3

Durante el verano de su noveno año de vida, Maria-Grazia presenció cinco cosas que iban a alterar su vida futura. De hecho, aquellos cinco sucesos llegarían a parecerle tan importantes que hasta el día de su muerte los recordaría extrañamente magnificados, como escenas vistas bajo agua clara, las imágenes más nítidas de su infancia. Lo primero que presenció fue una discusión sobre una papeleta de voto traspapelada.

Cuando volvía andando a casa aquella tarde polvorienta, Maria-Grazia se moría de ganas de que llegara el primer fin de semana en que pudiera bañarse. El verano anterior, su padre la había llevado al fin a la orilla y la había enseñado a nadar como a sus hermanos. Al sentir que sus piernas se movían en el agua, sin estorbos, Maria-Grazia había dejado escapar un grito de pura alegría. Pero nadar la había llevado a aborrecer caminar: desde entonces sus movimientos en tierra le parecían anquilosados y torpes. Tenía la sensación de haber nacido en el elemento equivocado, como la sirenita del cuento de su padre, pues en el aire notaba las piernas tan pesadas como si se movieran en el agua, y en el agua tan ingrávidas como el aire.

Aquella tarde, cojeando tras sus hermanos de regreso a casa al salir del colegio, notó un cansancio casi insoportable en las piernas. Había aprendido a reconocer los días en que las articulaciones de la rodilla le crujían de la mañana a la noche y las pantorrillas, con sus abrazaderas metálicas, le parecían tan pesadas como si avanzaran por el fondo del mar. ¿Por qué no podía haber nacido animal acuático?

A medio camino, sus hermanos echaron a correr y la dejaron sola. Salieron huyendo, exaltados al verse libres de «ese stronzo del maestro Calleja» (como lo expresó Flavio). Siempre tenían que ir como bólidos, gritando y dando golpes por ahí. Debían de dirigirse a la granja de los Rizzu. Durante las vacaciones de Navidad, sus hermanos se habían inventado un juego con los tres Rizzu más pequeños. Lo llamaban «enemigos políticos», un nombre que les producía una maliciosa alegría. En él, los jugadores se dividían en dos bandos, los fascisti y los comunisti. Los primeros, armados con palos y latas de gasolina vacías, tenían que dar caza a los segundos —sus enemigos en política— de una punta a otra de la isla, amenazándolos con los términos más obscenos posibles y con la intención de darles una paliza y hacerles tragar litros de aceite de ricino. Era un juego muy estimulante, a veces violento, como todos los pasatiempos de sus hermanos, y a menudo acababa con un ojo a la funerala o una rodilla despellejada. Entonces su padre se veía obligado a sacar el instrumental médico de la caja de Campari y curar a los chicos.

En tales ocasiones, su madre se ponía furiosa y los acribillaba a preguntas, y Maria-Grazia se batía en retirada al patio, con su gato Micetto, hasta que pasaba el jaleo.

Cuando sus hermanos desaparecieron dando brincos entre la maleza, Maria-Grazia retomó su dolorosa caminata. Llegó a la terraza de la Casa al Borde de la Noche alrededor de la una, justo después de que la iglesia hubiese terminado de repicar el Ave María, y subió con esfuerzo los peldaños aferrándose a los tallos de las buganvillas. Una vez en lo alto, se detuvo al oír al gato.

Avanzó apoyándose en las mesas y por fin encontró al animal, atrapado patas arriba en un zarcillo de la enredadera. Se arrodilló con un gesto de dolor.

—Ven, Micetto. Mi lindo gatito... ¡Micetto, Micettino!

Algo había asustado terriblemente al animal. Cuando lo liberó, tenía la cola tiesa y gemía como un bebé.

—Tranquilo, Micetto —le susurró—. Vamos, Micetto, no pasa nada.

Quizá alguna vieja arpía a la que el calor volvía irritable le hubiera dado una patada otra vez, pensó.

—Les dije a papá y a mamá que no te dejaran salir del patio —murmuró con la cara entre el pelaje del gato—. Aquí fuera no estás seguro.

