3

Como bien había observado Amedeo, Robert tenía en efecto la paciencia de santa Ágata. Se había hecho evidente durante los primeros años de vida de los niños. Estaba claro que, tras haber tenido que esperar cinco años para regresar a la isla —habiendo pasado tres de ellos en una prisión militar— y después de aguardar otros cinco para convertirse en el esposo de Maria-Grazia, unas simples riñas infantiles no iban a doblegar su tenacidad. Cada vez que sus hijos se peleaban, él dejaba que se desahogaran y escuchaba con calma los argumentos de cada uno, actuaba como mediador e imponía castigos sin perder la compostura, inflexible como lo había sido la maestra Pina Vella ante las disputas de sus alumnos. Y tras aquellas tardes agotadoras, aún le quedaban fuerzas para estrechar a su mujer entre sus brazos detrás de la barra o tararear canciones de la isla mientras despejaba las mesas; Maria-Grazia, en cambio, perdía los nervios con sólo oír a los niños.

Quizá la paciencia de Robert fuera precisamente el problema. Quizá si no hubiera sido tan tolerante con la rivalidad entre los niños, si le hubiera afectado un poco más, Sergio y Giuseppino se habrían portado mejor. Aunque también podrían haber sido mucho peores.

Por su parte, Amedeo, que parecía haber olvidado las crueles batallas que sus tres hijos libraban en el patio o en los pasillos de la Casa al Borde de la Noche, caía presa de una especie de calentura cada vez que veía a sus nietos chincharse mutuamente. Quería a Sergio y a Giuseppino con más pasión de la que había sentido por sus propios hijos —con excepción de Maria-Grazia, tal vez—, y aun así los dos hermanos tenían una capacidad mucho mayor de sacarlo de sus casillas.

Cuando Sergio tenía cuatro años, era habitual encontrarlo pasando las páginas del cuaderno de historias de su abuelo. Su hermano, que sólo tenía tres, había empezado incluso a descifrar las palabras. Con el deseo de ser equitativo, Amedeo les leía a ambos aquellas historias en el porche y los atiborraba de helado y cuentos a partes iguales. Sergio escuchaba con la mirada clavada en el horizonte, mientras se llevaba a la boca, ensimismado, cucharadas de helado que de vez en cuando le caían por la pechera. Giuseppino, por su parte, balanceaba las piernas en la silla y se negaba a quedarse quieto. Se mecía sin cesar, hasta que acababa por propinar una patada a su hermano y la sesión de cuentos se desvanecía entre gritos de rabia. Pese a todo, cuando Amedeo interrogaba a Giuseppino sobre las historias, éste las recordaba a la perfección y era capaz de repetirlas casi al detalle: «Ésa era la del loro, el que entró volando por la ventana y le contó a la chica que diez caballos blancos y diez jinetes con armaduras negras partían al galope hacia la guerra.»

—Este Giuseppino es un crío inteligente —comentó Amedeo.

—Los dos lo son —corrigió Maria-Grazia—. Ambos por igual.

—Sí, claro que sí, mis nietos son muy inteligentes. No quería decir eso —rectificó Amedeo, consciente de que había herido el orgullo maternal de su hija.

Pero quizá eso, que los trataran siempre igual, fuera precisamente parte del problema. Pues aquellos críos parecían a veces muy distintos, como si fueran hermanos por alguna casualidad, no por lazos de sangre.

Desde que empezaron a ir la escuela, Sergio recibía halagos por ser un buen estudiante. Era cierto que sacaba las mejores notas, Amedeo lo sabía porque había anotado rigurosamente todas y cada una de las victorias e hitos de las vidas de sus nietos: «Sergio ya mide sesenta y cinco centímetros», escribiría satisfecho en su cuaderno para añadir después la fecha, o «Primera comida sólida de Giuseppino: un guisante y una cucharada de puré de carciofo». Más adelante, cuando ya estaban en el colegio, anotó: «Sergio: un siete en aritmética (sumas y restas)»; «Sergio elegido responsable de los lápices de la clase. Curso 1961-1962»; «Giuseppino gana el trofeo en la carrera del día del deporte». En todas las disciplinas, excepto en las de índole deportiva, Sergio se llevaba la palma. Sin embargo, era Giuseppino —un atleta formidable como su padre— quien daba la impresión de ser más inteligente, quien parecía absorberlo todo con su mirada lánguida, como si fuera capaz de aventajarlos a todos sin tomarse la molestia de intentarlo.

En su Primera Comunión, Amedeo les regaló, medio en broma medio en serio, un libro ilustrado para niños con el cuento siciliano de Los dos hermanos. Lo había encargado a una librería de Siracusa y llegó envuelto en un papel rojo.

