10
LONDRES, 2011
—La extracción de las imágenes no debería ser un problema —dijo la voz de Sunny por el teléfono. Gracias a las instrucciones de Lilly, había logrado abrir la cámara y sacar la tarjeta de memoria—. Pero hay muchas horas grabadas. Habría que borrar las imágenes de vez en cuando.
—¿No se pueden pasar a cámara rápida? Solo necesito la parte en que aparece el hombre del violín.
Lilly apenas le había contado de qué iba la historia, así que se había puesto a fantasear y ahora estaba convencida de que el violín escondía algo turbio y de que el anciano había querido deshacerse de él bajo cualquier pretexto.
—¿Puede saberse para qué necesitas las imágenes si crees que el violín no es robado?
Lilly soltó un suspiro; tenía que haber previsto que Sunny no se daría por vencida.
—Quiero preguntarle a mi madre si conoce a ese hombre. Es un asunto familiar. Pero antes de que me sigas acribillando a preguntas, te advierto que no voy a decirte nada más. Seguro que a ti tampoco te gustaría airear la historia de tu familia.
—Bah, no hay demasiado que contar. La típica familia burguesa. Tendrías que ver la cara que ponen cada vez que les enseño un tatuaje.
—Pues ya tendrían que estar acostumbrados.
—Y tanto, pero te aseguro que cada nuevo tatuaje les provoca un shock. En fin, me pongo con las imágenes. Siento decirte que no hay un alma en la tienda.
—Está bien, ya me lo esperaba. —Lilly se encogió de hombros—. ¿Me las mandas por correo electrónico en cuanto las tengas?
—Lo intentaré. Si pesan mucho tendré que mandarte un CD.
—Cuando acabes vuelve a montar la cámara. No me gustaría que me desvalijaran ahora que no va a entrar género nuevo.
Sunny resopló, como dudando de que alguien fuese a tomarse la molestia de robar los trastos que atestaban la tienda.
—Tú tranquila, Lilly, lo tengo todo controlado. Como alguien entre a robarme…
—¡Espero que no le pegues un estacazo en la cabeza!
—Pues claro que no, mujer… Llamo a la poli y listo.
—¡Buena chica! —Lilly, aliviada, soltó una bocanada de aire—. ¿Podrías hacerte cargo de la tienda dos semanas más? Mi amiga cree que las pruebas van a tardar un poco más de lo previsto. Te doblo la paga y además te haré un regalito.
—No hay problema, no empiezo la uni hasta abril, así que cuenta conmigo.
—No creo que te necesite tanto tiempo —repuso Lilly—. Además, algo de vacaciones tendrás que tener, ¿no? Tu tatuador ya te habrá dado por desaparecida.
—Tranqui, hablamos por Facebook, no me va a echar de menos. Y que sepas que estoy llevando el negocio de lujo. Ayer le vendí una cosita a una señora.
—Pero ¿no decías que no había un alma?
—De vez en cuando entra alguien.
—Bien, pues entonces me quedo tranquila. No te olvides de las imágenes, ¿vale?
—Me pongo con ello. ¡Hasta pronto!
—Cuídate, Sunny.
Tras colgar, Lilly se dirigió al despacho de Ellen. Por suerte su amiga le había ofrecido utilizar su ordenador; sin él, a saber cómo se las hubiera arreglado… En su fuero interno anhelaba recibir un correo de Gabriel, pero la cabeza le decía que era imposible. Tenía la agenda completa, y que le hubiera dedicado parte de su tiempo el día anterior había sido pura chiripa. Aun así, no pudo evitar sentirse un poco decepcionada al comprobar que, a pesar de tener la bandeja de entrada llena, no había recibido más que publicidad, spams y un correo de su padre en el que le preguntaba qué tal le iba y le hablaba brevemente de una excursión que quería hacer con sus amigos de la hermandad. Por un momento, barajó la posibilidad de aprovechar para preguntarle por el anciano, pero acabó desechándola. Necesito el vídeo, se dijo. Será mejor mostrarle su rostro en vez de calentarle la cabeza con mis historias. Al final se limitó a responderle que estaba pasando unos días en Londres en casa de su amiga y que en cuanto volviera a Berlín los llamaría.
Nada más enviar el mensaje sonó el teléfono. ¿Sería para Ellen o era de nuevo Sunny? Un vistazo a la pantalla le bastó para saber que no se trataba de Sunny: llamaban desde Londres.
—Lilly Kaiser, dígame.
Para su sorpresa, al otro lado de la línea se presentó una voz de mujer bastante cortante. La arpía de la recepción, claro.
