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Lilly tomó por un buen presagio que, en contra de todos los clichés, Londres no la recibiera con lluvia y nubarrones. Sobre el aeropuerto, el cielo era tan azul como el de una postal, solo lo surcaba alguna que otra nube plomiza. Parecía que se hubiera traído consigo el buen tiempo de Berlín.

Ellen la llamó mientras esperaba las maletas y, aunque le había dicho que fuera a su casa, se ofreció para ir a recogerla al aeropuerto, pero Lilly declinó su oferta. Sabía que su amiga volvía agotada del trabajo. Meditó durante unos instantes si merecía la pena alquilar un coche, pero finalmente optó por tomar un taxi. El conductor rondaba la cincuentena y, a juzgar por su acento, solo podía ser escocés. La chaqueta de tweed holgada, los pantalones de pana y la gorra le recordaban al típico parroquiano de pub de las series inglesas.

—¿Es usted artista? —le preguntó nada más salir de Heathrow, al tiempo que señalaba con la barbilla el violín, ahora sobre el regazo de Lilly.

—No, comercio con antigüedades —dijo ella, y se preguntó cuántas veces más tendría que dar la misma explicación.

—Entonces, ¿lo de tocar es un hobby? —insistió el taxista—. Mi hijo ha apuntado a su pequeña a una escuela de música en el barrio de Belgravia. Cree que algún día será una estrella del violín —sentenció dando un bufido.

—¿Es que su nieta no toca bien?

—Sí, claro que toca bien, para tener siete añitos… Pero en mi opinión la cría debería corretear al aire libre y relacionarse con otros niños de su edad.

Lilly se tomó unos instantes para meditar su respuesta. Sin duda el señor tenía razón: obligarla a tocar el violín podía llegar a convertirse en una tortura y hacer que dejara el instrumento en cuanto asomara la rebeldía propia de la pubertad. Pero también era posible que de verdad le gustara tocar. Muchos artistas han descubierto su vocación a edades muy tempranas, sin importarles lo más mínimo que los demás los tomaran por bichos raros; no a todos los niños les gusta restregarse por el barro y trepar a los árboles.

—Quién sabe, quizá llegue a ser una virtuosa del violín —dijo al fin Lilly—. Y si no quiere, seguro que sabrá dejarlo a tiempo, créame.

Cuando la charla con el taxista se agotó, los pensamientos de Lilly volvieron a dirigirse hacia el señor Thornton. De repente se dio cuenta de que tenía algo que le recordaba a Peter. De aspecto eran diametralmente opuestos: Peter era rubio y tenía los ojos azules, mientras que Thornton era moreno y de ojos marrones. Sin embargo, en la forma de ser del inglés había descubierto algunas similitudes con su marido. Su manera de hablar y de mirarla sonriendo…

—¡Madre mía, menuda choza! —El taxista soltó un silbido de admiración que sacó a Lilly de su ensimismamiento.

Alzó la cabeza y reconoció la casa de su amiga.

—¿Está segura de que es aquí?

—Sí, ahí vive mi amiga —dijo Lilly, y repentinamente experimentó una agradable sensación de calidez por todo el cuerpo. De pronto la nariz se le inundó de los aromas de la última Navidad, que había pasado junto a Ellen y su familia. Esos días la casa entera olía a almendra tostada, dulces, pasas y pudin de ciruelas.

El taxi se detuvo frente al señorial portón de hierro de estilo isabelino. Lilly pagó al conductor, que tras sacar su equipaje del maletero salió zumbando. La radio, que durante todo el trayecto se había hecho notar con su insistente carraspeo, apenas le había concedido un momento para observar con calma la propiedad.

Y ahora no podía apartar los ojos de ella. Como hechizada, se asomó entre los barrotes de la verja y no pudo evitar sentir un poco de envidia. La suerte siempre había acompañado a su amiga. No solo por haber podido dedicarse a lo que siempre había querido hacer, también por tener un marido maravilloso, dos hijas encantadoras y esa casa, a la que para ser justos y no minusvalorarla no se podía llamar casa sino mansión.

El edificio, cubierto por la escarcha, contaba con numerosos pináculos, torrecillas y chimeneas, y en los viejos ventanales se reflejaba el pálido azul del cielo invernal.