El animal tenía sus propios métodos de allanamiento de morada. Se sabía que era capaz de trepar por el calado del portón de atrás hasta llegar al pasador, que abría con una pata para colarse en la cocina y darse un festín de pollo frío. En cierta ocasión había entrado de noche por la ventana del bar y comido hasta sentirse tan lleno que se quedó dormido en la vitrina de la barra, hecho un ovillo sobre una bandeja de salami. Pero Maria-Grazia se temía que, como sus hermanos, tuviera un lado temerario: siempre andaba colándose en los patios de los isleños que más odio tenían a los gatos, de donde lo echaban a golpes de matamoscas o bien a escobazos; y no paraba de intentar arrojarse bajo las ruedas del coche del conte. La niña lo arrebujó entre sus brazos.

En la plaza reinaba el silencio. El automóvil del conde estaba aparcado bajo la única palmera, tintineando en pleno calor. La única persona a la vista era un preso que holgazaneaba junto a la casa de Gesuina. ¿Le habría dado él una patada al gato? Aunque su madre siempre decía que los presos eran hombres importantes e inteligentes llegados del norte, a ella la asustaban un poco. Tullio decía que una vez había visto a dos de ellos en el porche a primera hora de la mañana recogiendo las colillas que habían tirado los isleños, soplándolas y metiéndoselas en el bolsillo. A sus hermanos aquello les hizo muchísima gracia, pero ella no lo encontró divertido, sino horroroso.

Subir los peldaños había sido un proceso penoso, y sólo se percató del griterío que había en el bar cuando abrió la puerta de vaivén. Ante la barra, il conte y el robusto tendero, el signor Arcangelo, estaban montando una escena. Vestían sus camisas negras, las que, según decía su madre de puertas adentro, se ponían cuando pretendían causar problemas.

—¡Debería haber conservado la papeleta de voto que no utilizó! —gritaba el conde—. ¡Como prueba de que su voto fue para el partido! ¿O acaso quiere que los fascisti crean que aquí somos todos bolcheviques?

—No he hecho nada malo —decía su padre de espaldas a ella y también a voz en grito, con el cogote, enrojecido por el nerviosismo—. Me limité a presentarme ayer por la tarde ante las urnas del ayuntamiento para depositar mi voto, fuera cual fuese, y me volví a casa.

—Bueno, bueno, vamos a ver —terció Arcangelo en un tono más tranquilizador—. Seamos sensatos. Estoy seguro de que guardó la papeleta que no le hizo falta, signor Espósito. Enséñenosla para que lo dejemos continuar con sus asuntos y no haremos más comentarios.

—Creía que se suponía que el voto era secreto —contestó su padre—. Por lo menos en la Italia en la que yo me crié.

Aquello le sonó extraño, pues Maria-Grazia nunca había considerado que su padre fuera de Italia, sólo de Castellamare.

Pina apareció entonces en el umbral:

—¿Qué es todo este alboroto?

El signor Arcangelo tendió las manos con las palmas hacia arriba.

Signora Espósito, todo esto es un malentendido. Ya les he dicho a su marido y al signor il conte que creo que las cosas se están saliendo de madre.

Con las manos y las mejillas salpicadas de harina, Pina dio un paso adelante.

—¿Qué es todo este alboroto? —repitió.

Arcangelo volvió a adoptar su tono conciliador.

—El conde y yo fuimos los encargados de escrutar los votos de las elecciones de ayer, lo cual quiere decir...

—Ya sé lo que hace hoy en día un escrutador de votos —interrumpió Pina—. Parece haber olvidado que antes de casarme era una maestra cualificada, signor Arcangelo.

—Sí, por supuesto. Bueno, pues en el cumplimiento de nuestras funciones, il conte y yo descubrimos que ciertos individuos de esta isla, lamentablemente, votaron en contra de la lista de candidatos del Partido Fascista depositando en la urna la papeleta blanca del «No» en lugar de la tricolor del «Sí».

—Como tenían perfecto derecho a hacer —terció Pina.

El conde soltó un bufido tan fuerte como el de un león marino.

—Por lo tanto —concluyó Arcangelo como si nadie hubiera dicho nada—, hemos decidido que lo más prudente será pedir pruebas de su lealtad a todos los hombres en edad electoral de la isla, sólo por tener constancia, por así decirlo, de quiénes no están contentos con los candidatos fascistas, y así poder esforzarnos en tranquilizarlos.

—Ya veo —respondió Pina—. Y se les ha ocurrido comprobar qué votó mi marido, por si es uno de los que votaron «No».

—Exactamente, signora Espósito.

—Amedeo —dijo Pina—, ¿tienes todavía la papeleta que no usaste?

Él bajó la vista durante unos instantes, y por fin contestó enfurruñado:

—Sí, Pina.