—¿Señora Kaiser? Un segundo, le paso con el señor Thornton.
Lilly se tapó la boca para que no se le escapara un grito de júbilo. ¡Era él! De pronto el corazón se le puso a cien.
—¿Señora Kaiser? —preguntó de nuevo la secretaria al no oír nada.
—Sí, sigo aquí. Páseme con él, gracias.
Lilly empezó a escuchar una musiquilla, que por suerte no duró demasiado.
—¿Qué tal, Lilly? —dijo un Thornton de lo más animado—. Espero que tenga un momento para mí.
—Por supuesto que lo tengo. ¿Dónde está?
La pregunta venía motivada por el eco que percibía de fondo, el mismo que había escuchado en la visita al archivo.
—Aquí, entre discos de pizarra y cilindros de cera para fonógrafo —dijo él, haciéndose el interesante—. ¿A qué no sabe lo que he encontrado?
—¿Una grabación de Rose Gallway?
—Sí, se trata del primer concierto que dio. Es del 12 de junio de 1895, en Cremona. Rose tenía entonces catorce años, si las fechas no son erróneas. Al parecer, la señora Faraday llevó a su mejor alumna a la ciudad de los violines.
—¿Ya ha escuchado la grabación?
—Aún no. Los cilindros son muy delicados, y este precisamente no es de los que mejor se conservan. Como no sabemos si quedará dañado una vez lo escuchemos, les he pedido a nuestros técnicos que hagan una copia digital.
—Entiendo… —Lilly se mordió la lengua. Le habría encantado preguntar si podía asistir a la audición. ¿Cómo tocaría la tal Rose?
—El motivo de mi llamada es saber si le apetece escucharla conmigo. Siempre que tenga tiempo, claro.
Antes de contestar, Lilly tomó aire.
—Claro que tengo tiempo. —¿Qué otra cosa mejor podría hacer?, pensó para sus adentros.
—Perfecto —dijo Thornton entre risas—. Será un placer que asista a la audición del cilindro.
—¿A qué hora sería? —Lilly miró el reloj: las diez y veinte.
—Cuando le venga a usted bien.
—¿Ahora mismo, por ejemplo? —El corazón estaba a punto de salírsele por la boca. Pensó en llamar a Ellen para que también asistiera a la audición, pero entonces le vino a la mente la conversación de la pasada noche en la que su amiga le había explicado las profundas diferencias que había entre la escuela de Gabriel Thornton y su empresa.
—Si se planta aquí en menos de diez minutos tendremos que hacerla esperar, pero si nos da media hora no habrá problema. Entonces, ¿se acerca?
Durante el trayecto en taxi, Lilly se recostó en el asiento e intentó dominar la ansiedad. Esa mañana había mucho tráfico, apenas avanzaban entre tanto coche, y el tiempo corría implacable. Miró el reloj entre suspiros. La media hora ya había pasado. Thornton había prometido esperarla, pero odiaba ser impuntual. Tras una condena de cinco minutos de atasco, el taxi volvió a ponerse en marcha tímidamente.
¿No conoce un atajo?, le habría gustado preguntarle al taxista, pero entonces apareció la escuela. ¡Por fin!
—Siento que hayamos tardado tanto —se excusó el taxista al tomar el dinero—. A estas horas, la red es un hervidero.
—No se preocupe —dijo Lilly educadamente a pesar de haber estado a punto perder los nervios… Sin malgastar un instante, enfiló las escaleras.
El cálido sonido de unos instrumentos de cuerda la acompañó por los pasillos que conducían al despacho de Thornton. Su secretaria no la miró con mejores ojos que la primera vez, pero al menos ahora sabía por qué estaba ahí y no puso objeción alguna a que entrara a ver a su jefe.
Thornton parecía estar esperándola. En cuanto la vio entrar, se levantó como un resorte de su silla. A juzgar por lo arrugado que estaba el puño de su camisa, había mirado varias veces el reloj.
—¡Al fin ha llegado, Lilly! ¡Estaba a punto de mandarle una tropa de salvamento!
—Le ruego que me perdone, el tráfico estaba fatal —repuso Lilly—. Espero que no hayan empezado sin mí.
—De ningún modo. Acompáñeme.
Gabriel la llevó por un pasillo interminable hasta llegar a una puerta que apenas dejaba escapar ruido alguno.
—Nuestro laboratorio de sonido —le explicó antes de entrar.
Junto a una de las mesas aguardaba un hombre de unos cuarenta años en mangas de camisa; parecía custodiar un extraño artefacto.
