5

A media mañana del día que nació el hijo de Pina, ya se rumoreaba en la isla entera que el médico había traído al mundo a dos bebés, el de su esposa y el de su amante. Era el mayor escándalo que se había producido nunca en Castellamare. También era la diversión más emocionante, y hubo gente que se tomó el día libre en el trabajo para seguir de cerca su evolución.

Cuando Pina se enteró, volvió la cara hacia la pared y se echó a llorar. Al principio se negó incluso a amamantar a su hijo, y Amedeo tuvo que mecer en brazos por toda la casa al crío, que daba alaridos. El conde daba rienda suelta a su ira en las calles, ofreciendo todo un espectáculo. Hubo que llamar al sacerdote y al alcalde para que lo convencieran de abandonar la plaza, y Carmela, incorporada en la cama, se negaba a retractarse de su versión pese a las exhortaciones de sus amigas, la partera y los criados. Por primera vez en su matrimonio tenía ventaja sobre su marido y no estaba dispuesta a perderla. El padre de su hijo, repetía, era Amedeo Espósito. El médico y ella habían sido amantes durante medio año y sus encuentros sólo habían cesado la víspera de la boda de Amedeo.

—Si el niño fuera de mi marido —decía—, ¿cómo es posible que llevemos casados seis años y no hayamos tenido hijos hasta ahora? ¡Si hasta me acusó de ser estéril delante del pueblo entero!

Nadie tenía respuesta para eso, y mucho menos Amedeo, que se maldecía por no haber considerado nunca que el incapaz de engendrar un hijo fuera il conte.

En tales circunstancias, sólo vio una forma posible de actuar.

—Nunca he tenido un solo encuentro con ella —insistió (la desesperación prestaba cierta credibilidad a sus palabras)—. Nunca he hecho esas cosas de las que me acusa, ¡a Dios y a santa Ágata pongo por testigos!

Pina no se dejaba consolar. Carmela se negaba a desdecirse. En la Casa al Borde de la Noche todo era llanto y confusión.

Amedeo se sentía agradecido cuando sus obligaciones le permitían huir de la casa. El sonido de los sollozos de su amada Pina impregnaba las paredes por las noches (lo habían desterrado al piso de arriba y dormía en el sofá húmedo, bajo la lona alquitranada). Poco después, durante aquellos primeros días de la vida de su hijo, empezó a sentir que no era mal recibido únicamente en su propia casa, sino también en ciertos rincones de la isla. Cuando acudió a ver a la anciana signora Dacosta para comprobar cómo estaban sus reumáticas rodillas, ella se limitó a contestar que estaba «bastante bien, gracias, dottore» y le cerró la puerta en las narices, aunque era obvio que seguía cojeando. Advirtió que Gesuina cerraba los postigos con innecesaria energía siempre que él cruzaba la plaza. El tendero Arcangelo —con quien había formado parte del Ayuntamiento desde antes de la guerra—, se excusaba cada vez que Amedeo entraba en su establecimiento y desaparecía enfurruñado en la trastienda hasta que se iba.

Entretanto, los pescadores informaron de que el conde había mandado llamar a su amigo el médico siciliano. El hombre acudió cargado de botellas de vino y cajas de mazapán palermitano. A altas horas de la noche, se oían las voces de ambos en la terraza de la villa: el conde rugía con una ira ebria y el galeno acaudalado lo consolaba. Carmela, al parecer, se había encerrado en su habitación con el bebé, y el conde se negaba a verla.

Al tercer día, el médico siciliano examinó al niño y, tras considerarlo unos instantes, declaró que sus características cuadraban con las del conte en todos los sentidos.

Amedeo sabía que era posible extraer sangre a un niño y al supuesto padre para determinar sus grupos sanguíneos y (sin total fiabilidad) probar así la paternidad. Era obvio que el doctor de Sicilia no leía las publicaciones médicas más recientes. Sin embargo, a la vista de aquella nueva evidencia, el conde experimentó un cambio radical.

