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PADANG, 1902
—Qué hermosa vista, ¿no te parece?
Paul Havenden, flamante y joven lord que tras la muerte de su padre se había puesto al frente de una de las más antiguas y prominentes familias de la aristocracia inglesa, se llenó los pulmones de ese aire cálido en el que se mezclaban todos los olores del puerto. ¡La visión del mar era fastuosa! Bajo un cielo sin nubes se extendía un maravilloso y cristalino espejo de agua azul. La cálida brisa que arribaba del mar mecía las palmeras que adornaban el enclave. Los edificios cercanos al puerto eran en su mayoría de estilo colonial, y dotaban al lugar de un aire holandés muy marcado. Casas como esas, con amplias columnas y tejados ligeramente combados, ya las había visto en Ámsterdam, pero entre ellas también había exóticas construcciones nativas que daban a la ciudad un aspecto muy peculiar.
Nada más llegar había notado una clara mejoría. Hora tras hora sentía que su cuerpo recobraba las fuerzas y que su piel se iba liberando de las feas costras a las que el húmedo clima inglés lo tenía condenado. ¡Cuánto había anhelado el buen tiempo, especialmente en los últimos meses!
Maggie, la mujer que no hacía mucho se había desposado con Paul, tenía un aspecto bien diferente. Postrada en la chaise longue, no cesaba de darse aire con el paipái, pues el ventilador del techo no bastaba para atenuar el bochorno. El monzón se avecinaba, o eso parecía a juzgar por la enorme humedad del aire; sin duda el mejor clima para un enfermo de la piel, pero un auténtico suplicio para una mujer que se sentía como pez en el agua en los frescos salones de Londres y que no estaba dispuesta a renunciar al corsé ni siquiera en el trópico.
—Hasta donde alcancé a ver desde el barco, parece un hermoso lugar —repuso Maggie haciendo de tripas corazón—. Aunque enseguida me entraron ganas de meterme en la cámara refrigerada de la bodega… ¡Hace un calor insufrible! Y lo peor es que todo lo que se me ocurre para hacerlo más llevadero atenta contra el decoro…
Paul rio a carcajadas.
—Ay, querida, ya te acostumbrarás a este clima. En una o dos semanas no querrás moverte de aquí, te lo prometo. ¡No irás a comparar la gris Inglaterra con esta delicia para los sentidos! ¿Has visto a toda esa gente en el puerto vestida de vivos colores? ¿Te has fijado en los vendedores? Nada que envidiar al más espléndido bazar de Oriente.
Maggie sonrió por deferencia, pero Paul sabía bien que, cuando su mujer se enteró de que había aceptado la invitación del gobernador local, la noticia le había causado de todo menos entusiasmo. Por aquel entonces daba comienzo la temporada de bailes, y ella, que era un animal social, no pudo evitar vivirlo como un destierro en toda regla. Pese a ello, Paul no pudo rechazar la oferta de mijnheer Van Swieten. Primero, porque era amigo de su padre, y después, porque le había dejado entrever un negocio extraordinariamente lucrativo. Sumatra era famosa por sus plantaciones de azúcar y tabaco, todas ellas monopolizadas por los holandeses. Así que, cuando Van Swieten le propuso adquirir parte de una próspera plantación de azúcar de un propietario con pésimo ojo para los negocios, sus palabras le sonaron a música celestial.
Naturalmente, a Maggie no le había contado nada de la propuesta, pues no quería agraviar a su esposa imponiéndole un engorroso viaje de negocios que de seguro no le interesaría en absoluto. Sin duda lo mejor habría sido dejarla en Inglaterra, pero Van Swieten había insistido en conocer a la nueva señora Havenden. A eso ella no podía negarse, por ello, para hacerle más agradable la idea de ausentarse por una buena temporada de su querido Londres, Paul le contó que iban en busca de inspiración para un libro de viajes que tenía en mente escribir. Presentado así, el viaje se presentaba más agradable para Maggie, pues si había algo que la sociedad londinense sabía apreciar eran las historias sobre lugares exóticos.
