8

Tras haber fotografiado el violín por todas partes, sacado copias en su despacho y fotocopiado la partitura, Ellen se lo dio todo a Lilly y llamó a un taxi para que la recogiera y la llevara a la Faraday School of Music, la escuela de música de Thornton, que había resultado ser un conservatorio en toda regla.

—Fríelo a preguntas… Y luego me lo cuentas punto por punto —dijo Ellen mientras bajaban a la calle. Una vez allí, le guiñó el ojo a su amiga, que tuvo que subirse al coche precipitadamente, pues el taxista, harto de esperar, ya había tocado el claxon varias veces.

De camino a la escuela, apenas podía dejar de menear la cabeza en señal de asombro. Era increíble. ¡Primero el violín y luego el encuentro fortuito con Thornton! ¿Sería verdad la teoría de que el batir de las alas de una mariposa puede desencadenar una tormenta? ¿Sería la aparición del anciano del violín su particular batir de alas? ¿Y cómo sería la tormenta que sin duda se avecinaba?

—¿Se encuentra bien, señora? —dijo el taxista, que con su peinado rastafari parecía un Bob Marley jovencito.

—Sí, perfectamente. Solo estaba pensando.

—Pues, a juzgar por cómo mueve la cabeza, no debía de estar pensando en nada bueno…

Lilly apenas podía creerse lo que le estaba pasando. Tras esbozar una sonrisa, se dirigió al conductor:

—¿Cree en las coincidencias?

El taxista se echó a reír.

—Pues claro. El mundo está lleno de ellas. Ayer mismo me encontré a un viejo amigo que no veía desde la escuela. Justo un día antes había estado preguntándome qué habría sido de Bobby… Y a la mañana siguiente me topo con él.

—Puede que lo llamara con la mente.

—Es posible, aunque prefiero pensar que fue una coincidencia. Suceden a menudo. Y a veces nos cambian la vida. Hablaba con Bobby y era como si los diez años en los que no nos habíamos visto no hubieran transcurrido. Resulta que ha vuelto a Londres. Hemos quedado en que vendría a casa a conocer a mi novia este fin de semana. ¡Qué cosas!

—Y tanto —observó Lilly.

—¿Y a usted qué le ha sucedido? A juzgar por cómo movía la cabeza, aún no puede creerse a quién ha vuelto a ver.

—A quién voy a volver a ver, mejor dicho. —Cuando observó que el taxista, expectante, arqueaba las cejas, Lilly se animó a continuar—: En el vuelo que me trajo a Londres conocí a un hombre encantador. Y ahora me entero de que es precisamente él quien puede ayudarme en un asunto. Menuda coincidencia, ¿no cree?

—Pero eso no es una coincidencia —dijo el taxista con todo el convencimiento—. Mi abuela diría que se trata del destino. La voluntad divina. Estoy seguro de que ese hombre le será de ayuda, ya verá.

¿Estará en lo cierto?, se preguntó Lilly. ¿Tendría Thornton la respuesta? ¿Sabría al fin qué la ligaba a ese enigmático violín?

El taxi se detuvo ante un edificio clásico de dos pisos.

—Hemos llegado —dijo innecesariamente el taxista mientras Lilly pagaba y se bajaba del coche—. ¡Mucha suerte, señora!

—¡Lo mismo digo! —repuso ella antes de que el motor volviera a rugir.

Un viento helado la destempló mientras contemplaba la fachada, bañada por el sol del mediodía. El edificio era tal y como ella se imaginaba un conservatorio. Tuvo que acercarse un poco más para comprobar que compartía sede con otras dos empresas. En el recibidor, que recordaba al de un museo, un cartel bastante chillón daba a elegir entre una inmobiliaria y una agencia de conciertos. La planta alta estaba reservada en su totalidad a la Faraday School of Music. Sin vacilar, subió los peldaños de mármol que en otro tiempo habrían pisado altas personalidades. Cuando llegó se puso instintivamente a calcular el valor de una vieja cómoda que debía de llevar ahí desde que levantaron el edificio. Ahora servía para ofrecer al visitante propaganda diversa, folletos del conservatorio e información sobre eventos. Ante ella se extendían largos pasillos con puertas a ambos lados, de donde salía ruido de violines, violonchelos y pianos; incluso se oía la voz de una soprano ensayando un aria. ¿Dónde estaría el despacho del señor Thornton? Debería haber llamado, se lamentó para sus adentros. No va a hacerle ni pizca de gracia que me presente así sin más. Tras recorrer varias puertas, se dirigió a la primera persona que encontró.