Ellen y su marido se la habían comprado diez años atrás a un hombre de negocios inglés de buena familia. Por aquel entonces estaba bastante deteriorada y el dueño no podía hacerse cargo de su mantenimiento, así que en el fondo se alegró de librarse de ella.

En apenas seis meses, Dean, propietario de una importante constructora londinense, convirtió aquella casa medio en ruinas en una auténtica joyita. Lo más curioso era que, a pesar del asombroso proceso de modernización que había sufrido, seguía transportando al visitante a la época Tudor.

De pronto, Lilly reparó en que tras la muerte de Peter ya no eran tan frecuentes sus visitas, y recordó lo estupendamente que su marido se llevaba con Dean. Si se había mostrado un poco esquiva últimamente era por el temor a que Dean y la propia Ellen la abrumaran con un exceso de condescendencia. Pero el tiempo había pasado y ahora presentía que la visita iba a hacerle bien. Con ese ánimo optimista, apretó el botón del portero automático.

La respuesta a su llamada fueron unos amenazantes ladridos. Al poco aparecieron en la lejanía dos rottweiler. Las temibles bestias se acercaron por ambos flancos del caminito de tierra enseñando sus aterradoras fauces. Al reconocerla se tranquilizaron un poco, apoyaron las pezuñas en la verja y le echaron su cálido aliento. Lo cierto era que inspiraban miedo, aunque Lilly, que precavidamente se había apartado unos pasos de la verja, sabía que por lo general solo atacaban si se lo ordenaban. Como para fiarse…

—¿Sí? —dijo tras un fuerte chasquido una voz de niña que, a pesar de sonar más mayor que en su última visita, Lilly reconoció al instante.

—¿Norma? Soy yo, tía Lilly.

—¡Hola! —contestó con alegría la voz—. Espera, que te abro.

Cuando la puerta empezó a abrirse, Lilly lanzó una mirada cargada de escepticismo a los dos perrazos. ¿Cómo demonios se llamaban? ¿Skippy y Dotty? Optó por entrar sigilosamente y no decirles nada. Entonces sonó un potente silbido.

—¡Eh, vosotros dos, dejad a la señora en paz!

Al ver a Rufus, el jardinero, respiró aliviada. Los perros obedecieron su orden; tras continuar vigilándola unos instantes, dieron media vuelta y corrieron hacia él dando grandes saltos.

Cuando Lilly se acercó un poco más, vio que el hombre venía cargado con unos leños.

—¡Hola, señor Devon! —saludó al jardinero mientras este se sacaba algo del bolsillo para intentar alejar a los perros. La maniobra surtió efecto: ambos salieron corriendo tras la pelotita.

—Hola, señora Kaiser —repuso él, y se restregó la mano en sus pantalones de faena antes de tendérsela—. La señora Norris me avisó de que venía. Me habría encantado tener el jardín presentable antes de que usted llegara, pero es que esos dos granujas no me dejan tranquilo ni un instante.

Rufus Devon era todo un bromista, y además un loco de los perros. Daba igual que el animal fuera miedoso o pendenciero; él siempre acababa ganándoselo. Y no era de extrañar, pues su familia criaba perros desde siempre y llevaba el amor por ellos en la sangre.

—Me temo que ni siquiera David Copperfield tiene un truco para hacer crecer violetas entre la nieve —bromeó Lilly—. El mero hecho de que cuide del jardín en estas fechas ya me parece admirable; aún faltan un par de meses para que empiece la temporada.

—Cierto, pero para entonces quiero que todo esté listo. Así el jardín lucirá como merece.

—¡Estoy segura de ello!

Tras despedirse del señor Devon se dirigió hacia la casa. De camino, intentó llenarse los pulmones de ese aire tan distinto del de Berlín. Olía a astillas y humus, a hojas podridas y nieve sucia, a agujas de abeto y madera vieja, a alberca y juncos.

De pronto, a sus espaldas empezó a traquetear la trituradora de madera, un sonido que le ponía la piel de gallina. Siempre había sentido una gran aversión por los ruidos, así que apretó el paso instintivamente. Por suerte, en la escalera de la entrada casi no se oía nada ya.

Cuando vio las dos torrecillas de la fachada volvió a sentir algo muy cercano a la envidia. ¿Habría descansado tras esas paredes la reina Isabel I en sus jornadas de cacería? En cualquier caso no costaba imaginárselo, pues el lugar evocaba esa época lejana.

