! —exclamó—. ¡Temí que se lo hubiera repensado!

—Me mantengo fiel a mi palabra, pero una dama necesita un poco de tiempo para adecentarse.

Paul la observó boquiabierto antes de decir:

—No logro imaginar una circunstancia en la que no esté usted arrebatadora.

—No me haga recordarle que su prometida no aprobaría en absoluto ese tipo de galanterías.

El rostro de Paul se oscureció y sus labios se apretaron, como si quisiera morderse la lengua.

—Discúlpeme, no pretendía… —se apresuró a decir Rose al ver que sus palabras parecían herirlo.

—No, si tiene usted razón, seguro que a mi prometida no le haría ninguna gracia lo que acabo de decir. Pero usted me gusta y no puedo hacer nada para evitarlo —dijo Havenden ofreciéndole su brazo—. ¿Vamos, pues? Me temo que llegaremos con la función empezada.

La ciudad, a la luz de los faroles y las antorchas, parecía sacada de Las mil y una noches. Era como si los edificios coloniales hubieran cobrado vida para retirarse y dejar paso a las viviendas tradicionales de los lugareños. Exóticas fragancias inundaban las callejuelas; el aroma a rica comida se mezclaba con el olor a agua estancada y a basura del puerto. Incluso a esas horas había vendedores ambulantes, que vociferaban sus ofertas en franca competencia con los cánticos de los artistas callejeros y con el sonido de los instrumentos: los tambores, los angklung, las flautas suling, los gamelanes, los laúdes… Y las muchachas, iluminadas por antorchas y engalanadas con ropajes multicolores, ofrecían a los paseantes sus danzas tradicionales.

A pesar de haber vivido de niña esa magia en muchas ocasiones, Rose se sintió como si acabara de entrar en un lugar de leyenda largo tiempo olvidado. Lo normal era que solo saliera del hotel para ir a las actuaciones; el resto del día se lo comían los preparativos. En el mejor de los casos, después de un concierto exitoso, Carmichael la llevaba a dar un paseo, pero nunca le daba tiempo a conocer bien los lugares donde actuaba. Y habría sucedido lo mismo en esta ocasión de no ser por la generosa oferta del gobernador. Tal vez ni siquiera habría tenido la oportunidad de ver a sus padres. Por primera vez se sintió verdaderamente agradecida a Van Swieten.

—No me había dicho lo hermosa que es su ciudad —dijo Havenden, que, tan subyugado por la magia de Padang como ella, no había abierto la boca desde que salieron del hotel.

—Me temo que ni yo misma me acordaba. Hace meses que no hago otra cosa que viajar, y antes pasé muchos años en Inglaterra.

—¿Tiene parientes allí? Obviamente su apellido es inglés.

—Mi padre es inglés. Trabaja en el puerto, para los holandeses. Está al cargo de los almacenes de mercancías. Fui a Inglaterra a estudiar en el conservatorio de la señora Faraday. Dudo que el nombre le suene.

—¡Ya lo creo que me suena! La señora Faraday es una de las mayores competidoras del Trinity College. Este solo admite a chicos, mientras que su conservatorio es femenino. Mi padre ha donado de forma anónima muchos fondos a la institución de la señora Faraday.

—Pues entonces es probable que su familia haya contribuido a mi educación. Déjeme darle las gracias —dijo Rose, y esbozó una sonrisa pícara.

—Ahora que soy consciente del extraordinario talento musical de las alumnas de la señora Faraday tendré que seguir con esa tradición. A no ser que sea usted quien necesite un patrocinador o un mecenas.

—Me resulta un poco extraño que me haga esa oferta después de haber confesado no sentir un gran amor por la música.

—Y así era hasta antes de conocerla. Su manera de tocar tiene algo capaz de convertir al peor filisteo en un ferviente admirador del arte. Yo soy el mejor ejemplo.

—Pues espero que esta forma de teatro también logre despertar su entusiasmo —dijo Rose señalando hacia delante—. Ahí está el escenario.

En realidad no podía llamársele propiamente escenario: sobre una plataforma de madera, colocada de modo que los espectadores pudieran ver desde lejos, había un lienzo estirado entre dos postes e iluminado por detrás con varias lámparas que hacían que las sombras se proyectaran sobre la tela.

Cuando llegaron, la obra ya había empezado. Sobre la tela aparecía la sombra de varios palos de bambú y la adornada silueta de una joven que se acercaba al bosque con un cuchillo en la mano. Los movimientos de la marioneta iban acompañados del sonido de un gamelán. Rose no pudo evitar sonreír al reconocer que se trataba de un cuento que su madre solía contarle. Miró a su lado y vio a Paul fruncir el ceño, completamente perdido. Como era evidente que no estaba entendiendo nada, decidió echarle una mano.