No obstante, ante la perspectiva de tener que esperar a Paul sola en el hotel, renunciando a placeres cotidianos como tomar el té con otras damas, la ya de por sí tocada moral de Maggie había ido minando. Añadido eso a la repentina e insoportable bofetada de calor que había recibido nada más salir a la cubierta del barco, no era de extrañar que su interés por ese lugar hubiera desaparecido, por muchas cosas maravillosas que pudiera ofrecerle.
—Tendrás que admitir que la gris Inglaterra es un país civilizado con una rica oferta cultural —comentó Maggie—. Al menos podrías procurarme una guía de viajes donde poder leer qué encantos ofrece este lugar.
—Te conseguiré una en cuanto me sea posible —le aseguró Paul cariñosamente—. Y te prometo que después de que me reciba el gobernador te llevaré donde quieras. ¿Qué te parecería visitar la selva virgen que se extiende más allá de la ciudad?
—¿La selva? —Maggie puso los ojos en blanco—. ¿Bromeas, verdad? Deja ya de reírte de mí.
—Nada de eso. Seguro que hay algún modo de atravesar la jungla sin correr peligro. Puede que montados en elefante, como en la India.
—¡Sabes perfectamente que sufro de miedo a las alturas!
—Pues tendrás que ir en búfalo —dijo entre risas Paul. La sola idea de ver a Maggie montada en un búfalo de agua era para desternillarse.
Pero a su mujer no pareció hacerle tanta gracia la ocurrencia.
—¡Paul Havenden! —le gritó—. ¡No creo que merezca ser el blanco de tus pesadas bromas!
—Discúlpame, querida, no pretendía contrariarte. Aunque no deberías descartar la visita a la jungla. Así tendrías algo emocionante que contar a tus amigas.
Un campanillazo interrumpió la conversación.
—Debe de ser el criado del gobernador —dijo Paul antes de apresurarse hacia la puerta.
Allí plantado esperaba un muchacho bronceado por el sol. En cuanto vio a Havenden, tomó sus manos y se las llevó a la frente.
Paul no se extrañó; sabía que se trataba de un gesto de cortesía con el que los niños rendían respeto a los mayores.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó en neerlandés, la lengua de su madre. Esta era hija de un rico comerciante holandés, y se había obstinado en que Paul dominara ambos idiomas a la perfección, pues, como ella misma solía remarcar, ambas eran las lenguas del comercio mundial.
Le bastó ver el rostro del muchacho para saber que le había entendido.
—Mijnheer Van Swieten me envía para entregarle esto.
El pequeño, ataviado con unos bombachos blancos y una chaquetilla rojo oscuro, le entregó un sobre que lucía unas cuantas manchas; era evidente que el mensajero se había dado un pequeño garbeo por el mercado. Paul le ofreció un par de monedas, pero el muchacho se negó a aceptarlas y salió corriendo.
—¿Y bien? —preguntó Maggie, que había conseguido incorporarse un poco.
—El gobernador nos manda un recado —dijo Paul tras cerrar la puerta. Luego abrió cuidadosamente el sobre con el cuchillo que solía llevar en los viajes metido en la caña de la bota.
Van Swieten, tan cortés como siempre, les había escrito en inglés.
—Es una invitación. Mijnheer Van Swieten nos invita este fin de semana a una cena de gala en su residencia, Wellkom.
—¿Ha llamado a su casa «Bienvenido»? —se sorprendió Maggie.
—Sí, los holandeses son así de hospitalarios, y este ha querido recalcarlo.
De pronto Maggie pareció revivir. La perspectiva de pasar una noche con gente refinada hizo que le brillaran los ojos.
—¿Quién crees que irá?, ¿las personas más insignes de la zona?
A Paul le bastó mirar a Maggie para saber que tras su frente se había puesto a funcionar la maquinaria. Se estaría preguntando cómo hacer llegar hasta allí a una buena modista capaz de confeccionarle en cinco días un vestido que hiciera palidecer de envidia a las otras damas.
—Probablemente los amigos del gobernador. Y por supuesto los dueños de las plantaciones de azúcar y tabaco.
—¿Ingleses?
—Seguro. Y también holandeses y alemanes. Y todos llevarán a sus mujeres para que tú no te aburras.