—Ahora lo entiendo todo: ¡Carmela pretende avergonzarme! —declaró furibundo ante su amigo—. Ha urdido todo este asunto para deshonrarme. ¡Pretende quitarme a mi hijo y convertirme en el hazmerreír de la isla al afirmar que tuvo una aventura con ese Espósito, un médico bastardo con agujeros en los zapatos con el que apenas ha cruzado palabra en su vida! No pienso tolerarlo. Traedme al niño.

Arrancaron al crío del pecho de Carmela y se lo entregaron a su padre sin que dejara de soltar alaridos. El conde lo besó y le prodigó carantoñas y, tras darle unas cuantas vueltas, decidió llamarlo Andrea, que era su propio nombre de pila.

—Toma —dijo mientras sostenía a su hijo con los brazos extendidos, porque de la boca del crío brotaba ahora una espuma lechosa y poco apetitosa—. Llévalo de vuelta con su madre. Asunto zanjado. Es hijo mío.

La noticia de que al final el crío era hijo del conde corrió por toda la isla. Carmela y el doctor jamás habían tenido una aventura y toda la cuestión había sido una calumnia urdida por la condesa para desacreditar a su marido.

La mayoría de isleños, sin embargo, prefería la primera versión de la historia. Los acontecimientos de la semana maravillaron a Rizzu hasta tal punto que el anciano había vuelto a la vida.

—Es un milagro de santa Ágata —le dijo al cura—. ¡Dos bebés nacidos la misma noche! Un prodigio. El milagro por el que llevábamos esperando y rezando desde el inicio de la guerra... Más, ¡desde que la santa tuvo la misericordia de curarle las piernas a la signora Gesuina!

El padre Ignazio, que podaba los arbustos de adelfa de su jardín con la sotana arremangada, se limitó a arquear una ceja.

—¡Mellizos! ¡Mellizos milagrosos! —continuó Rizzu, en pleno arrobamiento—. Críos gemelos nacidos la misma noche de madres distintas, de la esposa estéril del conde y de Pina, una mujer demasiado mayor para engendrar hijos.

—No creo que Pina tenga más de treinta años —terció el padre Ignazio—. Y no es ningún milagro que dos críos nazcan la misma noche, sino pura cuestión de estadística. No había pasado en el tiempo que yo llevo en la isla, pero tenía que suceder tarde o temprano. He visto a ambos niños, y no se parecen en nada.

Algo inquietaba a Rizzu.

—Oiga, padre, ¿cree usted esa historia sobre que Amedeo y la mujer del conte tenían un lío en las cuevas junto al mar?

—No —mintió el padre Ignazio y, sin querer, cortó de un tajo una docena de brotes del macizo de adelfas.

Al día siguiente, el doctor en persona acudió a visitar al cura. Amedeo se echó a llorar con la cabeza gacha y el padre Ignazio se encontró interpretando el incómodo papel de consolador, cuando en realidad se inclinaba más hacia el bando de Pina en aquella cuestión.

—Vamos, vamos —dijo mientras aporreaba el hombro del doctor—. Cálmese. Tiene que llevar la cabeza bien alta, Amedeo. Cuando un rumor arraiga en un sitio tan pequeño como éste, donde no hay otra cosa de qué hablar, puede ser la ruina de un hombre; puede expulsarlo de la isla, si usted lo permite.

—Es Pina quien me preocupa —contestó Amedeo—, no lo que anden diciendo los demás. No quiero que Pina crea que hice esas cosas.

—Hable con ella —sugirió el padre Ignazio—. Cuéntele la verdad, sea cual sea.

Amedeo levantó la cabeza.

—Padre, la verdad es...

El cura alzó una mano.

—No, no. Nunca he sido su confesor y sé que usted no es un hombre religioso. Creo que es mejor que haga las paces con Pina y que a los demás no nos revele nada sobre el asunto. No le acarree más humillación a su esposa.

Cuando Amedeo llegó a casa, Pina dormía con una mano estirada sobre la cabeza, exponiendo el camisón y la curva ocre de su pecho derecho. Tenía las pestañas mojadas, y su melena negra, suelta, se desparramaba sobre las almohadas. Amedeo ya no lograba recordar cómo había podido amar a Carmela —si es que la había amado—, y por primera vez desde que había puesto un pie en aquella isla se sintió invadido por la nostalgia.

