El día de Santa Ágata amaneció gris, con el mar oculto por la bruma. La misa de la mañana, en el exterior de la iglesia, se celebró bajo una falange de paraguas.
—¡Alabados sean Gesù y santa María! —exclamó el padre Marco contra el viento, protegiendo la santa de yeso con su sotana extendida—. ¡Alabados sean santa Ágata y todos los santos!
La procesión fue fangosa y resbaladiza. La estatua, antiquísima, hecha de yeso por el retatarabuelo del artista Vincenzo, nunca había soportado la lluvia, y en el camino de grava que conducía a las cuevas junto al mar ocurrió una pequeña tragedia. La estatua empezó a deshacerse. La túnica perdió su tono morado en vetas abigarradas y en el rostro de la santa aparecieron las huellas de unas lágrimas negras como las que habían caído en otros tiempos de los ojos de Carmela.
—¡Rápido, Rizzulinu, Matteo! —gritó el sacerdote—. ¡Meted a la santa en las cuevas de inmediato, y protegedla de la humedad!
El padre Marco, ahora que ya era un anciano, se había vuelto tan devoto de santa Ágata como el que más.
Los pescadores se dirigieron a toda prisa a las cuevas junto al mar. Subieron por las rocas, llevaron a la santa al interior seco y oscuro y la pusieron a cubierto, seguidos por el resto de los isleños.
—¿Ha sufrido algún daño? —exclamaron las viudas del Comité de Santa Ágata.
Flamearon los encendedores, se iluminaron algunos móviles. La santa, bajo el resplandor de un centenar de luces, despedía un brillo lastimero, con la cara cambiante, como si estuviera viva, un poco más pálida que antes de la tormenta.
—No podemos volver a sacarla con esta lluvia —dijo el padre Marco—. La pintura se correría y el yeso acabaría deshaciéndose. Tendremos que dejarla aquí y esperar a que la tormenta amaine.
Y de ese modo, cuando los inspectores de Sicilia llegaron a Castellamare para empezar a reclamar las deudas de los isleños, no encontraron una sola casa habitada y nadie respondió a sus llamadas. Toda la isla estaba desierta, y todas las tiendas, cerradas, como si el lugar estuviera abandonado. Y finalmente se vieron obligados a guardar sus órdenes judiciales y sus documentos en los maletines y a marcharse.
Entretanto, en las cuevas empezó a reinar cierto desacuerdo.
—Estaremos aquí hasta el fin del mundo —advirtió Ágata la pescadora.
—Otra media hora más —dijo el padre Marco.
La media hora se convirtió en una hora, la hora en hora y media. Ya amenazaba con desatarse una discusión cuando Concetta alzó la voz:
—Enzo tiene otra estatua.
De pronto, su sobrino se convirtió en el centro de la atención de la multitud. Las pocas personas que habían visto su gran figura de piedra asintieron para mostrarse de acuerdo. Sí, sí, era cierto, la suya era también una estatua de la santa.
—Cojamos la santa Ágata de Enzo —propuso Concetta—. No le afecta el agua. Ya había planeado esculpirla su tío abuelo, el artista Vincenzo. Está casi terminada. Podríamos hacer la procesión con ella.
Los ancianos jugadores de scopa asintieron. Podían usar la otra santa Ágata. Al fin y al cabo, ¿no era una imagen de la misma santa?
—Pesa demasiado —dijo Bepe—. Está hecha de piedra. La santa Ágata normal es de yeso. ¿Cómo van a levantarla seis pescadores?
—Puede levantarse —explicó Enzo—. Es de roca volcánica. Es porosa, como la piedra pómez. Ya encontraremos la forma de hacerlo.
Al oír eso, hubo algunos murmullos sobre la maldición del llanto.
—Id a buscar esa estatua —intervino el padre Marco, mientras guiaba la vieja imagen de yeso más hacia el fondo de la cueva, donde ningún chaparrón pudiera alcanzarla.