—Si yo no me aburro nunca… —protestó Maggie, que ahora incluso se había puesto de pie—. Lo que sucede es que la idea de pasar unas semanas entre palmeras y monos no me seduce demasiado.
—Pero si aún no has visto ni palmeras ni monos —repuso Paul, que de pronto pareció tener una idea brillante—. ¿Y si nos damos una vueltecita por la ciudad? Seguro que habrá infinidad de tiendas que te alegrarán el corazón. Así podrás comprarte alguna joya para la recepción del gobernador, o incluso un vestido nuevo.
El brillo en los ojos de su esposa le transmitió que acababa de dar en el clavo.
—Un vestido nuevo estaría muy bien. Además, he oído que Sumatra es la isla del oro. ¡Las joyas de aquí tienen que valer la pena!
—Pues entonces arréglate, que nos vamos a dar una vuelta y, de paso, a buscar un vestido acorde a la ocasión.
Mientras Maggie se refrescaba un poco en el cuarto de baño, Paul volvió a asomarse a la ventana y observó el trajín de la calle. Fijó la vista en un grupo de mujeres vestidas con unas túnicas blancas como la nieve. Entre el vivaz gentío multicolor, parecían margaritas en medio de una rosaleda, lo que las hacía aún más llamativas. Llevaban el pelo recogido bajo un largo velo, como dictan las costumbres de los musulmanes, pero sus rostros eran arrebatadoramente hermosos.
Su padre le había hablado mucho de las bailarinas balinesas, que había podido admirar en sus visitas a casa de los Van Swieten. ¿Habría preparado el gobernador un espectáculo semejante para ellos? Con un indefinible sentimiento de nostalgia en el pecho siguió observando a esas mujeres hasta que su esposa salió del baño.
Saber que pronto iba a estar en compañía de europeos volvió a Maggie algo más receptiva. Ya no le molestaban los vendedores ambulantes que atestaban las aceras ni las hordas de niños que los perseguían por todas partes pidiendo una limosna. Cuando el muecín llamó al rezo, incluso se animó a comentar:
—Es casi como estar en Egipto. Solo que esto no es tan seco ni tan polvoriento.
Maggie, detalle que ya conocía Paul, había ido a Egipto de jovencita con sus padres. Él financiaba unas excavaciones en el valle de los Reyes que por desgracia no llegaron a buen puerto. Y aunque Maggie se pasó la mayor parte del tiempo en el campamento, de vez en cuando recordaba con entusiasmo los ocasos en el desierto, para enseguida renegar de lo terriblemente frías que eran allí las noches.
La llamada al rezo trajo también consigo que en apenas unos instantes se encontraran en medio de una muchedumbre sin poder hacer otra cosa que dejarse arrastrar por esa corriente humana hasta que dieron con una callejuela por la que escapar. Durante el trance, Maggie se aferró al brazo de Paul y no dejó de lanzar miradas de alarma a su alrededor. El barrio donde ahora se encontraban parecía estar habitado solo por nativos, pues la mayoría de las edificaciones eran de madera, como si se tratara de una aldea. Entre las casas crecían palmeras, algunas tan pegadas a las viviendas que sus habitantes las empleaban para atar en ellas las cuerdas de la ropa. Como acababan de llamar al rezo, los hombres habían desaparecido y solo quedaban mujeres que, en compañía de sus hijos, descansaban en la veranda o bien realizaban las faenas del hogar.
Cuando pasaban se los quedaban mirando. Algunas mujeres juntaban sus cabezas y cuchicheaban en una lengua que Paul no lograba entender. En ese momento se dio cuenta de que eran los únicos europeos que había en toda la calle y que, para colmo, no parecían holandeses; por sus trajes de domingo saltaba a la vista que venían de lejos.
—Deberíamos volver —le susurró Maggie, a lo que él respondió acariciándole la mano.
—No debes temer a esta gente, solo sienten curiosidad. Mi padre nunca fue atacado en las calles de Padang. Y menos por mujeres.
