La paliza a Pierino condujo, indirectamente, a la restitución de Amedeo como médico de la isla.
Aquel otoño, un rumor opuesto fue cobrando fuerza hasta sofocar aquél tan nefasto sobre Flavio. Alguien susurró en el bar que el dottor Vitale se había negado a curar las heridas de Pierino. Por eso habían mandado a buscar a Amedeo en plena noche y por eso era el antiguo médico, y no el que se suponía que ostentaba el cargo, quien supervisaba aún la recuperación del pescador. Para cuando cayó la noche, el rumor había alcanzado todos los rincones de la isla. Al día siguiente, el pobre dottor Vitale se encontró sin un solo paciente.
Entretanto, en los peldaños de la Casa al Borde de la Noche se había formado una cola desordenada de isleños enfermos o heridos.
—No puedo atenderlos —protestaba Amedeo ante las toses y los lamentos de sus aspirantes a pacientes—. Yo ya no soy el médico. Deben volver todos con el dottor Vitale, que está al corriente de sus tratamientos y tiene todas las medicinas.
Pero las campanadas a muerte por la reputación del dottor Vitale ya habían doblado.
La espantosa noche de la paliza a Pierino había cambiado a Amedeo. Las causantes de la alteración no fueron las heridas del pescador. Había suturado a soldados desmembrados en el río Piave; había visto a hombres destrozados por las bombas, hombres en carne viva por la metralla y las llamas. Siempre había sido capaz de separar esas cosas de su vida real, de la existencia que llevaba en privado, de puertas adentro en la Casa al Borde de la Noche. Sin embargo, cuando salió de aquella habitación manchada de sangre para encontrarse a Maria-Grazia de pie ante la ventana —su Mariuzza, la mejor y más pura de sus hijos—, la ira había hecho que la parte política de su ser despertara y se sacudiera, feroz como un oso tras la hibernación.
Se encontró entonces con que se iba convirtiendo gradualmente en un hombre político.
Permitió que Pina empleara al prisionero-poeta Mario Vazzo para trabajar en el bar por las tardes (los guardias impedían que cualquier preso trabajara hasta más allá de las cinco). Enviaban su salario directamente a su mujer y su hijo en Milán, quienes, según Mario, no habían padecido más que problemas desde que lo habían apresado a él, trasladándose de un piso a otro y con el crío acosado por una serie de resfriados y fiebres. A veces, sentado en el bar, el prisionero-poeta componía fragmentos de versos melancólicos en servilletas de papel que luego abandonaba y que Pina recuperaba después, orgullosa de que un poeta de verdad, un hombre culto, sirviera en la barra de la Casa al Borde de la Noche.
Nadie más tenía a un hombre ilustrado trabajando consigo, pues nadie más había empleado a un prisionero. De hecho, muchos dieron a entender que les parecía una verdadera vergüenza que prefirieran emplear a un hombre del norte, un hombre que ganaba cinco respetables liras al día, antes que a un oriundo de la isla. Pero Pina lo había decidido así, y Amedeo, a fin de cuentas, lo delegaba todo en Pina.
Mario Vazzo tenía una espléndida melena de cabello rizado que, en su nueva pobreza, atusaba con aceite de oliva. Interrogaba a Amedeo sobre las leyendas de la isla, y pasaba días enteros enfrascado en el cuaderno rojo del doctor, documentándose para lo que él llamaba «un drama épico en verso». (Rizzu soltó un bufido al oír aquello, y Pina contraatacó llamándolo a él «filisteo», y durante un rato estuvo a punto de estallar una guerra entre ambos.) Pina no permitía que los isleños se burlaran de Mario Vazzo, y aunque muchos de los viejos campesinos y de las viudas no podían tomarse del todo en serio a un hombre que se ganaba la vida garabateando en servilletas, no tardaron en mostrar hacia el poeta una suerte de respeto por su relación con la antigua maestra. Además, el tipo sentía fascinación por las leyendas de la isla, un interés que Amedeo estaba encantado de fomentar y que halagaba a todo el mundo. Pina le había contado al poeta, muy al principio, la historia de Castellamare.
—Tiene que haber alguna explicación para eso —comentó él—. Para ese sonido como un llanto. Para todas esas calaveras blancas.
—Por supuesto que la habrá —dijo el viejo Rizzu—, pero será sobrenatural. Esta isla es un lugar misterioso.
El poeta ponía por escrito todas esas cosas. Cuando los fascisti, sus guardias, entraban en el bar, desaparecía de la vista tras la cortina.
