Fue la pequeña Maddalena, finalmente, la que hizo que Maria-Grazia recuperase el bar.
Había sido un final de año tempestuoso y crítico, ya que Sergio y su mujer no habían logrado llegar a ningún acuerdo, y a eso vinieron a añadirse ciertas dificultades más serias y oscuras. Durante las semanas que siguieron al nacimiento del bebé, Pamela se sentaba en el porche azotado por el viento mirando hacia Inglaterra; sujetaba en el regazo a la pequeña Maddalena, que miraba el cielo ensimismada. Incluso cuando Pamela accedía a sentarse con su familia política en la cocina, lo hacía un poco alejada de Sergio, dejando con desidia que la niña mamara, sin animarla a hacerlo. A menudo, la cría quedaba desatendida en un rincón. Maria-Grazia la cogía entonces y le cantaba «Ambara-bà, cic-cí, coc-cò!», la cancioncilla con que su padre, Amedeo, la había acunado a ella de pequeña; también Robert le canturreaba canciones de cuna inglesas con todas esas palabras absurdas: «Pat-a-cake, pat-a-cake», «Rock-a-bye baby». La cara de la niña se iluminaba repentinamente, como si reconociera algo, y esbozaba una sonrisa radiante. Ambos se centraban en Lena como quien se arrima a un fuego vivo, aprovechando la distracción que les suponía de los problemas que se cernían sobre la casa.
Antes de Navidad, Maria-Grazia estaba tan preocupada por la pobre Pamela que hizo venir a Concetta de la casa azul con el patio de naranjos. Mientras Enzo chinchorreaba a la pequeña Maddalena, Maria-Grazia y Concetta consiguieron arrancar a Pamela de su melancolía y la pusieron a trabajar con ellas preparando bolas de arroz para las celebraciones navideñas. Maria-Grazia le ofreció a la joven un regalo por adelantado, una pulsera de perlas que había sido de Pina. Cuando se la ciñó a la muñeca, los ojos de Pamela se llenaron de lágrimas ante aquella muestra de generosidad.
—Inglaterra muy bonita en Navidad —dijo Concetta con su inglés macarrónico—. Inglaterra gustarme. Lugar encantador. Kensington Gardens Park. Reina Isabel. ¿Sí?
Con los ojos llorosos, Pamela les confesó que no se acostumbraba a la soledad de Castellamare, ni al polvo, ni a los platos y más platos de hortalizas regados con aceite y sal que debían cenar cada día; tampoco a los salvajes gatos callejeros que se lanzaban contra el cochecito de Maddalena mientras lo empujaba por el pueblo, ni al dialecto de la isla, que le resultaba incomprensible pese a que se había esforzado de verdad en aprender italiano cuando se casó con Sergio. El tono de su voz no tardó en volverse quejumbroso e insistente, pues la actitud comprensiva de las dos mujeres liberó en ella un torrente de aflicción profunda:
—La verdad es que odio estar aquí. No me siento capaz de cuidar del bebé, y Sergio no lo entiende. Hay lagartos por todas partes, polvo por todas partes, sol por todas partes, ¡y hace muchísimo frío en invierno! Estoy segura de que nunca he pasado tanto frío, ni siquiera en Inglaterra. Y todas esas señoras que nos miran cuando paseamos por la calle mayor... Y no quiero al bebé, y ya no quiero a Sergio.
—Siento lo de las hortalizas, cara —dijo Maria-Grazia con pesar—. Podría haberte preparado platos ingleses.
—No es eso —gimoteó Pamela—. No es eso.
—Depresión posparto —declaró Concetta, dándoselas de entendida mientras rebozaba las bolas de arroz—. También mi madre tener este problema, pero nadie diagnosticar bien en viejos tiempos. Pero tú conseguir ayuda de buenos médicos, quizá encontrarás mejor, cara. Y las viejas no querer mal para ti, sabes, cuando miran. Y gatos son tímidos, en realidad. Dar con tu bolso fuerte una vez y ya no molestarán más. Ellos aprender.
—Lo sé —sollozó Pamela—. Lo sé, pero no aguanto más aquí.
