8

Cuando Robert terminó de contarle su historia a Maria-Grazia, le pidió que le relatara todo cuanto le había sucedido a ella desde su partida. Y en ese momento, mientras Robert le acariciaba la mano que ella le había permitido coger, sentados en la pequeña habitación de la buhardilla, Maria-Grazia comprendió que aquella chica que lo había amado, una niña que apenas se había despojado de la parafernalia de la adolescencia, había quedado desbancada por una mujer de mayor carácter. Ahora regentaba el bar, había logrado dar descanso al fantasma de Pierino y había formado el Comité de Modernización. Y eso suponía una dificultad. ¿Podía acaso una mujer como ella convertirse en esposa? Como Giulia Martinello, que iba por ahí con el pelo recogido en un moño, encorvada sobre un cochecito, o la hija de la viuda Valeria, una de aquellas bellezas de labios carmín que en otro tiempo le lanzaba sonrisitas tontas a Robert en la barra del bar y que ahora se dejaba ver en la entrada de su casa con una pastilla de jabón de ceniza, la tabla de lavar y unas manos curtidas y ásperas. No. Maria-Grazia no tenía intención de convertirse en una de esas mujeres, en absoluto.

Y, sin embargo, lo amaba. Se le hizo evidente, le dijo, en cuanto él le contó las historias de su infancia. Volvía a tener aquella antigua sensación que la desvelaba por las noches cuando lo oía moverse en el cuartito de la buhardilla y era incapaz de conciliar el sueño de tanto cuidado que ponía en guardar en su corazón cada sonido que le resultaba familiar. Esconder ese amor durante más tiempo y mantener la compostura le resultaba casi insoportable.

—Pero entonces... —terció él—, ¿no vamos a casarnos?

—No —zanjó ella—. Aún no.

—Esperaré. Te esperaré cinco años, si eso es lo que quieres. Dormiré aquí arriba, seré paciente y respetuoso, y esperaré cinco años para convertirme en tu amante otra vez.

—Pero, caro —repuso ella con tono travieso—, yo no he dicho nada de eso.

Robert alzó la mirada y vio que reía, insegura, como la niña de aquellos días pasados. Ella le cogió la otra mano, y algo en ese gesto debió de ser distinto, más trémulo, porque Robert se permitió besarla por primera vez. No en la mejilla ni en los labios, sino en aquella mano que le ofrecía, dejándole una huella ardiente en la palma.

Maria-Grazia, sin saber muy bien lo que hacía, se incorporó, echó la llave en la puerta y corrió las cortinas.

Ésa había sido su señal, en otro tiempo, durante la hora de la siesta. Él creyó comprenderla y se acercó alzando las manos, en un gesto deferente, y esperó mientras ella se desabrochaba la espalda del vestido y se quitaba, una por una, las horquillas del pelo. Pero cuando por fin lo abrazó, Robert sucumbió. Presa de una excitación febril, intentaba desprenderse del cinturón y los zapatos y, al mismo tiempo, deshacer la trenza que todavía sujetaba el cabello de Maria-Grazia. Medio vestidos, se desplomaron juntos en el desgastado sofá de terciopelo y se taparon con la lona impermeable para resguardarse de la brisa otoñal. Y entonces el tiempo pareció disolverse, evaporarse como la calima, y el momento que estaban viviendo bien podía haber pertenecido a aquella primera tarde, en la habitación de cuando era niña, o quizá a una velada de cuando fueran viejos, al cabo de cincuenta años. Robert se dedicó a ella con exaltación, inhalando profundamente el olor de su melena, buscando su antiguo ritmo. Permanecieron así mucho rato, sumidos en aquel gozoso silencio.

Después, mientras ella se vestía, Robert insistió:

—¿Y no quieres casarte? ¿Estás segura?

—Bueno, podemos ser amantes, como antes, ¿no? ¿Qué hay de malo en eso?

Robert se puso las gafas y pestañeó con avergonzada incredulidad.

—Pero ¿qué dirá la gente, cara?

—Puedo con eso —contestó ella—. Las he pasado peores.

Con total naturalidad, Maria-Grazia regresó al bar y estuvo atendiendo mesas toda la tarde, cruzando de vez en cuando miradas con Robert cuando él aparecía en el umbral de la cocina. Aquella noche, lo invitó por fin a su pequeña habitación con vistas a las palmeras, divertida ante la alegría intensa de él, ante sus muestras de adoración.

—Aceptaré un anillo —accedió—. Seguiré siendo tu amante. Te querré, como he hecho siempre. Haré todo esto con mucho gusto, caro mío. Pero nos casaremos en otro momento.

Y durante los años que siguieron, aunque ningún habitante de Castellamare tenía la menor duda de que ella lo amaba, pese a que era un escandaloso secreto a voces que vivían como marido y mujer, que regentaban el bar entre los dos y que cada noche, apaciblemente, hacían la caja juntos, uno a cada lado de la barra, como una pareja que llevara años casada, la única respuesta que ella daba a los vecinos curiosos era: «Ya nos casaremos en otro momento.»