Pasó otra media hora antes de que los pescadores volvieran atravesando la bahía, y cuando lo hicieron hubo gritos de júbilo: habían cargado la estatua de Enzo en el antiguo carro de Rizzu, del que tiraba un burro. Nadie había pensado en él en veinte años. El carro apareció al otro lado de la bahía y avanzó lentamente, titubeando, adornado con las historias de la isla pintadas en verde y amarillo. Lo llevaban entre todos, los pescadores y sus descendientes: Tonino, Rizzulinu, Matteo, ‘Ncilino, Calogero.
Y en medio de la tormenta, los isleños pasearon a su santa por todas las costas de la isla. Pasaron por la villa del conte, cerrada a cal y canto. Unos cuantos isleños levantaron la vista hacia las ventanas, esperando ver allí a d’Isantu dando su bendición a la procesión con un gesto, como solía hacer su padre, pero no apareció ningún rostro tras los cristales. La estatua siguió adelante, con los pescadores respirando agitadamente detrás del carro, apuntalándolo en las cuestas. Dejaron atrás el rocoso extremo sur de la isla y el anfiteatro griego, ahora lleno de maleza y de cardos, recorrieron los acantilados por encima de las cuevas del mar y pasaron ante las puertas del nuevo hotel, donde antes estaban las tierras de Mazzu. El hotel se veía muy apagado; las tumbonas de plástico junto a la piscina estaban volcadas, y los parasoles, cargados de agua, pero en las puertas aparecieron unos cuantos turistas y se unieron a la procesión. Mientras tanto, la nueva imagen de la santa, con el agua formando ríos y torrentes en los pliegues de su ropaje de roca volcánica, se balanceaba en la parte trasera del carro, con una mano en alto.
—¡Vamos! —animaba Maria-Grazia—. No queda mucho.
Estaba sin aliento debido a la ansiedad, deseando que la estatua completase su peregrinaje como si fuera la santa misma la que se balanceaba allí en el carro, como si durante el milagroso silencio de la noche se hubiera producido una especie de metamorfosis.
En el muelle, ante la antigua tonnara y los restos oxidados de la barca Santa Madonna, el padre Marco rezó para que la santa les concediera su misericordia. Acercaron a algunos bebés para que los bendijera. Las cosechas de los campesinos, que se pudrían bajo aquella tempestad constante, fueron consagradas de todos modos. Y finalmente, en medio del aguacero, el padre Marco vertió una botellita de agua bendita sobre la proa de una de las nuevas barcas de pesca de la isla, la Provvidenza de Matteo.
Aquella tarde la lluvia llevó beneficios al bar.
—¿Por qué hay tanta gente? —se preguntó Maria-Grazia—. ¿Es que todo el mundo se ha compadecido de nosotros y han decidido tomarse un arancello cada uno para mantener el bar abierto un verano más?
Concetta se abrió paso entre la multitud, con los ojos brillantes por la alegría contenida.
—Acabo de enterarme —susurró—. El bar de Arcangelo se ha inundado, igual que en el invierno del sesenta y tres cuando hubo tantas tormentas... ¡Mi pobre hermano!
—¡Un milagro! —exclamó Ágata la pescadora—. ¡Te lo dije! ¡Para eso era esta lluvia!
Los empapados clientes del bar de Arcangelo, un poco avergonzados, entraban en busca de licor y té caliente. Filippo Arcangelo esperó algo indeciso en el porche hasta que Concetta lo agarró del brazo y lo hizo entrar.
Aun así, mientras observaba a sus hijos y a su nieta atender las mesas atestadas de la Casa al Borde de la Noche, Maria-Grazia sabía que no sería suficiente. Necesitaban más que unos cuantos cafés a noventa céntimos o unos vasitos de licor a un euro. La lluvia había vuelto impracticable la galería del porche, y el helado se cristalizaba en las cubetas, sin consumir. Ni siquiera a los turistas les apetecía, con aquel tiempo.
En la plaza, cuando cayó la noche, el baile se celebró de todos modos, entre los grandes charcos de agua y bajo los empapados estandartes de la santa, que vertían sus cascadas de agua tibia en la cabeza de los bailarines. Bajo la luz de unos potentes focos alquilados, colocados en sus soportes, los isleños daban vueltas al son del organetto de Bepe. Maria-Grazia, sentada en el extremo del porche junto a Robert bajo el enorme paraguas de golf de Giuseppino, le contaba a su marido cómo había sido la primera noche que pasó su padre en la isla. Amedeo le había relatado la historia cuando era pequeña: que se maravilló ante la estatua rodeada por un centenar de velas rojas, que se produjo un silencio mágico cuando il conte pasó entre la multitud...