—Entonces debes irte a Inglaterra —concluyó Concetta—. ¿Qué juega Sergio, que no te deja?
Maria-Grazia se había hecho aquella misma pregunta una y otra vez.
—A ver, Sergio —le dijo por fin a su hijo, recién entrado el año nuevo—, debes hablar con tu mujer y decidir de una vez por todas cuándo vais a mudaros a Inglaterra.
Entonces, aunque demasiado tarde, Sergio trató de reparar el daño que había hecho.
—Ten paciencia, Pam —le susurró aquella noche a la cálida espalda que yacía indiferente a su lado—. Dame sólo un par de meses más.
Pamela refunfuñó sobre lo estrecha que era la cama, tironeando de las sábanas. Sergio, desesperado, le suplicó como un niño dolido.
—¿Es que no me quieres?
—No puedo seguir aquí —murmuró ella finalmente—. Eso es todo.
—Sólo te pido unos meses más.
—Nunca vendrás conmigo a Inglaterra. Ésa es la pura verdad. Nunca te irás de esta maldita isla, al menos ten la decencia de admitirlo.
—No puedo —admitió Sergio con un nudo en la garganta—. No puedo irme, Pam, lo siento.
A la mañana siguiente, Sergio advirtió que Pamela abandonaba su sitio en la cama junto a él y oyó correr el agua en el cuarto de baño. Al cerrarse el grifo, le llegó el eco tenue de las tuberías. Para cuando su madre lo hubo despertado del todo, el ferry de Bepe ya había zarpado con Pamela a bordo. Se lo había llevado todo, excepto al bebé.
Nadie se había planteado que Pamela pudiera irse sin su hija. Aquella noche, Maddalena tuvo unos cólicos tremendos; daba alaridos, con la cara hinchada, para que alguien le aliviara el dolor. Fue Maria-Grazia quien sostuvo en brazos su cuerpecito. Cerró el bar, echó los postigos y llevó a su nieta de habitación en habitación. La pequeña tenía unos párpados paliduchos de inglesa y unas orejas adorables, un poco grandes. Aun así, sus ojos eran sin duda de Castellamare, de un indefinido tono opalino y con unas pestañas espesas que parecían de lo más suave, como las patitas de una oruga. El corazón de Maria-Grazia rebosaba de amor por aquella cría.
—Pam volverá a buscarla —dijo Sergio—. Y entonces podré arreglarlo todo.
Pero ¿y si Pam no volvía?, se preguntó Maria-Grazia con una mezcla de miedo y esperanza. Al bebé parecía encantarle la isla, y ya había ganado peso y un ligero bronceado. Forcejeaba llena de energía con Enzo, el de Concetta, y tendía las manitas hacia las lagartijas que cruzaban el techo encima de su cuna. Los primeros balbuceos que había empezado a emitir eran, según creía Maria-Grazia, una mezcla de inglés y del dialecto de la isla, ya que ladeaba la cabeza y atendía a ambas lenguas con la misma atención. Si la dejaban quedarse, pronto se sentaría a escuchar, hechizada, las historias de Castellamare. Correría por los caminos de cabras con Enzo y los demás niños, se zambulliría sin miedo en el mar y aprendería todas las lastimeras canciones de la isla.
Su destino era quedarse, de hecho, pues Pamela jamás volvió a buscarla.
Cuando la pequeña dejó por fin de llorar aquella primera noche, Maria-Grazia se plantó ante la fotografía de su padre, Amedeo, y se prometió que protegería a Maddalena por encima de todo. Nunca le contó esa promesa a nadie, excepto a Robert.
Y así, por el bien de todos, Maria-Grazia volvió a ocupar su antiguo puesto detrás de la barra. Mientras Sergio llevaba a Maddalena de habitación en habitación para aliviar sus cólicos y Robert organizaba el caos en que se habían convertido los libros de contabilidad durante la última década —siguiendo las instrucciones de su mujer, que se había propuesto poner las cuentas en orden ahora que debían encargarse del futuro de la niña—, Maria-Grazia se colocó al frente de la Casa al Borde de la Noche. Instauró un estricto programa para que las liras se metieran cada viernes en la cajita con el crucifijo —con la intención de poder pagar la hipoteca cuanto antes— y sistematizó los préstamos de la biblioteca. También cambió la vieja y destartalada cafetera por una nueva que hacía café americano, macchiato y enormes tazones de cappuccino, pues era lo que pedían los turistas.