—Doble la esquina. El despacho del señor Thornton está en mitad del pasillo de la izquierda —le dijo una chica que obviamente salía de su clase de música, pues llevaba bajo el brazo un estuche de violín.

Lilly le dio las gracias y siguió sus indicaciones. Vio la puerta abierta y respiró con alivio, pero al entrar comprobó que se trataba de una antesala con secretaria incluida. Era una rubia cuarentona de buen ver, aunque con el encanto de un carámbano de hielo.

—Hola, me preguntaba si sería posible hablar con el señor Thornton —le dijo, y tuvo la extraña sensación de que los pies se le acababan de quedar fríos—. Me llamo Lilly Kaiser.

—¿Tiene cita? —le espetó con voz cortante.

—No, vengo directamente del instituto de Ellen Morris. Se trata de un violín, que quisiera que el señor Thornton viese.

A juzgar por la mirada de aquella arpía, era evidente que pensaba que su jefe tenía cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con un violín.

—Pues es una lástima, porque el señor Thornton tiene la agenda llena en estos momentos. En el mejor de los casos tendría hueco para usted en abril.

Lilly no daba crédito a sus oídos. ¿Abril? ¡Pero si era más fácil conseguir cita para el especialista en el sistema sanitario alemán!

—Disculpe, me temo que en abril ya no estaré en Londres. ¿No sería posible hablar con él esta semana o la próxima? Lo único que pretendo es que le eche un vistazo al instrumento, nada más…

El rostro de la secretaria permaneció impertérrito.

—Pues búsquese a otro. La agenda del señor Thornton está completa esta semana y la que viene.

Entre suspiros, Lilly pensó en cómo lograr que Thornton viera su violín. Quizá no fuera descabellado abordarlo en el aparcamiento…

—¿De qué se trata? —preguntó una voz a sus espaldas.

Lilly se volvió y vio a Thornton apoyado en el marco de la puerta dedicándole una sonrisa jovial. A la secretaria también pareció sorprenderle su repentina aparición, ya que le costó unos instantes recuperar el habla.

—Esta señora desea entrevistarse con usted —dijo tras volver en sí.

—¡Pero si es la dueña del violín del vuelo de Berlín! ¿Qué, interesada en recibir clases?

Lilly notó cómo le hervían las mejillas. Era tal la vergüenza que apenas podía articular palabra. Thornton le guiñó el ojo para infundirle ánimos y luego miró a su secretaria, que a esas alturas ya no sabía bien de qué iba aquello.

—No exactamente… Es otro el asunto que me trae aquí —dijo al fin Lilly—. Prometo no entretenerle. Por desgracia no voy a estar mucho tiempo en Londres, así que sería muy amable si pudiera atenderme.

Thornton la observó un buen rato y luego se dirigió hacia su secretaria.

—¿Cómo lo ves, Eva? ¿Hay algo ahora mismo que no pueda esperar?

Lilly vio con el rabillo del ojo cómo Eva se ponía roja como un tomate, y no le sorprendió en absoluto oírla responder:

—No, señor Thornton, la próxima cita es a la una y media.

—¡Espléndido! ¿Tiene algo en contra de que la secuestre y la lleve a almorzar a nuestra galardonada cantina, señora Kaiser?

—Al contrario, me parece un gesto muy generoso por su parte.

Lilly se abstuvo de lanzarle una mirada hostil a la secretaria y siguió a Thornton.

—Por cierto, he de confesarle que lo del galardón era broma —se explicó él mientras recorrían un largo pasillo que olía a comida—. Pero se come muy bien. Le recomiendo el filete con puré de patata.

Lilly se vio transportada a los tiempos de la universidad, cuando iba eligiendo platos bandeja en mano. Por otro lado, le pareció un buen detalle que propusiera sentarse a comer con sus empleados y alumnos. Al rector de su universidad jamás se le vio el pelo en el comedor. No tenía nada de hambre, pero optó por el recomendado filete, que tenía una pinta estupenda.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarle? —le preguntó Thornton tras degustar un bocado de filete empapado en puré.