Pero por fin tenía un hijo. No le habían permitido tener al niño en brazos desde aquella primera mañana, de modo que lo cogió con cuidado y se lo llevó al piso de arriba. Qué diminuto era. Aquellas manos, aquella carita sonrosada, el pecho como un barril en miniatura que subía y bajaba.

Quería ofrecerle al niño algún regalo, un recuerdo. Y así, en susurros, le brindó lo primero que le pasó por la cabeza: le contó a su hijo la historia de la isla.

El primer nombre de la isla, Kallithea, se lo puso un grupo de marineros griegos que buscaba un hogar, le dijo al niño. Aquella palabra podía significar «la más hermosa» o «la que arde proféticamente». Ambas interpretaciones eran posibles, pues la isla era volcánica y los marineros de Siracusa afirmaban haber visto llamas resplandecientes brotando de ella. En aquel momento relucía como una almenara y los expedicionarios gobernaron su barco guiándose por su luz. Mientras surcaban a salvo las aguas hacia ella, el fuego de la cima de la isla fue menguando hasta apagarse.

Los marineros griegos atracaron y pasaron la noche en una serie de cuevas cuadradas horadadas en los acantilados. La isla era un lugar de aguas negras y muchas estrellas. De madrugada salió la luna e iluminó el mar, y el nítido sonido de un llanto despertó a los expedicionarios. Parecía rodearlos, brotar de las mismísimas rocas de la isla. Andando a tientas en la oscuridad, aquellos marineros descubrieron duras calaveras blancas y oyeron bajo sus pies el crujir de huesos. Las cuevas no eran cuevas, sino tumbas. Era obvio que allí había ocurrido algo terrible.

Los nuevos isleños prosperaron, salvo por una cosa: el sonido del llanto los perturbaba todas las noches y les provocaba sueños inquietantes. La situación fue volviéndose tan intolerable que decidieron dejar de dormir. Así, aquellos primeros pobladores, en su aldea de casitas de piedra, se convirtieron en un pueblo insomne. Se reunían en noches llenas de llamas y estrellas, y cantaban y tocaban la pandereta para ahogar los llantos. Pero ya fuera por el gemir de las voces o por el aislamiento de aquel lugar, con su mar negro y sus muchas constelaciones, todas sus canciones eran melancólicas. Nadie era capaz de componer un canto alegre, ni siquiera el más insigne de sus poetas. Incluso entonces, siglos más tarde, las canciones populares de Castellamare sonaban tan tristes a oídos de un forastero que si éste las escuchaba el tiempo suficiente podía acabar volviéndose loco, le contó el médico a su hijo.

(Vacilante y en un susurro para no despertar a Pina, el médico entonó para su niño la más hermosa y menos melancólica de aquellas canciones.)

Y estaba ya a punto de contarle a su hijo el resto de la historia, la de cómo se habían librado de la maldición del llanto gracias a una niña llamada Ágata, hija de un campesino, a la que se le había aparecido la Virgen, la de que los isleños habían reconstruido su pueblo piedra a piedra, cuando el bebé se agitó y soltó un grito, y Pina, en el piso de abajo, despertó al mismo tiempo que su niño, como por instinto.

—¡Amedeo! —llamó—. ¿Dónde está mi hijo?

Él acarició la carita del bebé.

—Ha llegado el momento de bajar a hablar con tu madre.

Cuando entró en la habitación, Pina aún estaba un poco desorientada. Amedeo lo supo por la forma en que le sonrió con languidez, como había hecho la primera mañana en la Casa al Borde de la Noche. Entonces su mujer recordó las dificultades que atravesaban y su expresión cambió.

—Dame a mi bebé —exigió.

Él le puso al niño en los brazos. La curva que formaban los hombros de Pina lo hizo sentirse rechazado, pero no se marchó.

—Necesito hablar contigo, Pina. Sé que te he hecho daño.

Ella ya no lloraba, pero permanecía erguida e inflexible.

—Sí, así es.

El médico empezó a suplicarle. No era su intención, pero lo hizo.

—Pina, amore, dime cómo puedo arreglarlo.