Maria-Grazia tenía a menudo la sensación de que Lena había nacido con el amor hacia aquella casa en las venas, una especie de efecto secundario por el hecho de haber nacido allí de manera fortuita. La niña dio sus primeros pasos tambaleantes entre sus mesas y sillas, se dormía bajo la barra arrullada por el siseo azul del mar y el traqueteo de la puerta de vaivén. En cuanto aprendió a caminar, se dedicó a ir de habitación en habitación desenterrando objetos curiosos: el fórceps y las tijeras quirúrgicas de Amedeo, la medalla de guerra del tío Flavio con el emblema fascista, las férulas ortopédicas que tiempo atrás habían tenido prisionera a su abuela. Maria-Grazia las cogió con ambas manos y le enseñó a Lena cómo se ponían, y también le contó la historia de la medalla de guerra de Flavio, y de la de Robert.
Sentada en la gran cocina de piedra junto a su abuelo, Lena le sacó brillo una y otra vez a la medalla con un botecito de Brasso y un paño, hasta que la cara del rey Jorge volvió a verse resplandeciente y llena de entusiasmo. Robert, que no había vuelto a mencionar todo aquello desde el verano en que le contó su historia a Maria-Grazia para reconquistar su corazón, accedió a volver a hablar un poco de la guerra.
—¿Y por qué nunca me has contado a mí nada de todo eso? —preguntó Sergio cuando oyó a su padre hablar del amerizaje forzoso de un planeador—. Que saltabas de aviones o que pasaste tres años injustamente encarcelado.
Robert se lo quedó mirando y respondió:
—Nunca me pareció que quisieras saberlo.
Sergio había cambiado mucho desde el nacimiento de Maddalena. De las ruinas de su matrimonio no había vuelto a surgir un niño grande y siempre insatisfecho. Tras la marcha de Pamela, había tirado todos los polos descoloridos de sus años de instituto y, cuando un domingo la viuda Valeria le tocó la barriga e hizo un comentario burlón, se lo tomó demasiado en serio, en opinión de su madre, y se dedicó a recorrer la bahía nadando cada mañana hasta que no quedó ni rastro de sus michelines. A partir de entonces todos tuvieron que admitir que Sergio se había vuelto un hombre mucho más estable: su matrimonio bien podía haberse desintegrado y su olfato para los negocios nunca sería como el de su madre, Maria-Grazia, pero tenía el firme deseo de ser un buen padre. Enseñó a leer a su hija, la llevaba a hombros al colegio, y hasta los jugadores de scopa y las viudas de Santa Ágata dejaron de llamarlo «il ragazzo di Maria-Grazia» y empezaron a referirse a él sencillamente como Sergio Espósito, e incluso como signor en alguna ocasión. Quizá lo que siempre le había hecho falta era un hijo, y no una mujer.
A Maria-Grazia le parecía algo maravilloso tener en casa a una niña como Maddalena, tan llena de vida y de presente, a la vez que enamorada del pasado. Lo único que quedaba del libro de historias de Amedeo eran las fotocopias, y su padre, Sergio, le leía aquellos relatos llenos de fantasía. Lena oyó las historias de la niña que se convertía en árbol, en pájaro, en manzana; oyó hablar de los gigantes hechos pedazos; de un demonio llamado Nariz Plateada y del hechicero Cuerpo sin Alma; de un joven que le devolvió la cabeza decapitada a su hermano gracias a un ungüento mágico; y también oyó una historia muy poco conocida —que la tía abuela de Concetta, Onofria, le había contado en su lecho de muerte a Amedeo— sobre un niño al que la cabeza, no se sabía cómo, se le había quedado del revés, y que se pegó tal susto al verse por detrás que cayó muerto allí donde estaba. Al oír aquel relato, la niña soltó un grito de espanto y emoción.