Para remediarlo, Pina inició una campaña de resistencia pasiva: se limitaba a tomar nota de las preferencias de los guardias —pastillas de violetas, cigarrillos Modiano, una marca particular de arancello de Palermo— y no reponía las existencias, de modo que, para exasperación de éstos, se encontraban con que no había nada de lo que pedían.
—Mi dispiace —decía Pina—. La guerra en Abisinia ha vuelto a interrumpir el transporte de provisiones, signore.
Los fascisti se dirigían entonces a la tienda de Arcangelo, donde nunca parecían tener el mismo problema con los suministros.
Era cierto que todos esos actos los llevaba a cabo Pina, pero Amedeo ya no quería ignorar lo que estaba ocurriendo en su isla. Su mujer siempre le había llevado ventaja, ya desde aquella primera noche en la que él la había perseguido por toda la casa recogiendo las horquillas que caían de su pelo. Ahora también iba por delante de él y, como siempre, tenía razón. Además, Pierino era su último pariente vivo, por distante que fuera, e insistía en enviar paquetes con comida todas las semanas a Ágata la hija del panadero pese a la escasez de víveres en su propia casa, pues la familia del pescador lo estaba pasando mal ahora que él ya no trabajaba.
Una mañana al despertar, los isleños descubrieron que el dottor Vitale se había marchado. Sin médico en la isla, il conte y Arcangelo no pudieron hacer gran cosa por impedir que la gente acudiera al bar para que la trataran. Y si Amedeo atendía también de vez en cuando a los prisioneros heridos o enfermos... Bueno, lo cierto es que era escrupuloso a la hora de esconder su instrumental y cubrir sus huellas, y, por si fuera poco, los isleños juraban no saber nada al respecto.
De ese modo, Amedeo retomó la práctica de la medicina. Además, il conte seguía teniendo su artrítica lesión de guerra, y Arcangelo sus indigestiones, y aunque ambos eran demasiado orgullosos para acudir al doctor directamente, no tardaron en empezar a mandar a sus hijos en busca de frascos de pastillas, como hacían todos los demás.
Durante los dieciséis años transcurridos desde el nacimiento de Tullio, Amedeo no había dejado de observar a su mellizo fantasmal, Andrea d’Isantu, en busca de indicios de semejanza. Sin embargo, pese a haber nacido prácticamente en el mismo minuto de la misma noche, los dos muchachos nunca se habían parecido y, que él supiera, nunca se habían dirigido la palabra excepto cuando la escuela o las actividades de los Balillas lo exigían. No obstante, Andrea tampoco había salido al conde. Siempre había sido un crío endeble, enjuto, más parecido al hijo de un pobre y sin una pizca de la opulenta gordura del conte. Ahora, a los dieciséis, su delgadez había dado paso a algo más nervudo y poderoso. Las notas de Andrea en la escuela, según los hijos de Amedeo, eran impecables (sólo quedaban por debajo de las de Maria-Grazia, que empezaba a tomarle la delantera). Había destacado en los Balillas y pasado a formar parte de los Avanguardisti —donde superaba incluso al entusiasta Flavio en los deportes y las prácticas de tiro—, e iban a enviarlo a una universidad de la Italia peninsular, donde esperaba formar parte activa de los Fasci Giovanili di Combattimento y convertirse después en miembro del partido.
Amedeo trataba de entablar conversación con Andrea cuando éste acudía todos los meses en busca de las aspirinas de su padre, pero el muchacho era extrañamente reservado. «Mis hijos me cuentan que vas muy bien en el colegio», le decía, y Andrea se limitaba a responder: «Sí, dottore, me va muy bien, gracias al maestro Calleja.» O «¿Cómo se toma tu madre la perspectiva de que te marches a la universidad dentro de un par de años?», preguntaba sintiendo una punzada de culpa al mencionar a Carmela en voz alta por si daba algún indicio de sentir todavía algo por ella, pero el muchacho sólo decía: «Bien, gracias, dottore. Comprende mis deseos de mejorar con mi marcha al continente.»
Amedeo sabía que esto último era una mentira, por educada que fuera, porque siempre que había visto a Carmela con el chico —a cierta distancia, durante las fiestas del pueblo o circulando a bordo del automóvil del conte—, le había resultado obvio que adoraba a su hijo. En público, se aferraba a su brazo para sostenerse o espantaba imaginarios mosquitos de su cabello. Andrea soportaba toda esa atención con la misma ecuanimidad clarividente con que lo soportaba todo, permitiendo que su madre lo acariciara y mimara sin sentir la necesidad de quitársela de encima como les habría pasado a otros chicos. Era más educado y sereno que su padre, y caía mejor en la isla, y, sin embargo, de algún extraño modo, transmitía la sensación de ser más peligroso.