La historia les encantó, como Amedeo había supuesto. Cierto que los episodios de la serpiente marina y la bruja les gustaron más que la milagrosa reconciliación, que era la parte que su abuelo había esperado que captara más su atención y les revelase hasta qué punto era inútil su agotadora rivalidad. Aun así, Amedeo estaba convencido de que eso llegaría con el tiempo.

—El héroe es el pequeño —sostenía Giuseppino—. Es el que muestra piedad por la sardina y el que lo salva todo.

—¡No! —protestaba Sergio—. ¡El mayor es quien rescata a la princesa, para empezar!

Tanto Sergio como Giuseppino sintieron el deseo imperioso de poseer el libro en exclusiva en cuanto su abuelo acabó de leerles el cuento. Se abalanzaron sobre el volumen y lucharon por él, dando tirones, hasta que quedó partido en dos. Ya demasiado tarde, Amedeo se lamentó por haberles regalado un ejemplar para compartir, así que encargó otros dos. Pero el daño ya estaba hecho y los niños sólo querían el original, el que lucía la letra florida de su abuelo en la portadilla: «Para Sergio y Giuseppino, en el día de su Primera Comunión. Con cariño, el abuelo Amedeo.»

El incidente del libro fue sólo un ejemplo más de que, en cierto modo, nadie conseguía acertar con la cuestión de la crianza de aquellos niños.

Sin embargo, buena parte del tiempo, casi siempre bajo la influencia de su padre, los hermanos se mostraban tranquilos, y Amedeo se decía que no debía inquietarse tanto. Pina solía coincidir:

—No son más que riñas de críos —decía—. Seguro que Mariuzza y Robert sabrán ponerlos en su sitio.

A los habitantes de Castellamare, igual que a los aldeanos del cuento, también les costaba distinguir a Sergio y a Giuseppino. Pese al rostro alargado de Sergio y las facciones menudas y sonrosadas y los ojos siempre inquietos de Giuseppino, los niños dormían y se despertaban a la vez, tenían los mismos andares, se enroscaban ambos un mechón en la frente cuando leían y, cada uno por su lado, sin saberlo, habían decidido estudiar en la misma universidad de Londres: uno de ellos, de pequeñito, había visto la fotografía del edificio en la enciclopedia de Pina y doblado la esquinita de la página. Las tardes de los domingos, cuando se zambullían en el mar después de Robert, mirando atrás para comprobar que su adorada madre y su zia Concetta no se perdieran detalle, accedían a veces a jugar juntos y pasaban horas inmersos en sus distracciones intensas y privadas. Giuseppino, que humillaba rotundamente a su hermano cada vez que la escuela celebraba el día del deporte, que jugaba mejor al fútbol y corría más rápido, tenía un único miedo, aunque bastante vergonzoso viviendo en una isla de ese tamaño: el mar. Jamás se alejaba de donde hacía pie. En cierta ocasión, vieron a Sergio agarrar la mano de su hermano y ayudarlo a salir. Amedeo y Pina comentaron la escena durante días, como si presagiaran un cambio importante en la relación entre sus nietos.

Para consternación de su abuelo, ninguno de los hermanos apreciaba la isla. Era como si hubieran nacido en el sitio equivocado, lo cual —pensaba Amedeo en secreto— tal vez pudiera atribuirse a los orígenes ingleses de su padre, aunque de su boca nunca saldría una sola palabra contra el signor Robert. Su yerno era una especie de ángel, el hijo que había emergido del mar cuando no les quedaba ningún otro, el único marido que habría podido imaginar como igual de su Mariuzza. No obstante, aquella insatisfacción tenía que haber salido de algún sitio concreto, rumiaba Amedeo olvidándose de las inquietudes que lo habían llevado a él mismo a construir una vida en aquella isla y de los anhelos que habían invadido a sus propios hijos cuando eran adolescentes.

¡Sus dos nietos siempre estaban quejándose! En verano, el bar les parecía asfixiante; en invierno, había demasiadas corrientes en la casa. Refunfuñaban por la escasez de libros y la ausencia de una sala de cine, por la opresiva presencia de aquel mar interminable e implacable. Además, ambos eran lo bastante sensibles para que les afectasen las habladurías de sus vecinos, aquel infatigable intercambio de rumores que, ante el mostrador de cualquier tienda y en cualquier esquina, casi siempre implicaba a algún Espósito. Había quien contaba, por ejemplo, que su abuelo había protagonizado un escándalo con dos mujeres años atrás; o que el papel de su padre en la guerra no había sido precisamente honroso; o que el tío Flavio había perdido el juicio y correteado por la isla desnudo, con sólo su medalla de guerra al cuello. Todos aquellos rumores sólo eran la divisa habitual que llevaba medio siglo circulando por el pueblo, pero aun así solían entristecer a Sergio y enfurecer a Giuseppino. La impaciencia por marcharse de la isla los abrumaba a ambos, y cuando crecieron, Giuseppino empezó a expresarse únicamente en italiano formal, y Sergio, en inglés.