Lilly apartó el plato y sacó las fotos.

—No sé si conoce a Ben Cavendish… Trabaja para la señora Morris. Él sí lo conoce a usted y cree que podría ayudarme.

—¡Dispare!

—¿Se acuerda del violín que tan amablemente me ayudó a subir al portamaletas del avión?

—Sí, el que quería usted tasar.

Lilly asintió y desplegó las fotografías.

—Pues aquí lo tiene.

—¿No lo ha traído consigo? —Thornton frunció el ceño.

—No, lo tiene Ellen. Van a analizarlo. Me gustaría saber a quién perteneció, y también por qué llegó hasta mí. Al parecer es una herencia.

Thornton ojeó las fotos. Al llegar a la del fondo del violín se detuvo.

—¡No es posible! —exclamó dejando la imagen sobre la mesa—. Pensaba que había sido destruido.

Lilly arqueó las cejas. Sus palabras carecían de sentido para ella; al menos de momento.

—¡No me diga que conoce el violín!

Thornton asintió y se quedó abstraído mirando la rosa.

—Venga conmigo —dijo al fin.

—¿Adónde? —se extrañó Lilly.

—A nuestro archivo. A no ser que prefiera terminarse el filete.

Pero a Lilly se le había quitado la poca hambre que tenía. El corazón le latía desbocado y las mejillas le ardían. Se levantó tan bruscamente que casi tira la silla al suelo, pero supo reaccionar a tiempo y la sujetó antes de que la cantina entera se la quedara mirando.

—Con calma —dijo Thornton esbozando una sonrisa—. Lo que tengo que enseñarle no se va a escapar.

Avergonzada, Lilly recogió las fotos y siguió a Thornton hasta el sótano, donde se encontraba el archivo del conservatorio.

—En el pasado, a los alumnos menos obedientes se los amenazaba con encerrarlos ahí abajo —comentó Thornton cuando el ascensor comenzó a descender—. Hoy en día eso no sería un castigo para nadie; guardamos cosas muy interesantes en el sótano: grabaciones antiguas, instrumentos, partituras, expedientes de alumnos…

¡Partituras! A Lilly le habría encantado hablar de la que acompañaba al violín, pero se mordió la lengua.

—¿También fotos? —prefirió preguntar.

—Sí, hay a montones. Contratamos restauradores periódicamente para recuperar los ejemplares que se encuentran en peor estado. Y por supuesto digitalizamos todos nuestros fondos. Actualmente estamos copiando en MP3 cilindros de fonógrafo y discos de pizarra. No es una tarea sencilla, ya que esos viejos reproductores no tienen puerto USB.

Lilly se echó a reír. La sola idea de que un gramófono tuviera puerto USB resultaba del todo absurda. Había tenido uno en su tienda, y aún se lamentaba de no habérselo quedado.

—¡Aquí es!

Thornton señaló una puerta de cristal con un viejo letrero en el que ponía «archive». Contra todo pronóstico, no había tras ella estanterías polvorientas. La estancia estaba bien ventilada y climatizada, y olía a papel y a madera.

—Espero que no pase frío. Como le decía, además de instrumentos de otras épocas conservamos grabaciones, fotos y partituras muy antiguas. Algunas son de antes del Gran Incendio de Londres de 1666. No me pregunte cómo sobrevivieron al fuego. Hay algunos ejemplares fascinantes, como por ejemplo un original de tiempos de Enrique VIII. Al alcance de la mano y listo para ser tocado.

—Imagino cómo debe de sentirse —repuso Lilly, cada vez más excitada—. Yo también me emociono cuando cae en mis manos una pieza realmente antigua.

—¿Qué es lo más antiguo que ha pasado por su tienda?

—Un secreter del siglo XVII. El propietario lo tenía en un granero sin darle valor alguno. Lo restauré y lo vendí francamente bien. Era una maravilla digna de un museo.

—Puede ser, y está muy bien que los museos adquieran esos tesoros. Pero en un principio fueron concebidos para su uso. Me hierve la sangre cuando llega a mis oídos que alguien tiene un stradivarius metido en una caja fuerte en Suiza sin que nadie pueda tocarlo. Además de los daños irreparables que puede causar al instrumento ese tipo de almacenamiento, lo más indignante es que los mejores virtuosos del mundo harían cualquier cosa, ya fuera legal o ilegal, para poder tocarlo. No debería ser tan sencillo llevarse a casa maravillas así.