—Con el conde, uno sabe a qué atenerse —decía Rizzu—. Por eso pude aguantar veintiséis años trabajando para él. Grita cuando está enfadado y ríe cuando está contento, y así sabes si vale más quitarte de en medio o darle coba para pedirle un favor. Incluso de niño era así. Su padre era mejor como terrateniente, pero a éste, al signor il conte de ahora, cuesta poco adivinarle el pensamiento. Sin embargo, vaya usted a saber qué andará pensando ese Andrea, con esos ojos tan astutos. Es un chico educado, eso sí, pero diría que a la larga se convertirá en un patrón más duro de roer.
Aun así, Amedeo tenía poco tiempo para pensar en Andrea, porque sus propios hijos ya casi tenían la edad en que haría falta encontrarles ocupaciones.
Había sentido un amor feroz y desgarrador por sus tres varones cuando eran pequeños, pero los jóvenes en que se habían convertido lo llenaban a veces de inquietud. Parecían pertenecer más al mundo que había fuera de la Casa al Borde de la Noche que a Pina y a él. No habría imaginado jamás que la crianza de los hijos fuera así, un proceso lento de pérdida. El sombrío Flavio, el mediano, era el más preocupante. Había desarrollado una fascinación extraña por los fascisti, y en los últimos años eso lo había distanciado de su madre. Había insistido en clavar un retrato del Duce sobre su cama —hasta que un día Pina lo arrancó y lo metió en un cajón— y practicaba marchas fascistas con la trompeta todas las tardes. Últimamente, daba la sensación de que anduviese recorriendo siempre la isla con los pantalones bombachos y el fez negro de los Avanguardisti, encaramándose a montículos y dejándose caer en zanjas mientras disparaba armas. Cuando no estaba con los Balillas, Flavio era más cerrado que un riccio di mare: sombrío y adusto, de actitud reservada y costumbres rígidas, como el propio Amedeo había sido de joven.
Por el contrario, Tullio, con sus cejas pobladas, parecía incapaz de parar de hablar. Apoyado en el porche, con el cabello negro y espeso como el de su madre y la gran estatura de Amedeo, conquistaba a las muchachas que pasaban de camino a casa al salir de misa, intercambiaba pitillos con los pescadores y se ganaba la confianza de los viejos jugadores de scopa. En resumen, era objeto de la admiración de todos. Pero tanta seguridad en sí mismo inquietaba a su padre; parecía algo demasiado grande para caber en una isla de ocho kilómetros. Tullio parloteaba sin cesar sobre Estados Unidos, donde vivía un primo de los Rizzu que supuestamente conducía un automóvil enorme y tenía un refrigerador tras haber salido por sus propios medios de la Gran Depresión y progresado de forma espectacular. El propio Tullio no tardaría mucho en lanzarse también a cruzar el mar, se temía Amedeo. En más de una ocasión había tenido que arrancar a su hijo mayor del jardín de las buganvillas, donde lo había descubierto enredado en los brazos de la mayor de las chicas Mazzu, para escándalo de los viejos jugadores de scopa. Además, el muchacho circulaba por la isla en su bicicleta a tanta velocidad que Pina se temía que acabara sufriendo un impacto mortal contra el automóvil del conde.
El menor de sus hijos, Aurelio, no hablaba de abandonar la isla, principalmente porque aún estaba embarcado en el doloroso y prolongado proceso de terminar los últimos cursos de la escuela. Amedeo tenía la sensación de que, de los varones, el pequeño era el que más le pertenecía. Aurelio aún se le acercaba a veces con sigilo para pedirle que le contara la historia más reciente de su cuaderno rojo, y aún se sentaba junto a su hermana en el porche para hacer rabiar al gato, Micetto. El chico tenía una cara redonda y agradable, y una voz que todavía lo traicionaba de vez en cuando de manera encantadora. Pero Amedeo sabía que incluso él acabaría por cansarse de cazar lagartijas en el monte, de zambullirse en el mismo retazo de mar desde las mismas rocas cada fin de semana de verano, de los interminables partidos de fútbol en la plaza. Veía que su hijo pequeño seguía al mayor, Tullio, por todas partes, imitando sus andares arrogantes y alisándose el cabello con aceite para imitarlo.