Qué distinto de la fiesta de aquel instante, con el rugido de los generadores, las luces de colores que parpadeaban en los tenderetes y la música machacona que bailaban en un rincón los jóvenes, que ya no se dejaban seducir por las canciones quejumbrosas de la isla. Ahora también había turistas con sus cámaras, tomando cien mil fotografías, cuando en aquella primera noche su padre sólo hizo una, la primera, la foto que contenía en sí misma todo lo que vendría después. Y esta vez no había conte. Aunque nadie salvo ella misma estaba dispuesto a admitirlo, y menos que nadie los miembros del Comité de Modernización, la fiesta quedaba de alguna manera deslucida sin su presencia.
Y entonces, de pronto, Bepe y sus sobrinos, corriendo como jovenzuelos, irrumpieron en el húmedo desorden de la plaza.
—¡Hay una urgencia! —gritó Bepe—. ¡El ferry se ha estropeado!
—¿Estropeado? —preguntó Tonino.
—Esos malditos peces voladores... ¡Un banco entero! Se han quedado atorados en el motor. ¡Puttana de tormenta!
—Olvídate del Santa Maria —aconsejó Tonino, dando una palmada al viejo Bepe en el hombro—. Estás empapado... Te pediré un arancello y ya lo arreglaremos mañana, cuando estemos todos sobrios y haya parado de llover.
—¡No, no! —gritó Bepe—. ¡No lo entendéis! ¡El Santa Maria del Mare se ha roto y hay gente a bordo! ¡Y mucha más gente esperando para cruzar! ¡Debemos ir a buscarlos!
Aquello produjo cierta confusión. ¿Turistas que venían al gran hotel del conte?
—No —resopló Bepe—. Toda clase de gente. Visitantes de Sicilia. Isleños que vuelven a casa. Primos terceros de los Mazzu, o eso me han dicho, que han viajado desde Estados Unidos para estar aquí, y los tíos de los Dacosta que vienen de Suiza... Creo que incluso he visto a Flavio Espósito. Y turistas también. Han oído hablar de nuestra fiesta y hacen cola en el muelle de Siracusa. Quieren que los traiga a la isla para ver a la santa. Y ahora el ferry se ha estropeado y no puedo.
Maria-Grazia se puso en pie, presa de una firme determinación.
—¿Flavio? ¿Mi hermano Flavio? Hay que traerlo aquí. Tenemos que enviar las barcas pequeñas. ¿Dónde están los pescadores? ¡Matteo, Rizzulinu!
Rizzulinu abandonó el baile con esfuerzo, retorciéndose la parte baja de los vaqueros mojados.
—Sólo podemos llevar a cinco o seis en la Provvidenza —dijo cuando Ágata la pescadora le explicó el problema.
—¿Cuántos hay, Bepe?
El viejo barquero hinchó los carrillos y soltó un bufido:
—Pues no lo sé. Muchos más.
—¿Quién más tiene una barca? —exclamó Maria-Grazia—. ¿Quién más puede ayudar?
Los más jóvenes de los Terazzu dieron un paso al frente, junto con uno o dos más. Eso era todo.
Entonces Ágata la pescadora se irguió en toda su estatura, imponente, apoyándose en la barra del bar.
—¡Cogeremos las barcas antiguas! —dijo—. Botaremos las que están guardadas en la tonnara. Las barcas viejas con las piedras blancas pintadas, las que usábamos antes de la guerra. Hay diez o doce allí.
Los isleños empezaron a moverse. Bajaron por la carretera del muelle corriendo, en coches y camionetas, en bicicleta o a pie, llevando linternas como pequeñas estrellas blancas. Maria-Grazia cogió los prismáticos de los Balillas de Flavio, y ella y Lena los siguieron en el motocarro. En la oscuridad, que de repente era menos tormentosa, menos lluviosa, los jóvenes de la isla botaron las barcas. De las aguas de la bahía zarparon una vez más la Santa Ágata salvadora, la En Dios confío, la Santa Maria della Luce, la Provvidenza, la Maria Concetta y la Estrella de Siracusa.