Maggie no ponía en duda las palabras de su marido, pero no se fiaba en absoluto de aquellas desconocidas. Y ellas parecían notar su recelo, pues cuando unos niños hicieron amago de acercárseles se lo prohibieron. Paul se limitó a sonreír como pidiendo disculpas por la intromisión y tiró de su mujer. Una vez recorrido un trecho de la calle, empezó a subirles por la nariz un olor familiar. Paul no tardó mucho en descubrir su procedencia.
—Mira, querida, ahí hay árboles de la canela.
Detrás de una de las casas de madera más grandes se erigía una especie de plantación de árboles de la canela. Más atrás, dispuestos en terrazas, había numerosos arrozales. Y más allá empezaba la jungla.
—Esa es la famosa canela de Padang de la que siempre me hablaba mi padre —le explicó a Maggie señalando los árboles—. Según él es aún mejor que la de Ceilán. Si te fijas, allá hay arrozales. El arroz es la principal fuente alimenticia de la región.
Mientras Maggie se moría por seguir avanzando, como queriendo darse a la fuga, Paul filosofaba, fascinado, sobre lo cercana que estaba Padang a la naturaleza en comparación con otras capitales. El vivísimo verde de los campos de arroz inundaba sus ojos, y ese olor, que a cada paso parecía hacerse más intenso, causaba en él un efecto embriagador. Ahora entendía qué era lo que forzaba a su padre a venir una y otra vez a esas tierras. Le habían bastado unas horas para hacerse adicto a ese país. Quizá Maggie necesitara un poco más de tiempo… Al final llegaron a una avenida donde las casas solo aparecían de manera aislada. En su lugar se erigían altas palmeras cuyas copas crujían misteriosamente dejando escapar de vez en cuando extraños chillidos.
—¿Por qué no habrán querido asentarse aquí los holandeses? —preguntó Maggie sin dejar de mirar a su alrededor, algo angustiada.
—Seguro que el motivo no es que la zona sea peligrosa —la tranquilizó Paul—. Muchos holandeses y alemanes han levantado aquí sus plantaciones, y también algún que otro inglés. Sus residencias se encuentran fuera de la ciudad. Te apuesto lo que quieras a que esos árboles de la canela pertenecen a una plantación.
De pronto, algo salió de la maleza y se les cruzó en el camino. Paul apenas alcanzó a distinguir una piel rojiza, ya que el animal pasó como un rayo. A Maggie se le escapó un gritito.
—¡Vámonos de aquí, Paul! —exclamó sin dejar de empujarlo.
Paul se echó a reír.
—No entiendo tus miedos, querida. Pero si solo era un mono. ¡Fíjate, está ahí, en lo alto de esa palmera!
Maggie se quedó paralizada.
—Has viajado con tu padre. ¿A qué viene ahora este pánico? —insistió Paul—. En Egipto también hay monos.
—No es por los monos —dijo ella, al fin—. Lo que ocurre es que no me encuentro bien. Y además he oído que por aquí hay tigres.
—Pues claro que los hay, pero no osan acercarse a donde habita el hombre. Se han cazado tantos por estos lares que me atrevo a decir que son ellos los que tienen que temernos y no a la inversa.
Sus palabras no lograron calmar a Maggie, cuyas ganas de dar un paseo parecían haberse esfumado.
—De acuerdo, volvamos al centro —concedió Paul dándose la vuelta—. Seguro que allí habrá una boutique o una sastrería donde sea imposible que merodeen los tigres.
—No te enfades —musitó Maggie—. Me he puesto nerviosa con tanto animal y tanta gente extraña… En Egipto me pasó lo mismo, pero después logré acostumbrarme. Ten paciencia conmigo.
—Claro que sí, mi amor. —Paul tomó su mano y la besó—. Yo estaría igual si mi padre no me hubiera contado tantas cosas de este país. Me encantaban sus historias, y puede que esa sea la causa de que aquí me sienta como en casa.
De regreso, por la calle, fueron de nuevo el blanco de las miradas de los nativos. Maggie procuró ignorarlas. Una pena, le hizo saber Paul más tarde, pues en absoluto eran hostiles. Lo que esas miradas reflejaban era curiosidad, y probablemente tampoco lo que murmuraban en esa lengua extraña era despectivo o insidioso. Con todo, hasta que no hallaron una sastrería, Maggie no logró serenarse. La modista era una joven china, y el escaparate de su tienda era realmente impresionante. Cuando oyó decir a una de las clientas allí presentes que esa boutique era muy apreciada por las mujeres de los dueños de las plantaciones, Maggie terminó de reconciliarse con el mundo.