—Lo que más me duele es que me hayas mentido —contestó ella en voz baja, con una mirada severa.

Así que Amedeo le contó la verdad.

Pasó un buen rato antes de que Pina tuviera algo que decir.

—Me has deshonrado delante de todos —respondió finalmente—. De nuestros vecinos, de nuestros amigos, de la isla entera. ¿De verdad crees que puedes comportarte de ese modo y esperar que todos lo olviden? Esto no es una gran ciudad como Florencia. Cuando la gente se entera de algo así, ¡lo recuerda siempre! No tienen otra cosa de que hablar. Ahora, todos sabrán, y los hijos de sus hijos también, que estuviste con la esposa de otro hombre la víspera de tu propia boda.

—Rectificaré —insistió—. Es a ti a quien amo, Pina. Te demostraré que es cierto.

—¿No podemos irnos a alguna parte? —propuso ella—. Al norte, ¡a Florencia! ¿No puedes encontrar otro puesto de trabajo en alguna gran ciudad donde no conozcamos a nadie?

—¿Y marcharnos de la isla? —preguntó Amedeo. Sin poder evitarlo, derramó lágrimas de autocompasión. Cayeron como grandes gotas de lluvia sobre el bebé, que alzó la vista maravillado—. ¿No hay otra forma, Pina? Pídeme cualquier cosa menos eso.

Pina lo echó de la habitación.

Aquella tarde, el hijo adolescente de Arcangelo apareció con su bicicleta en el camino de tierra que descendía hasta la granja de los Rizzu. Amedeo estaba en la cocina examinando la infección cutánea de los niños. El muchacho bajó por la ladera envuelto en una nube de polvo y, tras apoyar la bicicleta contra el portón, se quitó el sombrero y entró en la cocina.

—Lo buscan, signor il dottore —dijo—.Una reunión especial del Ayuntamiento.

Cuando Amedeo acabó de vendar a los niños, emprendió el camino de regreso al pueblo. En la ladera, entre las chumberas, el polvo era sedoso y el calor le pesaba en la espalda. Arcangelo, sudoroso, lo abordó en los peldaños del ayuntamiento.

—Tiene que esperar fuera —dijo.

—¿Qué quiere decir con «fuera»?

—En el vestíbulo. No queremos que participe en la reunión. Vamos a debatir sobre su puesto. —Arcangelo sacó un pañuelo y se lustró la frente—. Después de lo ocurrido esta semana, debemos considerar su situación en la isla. Il conte ha convocado una reunión especial, y usted tendrá que esperar nuestra decisión fuera.

El automóvil del conde se detuvo con un carraspeo. Su dueño subió los peldaños ataviado con su traje de lino inglés y el fajín de alcalde. Sin dirigir la palabra a Amedeo, agarró a Arcangelo del codo y lo arrastró hacia la penumbra del edificio.

Casi pisándoles los talones, ardiendo de rabia, apareció el padre Ignazio. Amedeo lo interceptó en la escalera.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó—. Van a debatir mi puesto de trabajo. A mí sólo me han dicho que acudiera a una reunión especial, no me han contado nada de todo esto.

—Yo mismo acabo de enterarme —contestó el padre Ignazio.

—¿Y tengo que limitarme a esperar fuera?

—Lo resolveremos, Amedeo —dijo el sacerdote—. Ésa es mi intención, desde luego.

Sentado en el banco barnizado del vestíbulo del ayuntamiento, Amedeo esperó. Del interior le llegaban gritos airados: la voz del conde y, para su sorpresa, la del cura.

—¡Maldito sea! —oyó exclamar al sacerdote—. ¿De verdad cree que va a encontrar a alguien que quiera ocupar su puesto? ¿Y qué me dice de cuando los Mazzu pillaron esas fiebres la Navidad pasada? ¿Y de la idea de drenar la ciénaga? ¡Ni un solo niño ha sucumbido a la malaria desde entonces! ¡Si hasta su propia esposa estaría muerta ahora, d’Isantu, igual que su hijo recién nacido, si no fuera por Amedeo Espósito!