Apenas tuvo tiempo de recrearse en esa imagen del pasado, pues nada más subir un par de escalones se abrió la puerta. Las hijas de Ellen salieron a su encuentro corriendo como si se tratara del mismísimo Papá Noel y la abrazaron con tal ímpetu que casi se cae de espaldas escaleras abajo.

—¡Tía Lilly! —exclamaron al unísono las pequeñas. Al levantarlas comprobó que habían crecido lo suyo. Y bien que se lo habría dicho si no fuera porque recordaba cuánto odiaba que sus tías le dijeran siempre lo mismo.

—¡Cuánto me alegro de veros! —dijo en inglés, aunque ambas hablaban un alemán perfecto gracias a su madre.

—¡Y yo de verte a ti, tía! —dijo educadamente Jessi en alemán, robándole una sonrisa a Lilly—. Mamá nos dijo que te acompañáramos a tu habitación en cuanto llegaras.

—Sí, tienes que descansar un poco —añadió Norma.

—Pero si he venido sentada todo el tiempo. ¿Qué creéis, que he cruzado el canal de la Mancha a nado?

Las dos niñas rieron su ocurrencia y se metieron corriendo en casa.

Mientras las seguía reparó en algunos muebles que no estaban en su última visita. Del olor a barritas de azúcar de las Navidades pasadas no quedaba ni rastro. En su lugar reinaba un fuerte olor a pegamento, debido seguramente a que las niñas estaban haciendo los deberes de las vacaciones.

Las pequeñas correteaban por el pasillo donde estaba su habitación y a Lilly le vinieron a la mente recuerdos de cuando ella y Ellen corrían y daban saltos por el pasillo de la casa de sus padres; las largas piernas de su amiga le otorgaban cierta ventaja que ella solo podía compensar corriendo más.

—Mamá nos ha pedido que no te agobiemos con preguntas —dijo Jessi, la mayor, que a sus once años ya era casi tan alta como Lilly.

—Qué cosas tiene vuestra madre. Pero si he venido precisamente para someterme a vuestro interrogatorio. Aunque si lo que queréis saber es qué banda de rock está de moda en Berlín, me temo que no voy a poder ayudaros.

—Mamá dijo que traías un violín —dijo Norma, como si los grupos de música y la moda juvenil aún no fueran con ella—. ¿Puedo verlo?

—Claro. Luego te lo enseño. Pero primero déjame deshacer el equipaje.

Las niñas se detuvieron delante de una puerta artesonada, una de las pocas que seguían conservando su aspecto original. El corazón de Lilly empezó a palpitar de la emoción; era la habitación donde siempre dormía cuando venía de visita. Le recordaba tanto a la casa de su abuela que era como volver a un lugar de la infancia. Esa cama tan alta, la vieja tarima, los muebles antiguos…

En cuanto las niñas abrieron la puerta comprobó que apenas había cambiado nada. La cama seguía siendo el macizo armatoste que recordaba, y el vetusto armario sacado del dormitorio de los padres de Dean, fallecidos hacía años, también permanecía en el mismo sitio. Oteándolo todo desde las alturas estaba la vieja cabeza de Heinrich, un ciervo al que bautizaron con ese nombre en honor a otro ciervo que salía en un libro de cuentos. Lilly la había comprado en Berlín Oriental dos años antes de que cayera el Muro. La primera vez que se enfrentó a ese monstruo disecado casi se muere de miedo, pero con el tiempo la fiera fue perdiendo su aspecto aterrador. Ahora era parte del mobiliario, como el artesonado del techo y la tela roja que cubría las paredes, restaurada por un tapicero de Oxford. La única novedad era un largo paquete tendido sobre la cama.

—Es un regalo de mamá —le explicó Jessi, orgullosa como si ella misma lo hubiera elegido—. Lo trajo ayer… ¡No nos ha dejado husmear!

—¿Podemos abrirlo? —propuso al instante Norma.

—Claro que podéis. Pero primero dejadme sacar las cosas. —Colocó la maleta delante del armario bajo la atenta mirada de las niñas, que aguardaban expectantes junto a la cama. Lilly sonrió al comprobar lo obedientes que eran. Ellen y ella no habrían podido resistirse a echar un vistazo en cuanto sus madres se hubieran dado la vuelta. Aunque también podía ser que la estuvieran engañando.