—Como si el dialecto de la isla no fuera lo bastante bueno para ellos —se lamentaba Amedeo.

—Corren otros tiempos —lo tranquilizaba Pina—. Han visto automóviles y turistas ingleses, han visto imágenes en movimiento de estadounidenses en el espacio. Es natural que quieran formar parte del resto del mundo. No deberías tomártelo tan mal, amore.

Pero ¿cómo iba a tomárselo tras haber visto a sus hijos marcharse uno por uno de la isla para no volver jamás? Amedeo empezó a urdir un plan.

—Supongamos que les enseño cómo llevar el bar —propuso—. Como hice con nuestros hijos. Y luego dejamos que se hagan cargo de él.

—Lo odiarían —opinó ella—. Además, lo que estos niños quieren es ver mundo, y lo mejor sería que los dejáramos, porque si intentamos impedirlo conseguiremos que se marchen para siempre.

Por supuesto, como en todo, Pina tenía razón.

Prácticamente inmovilizada por el abotagamiento de sus piernas, Pina se sentaba cada día en el porche y leía una y otra vez los libros que tanto había amado cuando era maestra: Shakespeare, Dante, Pirandello. También se embarcaba en nuevos ejemplares que ahora podía permitirse pedir al continente: Il Gattopardo o el libro de Danilo Dolci sobre la pobreza en Palermo, que le hizo fruncir los labios y alegrarse de pertenecer a un lugar más pequeño y apacible. Así, aunque las piernas le causaban demasiado dolor para pasear, viajaba muy lejos con sus lecturas, como Amedeo hacía en otros tiempos con su colección de historias. Y en todas las trifulcas entre sus nietos, Pina siempre conseguía aplacar su rebeldía y transformarlos en criaturas mansas con su mirada severa de maestra. Las cosas podrían haber resultado mucho peores en la infancia de Sergio y Giuseppino de no haber sido por el respeto profundo que profesaban por las temibles sentencias de su abuela Pina.

No obstante, para el undécimo año de vida de los niños Amedeo había empezado a temer que entre ambos estuviera brotando algo terrible y malévolo.

Salió a la luz, como parecía ser habitual en la isla, durante la festividad de Santa Ágata, en el mes de junio, aunque el problema había surgido en febrero. Justo después del cumpleaños de Sergio, los niños habían visto nieve por primera vez en su vida. Cuando despertaron, la plaza estaba cubierta por una capa blanca. Más allá de las puertas de la Casa al Borde de la Noche, reinaba un desorden absoluto: los adolescentes libraban violentas batallas en las calles, los ancianos se negaban a poner un pie fuera, ni siquiera en sus propios patios, y seis coches habían patinado en la cuesta hasta estamparse contra las casas que había al fondo. Además, el Arcangelo’s Beach Bar había sufrido una inundación por culpa de la tormenta invernal, una victoria que los adultos de la Casa al Borde de la Noche se negaron a celebrar.

La nieve borraba el olor del aire y lo volvía tan cortante y frío como esquirlas de cristal. Amedeo se dio cuenta enseguida de que sus nietos estaban encantados. Cuando el sol llegó al patio, de las hojas de la adelfa cayeron gotitas de nieve fundida, como si estuvieran en algún pueblo alpino. En los periódicos humedecidos que Robert recogió de los peldaños del porche venían fotografías de casas inglesas cubiertas de nieve, como si tuvieran rodajas de ricota encima, y de coches enterrados en las calles de los que sólo se distinguían los techos relucientes.

—¿Y por qué no he nacido yo allí? —gimoteó Sergio—. ¡Preferiría eso que tener un estúpido pasaporte inglés que encima nunca puedo usar! ¿Por qué no me lleváis allí para que vea la nieve?

Mientras Maria-Grazia servía el café del desayuno, Amedeo, herido por las palabras de Sergio, acudió a su cuaderno rojo para buscar febrilmente cuentos de la isla en los que apareciera la nieve. Pero los chicos no mostraron el menor interés. Seguían pegados a la ventana, dándose empujones para ver mejor, y no probaron bocado del desayuno. Robert inspeccionó la antigua despensa, donde ahora guardaban la ropa de invierno, y regresó haciendo equilibrios con los brazos cargados de viejos gorros y guantes de punto y prendas de piel de los días de juventud de Pina y Amedeo. Abrigó bien con ellos a sus hijos antes de dejarlos salir a la nieve.