Con un estrépito de puertas, los miembros del Ayuntamiento emergieron a la semipenumbra polvorienta del vestíbulo. Amedeo se puso en pie. Por primera vez desde que había llegado a la isla se sentía encorvado, en desventaja, como si su gran altura lo volviera vulnerable a los ataques. El sacerdote tenía el cuello rojo y su sotana ondeaba tras él.

—¡Lo han despojado de sus responsabilidades! ¡Es un maldito ultraje, una indecencia! ¡No pienso tratar más con estos stronzi!

Arcangelo dio un paso adelante para ofrecer una disculpa empalagosa.

—Como teniente de alcalde, me corresponde informarle de que se le ha suspendido de su cargo de médico y funcionario de salud pública. Debe entender que, en un pueblo como el nuestro, la buena reputación de los servidores públicos es de vital importancia...

Amedeo empezó a sudar, como si de pronto tuviera fiebre.

—¿Que abandone mis funciones? Pero ¡si no hay ninguna prueba en mi contra! ¡No me han acusado de ningún crimen!

—Aun así —terció Arcangelo—, ha habido ciertas sospechas.

—¿Y qué me dice de los pacientes que tengo en pleno tratamiento? La niña de los Dacosta, Ágata, y la pierna rota del sobrino de Pierino; iba a quitarle el yeso mañana por la tarde para que no se pierda más días de la temporada del atún... —También pensó, como un tonto, en la cabra de los Mazzu. Tres días más tarde tendría que volver a sajarle el ojo—. ¿Durante cuánto tiempo tendré prohibido desempeñar mis funciones?

—Lo único que sé es que no podemos permitir que ocupe un cargo de confianza en este municipio sin haber estudiado el asunto más a fondo.

Amedeo, avergonzado, preguntó entonces:

—¿Y qué pasa con mi paga?

Sus ahorros habían mermado desde su boda con Pina, y el bebé tenía sólo diez días.

—También quedará suspendida —contestó Arcangelo—. Le aconsejaría que buscara un empleo más allá de las costas de esta isla. Todos le estamos agradecidos por lo que ha hecho aquí, pero será mejor que se marche sin causar un escándalo.

La isla era el primer lugar que el médico había amado, pero ahora comprendía que también podía ser un lugar asfixiante, mezquino. ¿Cómo iban a poder quedarse, a menos que, mediante algún milagro de santa Ágata, aprendieran a sobrevivir sólo con su sol y sus aguas? Volvió a su casa dando un largo rodeo. Ya no lograba imaginar una vida lejos de allí.

—Puede que aún haya alguna esperanza —le dijo el padre Ignazio aquella noche—. Sólo Dios sabe lo mucho que costó encontrar a un médico dispuesto a trabajar en una isla tan alejada del mundo moderno, tan encerrada en sí misma. Tal vez no haya nadie que quiera ocupar su puesto. No todo el mundo sería capaz de sobrevivir aquí.

Sin embargo, al día siguiente el conde salió zumbando a resolver «un asunto político» en Sicilia y regresó seis días más tarde con un joven con gafas, pálido como un inglés, al que había convencido para ocupar el puesto de doctor temporalmente, hasta que pudieran nombrar a uno nuevo. El joven en cuestión tenía un título otorgado por la Universidad de Palermo y era hijo de un amigo del conde que antaño había sido una especie de duque en Punta Raisi. Lo instalaron en una casa vacía en la Via della Chiesa y le dieron instrucciones de asumir de inmediato las responsabilidades de Amedeo.

Éste pasó cinco días sin salir de casa, subsistiendo con la comida que le llevaban las viudas de la isla y con los cuatro pollos que la familia Rizzu había enviado como pago por haber curado a los niños. Pina seguía hablando de abandonar la isla. Pero era una mujer de buen corazón, no podía evitarlo, y percibiendo la tristeza y el sufrimiento de su marido, cedió y empezó a permitirle al menos ver al niño, a quien finalmente había llamado Tullio. Durante aquellos días, Amedeo y su hijo se volvieron inseparables. Lo llevaba a todas partes acurrucado en el hombro o arrebujado en el brazo. En vista de sus tribulaciones, Pina pareció crecerse como había hecho después de la guerra. Al sexto día, hizo acudir a sus amigos a la casa: el padre Ignazio, Rizzu y hasta Gesuina, pese a sus reproches. («No apruebo sus enredos, dottore —anunció la anciana—, pero está claro que esta isla no puede quedarse sin un médico como es debido. ¡Sólo un demonio trataría de echarlo de aquí!»)