Y hasta la primavera de 1953 no cambió de parecer. Aquella mañana, Maria-Grazia había vuelto al bar desde la casa de la viuda Valeria, detrás de la iglesia, donde había cerrado un buen trato por una docena de botellas de limettacello, que le llegarían a tiempo para las festividades. Al llegar se encontró a Robert concentrado en la radio, con lágrimas en los ojos, rodeado de parroquianos que le daban palmaditas en la espalda como hacían cuando alguien estaba borracho o de luto.

—¿Qué ha pasado? —exclamó ella asiéndole la muñeca—. ¿Qué ocurre?

La radio estaba sintonizada en una emisora en inglés. Bepe señaló el aparato con un gesto de la cabeza. Pero Maria-Grazia, nerviosa, no conseguía descifrar las palabras: una vez más, eran completamente extranjeras para ella, como lo habían sido cuando era niña.

Por fin, con gran esfuerzo, Robert se incorporó apoyándose en los codos y se enjugó los ojos. Cuando la vio, tomó sus manos entre las suyas.

—Han indultado a los desertores —le susurró al oído, dejándole la mejilla empapada de lágrimas—. Nos han indultado.

—El signor Churchill les ha concedido el indulto —puntualizó Ágata la pescadora—, y el signor Robert ya puede irse a casa.

Entonces, sin entender por qué, Maria-Grazia también dejó escapar unas lágrimas.

—¿Quieres irte de aquí? —preguntó por fin—. ¿Volverás a marcharte?

—No. No me iré, cara, te lo prometo. Nunca me iré de aquí.

—Pues menudo tonto estás hecho... —soltó Ágata la pescadora, aunque en realidad no lo pensaba—. De todos modos, Maria-Grazia, hasta yo pienso que sería mejor que te casaras con el pobre signor Robert de una vez.

«Sì, sì!», proclamaron los ancianos jugadores de scopa. ¿Acaso no lo había hecho esperar casi cuatro años, casi tanto tiempo como ella había pasado esperándolo? Aun así, a Maria-Grazia la mera idea le provocaba cierta desesperanza, la misma que sintió, mezclada con la alegría, al enterarse de que Robert había vuelto.

—No quiero ser una simple esposa —exclamó—. No quiero tener que pasarme el día limpiando y cocinando, ni ir por ahí empujando un cochecito de bebé sin poder ocuparme de este bar nunca más. Este sitio ha pertenecido a mi familia desde el final de la primera guerra. ¿Quién se hará cargo de todo? Tú tampoco estás casada, Ágata, siempre has jurado que para ti supondría algo parecido a la muerte. ¿Qué pasa si yo opino lo mismo? A ninguno se os ha ocurrido pensarlo, ¿no? Si me caso, tendré que dejar el bar.

—Si eso es lo único que te preocupa —dijo Robert esa noche, un poco aturdido, cuando yacían juntos en la habitación de Maria-Grazia—, seré yo quien se encargue de lavar, cocinar y limpiar. Seré yo quien pasee con el cochecito de bebé. ¡Encárgate del bar si es lo que deseas! Lo que sea, Maria-Grazia, lo que sea por un sí.

—En ese caso —respondió ella sin conseguir disimular su euforia, consciente de que Robert hablaba en serio—, supongo que lo mejor será que nos casemos. Al fin y al cabo, las habladurías que alguien puede aguantar en vida tienen un límite.

Fue el padre Ignazio quien casó a Maria-Grazia y al inglés, igual que años atrás había casado a los padres de la novia. Después, Robert firmó con su nombre en el libro mugriento que le ofrecía el cura. Y para cortar todo lazo con su vida pasada, adoptó el apellido de su mujer: Robert Espósito.

Y entonces, por primera vez desde la guerra, se celebró un baile en la terraza de la Casa al Borde de la Noche. Il conte no acudió a dar su bendición a la pareja ni a tomar un trago de arancello, como era costumbre en las bodas de los isleños. Desde que Andrea se había marchado, la contessa y él habían iniciado un período de luto. Los postigos de la villa permanecían cerrados, la fachada sin pintar, y los criados tenían órdenes estrictas de vestir de negro. Sin embargo, nada podía hacer sombra a la celebración de la Casa al Borde de la Noche. Tuvieron que convencer a Maria-Grazia para impedir que sirviera bebidas y llevara la caja. Robert, por su parte, muy inglés, atolondrado y un poquito ebrio, tendió ambas manos para sacarla a bailar. Mientras daba vueltas entre sus brazos, Maria-Grazia sintió que la isla se encogía, que se volvía más insignificante y pequeña que el hombre que tenía ante ella.

—Estoy contenta —susurró.

—¿Por qué, cara?

—Por haberme casado contigo al final.

Bajo la luz de la luna, al compás del organetto, siguieron girando, envueltos el uno en brazos del otro. Dentro de ella ya habitaba el minúsculo pedacito de vida que se convertiría en el siguiente Espósito.