Lena y su abuela se quedaron en tierra con el resto de los isleños, contemplando las luces que se alejaban de ellas. Y allí, al borde del mar, a Maria-Grazia le pareció ver la isla como aparecía ante aquellas barcas que navegaban alejándose de ella y como la veían aquellos Espósito que la habían abandonado: su hijo, sus hermanos, su nieta. Una roca entre un remolino de vapor de agua, que iba retrocediendo en la superficie nubosa del agua como un barco que soltase amarras.
—¿No querías ir tú también en las barcas? —le preguntó a Lena.
—No, yo me quedo aquí a preparar el bar para cuando vuelvan.
Pero Maria-Grazia, que estaba pensativa, quiso quedarse mirando las barcas un poco más. Tal vez, por algún milagro, realmente alguna de ellas llevara a su hermano. Lena le dejó las llaves del motocarro y volvió a casa corriendo bajo los últimos chaparrones. De modo que, cuando el capataz, el hijo de Santino, llegó a la carrera al embarcadero con una nota empapada escrita de puño y letra por Andrea d’Isantu en la que la convocaba a la villa por última vez, Maria-Grazia se encontraba sola.
Cuando Concetta llegó a la plaza, con la música abandonada y las sillas del porche patas arriba, buscando a su amiga, se encontró con un cambio extraño. La caja de ahorros tenía encendida la luz fluorescente blanca, y sus puertas deslizantes estaban abiertas. Detrás del mostrador estaba sentado Bepino.
Justo en ese momento, las viudas del Comité de Santa Ágata se abalanzaban hacia el interior, seguidas del resto de los isleños. Empapados por la lluvia, dándose empujones, entraron y se apoyaron en el mostrador amarillo.
—¿Qué es todo esto, Bepino? —exclamó Valeria—. ¿Estás haciendo negocios ahora, en medio de la noche y durante las fiestas?
—El banco abre sólo un par de horas —respondió Bepino, ceremonioso, y se aclaró la garganta—. Se supone que tengo que deciros que recuperaréis vuestro dinero. El dinero de las cuentas, el que tenéis depositado aquí.
—Pero ¡el banco ha quebrado! —dijo Concetta—. No se puede deshacer una quiebra.
—El banco ha quebrado, sí, pero vosotros recuperaréis vuestro dinero, como os prometimos.
Pero ¿quién podía pagar tanto dinero? Maravilladas, las viudas de Santa Ágata empezaron a retirar sus ahorros y pensiones.
—¿Será el banco extranjero? —insistía Concetta—. Dínoslo claramente, Bepino. ¿Son ellos?
—No son ellos.
—Entonces ¿quién? ¿Es alguien del extranjero que quiere invertir dinero en nuestra isla?
Bepino negó brevemente con la cabeza, pues ¿qué inversor extranjero habría hecho semejante cosa?
—Ya sé quién ha sido —exclamó Ágata la pescadora—. Es la misma persona que escondía dinero en las puertas de todos, la misma persona que dio a ‘Ncilino las tejas para su tejado y a Matteo el motor fueraborda.
—Santa Ágata —exclamó uno de los ancianos jugadores de scopa.
A esa escena de consternación llegó al fin Maria-Grazia en el motocarro. Se detuvo bajo la palmera y se apeó, y Concetta se asustó mucho al ver que lloraba.
—¿Qué ocurre, Mariuzza? —exclamó.
Pero Ágata la pescadora, que no había visto las lágrimas de Maria-Grazia entre la humedad del aire nocturno, la cogió por el hombro y le dijo:
—Ven y ayúdanos a resolver este misterio. Alguien nos devuelve todo nuestro dinero, signora Maria-Grazia. Tú eres la única que has conocido siempre los secretos de todo el mundo, y tú precisamente tienes que saber quién es.
—Sí —dijo Maria-Grazia sin dejar de llorar—. Il conte.
Las orejas traslúcidas de Bepino se pusieron de un color rosa intenso.