—Entonces ve a buscarla y pongamos fin a todas estas tonterías.

—Estoy seguro de que su marido ha votado que sí —dijo Arcangelo, tembloroso como una ricota—. Su familia siempre me ha merecido muy buena opinión, signora Espósito, y su difunto padre también, sin duda lo sabe. Así que estoy convencido de que el señor Espósito ha votado «Sí».

—Como es natural —terció Pina—, yo confío en lo contrario.

Se hizo un silencio afligido. Maria-Grazia supo gracias a él que su madre debía de haber dicho algo escandaloso.

Su padre descorrió la cortina y apareció de nuevo con una tarjeta blanca en la mano.

—Aquí está —dijo, dejándola sobre la barra—. Voté que sí. Ésta es la papeleta del «No» que me sobró, así que ya ven que la del «Sí» fue a parar a la urna.

—Bien —repuso Arcangelo con un resoplido—. Me parece muy satisfactorio, signor Espósito, y no entiendo por qué ha armado tanto revuelo en lugar de mostrárnosla desde el principio. Se le ha exigido lo mismo a todo el mundo... Usted no es un caso especial, ¿sabe?

De pronto, su madre se puso furiosa, aunque quizá lo hubiera estado todo el rato.

—Por favor, salgan de nuestro bar. No tenemos nada más que hablar con ustedes.

Il conte y Arcangelo se marcharon dando un portazo, y Micetto se dio tal susto que saltó de los brazos de Maria-Grazia.

Cuando desaparecieron, su madre cogió la tarjeta blanca y la arrugó como si fuera cualquier chapuza perpetrada por uno de sus alumnos. Luego dijo:

—¿Has votado «Sí» a los fascisti? Me avergüenzo de ti.

Entonces les llegó el bramido del coche del conte desde el exterior. ¡Micetto! Maria-Grazia oía a su gatito. Abrió la puerta con brusquedad y, dando traspiés y maldiciendo las férulas ortopédicas, se lanzó escalones abajo por el porche. Pero perdió el equilibrio y fue a caer contra el vientre de alguien, que soltó todo el aire de sus pulmones con un gran resoplido.

—¡Ay! —chilló la niña, temiéndose que fuera Arcangelo o il conte—. Lo siento, signore...

El prisionero la ayudó a ponerse de pie.

—No te asustes —dijo en un italiano formal, como si hablara leyendo de un libro de poemas—. He pillado a este gatto selvaggio tratando de arrojarse a la calle. Tengo entendido que te pertenece.

Y le tendió con ambas manos a Micetto, que maullaba y se retorcía.

Así la encontraron sus padres diez minutos más tarde, jugando con el gato en compañía de aquel preso, un poeta que se llamaba Mario Vazzo, que sabía toda clase de cantos de la Italia peninsular y que fingió no darse cuenta cuando Maria-Grazia lloró un poquito y luego se limpió la nariz con la manga. Con ello, ni Pina ni Amedeo llegaron a saber que su hija había oído la discusión del voto. Pero Maria-Grazia conservó aquella escena en el corazón para contemplarla en el futuro.

El segundo suceso que la niña presenció aquel año fue la paliza que le dieron al pescador Pierino.

Unas noches más adelante —o tal vez aquella misma noche—, despertó de repente porque su padre no había acudido, como solía hacer, a ponerle el artilugio que usaba al acostarse. Maria-Grazia se movió con esfuerzo hasta quedar sentada en el borde de la cama, bajo el recuadro de luz de luna que entraba a través de la ventana, y se masajeó las pantorrillas doloridas. El bar había cerrado ya y en el piso de abajo, en la cocina, las voces de sus padres subían y bajaban de volumen, igual que el motor de una lancha, una y otra vez, como ocurría a menudo últimamente. Flavio tosía. Llevaba todo el invierno pachucho, con una bronquitis prolongada para la que su padre no había podido conseguir los medicamentos adecuados. Maria-Grazia lo oía ensayar sin parar en la habitación que había debajo de la suya, arrancándole sólo jadeos sibilantes a la trompeta. En ese momento trataba de ahogar un acceso de tos, lo que significaba que no quería que lo oyeran.

Tras ocho años de ejercicios, Maria-Grazia ya era capaz de caminar un poco sin las férulas. Se desplazó de lado hasta el rellano, donde casi tropezó con sus hermanos, alineados en los peldaños como sarde en lata, con la cabeza entre los balaustres, escuchando.