—¡Que os divirtáis juntos! —exclamó Maria-Grazia a modo de despedida, con un optimismo que a su padre, dado el historial de los hermanos, le pareció admirable.

Como no podía ser de otra manera, apenas media hora después, Giuseppino apareció lloriqueando y se quitó los guantes y la bufanda con gesto rabioso. Tras él venía Sergio, hecho una furia y con la nariz ensangrentada.

Al parecer, los niños se habían peleado por un cubo de nieve.

—¡La ha cogido toda! —protestó Giuseppino entre sollozos—. ¡Ha salido al patio y se ha quedado con toda la nieve sin dejarme nada!

—¡Porque tú sólo querías hacer bolas! —bramó Sergio—. Yo iba a hacer un muñeco, y por eso he cogido nieve de los escalones, las baldosas y las hojas de las adelfas. ¡Y vienes tú, me quitas el cubo y la tiras toda al suelo!

—¿Dónde está la nieve ahora? —quiso saber Robert, que se había puesto de pie.

—¡La nieve ya no está! —bramó Sergio a lágrima viva.

Giuseppino, sin dejar de dar pataditas a los zócalos, dijo entre dientes:

—No hace falta ponerse así. Ni que fueras un bebé.

Como de costumbre, pensó Amedeo, Giuseppino se sentía más desgraciado, pero Sergio salía peor parado. Pina salió al patio renqueando, con ambos niños cogidos de la oreja (algo que Robert jamás haría, ni aunque lo provocaran), fue hasta el escenario del crimen y comprendió que se habían peleado sobre el montón de nieve sucia, rodando y pisoteándolo, hasta que no quedó nada. Dando muestras de valentía, intentó sacar una moraleja de la situación.

—¿Lo veis? Os peleáis por algo y al final nadie saca nada en limpio.

—Lo odio —dijo Sergio entre dientes con la nariz aún hinchada—. Lo odio. Quiero matarlo.

Durante toda aquella mañana (la estufa de la escuela se había estropeado y habían suspendido las clases), Amedeo recorrió el pueblo en busca de más nieve para sus desconsolados nietos, que habían acabado confinados en sus respectivas habitaciones. Pero ya casi no había, y el pueblo parecía dejar caer la poca y sucia que quedaba desde tejados y ramas. Por la tarde, pareció que Giuseppino ya se había olvidado del asunto, pero Amedeo se dio cuenta de que algo había cambiado en Sergio. Toda aquella primavera, la rabia que albergaba hacia su hermano herviría en su interior, amenazando con explotar. Durante aquella época, todo sería motivo de pelea: las notas del colegio, los sitios en la mesa a la hora de comer, los partidos de fútbol en la plaza. Y Amedeo se temía que detrás de aquello se ocultara algo más profundo y oscuro.

En realidad, Sergio no odiaba a su hermano, pero en un lugar tan pequeño como la Casa al Borde de la Noche no parecía haber espacio para ambos, y, por si fuera poco, cada vez que intentaban resolver sus asuntos, todos parecían lamentarse por ello, como si sus enfrentamientos conllevaran los más terribles presagios. Así habían sido las cosas desde que él tenía uso de razón, y nadie en su familia parecía entenderlo. Por lo que todos decían, quedaba claro que el destino natural de ambos, como el de todos los hermanos de la is- la que heredaban un negocio, era convertirse en dueños de la Casa al Borde de la Noche. A Sergio le gustaba el bar, pero tenía la sensación de que, si se viera obligado a compartirlo con su hermano de por vida, se volvería tan loco como zio Flavio y acabaría también correteando por la isla en camisa de dormir.

Aquel año, la víspera de Santa Ágata, llegó el siroco, un viento que soplaba del norte de África cargado de arena y que dejaba un manto de polvo rojo sobre el pueblo, haciendo que a todos sus habitantes les picasen los ojos y les ardiese la boca. Resoplaba en la nuca como un aliento pestilente y hacía que incluso subir la escalera fuera un auténtico suplicio. En el bar, el ventilador del techo estaba cubierto de polvo, las gotas de la condensación resbalaban por las puertas de las cámaras frigoríficas y lo mismo ocurría en los mandos relucientes de la cafetera nueva. Los adultos decidieron enviar a la playa a los dos hermanos, que estaban especialmente irritables y quejicas, para poder terminar en paz con los preparativos. Incluso su padre, su eterno aliado, estaba absorto en llevar a cabo un inventario en el cuarto trasero y también los mandó a paseo.