—Debemos interponer un recurso —aseguró el padre Ignazio.

Bajo la luz mortecina de la lámpara de la cocina cavernosa y con el bebé pasando de mano en mano, redactaron una carta dirigida al Gobierno de Roma. El padre Ignazio la dobló y la metió en un sobre que guardó en el interior de la sotana para que Pierino, el primo pescador de Pina, la enviara por correo al día siguiente desde Sicilia.

Varios días más tarde, justo después de la caída de la noche, se oyeron unos golpes en la ventana. Era el signor Dacosta, con el sombrero en las manos.

Signor il dottore, la pequeña Ágata vuelve a estar enferma —anunció—, y el médico nuevo dice que no es más que garrotillo. Pero ya tuvo garrotillo, se acordará usted, y no fue así.

Tras una breve deliberación sobre la moralidad de lo que iba a hacer, pues le habían prohibido claramente ejercer, Amedeo cogió el abrigo y el sombrero y se adentró en la noche, siguiendo los pasos de Dacosta.

La granja de los Dacosta era la más pobre de la isla, pues quedaba entre la parte del sur, donde no crecía nada, y la ciénaga recién drenada. Encontró a la niña con la garganta seca, revolviéndose entre las sábanas enmarañadas junto a sus hermanos y hermanas dormidos. Amedeo sospechaba desde hacía un tiempo que Ágata padecía asma. Pidió que le llevaran una palangana con agua hirviendo y formó una pequeña tienda de campaña con sábanas empapadas sobre la cabeza de la cría.

—Inclínate hacia delante y apóyate sobre los codos —aconsejó—. Respira.

Poco a poco, Ágata recuperó el resuello entre sus brazos.

—No pienso llamar al nuevo una segunda vez —dijo Dacosta—. Él no tenía ni idea de ese truco con las sábanas.

—La niña se habría recuperado de todas formas —respondió Amedeo—. Sólo tenía miedo.

—¡Pues vaya cabrón del cazzo está hecho el nuevo doctor, mira que asustar a mi hija! —soltó Dacosta, furibundo—. Eso no se lo aguanto. Gracias, dottore... Sabía que podía confiar en usted. Y no me importa si ha estado beneficiándose a todas las mujeres de esta isla —añadió.

En los días que siguieron empezó a notar que la marea cambiaba de nuevo a su favor, ya que, al compararlo con aquel forastero nuevo, los isleños comenzaron a ver a Amedeo como uno de los suyos. Otros rompieron la disciplina y acudieron a su casa en secreto, a través de callejuelas y callejones traseros, para pedirle que atendiera a sus parientes enfermos.

Sin embargo, se trataba de los más pobres de la isla, y el coste de su tratamiento lo había pagado siempre el salario que Amedeo recibía del comune, no ellos de su propio bolsillo. Esos pacientes no podían pagarle con dinero, y las hortalizas y los pollos flacuchos que le regalaban no bastaban para que un hombre pudiera ir tirando, y mucho menos con una esposa y un hijo.

—Podríamos ir a Florencia —sugirió Pina—. Viviríamos en un apartamento en la ciudad, tendríamos agua corriente y un puesto de periódicos justo en la esquina, y oiríamos las campanadas del Duomo todas las mañanas. Más adelante, podríamos enviar al niño a una escuela decente, y a la universidad. Nadie de Castellamare ha ido a la universidad. No sé si está bien criar a un hijo en esta isla. ¿No nos dejará sin más? ¿No se irá a alguna ciudad o alguna guerra y no volveremos a verlo? —Y en tono amargo, concluyó—: Si yo hubiera sido un niño, lo habría hecho.

—Dame tiempo y lo solucionaré todo —contestó Amedeo para distanciarse del día en que tendría que plantearse abandonar la isla.