Flavio, con gesto hosco y feroz, quiso conminarla a irse con una mirada fulminante.

—Vas a hacer ruido con esas patas metálicas tuyas, ¡nos delatarás a todos!

—Pero si no las llevo puestas —replicó ella—. Y el que tose eres tú.

—Puedes quedarte si prometes no hablar —intervino Tullio.

Maria-Grazia se arrodilló junto a Aurelio. No oían qué estaban diciendo sus padres, sólo el volumen variable de sus voces.

Cazzo! —soltó Tullio—. Han entrado en el bar. Deben de saber que estamos escuchando.

—¡Y es culpa tuya por haber hecho ruido! —la acusó Flavio.

—No ha sido culpa suya en absoluto —intervino Aurelio, el más bueno de sus hermanos, y la gratitud la hizo sentir el súbito ardor de las lágrimas en los ojos.

Maria-Grazia quería a sus hermanos, pero desde que le alcanzaba la memoria había sido consciente de amarlos, de adorarlos, mucho más de lo que ellos la habían querido nunca ella. Incluido Aurelio. Siempre tenía la sensación de irles a la zaga, tratando de llamar su atención, enojada consigo misma por desearla. Y entonces, cayendo en la misma trampa, alardeó:

—Antes los he oído. A mamá le parece vergonzoso que Il Duce haya cambiado las normas para que sólo pueda votarse «Sí» o «No» en las elecciones. Eso ha dicho, «vergonzoso», lo he oído muy bien. Dice que esto no es democrazia ni por asomo.

Flavio se volvió hacia ella con brusquedad.

—¿Y qué hay aparte de «Sí» o «No»? «Sí» para los fascisti, «No» si no te gustan. Si quieres saber mi opinión, te diré que Il Duce tiene mala prensa en esta casa.

Maria-Grazia se dio cuenta de que había herido sus sentimientos. Flavio había ganado premios por su dedicación a los Balillas. A sus casi trece años, el hermano mediano tenía una voz rebelde y la cara cubierta por una penosa constelación de acné, pero en las reuniones de Balillas empuñaba con rabia el fusil y entonaba con fervor las canciones patrióticas. Lo invitaban a reuniones especiales en las que tocaba la trompeta mientras el maestro Calleja marchaba de aquí para allá y el dottor Vitale, reclutado como ayudante del professore tras el aumento de la cifra de miembros, aporreaba un bombo enorme. Pina tenía la gentileza de fingir que admiraba las medallas de Flavio, y luego las relegaba a la habitación de atrás junto con la colección de fragmentos de cerámica de su padre, pero el chico, sin inmutarse, seguía trayendo más.

—Quizá tengas razón, Flavio —dijo Maria-Grazia en un intento de reparar el daño.

Pero su hermano se limitó a darle la espalda, enfadado. Flavio llevaba de mal humor toda la tarde. Había llegado a casa tarde, cansado y un poco abatido, con la trompeta en la mano. Había tosido tanto en la reunión de los Balillas que el maestro lo había mandado a casa.

Tullio acercó la oreja a los azulejos.

—Escuchad... Me parece oír a alguien más.

—Será el prisionero ese, Mario, pidiendo trabajo otra vez —dijo Flavio.

—No... ¡Chis! Es un vecino.

En efecto, quienquiera que fuese, hablaba el dialecto de la isla, ya que nadie del norte sería capaz de dejar fluir así sus lamentos, sin pausa y sin fin, como un río.

—Bueno, probablemente sólo sea el viejo Rizzu que ha venido a emborracharse con papá —comentó Flavio—. A partir de ahora no oiremos nada sensato.

Y así fue, la discusión había llegado a su fin y sólo les llegaba aquella voz lastimera.

—Yo diría que es su sobrino, Bepe —intervino entonces Maria-Grazia—. No me parece la voz del propio Rizzu... Además, se supone que esta noche estará trabajando en casa del conte.

Pero sus hermanos habían perdido el interés y regresaban con sigilo a la cama. Maria-Grazia, sin embargo, estaba más despierta que nunca. En las piernas, libres del agobiante aparato nocturno, notaba una especie de electricidad, la sensación de que estaban increíblemente vivas. ¡A lo mejor la gente se sentía así cuando tenía unas piernas normales como las de sus hermanos! Sentada en su cama, oyó a su padre subir la escalera. Esperaba que entrara a ponerle el aparato, pero su sombra cruzó ante la puerta y pasó de largo. Lo oyó subir hasta la pequeña habitación de la buhardilla, detenerse allí unos instantes y luego volver a bajar a la carrera. Abriendo la puerta sólo un resquicio, Maria-Grazia advirtió que llevaba el maletín de médico en una mano y el estetoscopio negro colgado al cuello.