Así que cogieron las bicicletas que su madre había comprado el verano anterior con dinero de la caja registradora, ambas rojas —«¡Ni que fuéramos gemelos!», había gruñido Sergio—, y descendieron por la sinuosa carretera que llevaba a la bahía. En cada curva, el viento los abofeteaba con fuerza, pero no proporcionaba alivio alguno.

Aquel día, incluso el mar parecía lánguido, con suaves ondas oleaginosas que rompían contra las rocas teñidas de rojo. A Sergio aquel ruido le daba dolor de cabeza. Los niños llevaban trajes de baño caseros que, cuando se mojaban, formaban unas bolsas vergonzosas. El mayor de los hermanos se puso el suyo y se zambulló en el agua, cerca de las cuevas. En la playa había unos cuantos turistas desparramados, con sus cuerpos paliduchos tostándose al sol. Giuseppino se sentó en la orilla. Observaba el mar con recelo y arrojaba piedras.

Las ganas de provocar a Giuseppino llevaron de vuelta a Sergio, que exhibió su mejor crol.

—Venga —retó—, ven conmigo. No tienes por qué asustarte. Ya va siendo hora de que le pierdas el miedo al mar, Giuseppino. Tienes que superarlo.

A pocos metros de allí, en la arena, un grupo de turistas norteños yacía inmóvil. De pronto, una niña de cabellos dorados, desgarbada y larguirucha y con un traje de baño rosa demasiado pequeño, se volvió hacia ellos. Sergio había hablado en inglés, confiando en avergonzar un poco a su hermano. La niña se separó del resto y se acercó. Con cierta timidez, lanzó una piedra al mar.

—Mucha gente le tiene miedo al agua —dijo, dirigiéndose a Giuseppino.

Su inglés tenía el tono llano del sur, no se parecía en nada al acento de los hermanos, propio de zonas situadas mucho más al norte. Con todo, a Sergio le pareció que la voz de aquella niña era la más hermosa que había oído nunca.

—¿Cuántos años tienes? —quiso saber Giuseppino, que a todas luces compartía la opinión de su hermano.

—Once.

—Nosotros también.

—Yo tengo once —intervino Sergio—. Él no.

—¿Sois gemelos?

—No, hermanos.

—Yo nadaré contigo —continuó la niña—. Soy la mejor de mi colegio en natación. El año pasado gané el trofeo.

Giuseppino no tenía ni idea de qué podía significar aquello, pero aceptó y siguió a la niña al agua, unos pasos por detrás.

—¿Y si me das la mano? Creo que eso me ayudaría —sugirió, pero la niña se limitó a reír y a dar una voltereta en el agua poco profunda, permitiéndoles vislumbrar su trasero esmirriado e inadecuadamente cubierto.

Emergió a la superficie de nuevo.

—¡Vamos al túnel! —propuso Sergio, y agarró a la niña del brazo.

—No —soltó Giuseppino—. ¡Esperadme, todavía no estoy dentro del todo!

—Ven —le dijo Sergio a la niña—. Si nadas tan bien como dices, te lo enseñaré.

El túnel era un oscuro pasadizo natural horadado en la roca donde reinaban sombras submarinas. En su interior, unos pececitos de rayas azules y amarillas y penetrantes ojos plateados se dejaban mecer por la corriente, buscando alimento en las paredes viscosas de las rocas sumergidas. Era posible cruzar buceando hasta el otro lado, pero Sergio sabía de sobra que a Giuseppino le daba pánico aquel sitio. Echó a nadar el primero, seguido por la niña, y dejaron atrás a su hermano, en el bajío, tratando de alcanzarlos y tropezando una y otra vez.

—¡Esperadme! ¡Esperadme! —gritaba.

—Pero ¡métete de una vez, Giuseppino! —provocó Sergio, burlón—. ¡Tienes que nadar! ¡Deja de chapotear en la orilla!

Llegaron a la poza que había ante el túnel, y Sergio, relajado, se quedó flotando boca arriba.

—¡Esperadme! —seguía pidiendo su hermano.

Estaban alejándose de él. Giuseppino se metió en el agua, haciendo un extraño giro con la cintura, y se soltó de la roca. Chapoteando con torpeza, se sumergió hasta tocar el fondo con el dedo de un pie. Sergio sacudió la cabeza y, un instante después, se zambulló en el agua para reaparecer al otro lado del túnel, desde donde su voz se oyó con un eco penetrante, como si procediera de la cripta de una iglesia.

—¡Tienes que venir! —animó a la niña—. ¡A este lado hay un banco de peces enorme!

Ella se sumergió. Sus pies descalzos dieron unas pataditas en la superficie y, después, también desapareció.