Se acercó a la cama y abrió el paquete con parsimonia. Cuando vio el contenido se quedó sin aliento. Envuelto en un papel de seda de color verde claro y decorado con hojitas, había un vestido verde botella. ¡Justo el color que mejor conjuntaba con su melena roja!

—¡Qué mono! —exclamó Norma.

—¿Me lo puedo probar? —preguntó Jessi.

Lilly no sabía qué decir. Estaba demasiado acostumbrada a su vestuario, que era de lo más austero. Con unos vaqueros, unas cuantas blusas, un jersey negro de cuello alto para el invierno y un traje pantalón para los días señalados tenía más que de sobra. Sin duda lo suyo eran los vaqueros y las camisetas.

El vestido que ahora relucía bajo la tenue luz de la tarde superaba con creces todo lo que tenía en su armario, aunque era demasiado elegante para ir a un pub normalito o para salir a dar una vuelta.

—¿No te gusta? —preguntó Jessi, ansiosa por poner sus garras sobre ese vestido tan poco apropiado para una niña de once años.

—Claro que sí. Es… —Es disparatadamente caro, pensó, pero al final exclamó—: ¡Es precioso!

Acarició la tela con cuidado: era tan suave como parecía a simple vista. Vestida con él no desentonaría en Buckingham Palace, ni siquiera en Ascot. Estaba claro que Ellen iba a obligarla a estrenarlo. Quizá no en palacio ni en las carreras de caballos, aún no había llegado la temporada. Pero resultaba evidente que algo se traía entre manos.

—¡Cuando sea mayor quiero uno igual! —exclamó Norma—. O, si no, me lo dejas tú, tía Lilly.

—Cuando tengas edad para llevarlo seguro que la moda habrá cambiado una barbaridad, señorita —repuso ella mientras volvía a guardar el vestido, no sin antes echarle un último vistazo.

Las dos niñas se miraron a los ojos y acto seguido Jessi preguntó:

—¿Te traemos algo de beber, tía?

Las perfectas anfitrionas, pensó Lilly.

—Gracias, es todo un detalle por vuestra parte, pero antes tengo algo que daros.

Fue hasta donde estaba su maleta y sacó sus regalos. En una tiendecita muy cuca había encontrado unas camisetas estampadas y unos bolsos. La dependienta le aseguró que estaban causando furor entre las adolescentes.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Norma agitando suavemente su paquete.

—Un poco de aire berlinés —respondió entre risas—. Lo mejor es abrirlo y, sobre todo, probárselo.

Las niñas aceptaron encantadas la propuesta y se fueron corriendo a su cuarto con el botín, lo que hizo que Lilly volviera a revivir momentos que había compartido con Ellen. Ellas siempre abrían juntas los regalos de Navidad de la madre adoptiva de su amiga, lo mismo que seguramente estaban haciendo ahora sus hijas. Unas niñas fantásticas, pensó mientras apartaba la caja del vestido y dejaba caer la maleta sobre la colcha, un quilt hecho a mano y con un estampado de rosas rojas. Niñas tan educadas no abundan en Berlín, se dijo.

Mientras colocaba la ropa en los cajones del armario intentó imaginar qué habría dicho Peter del vestido. A él no le hacía mucha gracia que su amiga le hiciera regalos caros, por más que ella insistiera en que no esperaba ser correspondida. «Lilly y yo nos conocemos desde mucho antes que vosotros dos», solía decirle Ellen en aquellos casos, y a Peter no le quedaba otra que quedarse callado. Seguro que le habría encantado, concluyó Lilly. Lo que no sabía era cuándo iba a estrenarlo.

El rugido de un motor y el crujir de la gravilla bajo unas ruedas la arrancaron de sus ensoñaciones. ¡Era Ellen!

Le bastó acercarse a la ventana y descorrer la gruesa cortina para confirmar su sospecha. Con una sonrisa en el rostro, Lilly observó cómo su amiga bajaba del coche, iba corriendo al maletero y sacaba dos bolsas llenas a rebosar. Después la vio subir renqueante las escaleras y desaparecer por la puerta.

Jessi y Norma ya le estarían contando que había llegado.

Volvió a correr la cortina, agarró el regalo de Ellen y abandonó la habitación. Ya en el pasillo se percató de que su amiga andaba trasteando en la cocina. Era evidente que había regresado antes que de costumbre para poder preparar algo, como siempre que venía a visitarla.