—Se suponía que nadie iba a decirlo —susurró.
—Ahora, Bepino —exclamó la anciana Valeria, cogiéndolo por la muñeca—, tienes que contárnoslo todo.
—No debería hacerlo —repuso Bepino. Pero Valeria era la persona más anciana de la isla, y ni siquiera él se atrevía a desobedecerla, de modo que acabó por confesar—. Ha enviado a Santino Arcangelo aquí con un montón de dinero en efectivo. Quiere que se lo devolvamos a todo el mundo. Así que no perderéis lo que se os debe cuando el banco desaparezca.
—¿Por qué? —preguntó la viuda Valeria.
—¿No tenéis problemas con vuestros negocios? ¿No necesitáis todos que se os devuelva este dinero?
Era cierto... Pero, de todos modos, il conte?
—Le dio una paliza al pescador Pierino —dijo Ágata la pescadora sin comprender nada—. No es un hombre bueno. No es como su padre, el antiguo conte. Si quiere arreglar las cosas, es demasiado tarde.
De repente, Maria-Grazia sintió una compasión tan profunda que casi notó su sabor en la boca, como el de una tormenta llegada de alta mar.
—Nunca ha sido tan malo como pensáis todos vosotros —murmuró—. No se merece que lo culpéis.
—Tú deberías saberlo mejor que nadie, Maria-Grazia —replicó Valeria—. Si es un buen hombre, ¿por qué has ido allí a todas horas del día y de la noche escondiéndote por los callejones y vaneddi, como una chica perdidamente enamorada?
Pero ahí estaba Robert, un poco jadeante, que había llegado al borde de la multitud sin ser visto.
—Vamos, signora Valeria —dijo—. ¿Acaso la está acusando?
La anciana retrocedió un poco, porque nunca había visto al signor Robert dirigirse a nadie en la isla con tanta determinación.
—Aquí nadie está haciendo acusaciones —murmuró.
—Mariuzza —dijo Robert, tocándole la mano—. Cuéntales la verdad.
Y Maria-Grazia lo hizo:
—Il conte está muy enfermo. Se está muriendo. Fui a verlo porque estaba preocupada por él, y resultó que necesitaba mi ayuda, así que he seguido visitándolo. No tiene familia. Será el último conte. Tampoco tiene a nadie a quien dejar sus posesiones y se perderá todo: la villa, los terrenos de caza de su padre, el banco, los edificios de la plaza que han pertenecido a su familia durante trescientos años. Así que cuando volvió a la isla y vio los problemas que venían del otro lado del mar, decidió vender todas sus propiedades para ayudarnos un poco a todos con las deudas. Quizá para compensar lo de pegar a Pierino, porque el Señor sabe cuánto le hemos hecho sufrir todos por eso.
—Sigue —la animó Robert—. Sigue.
—Fue él quien tuvo la idea de dejar en secreto regalos por toda la isla. Las tejas, el motor fueraborda, los fajos de dinero. Quería que pensarais que era la santa. Pero ¿cómo podía hacer todo eso cuando lleva meses postrado en el lecho? ¿Y cómo podía saber quién tenía problemas en la isla, quién necesitaba su ayuda, cuando ninguno de vosotros le hablabais ya, cuando ninguno de vosotros le ha dirigido la palabra desde que murió su padre hace ya cincuenta años?
—Pero ¿por qué tú, Maria-Grazia? —se quejó Valeria—. Podría habérselo pedido a cualquiera. A Santino Arcangelo, o a sus ayudantes forasteros...
Concetta, al comprenderlo, dijo:
—Porque ninguno de ellos podía hacerlo. Tenía que ser alguien que conociera los problemas de los demás. ¿Y quién mejor que Mariuzza?
Porque siempre, desde niña, Maria-Grazia había sido la depositaria de los secretos de la isla, desde que se llevó a la salvaje Concetta al bar y la domesticó con amabilidad y limonata.
—¿Y es eso lo que has estado haciendo, signora Maria-Grazia? —quiso saber Valeria.
—La signora Maria-Grazia y yo —contestó Robert.
Valeria seguía sin estar satisfecha.