Su padre iba a salir de la casa. De pronto, la sensación de fortaleza la abandonó, reemplazada por un miedo intenso. Se incorporó agarrándose a la cortina para mirar hacia el exterior bañado por la luna y lo vio cruzar el patio y desaparecer.

Se quedó allí sentada unos instantes, inmóvil, y luego se levantó y lo siguió.

No habría podido explicar qué le pasaba por la cabeza mientras bajaba la escalera, atravesaba la franja de luz de luna en el patio y abría la verja. Para entonces, su padre le llevaba bastante ventaja y tuvo que echar a correr, con las piernas tiesas como las de los soldaditos de madera de Flavio, para ascender la ligera cuesta sin caerse. Sólo era capaz de atisbar el zapato de su padre y el balanceo del maletín de piel antes de que volviera la esquina de cada callejón. Darle alcance le llevó casi cinco minutos de esfuerzos coordinados. Cuando se le doblaron las piernas se dio cuenta de por qué correr le costaba más que de costumbre: no llevaba el aparato nocturno y, presa del pánico, había salido de casa sin ponerse tampoco las férulas que se suponía que no debía quitarse nunca. Y ahí estaba ahora, corriendo detrás de su padre, tan silenciosa como Micetto.

Al menos por allí los callejones eran muy angostos y podía plantar ambas manos en las paredes para impulsarse. Pasaron de largo las tiendas, la fuente que siempre olía a verdín, incluso en verano, y rodearon la pared lateral de la iglesia, donde no había nada a lo que agarrarse y estuvo a punto de caer. Como no podía ser de otra forma, las piernas habían empezado a temblarle como si tuviera fiebre muy alta, pero, gracias a Dios, su padre se detuvo justo entonces ante la casa estrecha donde vivía Pierino el pescador.

Pierino era pariente suyo, según le había contado su madre en cierta ocasión. Era un primo tan lejano que ya no recordaban con exactitud qué vínculo había entre ellos, pero a veces, por Navidad, las familias se enviaban mutuamente una botella de limoncello o una cassata junto con una tarjeta cariñosa. No obstante, Maria-Grazia sólo había entrado una vez en casa de Pierino. Después de misa, Ágata la hija del panadero y esposa del pescador, la había hecho acudir para que pudieran rezar por la recuperación de sus piernas, y la niña se había sometido de mala gana a las manos apergaminadas de las ancianas en su frente y a la soporífera salmodia de avemarías y padrenuestros. En la fachada de la casa, Pierino había instalado varias cuerdas de tender para las sábanas y los delantales de sus ocho hijos, y de ese modo, mientras las mujeres rezaban por ella en el sopor caluroso de la salita del piso de arriba, la casa en sí parecía henchirse y atrapar el viento, con el sol bailando entre sus velas, como un barco en el mar.

Ahora la colada pendía flácida y la casa tenía los postigos cerrados.

Su padre se dirigió a la puerta lateral y, antes de que ella pudiera llamarlo, lo hicieron entrar. Sólo dejó a sus espaldas el perfume de las plantas de albahaca que había rozado a su paso. Viéndose sola allí fuera, Maria-Grazia deseó al instante no haberlo seguido.

Se apoyó en el alféizar y se asomó a la ventana de la cocina. Las piernas ya casi no le respondían. Sin embargo, se había apoderado de ella la feroz determinación de ver qué estaba pasando ahí dentro.

Y lo que vio fueron velas encendidas, como en un velatorio. Y a vecinos, todos hombres, cuyos nombres sólo recordaba vagamente: pescadores y labriegos. Mazzu, Dacosta, Terazzu. Sobre la mesa vacía de la cocina, Pierino yacía tendido boca arriba y con el vello del pecho empapado en gasolina, como una tarde del verano anterior, cuando el motor de su barca se había partido en dos y lo había rociado de combustible. («Hicieron falta veinte cubos de agua caliente —se quejó su mujer, Ágata la hija del panadero—, y seguía apestando a gasolina. Se olía en cualquier parte de la casa: en la comida que yo preparaba, en los muebles de la salita, en los huevos de las gallinas del patio...»)