La primera noche del mes de octubre de 1920 empezó a pensar en la casa. Había sido un bar; podría volver a serlo. Reunió a sus amigos.

—¿Qué me decís de la Casa al Borde de la Noche? —preguntó—. Podría reabrirse. Podría hacerlo yo y ganarme el pan de esa manera.

—Pero este sitio se está viniendo abajo —intervino entonces Rizzu.

—Podría restaurarse —contestó Amedeo—. Yo mismo podría hacerlo.

—Madre mía —soltó Rizzu—. Nadie se acercaría a este sitio destartalado.

El padre Ignazio había estado reflexionando, y entonces decidió intervenir:

—No estoy tan seguro —dijo—. No me parece mala idea. D’Isantu trata de echarlo de la isla, así que mientras él sea el alcalde no va a recuperar su puesto. Pero no puede impedir que usted viva aquí si encuentra una ocupación distinta. Si Arcangelo o cualquier otro recuperan la alcaldía, quizá lo restituyan y las cosas vuelvan a la normalidad. Hasta entonces, ¿por qué no podría tener otro oficio?

Amedeo esperó la opinión de Pina, pues era su aprobación la que le hacía falta. En sus ojos creyó ver pasar con tristeza las campanas del Duomo y el puesto de periódicos de la esquina, el apartamento con grifos de agua caliente y la universidad para su hijo. Finalmente, alzó la vista y asintió con la cabeza.

Con aquel gesto, Amedeo comprendió que cabía la posibilidad de que todavía lo amara.

—Lo arreglaré —prometió—. Me ocuparé de que todo se arregle. Rizzu, enséñame qué debe hacerse con el bar.

—Esto era la barra —explicó Rizzu, señalando un viejo tablero apoyado contra la pared y cubierto de polvo—. Aquí estaban las vitrinas con los pastelitos, las bolas de arroz, los bombones... Mi hermano iba a instalar una máquina de helados, pero nunca pudo pagar la entrada. Y aquí estaban las mesas, diez en total. Detrás de la barra también tenía tabaco, licores, cerillas, aperitivi, caramelos de menta, pastillas de violetas Leone, palillos, cuchillas de navaja de recambio, medias de seda para señoras (eran demasiado caras, nadie las compraba) y goma de mascar americana. También hacía bocadillos y preparaba café en unas tazas pequeñas sin asa. Esas tacitas todavía deben de estar guardadas en alguna habitación del fondo; no tendrá que comprar nuevas. Nuestra anciana madre, que Dios y santa Ágata se apiaden de su alma, solía preparar todos los pastelitos y bolas de arroz y traerlos colina arriba a las cinco de la mañana, y mi hermano los despachaba durante todo el día. Las bolas de arroz más ricas de la isla, mejores incluso que las de la signora Gesuina.

Amedeo, que no tenía ni idea de cómo hacer una bola de arroz y dudaba que Pina la tuviera, se limitó a asentir y apuntar todo aquello en su cuaderno rojo.

—Y también tenía periódicos del continente —continuó Rizzu con orgullo—. De Sicilia. Le pagaba al pescador Pierino para que los trajera en su barca. Eran de sólo una semana antes, a veces dos si había temporal. La gente acudía aquí a leer las últimas noticias. Al principio, mi hermano cobraba diez centesimi por lectura, pero la gente decía que era mezquino por su parte.

Amedeo quitó el polvo de los espejos que había detrás de la barra. «Casa al Bordo della Notte», apareció escrito en cada uno de ellos con una letra sinuosa y extravagante. Al otro lado de las ventanas, más allá del caos de buganvillas, el mar parecía pender en el aire, atravesado por los diamantes negros de las barcas de pesca.

—Podría hacerse —declaró el doctor.

Trabajó todos y cada uno de los días de aquel invierno, barriendo y raspando, con los pulmones llenos del polvo de la casa. Tenía la extraña sensación de estar inmerso en una tarea tan fabulosa como la de los primeros isleños que habían reconstruido el pueblo piedra a piedra para acallar el llanto en sus muros.