—Hay alguna relación impía entre ellos dos —murmuró—. Algo que no está bien. Tú lo visitabas, Maria-Grazia, mucho antes de que empezaran los problemas. Todos los domingos por la tarde, si podemos fiarnos de los rumores.
Maria-Grazia, irguiéndose como su madre, Pina Vella, contestó:
—Por supuesto que existe una relación entre nosotros. Somos hermanastros. Y todos vosotros lo sabéis, así que podríais haberlo dicho en lugar de chismorrear y murmurar por los rincones como lleváis haciendo noventa y cinco años.
Los ancianos jugadores de scopa, sintiéndose muy modernos, mascullaron algo sobre la necesidad de pruebas de ADN y análisis de sangre antes de emitir juicio alguno sobre el tema.
—¡Ya los hemos hecho! —exclamó Maria-Grazia, presa al fin de la irritación—. Nos hicimos una prueba de ADN hace tres años. Asunto zanjado. Robert lo sabe. Y ahora, ¿podéis dejarnos en paz de una vez?
—Bueno —dijo Valeria, lanzando un desafío final, aunque ya desganado—, ¿y qué hacías allí esta noche?
—He ido a la villa porque il conte se está muriendo —explicó Maria-Grazia—. Y no hay ninguna otra persona en este pueblucho de mala muerte que esté dispuesta a visitarlo.
Maria-Grazia se dio cuenta de que había ido demasiado lejos en su ira, de que había sido cruel, porque en realidad amaba la isla tanto como cualquiera de ellos. Pero Robert la cogió suavemente de la muñeca. Y seguía dándose el hecho de que Andrea d’Isantu estaba muriéndose. Ochenta y ocho años... La misma edad, exacta, que el fantasma del tío Tullio, cuyo retrato juvenil aún colgaba en la escalera de la Casa al Borde de la Noche, cuya presencia embrujaba los caminos de cabras, las noches tranquilas. A Andrea le habían diagnosticado un cáncer de hígado terminal, y ahora lo estaba consumiendo. Estaba demasiado enfermo incluso para asistir a la fiesta.
Entonces las viudas de la isla empezaron a soltar murmullos de compasión pensando en aquel hombre moribundo en su villa, a las afueras del pueblo, sin visitas, sin duelo. La música se había detenido y nadie sabía ya qué hacer o qué decir. Incluso Valeria se ablandó un poco, avergonzada.
—Debemos ir a verlo, Mariuzza —dijo Concetta al fin—. Debemos llevarle regalos, como solíamos hacer con su padre, il conte. ¿Cómo es posible que nos hayamos olvidado de esa parte de la celebración?
—Está muy enfermo —repuso Maria-Grazia—. El padre Marco y la doctora siciliana están con él... Ya es demasiado tarde... No nos dejarán entrar.
—De todos modos debemos ir —insistió Concetta—. Es lo correcto.
En la habitación de tonos rosa y ámbar con los querubines en el techo, Andrea d’Isantu yacía en la misma cama en la que había nacido. Llevaba un rosario enrollado en la mano derecha y el padre Marco le administraba agua bendita. A su lado, la doctora se disponía a marcharse y enrollaba el estetoscopio con un gesto cansino que Maria-Grazia reconoció de cuando su padre volvía a altas horas de la noche en los casos en que ya no había nada que hacer. Los isleños llegaron a esa habitación sin anunciarse, dejando un rastro de agua de lluvia en las baldosas.
—Signor il conte —declaró la viuda Valeria—. Hemos venido a traerle las ofrendas de la fiesta de la santa. Ahora ya sabemos la verdad. Sabemos lo que ha hecho por nosotros.
Inmensamente viejo, como una tortuga, Andrea d’Isantu levantó la cabeza de las almohadas con esfuerzo. Su cuello parecía una jarcia de cabos muy tensos. Observó a los isleños que tenía delante y luego dejó caer la cabeza otra vez y cerró los párpados apergaminados. De pronto, alguien rompió filas y se adelantó con una bandeja de berenjenas asadas que le depositó en el regazo. Otro más dio unos pasos, cargado con un pollo en una caja de cartón que dejó en manos de la doctora. Concetta ofreció una gran tajada de atún envuelta en plástico. Y entonces toda una marea de isleños que portaban regalos desafió la desaprobación de sus vecinos para acercarse a aquel hombre muy anciano, el último conte de Castellamare.