Thornton abrió un armario y sacó una especie de fichero. No parecía contener demasiadas cosas, y por delante llevaba un nombre escrito: Rose Gallway.

—Por desgracia, esto es todo lo que tenemos —dijo como disculpándose al tiempo que sacaba una foto—. El violín que usted posee perteneció en el pasado a una alumna de esta institución. Se lo garantizo.

La fotografía mostraba a una joven de pelo oscuro embutida en un vestido blanco muy cerrado. Por desgracia, sus rasgos faciales estaban bastante borrosos, pero el violín que llevaba en la mano era perfectamente reconocible. A Lilly le resultó extraño que Rose le hubiera dado la vuelta para la foto, como para enseñar el fondo: lo habitual es que los músicos muestren la parte frontal de sus instrumentos. Era como si quisiera dejar claro que su violín no era como los demás.

—Llevamos años y años guardando fotografías y retratos de los hombres y mujeres que han pasado por nuestras aulas. La mayoría posa con sus instrumentos, así que no resulta difícil identificarlos. —Thornton señaló con el dedo índice la foto y le dio unos golpecitos—. Esta jovencita es toda una leyenda en el mundillo. Fue una de las mejores violinistas de su tiempo. Pero, como suele decirse, las estrellas que más brillan son las que antes se apagan, y Rose Gallway hizo honor al dicho.

—¿Qué pasó?

—Nunca se supo a ciencia cierta. —Thornton se encogió de hombros—. Se dice que desapareció durante una gira sin dejar rastro. La prensa de aquellos años ofrece un sinfín de teorías especulativas. Algunos periódicos hablan de un rapto, e incluso de un asesinato… Otros señalan que se casó con el gobernador de un reino exótico. Nunca llegó a aclararse. Lo que sí se sabe es que tocaba un violín muy especial.

—El violín de la rosa —musitó Lilly con los ojos clavados en la fotografía—. ¿Tuvo hijos Rose Gallway?

—No se sabe. Desapareció de un día para otro. Pero el violín volvió a aparecer en manos de otra joven: Helen Carter.

Lilly se tomó un instante para asimilar toda la información. ¡Su violín perteneció a una famosa violinista! Pero ¿cómo había llegado hasta ella?

—¿Quién era Helen Carter?

—La hija de un matrimonio inglés que vivió en Sumatra. Helen también llegó a ser una famosa violinista, pero sufrió un grave accidente en el cenit de su carrera. Afortunadamente sobrevivió, pero nunca volvió a tocar. El rastro del violín se perdió en la Segunda Guerra Mundial. Hasta ahora estábamos convencidos de que había sido destruido durante los bombardeos. Pero según parece estábamos equivocados.

—¿Tuvo hijos Helen Carter?

—Sí, dos, que murieron en la guerra junto a ella y su marido alemán, en un ataque a la isla.

—¿Y qué relación puedo tener yo con el violín? —Solo tras un instante reparó Lilly en que se había hecho esa pregunta en voz alta—. Me temo que no me une nada a Sumatra —prosiguió un poco avergonzada—. Mi madre y mi abuela eran de Hamburgo, y jamás mencionaron nada sobre un violín.

Un pensamiento empezó a asomar en su mente. Hasta entonces solo había pensado en ella y en su familia. Pero, y si Peter…

—Pues sospecho que va a tener que recorrer el camino del violín para poder averiguarlo —aventuró Thornton—. Quizá durante la guerra cayó en manos de otra persona, alguien que logró salvarlo del naufragio que acabó con la vida de Helen y su familia. ¿El apellido Rodenbach le dice algo?, ¿no figurará por casualidad en su árbol genealógico? Así se apellidaba el marido de Helen.

Lilly meneó la cabeza.

—No que yo sepa —dijo al tiempo que recordaba que llevaba una copia de la partitura en el bolso—. Había algo más en el estuche del violín.

Sacó la copia y se la dio a Thornton, que, tras observarla un momento, dio un paso atrás y se apoyó en el lateral del pesado escritorio que tenía a su lado, como si hubiera sufrido un mareo.