—¿Bob? Ya ha llegado nuestra invitada —dijo Thornton girándose hacia Lilly—. Lilly, este es Bob Henderson, un auténtico genio de la digitalización de cilindros para fonógrafo.
—Exagera descaradamente —dijo Henderson al estrecharle la mano—. Me limito a hacer mi trabajo.
Su humildad la hizo sonreír.
—¡Ya podemos empezar! —anunció Henderson volviéndose hacia el engendro tecnológico. Mientras Lilly se preguntaba cómo demonios funcionaría, descubrió insertado en él un cilindro de cera.
—Por suerte, el cilindro que contiene la grabación de Rose Gallway no es de los más antiguos —comentó el hombre situándose tras la mesa.
Apretó un botón y el cilindro empezó a girar lentamente. Tras un ruido rasposo y casi ensordecedor, que le hizo temer lo peor a Lilly, empezaron a oírse de fondo las primeras notas. Al instante, el ordenador limpió el sonido y la música se hizo audible. Ella sonrió de oreja a oreja al escuchar los primeros acordes de Las cuatro estaciones. Supo al instante que se trataba de «La primavera» de Vivaldi, una de las pocas obras clásicas que conocía bien y que incluso podía tararear.
La violinista era sin duda una virtuosa. Ahora entendía lo que Ellen intentaba decirle la noche anterior: la interpretación tenía alma, no había que ser un melómano para darse cuenta. Los dedos de la violinista parecían volar sobre el mástil, y aunque Lilly no era capaz de distinguir las coloraturas añadidas por la intérprete, quedó fascinada por su arte. Resultaba increíble que alguien pudiera arrancarle esas notas tan precisas y vertiginosas a un trozo de madera. La grabación era muy breve; el fragmento apenas alcanzaba a sugerir la llegada de las tormentas de abril. En la sala reinaba un silencio sepulcral; hasta los técnicos que realizaban pruebas a los instrumentos habían cesado en su labor para ponerse a escuchar.
Pasados unos instantes, Thornton meneó la cabeza para salir del trance.
—No me extraña que el mundo se rindiera a sus pies. Yo diría que es la mejor violinista que he escuchado jamás. ¿Usted qué opina, Bob?
—Solo Paganini lo haría mejor —repuso el técnico, visiblemente emocionado por el fugaz fragmento de música.
—¿Y usted, Lilly?
Ella sintió una extraña mezcla de placer e intranquilidad al advertir que Gabriel clavaba los ojos en ella.
—Ha sido…, ha sido maravilloso. —Se sintió ridícula y cursi, pero Gabriel asintió sonriente antes de volverse hacia Henderson.
—¿Podemos hacerle una copia a la señora Kaiser?
—Por supuesto, pero me va a llevar un rato. ¿Dispone usted de tiempo?
—La señora Kaiser aún tiene que recoger cierta documentación sobre Helen Carter —respondió por ella Gabriel.
Lilly lo miró con los ojos como platos. ¡Menuda sorpresa! Gabriel debía de haber puesto el sótano patas arriba.
—Perfecto entonces —dijo Henderson—. Se la envío al despacho, señor Thornton.
—Mil gracias, Bob.
Thornton condujo a Lilly fuera del laboratorio.
—¿De verdad tiene documentación sobre Helen Carter para mí? —le preguntó en cuanto cruzaron la puerta.
Gabriel asintió.
—¿Ha estado rebuscando en el cajón de las causas perdidas?
—¿Me creería si le digo que tenemos uno?
—Sí, aunque no creo que guarden ahí todos los discos y los cilindros inservibles. Para eso mejor destruirlos.
—¡La historia no se destruye! —exclamó él haciéndose el ofendido—. Aquí no se tira nada. Conservamos hasta los cilindros que no somos capaces de reproducir con nuestros recursos actuales. Quizá en algún momento desarrollemos una tecnología para poder escucharlos. El «cajón de las causas perdidas» es más bien un lugar seguro donde guardar a buen recaudo todos esos casos supuestamente irresolubles, como por ejemplo el cilindro de Rose Gallway. ¡Menudo hallazgo!
En el archivo, Gabriel había apilado unas cuantas carpetas sobre una mesa.
—Entiendo que esto es todo lo que tienen sobre Helen Carter.
—Así es. Como le conté, ella y su familia murieron cuando el barco en el que intentaban abandonar Sumatra fue atacado. He estado buscando información sobre sus padres en los viejos libros de registro de la señora Faraday.
—Si no me equivoco, Sumatra fue un protectorado holandés, ¿verdad?