El viejo volvió a levantar brevemente la cabeza, y luego fue estrechando, una por una, las manos de sus isleños.
Y así, cuando los inspectores que acechaban al otro lado del mar regresaron no encontraron en la magnífica villa de Andrea d’Isantu ni un solo mueble que llevarse, ni una sola pintura ancestral o candelabro de plata, ni un solo cristal pendiendo de los cables cortados de las arañas de luces, pues todo se había vendido, todo se había desvanecido en motores fueraborda, tejados reparados, barcos de pesca y casas antiquísimas. La villa al final de la avenida de palmeras acabó en poder de una promotora inmobiliaria, y el banco, los terrenos de caza y las casas vacías se parcelaron y terminaron en otras manos. Pero los últimos vestigios de la gran riqueza del conde se los tragaría la tierra que los había engendrado, devueltos a los descendientes de los isleños sobre los que había gobernado su padre, y ya no quedaba nada de ellos.
Maria-Grazia y Robert se fueron andando a casa cogidos del brazo, por los callejones y vaneddi. Por fin había dejado de llover. Una procesión de luces avanzaba carretera arriba desde el embarcadero. Los visitantes del continente. Enzo se les había adelantado.
—¡Rápido, preparadlo todo! —exclamó desde detrás de la barra—. ¡Va a ser la fiesta de Santa Ágata más sonada que hayamos visto nunca!
Pero Maria-Grazia se dejó caer en una silla del porche y se quedó allí un buen rato. La mano de su marido le asía la muñeca con una presión tranquila, como había hecho en otro tiempo, cuando él era un joven soldado y ella una muchacha que acababa de quitarse las férulas, a la sombra de la guerra.
—La única persona que me ha importado siempre eres tú, ya lo sabes.
—Lo so, cara —contestó Robert.
Entretanto, Lena había trabajado con ahínco y tenía el bar listo. Había fregado para recoger el agua de lluvia del suelo, había dispuesto botellas de arancello, había cargado con mesas y sillas y sacado brillo a los espejos hasta borrar las huellas de la condensación. Ahora, una por una, dejaba caer bolas de arroz en manteca para que quedaran crujientes y doradas a la perfección. Daba órdenes y hacía correr de aquí para allá a su padre y su tío como si fueran colegiales, para gran diversión de la zia Concetta, que a su regreso de casa del conte se había dedicado a disponer las sillas en el porche para quitarse de en medio.
Los visitantes iban llegando a la plaza lentamente, como si llevaran a cabo su propio peregrinaje. Se zambullían en la noche, en la que volvía a reinar la música del organetto, para arrebujarse en su cálida penumbra. Y veían lo que había visto Amedeo un siglo antes: un lugar pequeño y cerrado, lleno de la fragancia de la albahaca mojada, en los oscuros confines del mundo. Y también presenciaban milagros: una santa iluminada desde abajo por un millar de velas, una casa extraordinaria que se alzaba en el extremo mismo del pueblo, en equilibrio sobre el acantilado. En sus caras, Lena veía la misma expresión maravillada que debió de mostrar también la del joven doctor al encontrarse al final de su viaje con una isla como aquélla.
Los visitantes cruzaban el umbral del bar. Lena atendía las mesas. Servía café, chocolate, limoncello, arancello, limettacello —la limonada que su abuela le había enseñado a preparar, sin azúcar y con miel fragante, típica de los tiempos de la guerra—. Servía capuchinos interminables, que hasta entonces nunca le habían pedido más tarde de las once de la mañana en la Casa al Borde de la Noche. Servía tantos helados, pese al fresco que hacía todavía, que Sergio y Giuseppino tuvieron que ponerse a batir una nueva remesa en la trastienda del bar. Servía bolas de arroz y pastelitos en un papel encerado que los visitantes acababan lamiendo con tanta glotonería como Concetta de niña.