—El jardín a la luz de la luna —musitó con apenas un hilo de voz.

—¿Es posible que la compusiera Rose Gallway? O quizá Helen Carter…

Durante unos segundos, Thornton no dijo nada, pero sus ojos iban absorbiendo una nota tras otra, de un modo similar a como lo había hecho Ellen. Probablemente ya tendría la melodía en la cabeza.

—Si esta composición es de alguna de esas dos mujeres, estamos ante un auténtico prodigio —dijo sin dejar de mirar la partitura.

—La obra suena bastante exótica, y como dijo que Rose Gallway era de Sumatra…

—¿Ya la ha oído?

—Mi amiga la tocó con el violín de la rosa.

Thornton respiró hondo.

—A mí también me habría gustado hacerlo… —Y, tras pensárselo un momento, dijo—: ¿Qué le parece si hacemos un trato, señora Kaiser?

—¿Un trato?

—Sí. Yo le ayudo en su búsqueda y usted me permite tocar su violín, aunque solo sea una vez.

—Pero si su agenda está llena —Lilly arqueó las cejas sorprendida—, y además…

—Y además estoy muy interesado en saber cosas de nuestras antiguas alumnas —añadió él, completando la frase—. Tanto en la biografía de Rose Gallway como en la de Helen Carter hay puntos oscuros. Y luego está esa composición. Hasta ahora no teníamos noticia de que ninguna de las dos compusiera música. En nuestro mundillo sería muy celebrado un descubrimiento así. Y yo podré colgarme la medalla de haber contribuido a resolver el enigma.

—¿Cree que eso es posible?

—Seguro que hurgando un poco en la historia encontraremos algo.

—De acuerdo, señor Thornton, si para usted no supone una molestia… —dijo al fin ella, a lo que su nuevo socio respondió sonriendo y estrechándole la mano.

—Llámeme Gabriel.

—Solo si usted me llama Lilly.

—Eso está hecho. Créame, para mí es todo un honor poder colaborar en este proyecto. No descansaremos hasta averiguar qué la une con el violín. Y cuál de esas dos mujeres compuso la pieza. Por cierto, ¿puedo hacer una copia de la partitura?

Lilly asintió sonriendo y, para sus adentros, se preguntó cómo sonaría interpretada por él.

La velada se alargó hasta tarde. Como Dean estaba de viaje, Ellen y Lilly cenaron solas con las niñas y luego se decidieron a abrir una botella de vino francés que la anfitriona había adquirido en un viaje a París. Disfrutando del calor de la chimenea y de la agradable sensación de relajación provocada por el vino, Lilly le contó a su amiga con pelos y señales todo lo que Gabriel le había dicho y propuesto. Aunque la situación seguía pareciéndole increíble, en su cabeza ya había trazado un minucioso plan.

—Has hecho muy bien en aceptar su ayuda —dijo Ellen con la mirada perdida en su copa de vino—. Si alguien puede averiguar quién compuso El jardín a la luz de la luna, ese es Thornton. Sin embargo, da la sensación de que no hay mucho por dónde empezar a investigar.

—Seguro que hay pistas que seguir —repuso animada Lilly.

—Sí. Quizá esa Rose tuviera descendencia. Y puede que hasta tú formes parte de ella.

—No, eso seguro que no. —Lilly meneó la cabeza—. Mírame, soy pelirroja y pecosa. Rose tenía el pelo negro como el azabache y la tez blanca como la leche. Además, mi talento musical brilla por su ausencia. Tienes más papeletas tú que yo: al menos eres morena y sabes tocar el violín.

—Bobadas —respondió secamente Ellen—. El anciano fue a verte a ti y no a mí, así que esto concierne a tu familia.

—O a la de Peter. —Lilly observó que Ellen la miraba desconcertada—. ¿Por qué no? Quizá ese señor lo buscaba a él, y al enterarse de que había muerto recurrió a mí, a su mujer…

Lilly sintió una opresión en el pecho. De pronto, empezó a cuestionarse si conocía a su marido tan bien como creía. ¿Residiría el misterio en la familia de Peter y no en la suya?

—¿Tienes noticias de Sunny? —le preguntó Ellen intentando cambiar de tema. Luego apuró su copa y la mantuvo en alto, como si fuera a leer el poso.