Lena y su padre pasaban las tardes de invierno entre las estanterías de la biblioteca, inmersos en sus volúmenes, mientras los clientes rellenaban pequeños formularios de color rosa para pedir en préstamo novelas románticas y de suspense, o larguísimos relatos épicos de importantes familias extranjeras en las que todos los personajes parecían tener el mismo nombre. Y aunque los mayores de la isla leían aquellas historias con fruición, a Lena nunca le parecían tan buenas como las que versaban sobre Castellamare. A los cinco años, se sabía de memoria todos los cuentos de Amedeo. También conocía, con mucho detalle, los episodios de la historia de su propia familia, ya que Maria-Grazia se había encargado de contarle a su nieta, en cuanto fue lo suficientemente mayor, que su tío Flavio se había arrojado al mar para huir de la isla, que todos sus tíos, uno por uno, se habían ido a la guerra. Y cómo había llegado por primera vez a Castellamare su bisabuelo Amedeo. Le habló de los gemelos nacidos de madres distintas, del hombre que surgió del mar, de las disputas entre su padre y su tío Giuseppino. Y Lena pensaba que ojalá hubiera vivido cuando todas aquellas cosas sucedían en la isla: Gesuina y el viejo Rizzu, el padre Ignazio y el fantasma de Pierino, Pina la maestra con su trenza de pelo negro gruesa como una cuerda y Amedeo con su cuaderno de historias. Para Lena, los espíritus de todos ellos seguían presentes en los caminos de cabras y en las callejuelas, tan cruciales como la presencia de la santa. Le parecía que la isla entera tenía vida, que era un lugar donde las historias hacían palpitar la tierra.
La víspera de la festividad de Santa Ágata del año que cumplía seis de edad, la pequeña, siempre muy emprendedora, escribió en un pedazo de cartón con grandes letras mayúsculas: «MUSEO DEI MIRACOLI.» Lo colocó en el porche y debajo de él dispuso una serie de reliquias familiares: las dos medallas de guerra, las férulas ortopédicas, el pequeño colgante de hojalata con el que Amedeo había llegado al orfanato, las fotocopias del cuaderno de historias.
—¡Mil liras! —les gritaba a los turistas tanto en inglés como en italiano—. ¡Mil liras por ver las maravillas de la isla! ¡Mil liras por ver el Museo de los Milagros! O un dólar, o lo que tengan.
Enzo se arrodilló a su lado y, con un trozo de tiza, dibujó en el suelo una copia de la Mona Lisa, como había visto hacer a un artista de verdad durante una visita a la familia de su madre en Roma.
Cuando los turistas se paraban a mirar, Lena se acercaba a ellos con sus reliquias y cachivaches y les contaba la historia de cada objeto: «Esto lo ganó mi abuelo Robert, se lo dio el gobierno inglés durante la guerra, antes de que su avión cayera al mar»; «Ésta la ganó mi tío, se la dio Mussolini»; «Éste era el cuaderno de historias que escribió mi bisabuelo cuando era médico condotto»; «Esto es un rosario de la suerte de santa Ágata, y es mío.» A medianoche, cuando los dos niños se habían quedado dormidos bajo la mesa del museo al son del organetto, Enzo y ella habían recaudado treinta y siete mil liras, dos dólares y una libra esterlina. Visto el éxito, repetirían la iniciativa todos los años.
Al parecer, Lena era la primera Espósito que había nacido sin el deseo de abandonar Castellamare. En el bar, su abuela la dejaba circular con la bandeja con el logo de la marca de café, y la niña la sostenía con ambas manos sobre la cabeza cuando pasaba entre dos mesas. Con gesto solemne, tomaba nota de las comandas en una libretita holografiada que había ganado como premio en el colegio. Y Robert la llevaba en el motocarro de tres ruedas al almacén mayorista en Sicilia, y volvían juntos a la isla en el ferry de Bepe con el vehículo cargado de cigarrillos, botes de café y bombones.