—Es el cuento de «la olvidada» —le explicó Rose lo bastante bajo como para no molestar al resto de los espectadores, en su mayoría lugareños—. Trata de una chica que es la menor de siete hermanas y siempre se olvidan de ella. Como no hay pretendiente que se le acerque, sus despiadadas hermanas la tienen de sirvienta. Sin recompensa alguna, claro está. Pero un día un pescador se apiada de la pobre muchacha y le regala un pececillo con escamas de oro. Ella lo acepta encantada, pero nada más verlo sus malvadas hermanas quieren quedárselo. Y como ella se niega, deciden matarlo.

—Qué historia tan terrible —susurró Paul, embelesado—. Seguro que a un niño inglés le daría miedo.

—No acaba así —prosiguió Rose tras mirar al lienzo y ver la sombra de «la olvidada» sujetar la pecera; la marioneta era una auténtica maravilla—. Cuando va a buscar su pez recibe las burlas de sus hermanas y le arrojan a los pies la cabeza del animal.

Paul soltó un bufido, pero cuando iba a decir algo Rose le hizo un gesto de contención.

—La muchacha recoge la cabeza del pez, la entierra en el bosque y llora amargamente su pérdida. Pero de pronto ve como de esa tierra surge un árbol con las hojas y los frutos dorados. El árbol brilla tanto que un rajá que pasaba por allí —lo que para ustedes es un rey— se fija en ella. Entonces la toma por esposa y ella planta el arbolito en el jardín del palacio. Años después, una terrible sequía asola la región. Los búfalos de sus pérfidas hermanas se mueren de hambre y sed, y llega un momento en que son ellas las que no tienen nada que comer. Entonces van al palacio del rajá y le piden ayuda a su hermana.

—Dudo que las ayudara de buen grado, después de lo crueles que fueron con ella —intervino Paul, visiblemente conmovido por el cuento.

—Podría verse así. De hecho, en un primer momento ella les cierra la puerta recordándoles lo mucho que la hicieron sufrir. Pero entonces el arbolito dorado se pone a cantar y le ruega que olvide los pesares que sus hermanas le han hecho pasar y que se apiade de ellas. Así que al final «la olvidada» comparte su riqueza con sus hermanas, que acaban llorando lágrimas de sincero arrepentimiento y le piden perdón por sus fechorías.

Rose, que hasta entonces no se había percatado de lo cerca que tenía a Paul, retrocedió un paso y fijó la vista en el escenario, donde la historia transcurría con acompañamiento de música y canciones. Paul parecía haberse quedado sin palabras. Hipnotizado, miraba las siluetas e intentaba descubrir en qué parte del cuento se encontraban. Solo cuando la obra se acercaba a su fin y el árbol empezó a cantar acompañado por el gamelán, pareció recobrar el sentido.

—¡Qué historia tan bonita! A mi padre le habría encantado.

—¿Y a usted?

—A mí también. Y casi me arrepiento de… —Paul se detuvo y titubeó, como si no estuviera seguro de continuar.

—¿De qué se arrepiente?

—De nada, olvídelo.

Aunque era evidente que algo le rondaba la cabeza, Rose decidió no insistir. Mientras el titiritero guardaba cuidadosamente las marionetas en su baúl, reparó en un puesto ambulante del que provenía un olor delicioso.

—Espéreme aquí, voy a por algo de comer —dijo dejando a Paul con la palabra en la boca. ¿Cuánto hacía que no probaba un klepon? De niña, esas bolitas de arroz rellenas de azúcar de palma y recubiertas con ralladura de coco eran su comida preferida. Siempre que iban al teatro de sombras su madre se las compraba.

En el puestecito, donde el vendedor no paraba de preparar bolitas, había algunas personas haciendo cola, la mayoría con niños de la mano. Todo el que iba al wayang acababa comprando algo de comer, y los vendedores, que lo sabían bien, se congregaban alrededor del escenario. Rose volvió con un cucurucho de hoja de palma en cada mano justo cuando el gamelán anunciaba el comienzo de una nueva función.

—¡Pero si son verdes! —exclamó Paul, sorprendido, cuando Rose le dio su cucurucho.

—¿A qué se refiere?, ¿a las hojas de palma? ¡Pues claro que son verdes! —Rose sonrió pícaramente: sabía muy bien lo que había sorprendido al lord.

—No, a las bolitas. Nunca había visto un dulce tan verde, ni siquiera en las pastelerías más exclusivas de Londres.

—Es por el jugo de hoja de cocotero —le explicó Rose mientras echaba mano a una bolita—. Tiñen la masa con eso. Está hecha con harina de arroz y batata. Pruebe una, están muy buenas.