De camino a casa, Lilly le había contado lo de la cámara de seguridad.

—Aún no. Me temo que hasta mañana no sabremos nada. Si logra ver la imagen grabada y capturar el momento preciso, tengo pensado enseñárselo a mi madre. Quizá ella sepa quién es ese hombre. Y si ella no lo conociera…

En ese momento, cayó en la cuenta de que hacía más de dos años que no tenía contacto con su suegra, y eso que se llevaban bien. Aunque quizá no tan bien como para seguir viéndose tras la muerte de Peter.

—Entonces te quedarían Per y Anke. —Por la rapidez de sus reflejos, era evidente que Ellen se acordaba perfectamente de ellos.

—Sí, Per y Anke. Quién sabe lo que dirán cuando me vean cruzar la puerta de su casa y les cuente la historia.

—Ellos te querían, Lilly, lo sabes bien. Y te seguirán queriendo. Y seguro que comprenderán que no puedes ir todos los domingos a tomar café a su casa. Que Peter ya no esté entre nosotros no quiere decir que tú no sigas viva.

—No sabes las veces que he deseado que fuera al revés…

Lilly profirió un profundo suspiro que sumió a ambas en el silencio durante un par de minutos.

—¿Te dijo Thornton qué tiene pensado hacer? Supongo que os habréis intercambiado los números de teléfono y los correos electrónicos —dijo Ellen al fin.

—Sí, eso hicimos. Pero supongo que pasará algún tiempo hasta que averigüe algo. ¿Puedo usar tu ordenador para ver el correo? Si llego a saber lo que se me venía encima, me habría traído el portátil…

—¡Eso ni se pregunta, mujer! La puerta de mi despacho está siempre abierta para ti. Aunque tendrás que vértelas con Jessi y Norma. Si no tuvieran que ir al colegio, estarían todo el día pegadas a esa pantalla.

—¿Lo dices en serio?

—¿Lo de mis hijas o lo de mi ordenador?

—Lo de tu ordenador.

—Pues claro, no seas boba, úsalo como si fuera tuyo. Así podrás hacer un registro de todo lo que vayas averiguando. Y deberías avisar a Sunny de que vas a quedarte un poco más de lo previsto. No pienso dejarte marchar hasta que no sepamos en qué taller fabricaron el violín y por qué ha llegado a tus manos. Al menos, ahora Thornton está en el mismo barco. Acceder a sus archivos es todo un privilegio: son oro puro.

—¿Cómo es que no has contactado antes con él? —preguntó Lilly, sin poder evitar pensar en su rostro viril y sus oscuros y penetrantes ojos. ¡Qué atractivo era el ladrón! Por un lado, tener asuntos pendientes con él le ilusionaba, pero por otro le ponía de los nervios. ¿Y si no estaba a la altura de ese hombre?

—Hasta ahora nuestras empresas no han coincidido en ningún proyecto. Él investiga partituras y vidas de músicos, mientras que yo me limito a los instrumentos musicales. Aunque ambas cosas estén relacionadas, nuestras metas son muy diferentes. Yo analizo, restauro y taso instrumentos antiguos. El aspecto científico de nuestro trabajo queda relegado a un segundo plano. En cambio, Thornton es un científico puro y duro, y en el caso de que pase por sus manos un instrumento, él ya tiene a su propia gente. —Ellen sonrió y le pasó el brazo por encima del hombro como cuando de niñas se sentaban en el desván—. Me encanta tenerte aquí y que vayamos a hacer algo juntas.

—A saber dónde nos va a llevar esta búsqueda —dijo Lilly con cierto escepticismo—. Thornton dijo que tanto Rose Gallway como Helen Carter estaban relacionadas de algún modo con Sumatra. ¿Alguna vez has pensado en ir allí de vacaciones?

—¡Ni en el mejor de mis sueños! —exclamó Ellen. Lilly sabía de sobra que, desde que su instituto había empezado a marchar viento en popa, ella apenas había podido ausentarse—. Pero si te soy sincera, no le haría ascos a un viajecito así.

—¿Y el trabajo?

—Pero si esto es precisamente mi trabajo, ¿no? Incluiría los gastos del viaje como dietas y listo.

Bastó una mirada cómplice para que ambas se echaran a reír.