Lilly recordó vagamente unas muñecas que en una ocasión le había ofrecido un holandés. Eran un espléndido trabajo en filigrana, auténticas obras maestras, pero por aquel entonces ella pensó que el centro de Berlín no era el mejor lugar para venderlas. Ignoraba qué había pasado al final con las muñecas, pero se acordaba de que el holandés le contó que las había heredado de su padre. Este, al parecer, había poseído una plantación en Sumatra, donde las muñecas se empleaban como marionetas en el teatro de sombras.
—Lo que no implica que en la isla vivieran solo holandeses; también había muchos alemanes, franceses e ingleses. Emily Faraday anotaba en sus archivos el lugar y la familia de procedencia de sus alumnas. Era una mujer muy diligente y buscaba sus talentos en cualquier parte del mundo, incluso en regiones tan remotas como Sumatra, pues era de la opinión de que las flores más hermosas crecen en los lugares más recónditos. La madre de Rose Gallway era de Sumatra, y su padre, inglés. Helen Carter era hija de James e Ivy Carter. El señor Carter dirigía una factoría inglesa en Padang y era amigo de Piet Van Swieten, por entonces gobernador de la isla.
—¡Así que es posible que Rose Gallway y Helen Carter llegaran a conocerse! ¡Puede que hasta Rose le enseñara a Helen a tocar el violín!
—Posible es, pero no tenemos constancia de ello.
—¿Y cómo, si no, llegó a manos de Helen el violín de la rosa?
—Puede que se lo robaran a Rose y que lo vendieran tras su desaparición.
—¡Qué hipótesis tan horripilante!
—Sí, aunque no por ello hay que descartarla. ¿Por qué, si no, iba a separarse Rose de su preciado violín?
Lilly memorizó todos esos datos sin saber muy bien qué hacer con ellos.
—¿De veras no se sabe nada de qué pasó realmente con Rose Gallway?
—No. El único que podría decirnos algo al respecto es el violín, pero desgraciadamente solo emite notas y no palabras.
Gabriel rebuscó en una carpeta y sacó una hoja.
—Aquí tiene un resumen de los datos más significativos de Helen y Rose. El resto son apuntes de clase y anotaciones de sus profesoras. Por desgracia, en ninguno de esos viejos papeles se hace referencia a las posibles dotes para componer de ninguna de ellas, pero yo apostaría a que el jardín que da título a la composición se encuentra en Sumatra, y que alguna de esas dos muchachas guarda relación con él.
Lilly lo miró inquisitivamente.
—¿Ha tocado ya la obra?
La sonrisa que esbozaron sus labios le dio la respuesta antes de hacerlo sus palabras.
—Por supuesto. Y si lo desea estaré encantado de interpretarla para usted.
—Soy toda oídos.
Thornton se echó a reír.
—Aquí no tengo mi violín. Y antes debería ensayar un poco.
—Ajá, ¿y cuándo cree que estará listo?
—Cuando me traiga el violín de la rosa. Para serle sincero, esperaba que lo trajera hoy consigo.
—Lo siento mucho, pero es que lo está analizando Ellen.
—Mejor. Así tendré más tiempo para ensayar —dijo Thornton guiñándole el ojo.
Cuando llegaron al despacho, Henderson los estaba esperando con una copia en CD de la grabación. Además, Gabriel le había hecho también una copia de los expedientes de Rose Gallway y Helen Carter.
—¿Cómo va a compensarme por este inmenso favor? —dijo Thornton esbozando una descarada sonrisa mientras agitaba la caja del CD frente a su cara.
—¿En qué está pensando? —le preguntó Lilly.
—En una compensación de carácter personal.
Se quedó de piedra. Tenía a Thornton por un caballero, pero sus palabras sonaban a proposición indecente. ¿O le estaría jugando una mala pasada su mente calenturienta?
—Y… ¿De qué se trata? —dijo entre titubeos.
—Una cena. Naturalmente, invita usted.
Sin poder evitarlo, se le escapó un suspiro de alivio.
—Hecho. Es lo justo, ¿no? Le invito a cenar. Pero tendrá que sugerirme un buen restaurante, no conozco ninguno en Londres y quiero estar a la altura. ¿Le parece bien?
—Marcaré mis preferencias en una guía gourmet y se la haré llegar. ¿Sigue en casa de la señora Morris?
—Sí —dijo, y notó un calor insoportable en las mejillas. Por un momento se hizo un silencio, que Lilly rompió con una risa nerviosa—. Gracias de nuevo.
—Ha sido un placer. Espero que averigüe algo sobre nuestra Rose y su violín. Creo sinceramente que merece ser recordada.
En ese instante sonó el claxon del taxi que la esperaba fuera.