—¡Hola, Ellen!

Su amiga se llevó tal susto que estuvo a punto de tirar al suelo el paquete de carne que se disponía a meter en el frigorífico.

—¡Lilly! ¿Estás despierta? Pensé que te echarías un rato después del viaje.

—¿Por qué iba a hacer eso? —contestó Lilly sin dejar de sonreír—. Tampoco es que haya venido de Singapur. Además, estoy demasiado contenta como para pegar ojo. Aunque debería echarte la bronca.

La mirada de reproche dio paso enseguida a una amplia sonrisa y un afectuoso abrazo.

—De modo que ya lo has visto —repuso Ellen mientras Lilly la estrechaba en sus brazos—. Dime solo si te gusta.

—¡Pues claro que me gusta! Pero seguro que cuesta un ojo de la cara. ¿Y puede saberse cuándo demonios voy a poder ponérmelo?

Ellen se apartó. En su rostro asomó una sonrisa maligna.

—¿Acaso creías que iba a privarme de invitar al Ritz a mi mejor amiga, a quien por cierto apenas veo una o dos veces al año? O, si no, podemos ir a uno de esos locales nuevos y escandalosamente caros que están tan de moda. Hay unos cuantos restaurantes de lo más chic en los que podrías conocer a algún famoso.

¿Le apetecía algo así? En esos momentos, por extraño que pudiera resultar, el único hombre que Lilly quería volver a encontrarse era el del avión. Y le daba igual que fuera en un restaurante de postín o en un pub de barrio.

—Por tu culpa, ahora mi regalo va a parecer una birria —dijo Lilly dándole un paquete envuelto en un papel decorado con auténticas flores secas que había recogido hacía años en una excursión a la montaña.

Ellen llevó la caja a la mesa y meneó la cabeza.

—Nada que venga de ti me va a parecer una birria, ya lo sabes. ¿Qué es? —Su tono recordaba a la chica de catorce años que un día fue.

Lilly había estado dándole muchas vueltas a qué podía gustarle a su amiga. Regalarle algo de su tienda le pareció poco, así que acudió a la competencia y compró un candelabro de plata que pensó que quedaría muy bien en la larga mesa de su salón. Ahora dudaba de su elección. Sin embargo, en cuanto Ellen abrió el paquete, vio asomar una sonrisa sincera en su rostro.

—¡Qué maravilla! ¿Es de tu tienda?

—No, de la competencia. Han abierto una tienda preciosa en el barrio de Mitte. No me sorprende que los clientes no acudan a la mía.

Una fina arruga de preocupación se dibujó entre las cejas de Ellen.

—¿No van bien las cosas?

Lilly negó con la cabeza y dijo:

—Es solo un bache pasajero. Lo normal después de las Navidades. Ya remontaré cuando vengan los turistas. He pensado seriamente en llenar la tienda de relojes de cuco; los japoneses alucinan con ellos.

—Claro, como que son lo más típico de Berlín… —dijo Ellen entre risas antes de abrazar de nuevo a su amiga—. No sabes lo que te he echado de menos. La próxima vez no me hagas esperar medio año, ¿de acuerdo?

—Veré qué puedo hacer. Cuando la tienda vaya mejor me será imposible dejar sola a Sunny.

—¿Te sigue echando una mano?

—Sí. La pena es que tenga otras inquietudes. Esa chica ha nacido para ser anticuaria.

Ellen había conocido a Sunny en su última visita a Berlín. Entonces era verano, los clientes se agolpaban en la puerta del negocio y Lilly no habría podido dar abasto sin su ayuda. Y, además, gracias a ella había conseguido disfrutar un poco más de la visita sorpresa de su amiga.

—Pues convéncela. Seguro que la gente de humanidades lo tiene tan crudo en Berlín como aquí. Así al menos tendría un trabajo.

—Ya lo intento. De todos modos, cuando mejore la cosa me gustaría contratar a alguien. Así podría venir a verte más.

—Y también recorrer mundo, no lo olvides.

Lilly agachó la cabeza.

—Sí, viajar por todo el mundo… Si Peter viviera…

Lilly se detuvo al comprender que eso era lo último que su amiga quería escuchar. Esta le pasó el brazo por el hombro.

—¿Por qué no damos un paseo antes de que se vaya el sol?