Paul acortó el tiempo de espera observando el trajín de la calle y recordando las historias de su padre con una indeleble sonrisa. ¡Qué pena que ya no viviera! Entonces comprendió lo importante que habría sido para ambos haber viajado juntos.
SURABAYA, 1902
Vestida solo con un corsé, una camiseta y unos pololos, Rose Gallway afinaba su violín sentada en su silla con las piernas abiertas mientras la estridente voz de la señorita Faraday, su vieja profesora de música de Londres, resonaba en sus oídos: «¡Estas no son formas para una dama! ¡Menuda indecencia!».
Pasado el tiempo, Rose seguía sin entender qué tenía de indecente ponerse lo más cómoda posible para cambiar las cuerdas de su violín y afinarlas. Ahora, la Music School de la señorita Faraday quedaba muy lejos, y, a pesar de que aún no había logrado quitarse de la cabeza sus amonestaciones, no pudo evitar esbozar una sonrisa. En pocos años había llegado a ser una de las mejores violinistas del país, o quizá del mundo entero. La suya era una trayectoria fulgurante.
Pese a su nombre inglés, Rose era de Padang, fruto de la unión de un empleado británico del puerto y una nativa. Aunque su padre no era un hombre muy dado al dispendio, tuvo que romper alguna de sus propias reglas cuando se hizo evidente que su hija poseía un talento especial para la música. Un buen día, una de las profesoras holandesas de la escuela, mejuffrouw Dalebreek, fue a ver a sus padres tras una clase de música para rogarles encarecidamente que animaran a la niña a que aprendiera a tocar algún instrumento. De modo que su padre le regaló un violín, el instrumento que la muchacha llevaba tiempo anhelando en secreto. Y así fue cómo su vida cambió radicalmente de un día para otro. A las clases de la señorita Dalebreek les sucedió una invitación para ingresar en la Music School de la señorita Faraday.
Rose aún se acordaba perfectamente de lo que experimentó al recibir la noticia: una mezcla de miedo y excitación que sonrojó sus mejillas y le encogió el estómago. En un primer momento, su padre se negó a dejarla marchar. Tras largo tiempo intentándolo, su mujer había vuelto a quedarse embarazada, y en un futuro inmediato cualquier ayuda en casa iba a ser poca. Sin embargo, la insistencia de su dulce pero pertinaz esposa hizo que al final cediera. Que tres meses después el embarazo terminara en aborto era algo que nadie podía saber…
¡La de lágrimas que había derramado Rose en el barco rumbo a Inglaterra! ¡Y las que siguió derramando al constatar la desmedida competitividad de las alumnas y la brutal disciplina de las profesoras del conservatorio! Pero logró acostumbrarse. Se acostumbró al frío, a los días grises, a las ofensas de sus compañeras y a la perversidad de la señorita Faraday. Tanto se acostumbró que acabó graduándose con el honor de ser la mejor de su promoción.
Le debía muchas cosas a la enseñanza en el conservatorio, pero se aferraba a algunas peculiaridades que ni siquiera las estrictas profesoras habían logrado erradicar. Rose, en el fondo, estaba orgullosa de ello, pues le servía para diferenciarse de esas muñequitas inglesas que, en cuanto se casaban, dejaban el violín.
Una vez hubo terminado, deslizó el arco sobre las cuerdas. Como el sonido no acabó de convencerla, echó mano de su diapasón y le dio un golpecito. Luego hurgó en las clavijas hasta dar con el sonido buscado. Justo cuando iba a calarse el violín bajo el mentón se abrió la puerta del camerino.
—Miss! —exclamó Mai agitando en el aire un trozo de papel—. Mijnheer Colderup me ha dado esto para usted. Me dijo que se lo entregara inmediatamente.
Rose soltó un bufido, agarró la nota y le lanzó una mirada envenenada a la doncella, de marcados rasgos achinados.