—¿Será mío el bar algún día? —le preguntó Lena a su abuela cuando tenía seis años.
Maria-Grazia pensó en la hipoteca que debían a los d’Isantu, que se había convertido en una carga tediosa e interminable.
—Sí —respondió—. Claro que sí.
Con cada año que pasaba parecía más evidente que Pamela no volvería en busca de su hija. Maria-Grazia había estado siempre atenta a cualquier indicio de trastorno en la pequeña, ya que sus primeros momentos en el mundo habían sido muy adversos y tenía apenas tres meses cuando su madre se había marchado cruzando el mar. Pero Lena era una niña vigorosa, y aunque desde pequeñita desarrolló el hábito de seguir a Maria-Grazia por el bar y nunca dejaría de hacerlo, parecía perfectamente estable. Además, en la isla había encontrado un centenar de protectores. Recibía un trato especial incluso por parte de los clientes del bar: los viejos jugadores de scopa, debajo de cuyas mesas había jugado desde niña sin miedo a una reprimenda, le llevaban monedas y trozos de cerámica antiguos de toda la isla para que los añadiera a su museo; las viudas de Santa Ágata rezaban por ella cada semana y la cargaban con tantos amuletos y rosarios que apenas podía llevarlos todos y los miembros del Comité de Modernización (que, sin que Maria-Grazia lo supiera, se habían prometido convertirse en protectores de la niña en la primera reunión que celebraron tras la partida de Pamela) mantenían informada a su abuela por teléfono de las idas y venidas de Lena por la isla. «Acaba de pasar por el olivar de los Mazzu —susurraba furtivamente la viuda Valeria al otro lado de la línea, como si fuera un detective—. Va cubierta de arena, Maria-Grazia. Asegúrate de que se dé un baño en cuanto la pilles.» «Ya vuelve del colegio —la avisaba Ágata la pescadora desde su casita bajo las enredaderas—. Anda como toda una santina, Maria-Grazia, y llegará en cinco minutos o menos.» Con tantas atenciones, ¿cómo no iba la niña a crecer y florecer?
Sin embargo, como Maria-Grazia llegaría a reflexionar con el tiempo, no tenía sentido congratularse por haber criado a alguien durante sus primeros diez años de vida, pues la mayoría de los problemas verdaderos venían después.
Una vez al año, a principios de verano, enviaban a Lena a Inglaterra a pasar un mes con su madre. Por lo visto, para alivio de Maria-Grazia, Pamela se había recuperado tanto como Sergio de su breve y tormentoso matrimonio. Lena tenía dos hermanastros pequeños y una habitación con cortinas rosa para ella sola. Pamela, como bien sabía Maria-Grazia, esperaba todos los años que la niña decidiera quedarse allí por iniciativa propia. Cuando Lena regresaba a Castellamare, durante las primeras semanas su madre y ella se llamaban cada noche y mantenían largas y emotivas conversaciones telefónicas. Pero la niña le había confesado a Maria-Grazia que en Londres le dolía la barriga y que no dormía bien con el ruido de fondo sordo del tráfico, sin el petardeo de los motorinos ni el susurro tranquilizador del mar. Ésa era su maldición: echar de menos a su madre durante todo el año y luego dormir mal y perder el apetito hasta encontrarse de nuevo en la isla corriendo entre las chumberas o zambulléndose con Enzo y los demás niños en la espuma blanca de las olas. Fue así como Lena llegó a creer que su destino era permanecer en Castellamare y convertirse en la siguiente propietaria de la Casa al Borde de la Noche.
Enfrascada en la tarea de llevar el timón del bar a través del complicado período del crecimiento de Lena, Maria-Grazia se encontró con que su vida volvía a acelerarse de forma vertiginosa cuando el siglo tocaba a su fin. Tenía más de setenta años. Cuando lo informó maravillada de aquel detalle, Robert contestó:
—Bueno, ¿y no te parece mucho tiempo, todos estos años que hemos vivido?
Pues sí, así era. Aunque quizá no tanto. No, setenta años no era mucho.