Y ahora temía, en el fondo, que le hacía falta algún pretexto para impedir que sus inquietos hijos se marcharan de la isla. Así pues, decidió meterlos de lleno en la vida del bar. Les enseñó a preparar café y chocolate igual que Gesuina se lo había enseñado a él casi veinte años atrás, los tenía levantados hasta altas horas haciendo bolas de arroz y pastelitos y los tentaba con una modesta parte de los beneficios para que la gastaran en lo que quisieran: bombones, cromos de fútbol o regalos para las chicas del vecindario que merodeaban por el porche las noches de los sábados confiando en ver a «los chicos Espósito». Los tres caminaban con el aire arrogante que imaginaban a las estrellas cinematográficas de Estados Unidos y se aplicaban aceite en el pelo igual que el prisionero-poeta Mario Vazzo.
Lo cierto era que Amedeo estaba cada vez más absorto en sus labores de médico no oficial de la isla, así que se alegraba de contar con la ayuda de los chicos en el bar. En aquellos tiempos, la gente acudía a la parte trasera de la casa a que le sacaran una muela o le vendaran un brazo, y a la delantera a que le sirvieran vino dulce y café bien fuerte o a jugar a las cartas; y a veces hacían ambas cosas en el transcurso de la misma tarde. En la galería del porche, los pacientes convalecientes y otros clientes podían sentarse bajo el despliegue caótico de las enredaderas y tomar café o licores mientras contemplaban las vistas desde el singular emplazamiento del bar: en una dirección, la vasta extensión esplendorosa y bullente de Europa; en la otra, la inmensidad del mar.
Un día, Amedeo sorprendió a su hija llorando en los peldaños del porche.
—¿Qué te pasa, Mariuzza? —preguntó mientras la cubría de besos—. ¿Está enfermo Micetto?
—No, no —contestó ella enfadada—. No es eso, papá.
—¿Pues qué es? ¿Te duelen las piernas?
—Papá, hace tres años que no me duelen las piernas.
Amedeo supuso que tenía razón.
—¿Qué te pasa, entonces?
Maria-Grazia soltó un pequeño bufido de irritación.
—¿Por qué nunca me dejas echar una mano en el bar? A Tullio, Flavio y Aurelio sí los dejas. Y ¿por qué no puedo ir a las Piccole Italiane, como las demás niñas, y participar en las marchas y en las acampadas y cantar himnos? Mis hermanos fueron a los Balillas. Sé cantar, papá. Y puedo ayudar en el bar, hacer cuentas y servir a los clientes mucho mejor que Tullio, que siempre anda enfrascado en esas revistas con fotos de coches, o que Aurelio, ¡que a duras penas sabe dónde tiene la cabeza!
Amedeo, un poco aturdido ante aquel torrente de reproches, contestó:
—Pero... ¿De verdad te apetece echar una mano en el bar? Eres una chica lista, podrías llegar a convertirte en una mujer culta. Y no me digas que quieres asistir a esos sábados de los fascistas, o a sus campamentos...
—¡Mis piernas están perfectamente! —estalló Maria-Grazia—. ¡Y todos los demás van a esas cosas! ¡Soy la única de toda la isla que no va!
Y sin más, la muchacha desapareció furibunda tras la cortina del bar. Amedeo oyó alejarse sus pasos a través de la casa —aún ligeramente inestables tras tantos años de aparatos— con una mezcla de exasperación y amor.
¿Incluso Maria-Grazia iba a convertirse en una adolescente recalcitrante? Le dio la sensación de que no podría soportarlo. Más tarde, fue en su busca y, calmándola con apodos cariñosos y una selección de pastelitos del bar, accedió a que asistiera a las Piccole Italiane a modo de prueba.
La prueba en cuestión resultó breve. La agrupación no la admitió en sus filas. Al maestro Calleja le pareció que no podría mantener el ritmo de las demás, que sus piernas debiluchas serían un impedimento.
Maria-Grazia subió corriendo los peldaños del bar hecha un mar de lágrimas e hizo caso omiso de las preguntas de su padre.
—¡No quiero volver a oír hablar de las Piccole Italiane! —exclamó—. ¡Me marcharé a Sicilia y me meteré monja!
Fue el poeta Mario Vazzo quien consiguió que saliera de nuevo, la serenó con sus encantos y finalmente la niña cedió y, un poco enfadada consigo misma, volvió a bajar.
—Mandaré a tu madre a hablar con ese idiota del maestro Calleja —dijo Amedeo—. Lo hará entrar en razón en un santiamén.
—No quiero saber nada más de la cuestión, papá —zanjó Maria-Grazia.
Él quería hablar con Pina del asunto, pero, al día siguiente, los periódicos venían llenos del Führer alemán, el gran amigo del Duce, y de su guerra en Polonia. Aunque Il Duce se mantendría en sus trece y vacilaría un año más, esa guerra no tardaría en convertirse en el único tema de conversación posible para todos. Y fue esa guerra la que se llevó a los hijos varones de Amedeo, uno por uno, lejos de la isla.