Giuseppino mantenía el equilibrio en su roca. Estaba solo y oía los gritos de los otros dos al otro lado. Observó la película de polvo que el siroco dejaba sobre al agua, el cielo que se iba encapotando y las olas, que rompían ahora con más fuerza, por lo que cada vez le resultaba más complicado afianzarse con los dedos de los pies.

—¡Vamos! —llamó la extraña voz reverberante de Sergio desde el otro lado del túnel—. ¡Métete, Giuseppino!

De pronto, una gran ola se alzó desde las rocas llamadas Morte delle Barche y arremetió con fuerza contra el pequeño de los Espósito. Allí, a la sombra, el agua estaba más fría y cubría más de lo que esperaba. Giuseppino no quería atravesar buceando aquel túnel; ni siquiera quería estar cerca de él. Emitía unos sonidos muy inquietantes, como si succionara y diera bofetadas, y en su tenebroso interior latían anémonas marinas que parecían gominolas rojas. La corriente lo arrastró hacia la boca, lo bastante cerca como para tocarla, y Giuseppino se apartó, aterrado: estaba helada, como las paredes del congelador de la Casa al Borde de la Noche. Sentía la fuerza de la resaca en aquellas aguas, las mismas donde, años atrás, su padre había estado a punto de ahogarse.

Pero oía los chapoteos de su hermano al otro lado y la risa inglesa de la niña.

—¡Nada hasta aquí! —lo animó Sergio—. ¡Pasa por el túnel! ¡Aquí casi se hace pie!

—¡Sergio! —imploró Giuseppino—. ¡Vuelve!

—¡Venga, pasa por el túnel! A este lado el mar está más tranquilo, te lo prometo.

Otra gran ola. La risa sonora de la niña. Cuando Giuseppino trató de apoyarse de nuevo en la roca con los dedos, no la encontró. Sus pies patalearon en el vacío, muy rápido, y el agua lo arrastró hasta lo hondo de la poza, de donde emergió de golpe y se dio un topetazo contra el techo del túnel. Tragando agua, hundiéndose, forcejeó para tratar de atravesar el pasadizo. ¡Sí! ¡Lo conseguiría! ¡Les demostraría de qué era capaz! Pero las olas volvieron a zarandearlo y se rascó la espalda contra las lapas de las paredes; después volvieron a hundirlo. Y él lloraba, gritaba, tragaba agua, luchaba contra aquel mar tan frío. ¿Dónde se había metido su hermano? El mar era distinto ahora: se había convertido en algo furibundo, en ese monstruo aterrador que él siempre había temido que fuera.

Sergio le rodeó la cintura y tiró de él hacia arriba. Su cabeza emergió a la superficie, y por fin pudo respirar, jadear, escupir.

—Nada, Giuseppino —gruñó Sergio, arrastrando a su hermano hacia la orilla—. Nada, maldita sea. Si no te hubiera entrado el pánico, lo habrías conseguido.

Sergio lo sacó a rastras del agua y lo dejó sobre la arena. Se plantó ante él, a contraluz, con los brazos en jarras.

—¿Por qué no lo has intentado con todas tus fuerzas?

Giuseppino jadeaba y tosía. Cuando por fin fue capaz de articular palabra, dijo:

—Me has abandonado. No me has ayudado.

—No es culpa mía que ya tengas diez años y no sepas nadar.

Giuseppino se echó a llorar, con sollozos entrecortados. Por supuesto que sabía nadar. ¿Qué había hecho, si no? Con los pulmones ardiendo por el esfuerzo y los ojos llenos de lágrimas, miró furibundo a Sergio y a la niña inglesa, que iba cambiando el peso de un pie al otro, incómoda al verse atrapada en el fuego cruzado de su enemistad.

—Me has abandonado —dijo en tono acusador—. Te he oído chapotear y reír desde el otro lado. No te importaba lo que me ocurriera.

De pronto, oyeron unos silbidos y un grito que los hizo darse la vuelta. ‘Ncilino el pescador estaba en el mar, más allá de la roca. Había apagado el motor y su barca cabeceaba en las olas, más mansas ahora. Su cara, que sin las gafas de sol parecía desnuda, expresaba preocupación.

—¡Chicos! ¿Esa niña se llama Pamela?

La chiquilla asintió con la cabeza.

—Sus padres la esperan. En menudo lío os habéis metido, Espósito. La isla entera anda buscándola.

—¡Mira lo que has hecho! —espetó Sergio—. Yo estaba cuidando bien de ella, pero tú nos has hecho perder el tiempo con tus lloros y tus chapoteos ridículos, ¡y ahora nos castigarán a los dos!