—La próxima vez entra con más cuidado. ¡Casi se me cae el violín al suelo del susto!
—Perdone, miss, es que…
Mai enrojeció. En realidad era una sirvienta tranquila y eficaz que adoraba a su señora, pero había momentos en los que se dejaba llevar por el entusiasmo.
—No hay peros que valgan, Mai. El violín no solo me da de comer a mí, tú también vienes en el lote. Sin mi instrumento no podría tocar. Si no toco, no gano dinero, y sin dinero no podría permitirme una doncella… ¡Así que a partir de ahora pianissimo y no forte!
Mai asintió con ahínco, aunque Rose tenía serias dudas de que hubiera comprendido esos conceptos. Su enfado desapareció en cuanto leyó el nombre del remitente.
—¿Un carta del gobernador Van Swieten? —exclamó asombrada mientras rompía el lacre y abría el sobre—. ¿Qué querrá?
—¡Seguro que quiere que toque para él! —profirió Mai perdiendo de nuevo los papeles.
Rose la miró con tal severidad que la sirvienta bajó la vista, por más que hubiera dado en el clavo.
Estimada señorita Gallway:
Tras llegar a mis oídos que va a actuar en nuestra ciudad, quisiera aprovechar la oportunidad para invitarla a dar un concierto en mi casa el día 25 de este mes. Admiro su arte desde que una vez la escuché tocar en el conservatorio de Londres, y sería para mí un gran honor poder saludarla en persona y deleitarme con su música en Wellkom. Si decidiera aceptar mi invitación, hágaselo saber a mi secretario Westraa; él le aclarará todos los detalles.
Con todo mi respeto y admiración,
Piet Van Swieten
Rose dejó escapar un silbido de asombro. Jamás imaginó que mijnheer Van Swieten se encontrara entre sus admiradores. Él ya era gobernador de la isla cuando ella no era más que una niña, pero seguro que entonces no se habría interesado por Rose Gallway. Era evidente que las cosas habían cambiado.
—Mai, acércame la agenda —ordenó a la sirvienta, que fue a por ella más rauda que una gacela. Aunque los compromisos eran competencia de su agente, a Rose le gustaba apuntarlo todo.
Rápidamente comprobó que no había nada previsto para esa velada, y de haberlo, por importante que fuera, seguramente lo habría aplazado para darle preferencia a Van Swieten. Además, así podría pasar un par de días en su ciudad y visitar de una vez a sus padres.
—Parece que hemos tenido suerte —le dijo feliz a Mai, que ya se había puesto a recoger las cosas que su señora tenía desparramadas por el camerino.
Mai sabía muy bien que Rose odiaba la inactividad y que apenas se concedía descanso. Si no estaba actuando, afinaba su instrumento, y, si no, ensayaba, ensayaba y volvía a ensayar.
—Vamos a tocar para el gobernador, ¿no es estupendo?
Mai asintió por compromiso y enseguida regresó a sus quehaceres.
Rose se levantó, dejó con cuidado el violín en su estuche y se acercó al escritorio, escribió su respuesta al gobernador y se la dio a Mai junto con una nota para su agente, que seguramente andaría zascandileando con el propietario de la sala de conciertos donde iba a tocar al día siguiente.
—Toma, y no se te ocurra perderlo. ¿Estamos?
—Sí, miss. —Sin dejar de asentir machaconamente, la sirvienta se metió las dos notas en el bolsillo de la chaqueta.
—Y date prisa, que te necesito antes de la actuación.
—Sí, señorita, vuelvo enseguida.
En cuanto Mai salió por la puerta, una sonrisa asomó en el rostro de Rose. El gobernador de Sumatra la había invitado a tocar en su casa. Eso era casi tan bueno como tocar para el sultán. Bien mirado era incluso mejor, pues, como era sabido por todos, el sultán apenas gozaba de poder en la isla. En casa del gobernador habría gente rica e influyente. Y, quién sabe, quizá podría hacer unos cuantos contactos que le abrirían puertas por todo el mundo. Ya había actuado en Europa y Asia, pero su sueño era América. Tocar allí la convertiría en la mejor violinista del mundo.