A la pequeña Lena, el cambio de año no le parecía algo por lo que maravillarse. Para ella, las cosas seguían perpetuamente igual en la isla. Por el contrario, a Maria-Grazia el hecho de que el siglo en el que había tenido lugar la mayor parte de su vida llegara a su fin la hacía recordar la inexorable verdad de que envejecía.
Aquel año parecía lleno de buenos presagios. Durante el verano, su nieta y ella vieron un eclipse de sol. Duró sólo un par de minutos y no fue más que una simple uña negra de sombras que debía observarse de manera indirecta, sobre una hoja de papel en blanco o a través de unas gafas de cartón especiales. En otoño, un gran temporal llevó hasta la playa varias toneladas de arena y las depositó ante la entrada de las cuevas. Aquello dejó tras de sí un pequeño milagro: un barco naufragado, un pecio, quedó al descubierto bajo las aguas de la bahía. Los niños bucearon y lograron distinguir el nombre: Santa Madonna. De algún modo, el barco de Ágata la pescadora había vuelto a la isla, arrastrado poco a poco por las corrientes, hasta que el temporal hizo el resto. Aquel invierno, en la Casa al Borde de la Noche los isleños celebraron la llegada del nuevo milenio y vieron por televisión los fuegos artificiales de los habitantes de las grandes ciudades, que chillaban cuando las cámaras descendían sobre sus cabezas. Aquello sirvió de inspiración a Lena y Enzo para tirar unos cuantos petardos en la plaza, consiguiendo que Concetta diera un respingo en su silla. Pero cuando las luces se extinguieron, los isleños regresaron a sus casas en la oscuridad, dejando la isla inalterada, barrida por los mismos vientos calientes y mecida por el mismo rumor del mar.
La primera modernización que trajo consigo el nuevo siglo cuando llegó amenazó con provocar una guerra declarada.
—¿Por qué esos arancini que tienes en la barra llevan dos precios? —quiso saber Ágata la pescadora una mañana en el bar.
—Pronto tendremos una nueva moneda —explicó Lena, que lo había aprendido en el colegio—. Tenéis que cambiar las liras por los billetes nuevos.
—¿Quién lo dice?
—El gobierno de Roma.
—Ah —soltó Ágata con alivio, pues era bien sabido que nadie hacía ni caso al gobierno.
La nueva moneda, sin embargo, estaba a la vuelta de la esquina. El ferry de Bepe tenía una nueva tarifa y Arcangelo había introducido los precios por duplicado en su tienda basándose en un sistema de conversión favorable que él mismo había ideado. Entretanto, los isleños que seguían sin confiar en el banco de los d’Isantu se indignaron ante la noticia de que tendrían que llevar todos sus ahorros allí para cambiarlos.
—¿Cómo voy a saber que me dan la cantidad que toca? —preguntó la viuda Valeria.
—Yo no pienso meter mi dinero en esas cuentas suyas —terció Bepe—. No me fío del conte, como no me fiaba de su padre.
El día señalado, se realizó el cambio. De todos los rincones de Castellamare llegaron isleños con el rabo entre las piernas, con cubos, cajones y sacos llenos de liras, millones de ellas, un pequeño tesoro escondido. Los ancianos jugadores de scopa, pese a todas sus quejas, reunieron cinco sacos entre todos. Ágata la pescadora tenía diez, y Bepe y sus sobrinos se vieron obligados a pedir prestada la furgoneta de Tonino para transportar sus doscientos millones hasta el banco, pues no podían con ellos. A cambio, recibieron bolsitas de plástico llenas de monedas y billetes nuevos.
—¡No tenía ni idea de que nuestra isla fuera tan rica! —exclamó una Lena maravillada.
La isla, a su discreta manera, había seguido prosperando. Y en aquellos años daba la impresión de que cualquiera pudiera pedir un préstamo en la caja de ahorros. Sergio cruzó con sigilo la plaza para pedir un poco más de dinero con que aplazar la tediosa hipoteca, que aún no había pagado del todo. Otros compraron coches a plazos mensuales, televisores, o contrataron complicados planes de pensiones que les garantizaban una jubilación de lujo. Las villas de hormigón del conte, que se habían resquebrajado con el primer terremoto como todos habían conjeturado, se apuntalaron y ampliaron con fondos de la caja de ahorros.