—¿Cómo es que hay tanta gente? —se maravillaba Bepe—. Y ni siquiera son turistas, no todos ellos, porque veo a mucha gente corriente de la isla vecina.
—Después de la guerra ocurrió lo mismo —murmuró Ágata la pescadora—. En cuanto hay el más leve indicio de problemas en el mundo, el interés de la gente por los milagros se renueva.
Era verdad que los visitantes de aquel año eran distintos, más venidos a menos, más corrientes. Y, sin embargo, no paraban de comer. Sólo con las propinas que iba guardando en la vieja cajita con el rosario y las velas, Lena se encontró con que habían sacado casi lo que debían pagar aquel mes a la caja de ahorros.
—Ojalá pudiéramos haberles servido gratis a todos —comentó Maria-Grazia en un tono un poco tristón, con la mano todavía en la de Robert—. Eso hacíamos en los viejos tiempos cuando una persona necesitada acudía a nuestra puerta.
—¿Por qué signor il conte no te ha dado dinero a ti? —quiso saber Robert—. Llevo todos estos meses preguntándomelo, puesto que ha ayudado a todos los demás.
—Creo que sabía que nos apañaríamos sin él. Al fin y al cabo, la Casa al Borde de la Noche siempre lo ha hecho.
Lena apareció en el extremo del porche. Dejó la bandeja de bebidas que llevaba y se acercó a sus abuelos.
—Nonna —dijo—, siento haber hecho caso a esos chismes sobre ti y el signor d’Isantu. Y... tengo algo que decirte. El abuelo ya lo sabe. Quiero quedarme aquí y ocuparme del bar.
Aquella muchacha podría haber sido médico, igual que su bisabuelo. Y, sin embargo, en medio de las ruidosas emociones de la festividad de la santa, a Maria-Grazia aquella renuncia no le pareció una pérdida tan grande como lo habría sido en una ciudad. ¿Qué otra cosa podía hacer Lena que volver a su isla cual barco perdido en la mar, como el Santa Madonna, igual que si una brújula invisible la atrajera a las costas de Castellamare? En su nieta se había asentado algo, había cambiado. Qué curioso que en aquella isla —donde todos estaban al corriente de tus asuntos antes que tú, donde las viudas te agobiaban con sus rezos, los viejos jugadores de scopa te regañaban y los pescadores sabían tu nombre antes de que hubieses nacido siquiera— alguien pudiera ser tan profundo como el mar, tan insondable como la oscuridad más allá de las cuatro paredes del bar. Ahora comprendía que Lena emprendería un eterno regreso a aquel lugar durante toda su vida. Al igual que lo había hecho Amedeo, y Pina la maestra, y la propia Maria-Grazia; como todos ellos, los vivos y los muertos. Lena volvería siempre para recorrer los mismos caminos de cabras que había recorrido su bisabuelo Amedeo, con su maletín de médico en una mano y la cabeza llena de historias; Amedeo el expósito, el fundador, el drenador de ciénagas, el sanador de enfermedades, el protector incondicional de aquel lugar.
De repente, con un resplandor grisáceo, la noche se tornó crepúsculo. Y entonces, desde todas las ventanas tuvo lugar el despliegue de flores. Los isleños arrojaban a la lluvia puñados de pétalos de buganvilla y adelfa blanca, de madreselva de trompeta y jazmín azul. Flavio Espósito, de pie y temblando en un extremo de la plaza, dio por fin unos pasos para adentrarse en la lluvia de flores. El aire quedó saturado de ellas; los sitios de pago para ver aquella cascada floral se habían agotado y los bailarines daban traspiés bajo la avalancha, ciegos, vacilantes, siguiendo el canto del organetto. Locos de emoción con todo aquel ruido, los dos críos más pequeños de los Dacosta tiraban petardos. Y a través del refrescante amanecer, el fantasma de Pierino y el espíritu del conte emprendieron juntos el vuelo, verdes y traslúcidos, en busca de otras costas. Izaron a la santa de piedra poco a poco, a hombros de los pescadores, hasta que por fin se alzó triunfal y resbaladiza de lluvia, y santa Ágata se bamboleó una vez más sobre la isla de Castellamare, llevando a buen recaudo todos los milagros en la mano derecha.