Giuseppino se sacudió lo mejor que pudo con la toalla áspera que les había dado su madre, agarró la bicicleta por el manillar y echó a correr descalzo hacia la carretera, dejando tras él un rastro de arena y agua. Sin dejar de sollozar, arrastró la bici cuesta arriba hasta el pueblo. Sergio lo seguía de cerca, un poco avergonzado por la pena de su hermano.

Cuando llegaron al bar, Giuseppino enterró la cabeza en el pecho de su madre, y la culpa, por supuesto, se la echaron a Sergio. Robert, pese a escuchar con suma paciencia ambas versiones de la historia, tuvo la sensación de que no podía seguir ejerciendo de árbitro entre sus hijos, como si ya se hubieran internado en un campo de batalla privado en el que debían enfrentarse ellos solos hasta que, finalmente, uno de los dos saliera vencedor.

—No deberíamos haberlos mandado a la playa —se lamentó Amedeo a solas con su mujer aquella misma tarde.

—Hay ciertas cosas que los niños tienen que resolver por sí mismos —contestó Pina, lo que no hizo sino confirmar los peores temores de Amedeo al respecto.

Aquella tarde, mandaron a los niños a confesarse. La abuela Pina siempre había sido devota de la festividad de Santa Ágata, y le parecía que un poco de temor católico podría mejorar las cosas.

—Obedeced a vuestra abuela e id a hablar con el padre Marco —dijo Maria-Grazia—. Y espero que a la vuelta hayáis hecho las paces. ¿No habíais dicho a principios de verano que os ibais a llevar bien?

A regañadientes, los niños fueron a la iglesia. El padre Ignazio ya no ejercía —se había retirado a su casita rodeada de adelfas— y lo había sustituido el padre Marco, un hombre bastante serio y recién salido del seminario. Los ojos del padre Ignazio, siempre un poco pícaros, habían sido una fuente de consuelo durante las prolongadas confesiones que precedían a la festividad de Santa Ágata. Parecían decir que ningún pecado era imperdonable si se confesaba. La mirada del joven padre Marco, en cambio, era pía y extraordinariamente lánguida. Daba la impresión de estar decepcionado incluso antes de escuchar tus pecados. Cuando Sergio estuvo del otro lado de la rejilla, oculto por la cortinilla de seda, y se enfrentó a los ojos tristones del padre Marco, unos sollozos de culpabilidad le brotaron de la garganta. Regurgitó una confesión confusa y atropellada:

—Yo no quería... No quería matarlo. Es que estaba tan enfadado con él que por un momento deseé, sólo un poquito, que se ahogara...

Todas las viudas del Comité de Santa Ágata participaban en el ceremonioso ritual de abrillantar la estatua de la santa y de separar los ramitos de adelfa para su corona estrellada, tareas que llevaban a cabo en la parte trasera de la iglesia. Así que todas y cada una de las viudas del Comité de Santa Ágata oyeron los desconsolados sollozos de Sergio y sus largas lamentaciones. Para cuando cayó la noche, todos los habitantes de la isla estaban al corriente de que Sergio Espósito había intentado matar a su hermano.

Igual que sucediera con el rumor sobre tío Flavio y Pierino, Sergio nunca lograría sobreponerse del todo a aquel chisme.

—¿Y por qué no vais al instituto en Sicilia? —propuso Maria-Grazia—. Podríais cruzar cada mañana en el ferry de Bepe. Ahí fuera os espera todo un mundo, y sabe Dios que en él hay espacio de sobra para los dos, si conseguís soportaros hasta entonces, claro.

«¿Y por qué tienen que animarlos todos a marcharse de aquí?», se lamentaba Amedeo.

Tras la festividad de la santa de aquel año, Giuseppino se convirtió en un niño tranquilo y reservado. Pasaba las tardes encerrado en su habitación, ya ni siquiera quería jugar al fútbol con sus amigos Pietro y Calogero y se dedicaba a estudiar con tanta voracidad que daba la impresión de que los libros y él estuvieran enzarzados en una batalla a vida o muerte. Sergio comenzó a quejarse de que sus libros desaparecían, de que Giuseppino se los robaba. Pero nunca hubo pruebas que lo demostraran, ya que cuando rebuscaban por la casa, los libros siempre aparecían en su sitio. Giuseppino se entregó tanto a sus estudios que, de abril a junio, apenas se lo vio fuera de su habitación más que para ir a al baño o comer, cosas que hacía de mala gana, cruzando el salón a toda prisa y con el ceño fruncido. Incluso empezó a asomarle una pequeña joroba de empollón. Llegó el final del año escolar y sus resultados en los exámenes fueron tan brillantes que la nueva maestra, la professoressa Valente, atónita, recomendó que lo avanzaran de curso. Era el alumno más inteligente que había tenido nunca.