—Toman prestado el dinero de bancos europeos de mayor tamaño —explicó Bepe con conocimiento de causa, pues un sobrino suyo trabajaba allí—. Pueden pedir todo el que quieran, pero yo, personalmente, prefiero tener mi dinero donde pueda verlo.
Para despertar el interés de Lena en las oportunidades del mundo exterior, su padre pidió un nuevo préstamo, compró un ordenador e hizo que se lo enviaran a la isla. Maria-Grazia se llevó un disgusto, pues también desconfiaba del banco. Aquél sería el primer ordenador que llegaba a Castellamare. Sergio le aseguró a su madre que lo pagaría en veinticuatro plazos mensuales. ¿Cómo era posible que se enfadara con él, si hacía aquello por amor a su hija, como lo hacía todo ahora?
Cuando los sobrinos de Bepe recorrieron la calle mayor llevando el ordenador en su caja con letras negras, los siguió una procesión de chiquillos. Sergio lo desembaló, examinó las distintas partes, leyó una y otra vez las instrucciones en inglés, y finalmente, sentado en el suelo del bar, tuvo que darse por vencido. Hizo falta una tarde entera de trabajo por parte de Enzo y su amigo Pino, que ya habían visto un ordenador en el instituto de Sicilia, para que quedara ensamblado y cobrara vida.
Para conectarlo a eso que llamaban «internet» —lo que más le había interesado a Sergio del asunto, porque había oído decir que era como una gran enciclopedia—, venía una caja negra especial con una hilera de luces rojas que parpadeaban.
Sergio llamó a su hija:
—Ven, Lena.
Ella se acercó, descalza, y se apoyó en su hombro con gesto cariñoso. Robert y Maria-Grazia también se inclinaron hacia aquel trasto, curiosos.
—¿Cómo lo hacemos funcionar? ¿Tecleamos comandos? He visto hacer eso en la tele.
—No, no —contestó Enzo—. Eso ya está pasado de moda. Ahora sólo tienes que hacer clic en el icono de internet, y se te abre solo.
—¿Icono? —murmuró Robert pensando en imágenes de santos a la luz de las velas.
Maria-Grazia le dio un apretón en la muñeca, una antigua señal entre ambos, pero que ahora significaba: «Cariño, nos estamos haciendo viejos.»
Enzo se encorvó sobre el teclado y movió una flecha por la pantalla, tan deprisa que Maria-Grazia apenas pudo seguirla. El ordenador soltó una serie de pitidos, como si llamara por teléfono a América, seguidos de ruido de estática, un par de sonidos más graves, un curioso gruñido y un runruneo como el de las cigarras.
—¡Está roto! —exclamó Sergio, consternado—. ¡Me han vendido uno defectuoso!
—Está marcando —terció Enzo. Aparecieron unas palabras, y añadió—: Ahí lo tienes.
—¿Eso es todo? —preguntó Sergio con abatimiento—. ¿Eso es internet?
—También puede hacer muchas otras cosas —explicó el joven—. Sólo tienes que aprender cómo hacerlas.
—Deberíamos cobrar a la gente por usarlo —intervino Lena—. Lo vi el año pasado, cuando estuve en Inglaterra. Lo llaman un «Internet Café».
Sergio parpadeó sorprendido, dividido entre el orgullo ante lo mucho que sabía su hija y el pesar que le producía que hubiera experimentado ya esas cosas.
Sin embargo, cuando Maria-Grazia estudió el manual de instrucciones del ordenador, descubrió que su funcionamiento era bastante sencillo. Siguió el consejo de Lena y, tras haber aprendido a manejarse con él, empezó a cobrar a los adolescentes de la isla y a los visitantes extranjeros cincuenta céntimos la hora por usarlo.
Y así, de un plumazo, la Casa al Borde de la Noche había entrado en el nuevo siglo. Después de aquello, a Maria-Grazia le dio la impresión de que Lena no había tardado nada en hacerse mayor.