Gesuina, moviéndose a tientas por la cocina, enseñó a Pina a preparar bolas de arroz y pastelitos y a saber cuándo un café alcanzaba el grado perfecto de intensidad o un chocolate a la taza quedaba adecuadamente cuajado.

—Debes recordar todo esto, muchacha —decía—, porque a mi edad las cosas se dicen sólo una vez.

Pina anotó las recetas con su clara caligrafía de maestra de escuela en un viejo cuaderno de ejercicios que luego dejó en manos de Amedeo.

—El bar es tuyo —dijo—. Yo ya tendré bastante con cuidar de Tullio y del próximo bebé cuando llegue. Tendrás que hacer tú los pastelitos y las bolas de arroz.

Aunque se lo dijo con firmeza, cuando Amedeo abrió el cuaderno advirtió la precisión con la que Pina había apuntado cada receta, las observaciones pulcras y cuidadosas de los márgenes: «escurrir el arroz a fondo y no ponerle demasiada sal»; «media cucharadita más de manteca, fría, si la masa queda demasiado elástica». Al verlo, se permitió abrigar una pequeña esperanza.

Además, Pina había empezado a hablar de otro bebé. Aquello le concedió otro vestigio de esperanza.

Amedeo había permitido que su mujer lo decidiera todo. En primer lugar, el nombre del niño. Tullio había sido el nombre del padre de Pina, y a ella le gustaba su sonido latino —«Es un nombre para un hombre importante», decía—. Y luego estaba la cuestión de ese segundo hijo pisándole los talones al primero. Iba a llamarse Flavio, Pina ya lo tenía decidido. Y el tercero, Aurelio. Como sus dos tíos. Y después, quizá, vendría una niña.

Un día, cuando Amedeo estaba inmerso en la tarea de adecentar el bar y rascaba el techo para eliminar la mugre llena de telarañas, la condesa pasó por allí empujando el cochecito con su bebé.

Amedeo permaneció inmóvil en lo alto de la escalera, y mientras los observaba, el crío soltó un chillido. Carmela lo sacó del cochecito para consolarlo y el médico vio una manita con el puño apretado, un borrón de pelo negro y una cara pálida y crispada por el llanto.

El niño le pareció una cosita cetrina y poco agraciada. Pensó con orgullo en su Tullio, que mamaba con fruición y había ganado ya casi dos kilos. A Amedeo le costaba pensar en Carmela sin maldecirla. Se alegró cuando desapareció de su vista.

Pina, Tullio y él subsistían casi por entero gracias a la caridad de los vecinos. Amedeo, que en su vida había empuñado un serrucho ni clavado un tablón del suelo hasta la compra de la Casa al Borde de la Noche, lo hacía todo solo. A veces, cuando se encaramaba a la escalera, sentía cierta debilidad, un mareo leve. Le daba los mejores alimentos a Pina para que a ella y al niño no les faltaran fuerzas. En una ocasión, mientras servía la sopa, su mujer le había apoyado una mano en la nuca y a él se le había erizado de pura gratitud toda la piel. Desde entonces no había vuelto a pasar, pero aquélla fue su tercera razón para albergar esperanzas. Seguro que cuando el bar estuviese acabado ella empezaría a perdonarlo.

Con un puñado de liras que le prestaron sus amigos, encargó provisiones de la isla vecina: café, ingredientes para los pastelitos y las bolas de arroz, unas cuantas cajetillas de tabaco. En cuanto el negocio empezara a dar dinero, encargaría más. Contrató al pescador Pierino, como un favor a Pina, para que le llevara paquetes cada dos semanas en su barca y le prometió que le pagaría en cuanto el bar cubriera gastos. Cuando llegaron los primeros artículos, lo descorazonó que parecieran tan escasos, tan poca cosa. Aquella noche trabajó en la cocina hasta las tres de la madrugada preparando bandejas de bolas de arroz y de pasteles diminutos. De niño, sus manos habían sido demasiado grandes para el taller del relojero, pero habían extraído balas de las entrañas de soldados heridos, traído al mundo a bebés prematuros no mayores que su palma. Entonces las puso a trabajar para él.

Un día ventoso de marzo de 1921, la Casa al Borde de la Noche abrió sus puertas al público.