Cuando el boletín de notas de Giuseppino llegó a las manos de Maria-Grazia y Robert, tiraron petardos desde el porche de la Casa al Borde de la Noche. Los turistas soltaron vítores y dieron brincos, pensando que se trataba de algún festejo local. Sergio se mantuvo al margen de la celebración. ¿Cuándo le habían montado una fiesta así a él? ¿Cuándo habían iluminado la oscuridad con petardos en su honor?

Así, llegado el momento, Giuseppino empezó a asistir antes que su hermano al liceo de la isla vecina, y cada mañana se sentaba solo en la bancada del Santa Maria del Mare con un montón de libros en el regazo.

—Quiero ir a la universidad —declaró para deleite de sus padres y abuelos—. Ahora entiendo que lo mejor es que me aplique y trabaje duro.

—¿Y qué pasa conmigo? —protestaba Sergio, furioso, ante su madre—. Yo también quería ir a la universidad, pero Giuseppino me ha pasado por delante a propósito, para que yo no pueda ir. Sé que lo ha hecho a posta.

—Pero ¿qué problema hay en que estudiéis los dos? —quiso saber ella—. ¿Por qué el hecho de que él estudie te impide hacerlo a ti?

Pero, por alguna razón extraña, Sergio seguía teniendo la clara sensación de que su destino dependía del de su hermano. Ya no había unión alguna entre sus hijos, advirtió Maria-Grazia; aquel verano en que uno de ellos había estado a punto de ahogarse había creado un cisma irreversible entre ambos, y ahora se limitaban a convivir bajo el mismo techo en la Casa al Borde de la Noche, como si ya no fueran hermanos. Y entonces, demasiado tarde, Sergio quiso recuperar a Giuseppino. Era el mayor quien vagaba ahora desconsolado con sus tirachinas y sus canicas, deseando que su hermano abandonara los libros y participara en los juegos en la plaza. Era él quien se desesperaba por oír una palabra amable.

—¿Qué he hecho mal? —susurró Maria-Grazia al oído de su marido aquella misma noche—. ¿Debería haber pasado más tiempo con ellos cuando eran pequeños? ¿Cometí un error al volcarme tanto en el bar?

Pero ¿cómo podría haberles dado más de sí misma? Durante los primeros años de vida de sus hijos se había sentido al límite, debatiéndose entre las exigencias del negocio y las de los niños, hasta que apenas quedaron vestigios de la chica que, en otro tiempo, tomó el mando de la barra de la Casa al Borde de la Noche, la que recorrió la isla sin ningún temor reclamando justicia para Flavio, la única en la isla capaz de conquistar el corazón de Robert Espósito.

—¿Y qué habría cambiado de haberme encargado yo del bar? —trató de razonar su marido—. ¿Qué habría cambiado de haberme ocupado yo de apartar dinero de la caja para comprarles bicicletas o de ahorrar para que un día fueran a la universidad? ¿De haber sido tú quien los cuidara cuando eran bebés? ¿Crees que habría sido distinto?

—Por lo menos habría sido más... natural —contestó ella, que había soportado su buena dosis de reproches de las viudas de la isla, y también la incomprensión de los pescadores, que se preguntaban qué hacía detrás de la barra mientras su marido se paseaba por ahí con el cochecito.

—¿Tú los quieres? —preguntó Robert con cierta severidad.

—Sí, caro. Por supuesto.

—Pues ya está.

—Ya sabes lo que dicen las viudas en el bar...

—¡Al infierno con las viudas!

Maria-Grazia soltó una carcajada y él le rodeó la cintura como si aún fueran amantes, como lo habían sido durante la guerra.

—Lo único que necesitan —dijo Robert— es amor. A mí no me lo dieron, por eso lo sé. Lo demás es secundario.

Y, sin embargo, aunque Maria-Grazia nunca se habría atrevido a formular ese sentimiento en voz alta, ni siquiera a articularlo mentalmente, ella nunca había querido a sus hijos tanto como a Robert. Eso fue lo primero que le pasó por la cabeza, haciéndola sentir culpable, cuando vio a Sergio recién nacido, que las sospechas que había abrigado durante el embarazo se veían confirmadas: sí, quería a su hijo, pero todo ese cariño nunca podría desbancar a Robert del puesto de honor que ocupaba en su corazón. Nada lo había hecho: ni la ausencia, ni la humillación. Tampoco el nacimiento de sus hijos. A medida que los niños crecían, ese secreto se le había antojado cada vez más oscuro y terrible, y estaba segura de que ellos debían de percibirlo, y quizá fuera ése, precisamente, el motivo de su eterno enfrentamiento, de su insatisfacción para con todo.

—Todo se arreglará —murmuró Robert como si lo hubiera entendido.