Mientras Rose mordía la bolita y el relleno de azúcar de palma inundaba su boca, Paul la observaba un poco escéptico. Finalmente se atrevió a probar una. En un primer momento arrugó la frente, pero enseguida su rostro se relajó y comenzó a brillar.

—¡Mmm…, qué rico!

—¿De verdad le gusta?

—¡Ya lo creo! Debería conseguir la receta y venderlas en Londres.

—¿Cree que los paladares londinenses estarán preparados para esto? —bromeó Rose antes de meterse en la boca otra bolita.

—Los paladares londinenses siempre están ávidos de algo nuevo. Usted, que conoce bien la cocina inglesa, sabrá que no destaca por su fantasía, así que necesita influencias foráneas.

—Pues entonces quizá debiera invertir su dinero en un puesto de klepon en vez de en una plantación de azúcar —repuso Rose, divertida.

—Me lo voy a pensar —dijo Paul tomando otra bolita. Entretanto, dio comienzo el cuento de la princesa que salió de un huevo.

Rose regresó al hotel poco antes de que amaneciera. Se sentía tan ligera como la neblina que a esas horas cubría la costa. La velada con Havenden le había enseñado que existían más cosas además de la música, cosas que la hacían sentirse bien y que despertaban en ella anhelos que no guardaban relación con aquella, sino con el amor y el deseo. ¡Cuánto le gustaría pasar más noches como esa junto a Paul!

Con una sonrisa beatífica en los labios, abrió la puerta para acto seguido fruncirlos del susto. A duras penas pudo contener un grito cuando vio a Carmichael sentado en el sofá.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó antes de cerrar la puerta de golpe.

—Quería hablar contigo de los conciertos que Van Swieten te ha conseguido. Mai me dejó entrar.

Esta chica es tonta, pensó enfadada mientras se quitaba el prendedor del pelo.

—¿Dónde estabas? —preguntó con exagerada tranquilidad Carmichael, señal de que por dentro estaba rabiando.

—Por ahí —respondió Rose sin la menor intención de darle explicaciones, y mucho menos de hablarle de Paul. Además, la noche había sido demasiado hermosa como para terminarla con una tediosa conversación con su agente.

—Ya van dos. Ayer tampoco estabas. —Carmichael la miró con los ojos entornados, como sospechando de ella.

—Fui a ver a mis padres y pasé la noche en su casa.

—Podías haber tenido la gentileza de avisar, aunque fuera mandándome una notita.

—Estoy cansada… Dejémoslo para mañana, ahora no tengo ganas de discutir contigo.

—Está bien, como quieras. —Se levantó y caminó con indiferencia hacia la puerta. Antes de abrirla se volvió hacia ella—. ¿Has estado con Havenden, verdad? Mai me lo ha contado todo.

Rose estaba demasiado sorprendida como para poder contestarle. Su mente buscaba una excusa, pero no era lo bastante rápida. Era posible que hasta la hubiera seguido para verlo todo con sus propios ojos.

—¡Tienes que quitarte de la cabeza a ese tipo! —la regañó avanzando hacia ella hecho un basilisco y obligándola a retroceder unos pasos—. ¿No te das cuenta de lo mucho que hay en juego? ¡Eres una de las mejores violinistas del mundo! ¡Como pierdas la cabeza y te dejes enredar lo echarás todo a perder!

—¿Quién dice que vaya a dejarme enredar? ¿De dónde has sacado semejante idea? —vociferó arrojando el sombrero sobre la cama. Cuando viera a Mai iba a decirle un par de cositas…

—¡Lo he visto esperándote en la recepción! ¡Y luego te he visto a ti salir colgada de su brazo! ¿Qué significa eso?

—¡Significa que de vez en cuando me gustaría tener una vida normal y no estar preguntando constantemente qué debo hacer como si fuera una niña pequeña!

—¿Tú, una vida normal? —Carmichael soltó un bufido burlón—. ¡Eres una artista! ¡Da gracias a Dios de no tener una vida normal! ¡Con una vida normal ya estarías casada y preñada! ¡Puede que incluso tuvieses ya un mocoso! ¡Deja de desear una vida normal porque no vas a tenerla nunca! ¡Y como Havenden no aparte sus garras de ti, yo mismo tendré que partírselas! —Abrió la puerta y se marchó.

Mientras desaparecía por el pasillo, Rose se lo quedó mirando con incredulidad. ¿Qué estaba sucediendo? Él nunca se había preocupado por sus admiradores. ¿Por qué ahora sí? Entre suspiros, se dejó caer en el sofá, que aún conservaba el pegajoso calor de Carmichael. Notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero antes de que pudieran brotar y nublarle la vista se levantó desafiante. Se lo voy a demostrar, se dijo. Voy a demostrarle que no tengo por qué renunciar a los placeres de una vida normal. ¡Ya lo verás, Sean Carmichael!