A través del cristal, Maria-Grazia veía ahora a esa misma anciana de pie junto a la cabeza de Pierino, y a la hija más pequeña de éste, Santa Maria, a sus pies. Y ahí estaba también su propio padre, agachado para no golpearse la cabeza con el techo. Alguien encendió la luz eléctrica. Las vetas del pecho del pescador brillaron y Maria-Grazia comprendió al instante que no eran de gasolina, sino de sangre. Le habían arrancado tiras de piel.

Su padre dijo algo, y aunque el cristal absorbió parte de sus palabras, otras llegaron con claridad al callejón, donde la niña se encogió de terror.

—¿Cuándo? —dijo su padre.

—Hace dos horas —contestó Ágata la hija del panadero—. Votó que no, signor il dottore. Fue él quien lo hizo. Ojalá, por la gracia de santa Ágata, no se le hubiera metido en la cabeza votar «No».

Su padre empezó a lavarle el pecho a Pierino con un algodón empapado en un líquido claro, deteniéndose a quitar los granitos de arenilla que brillaban a la luz de la lámpara y que dejaba entonces en una mantequera, a su lado. Mientras el doctor trabajaba con las pinzas, el pecho de Pierino subía y bajaba. Su padre procedió entonces a vendarlo con ayuda de los pescadores, que levantaban a Pierino como si halaran sus redes llenas de sarde, y luego lo volvían a bajar.

—¿Quién ha hecho esto? —quiso saber su padre.

Ágata la hija del panadero se vino abajo y se dio la vuelta con la cara entre las manos.

Maria-Grazia escuchó la voz estentórea del viejo Rizzu.

—Lo han traído hasta aquí para arrojarlo en el callejón. La signora Ágata ha salido al oír el ruido, pensando que eran perros callejeros que armaban lío, y se ha encontrado a su marido ahí tirado en el suelo, como un montón de basura vieja. El responsable ya había huido corriendo... ¡menudo figlio di puttana! Le he presentado mi dimisión al conte, ya estoy harto de sus amigotes y de su política.

—¿Ha sido el conde quien lo ha hecho? ¿O Arcangelo?

Y entonces un susurro:

—No... no... il conte no. Ni el signor Arcangelo.

Pierino despertó tosiendo y empezó a retorcerse sobre la mesa. Amedeo le hizo tenderse de nuevo y continuó con el vendaje. El pescador siguió revolviéndose unos horribles minutos más antes de volver a quedar inmóvil. Su padre se concentró entonces en la cabeza y le afeitó el cuero cabelludo con una cuchilla. Apareció una herida, un tajo como el interior de una naranja sanguina. El doctor se afanó en el borde de esa herida con su aguja, empapándose los brazos en el jugo rojo de Pierino.

Maria-Grazia no conseguía apartar los dedos del alféizar. El terror los mantenía pegados a él. Empezó a inventarse una historia acerca de que lo que brotaba de Pierino no era su sangre, sino gasolina, o quizá la sangre inofensiva de un pez. El más joven de los pescadores, Totò, que era capaz de capturar veinte atunes pequeños en una sola tarde y después bailar toda la noche con una chica en la terraza del bar, había aparecido una vez ladera arriba, al amanecer, empapado en sangre como un verdugo. Afirmó haber estado luchando con un atún más grande que él mismo durante un día y una noche, y en efecto, los demás pescadores lo siguieron hasta la cocina de su madre, cantando y portando el cuerpo del atún en una tabla sobre sus cabezas.

También ellos iban cubiertos de sangre, y la anciana madre de Totò se había desmayado en el acto al verlos, antes siquiera de poder regañarlos por manchar las baldosas de la cocina.

Pero Maria-Grazia sabía que esa historia no era la verdadera, aquella vez no. Pierino era viejo. Sólo un hombre joven como Totò podía luchar contra un atún.

Se percató entonces de que su padre casi había acabado de curar a Pierino. Cosía la costura abierta en la cabeza del pescador con la misma pulcritud con que su madre, Pina, remendaba los bombachos rotos de sus hermanos. Llevaba mucho rato dando puntadas. Mientras ella observaba, la luz gris del amanecer iluminó la piel gris de Pierino y se reflejó en el cristal haciendo que la escena se desvaneciera un poco. Finalmente, cuando su padre hubo acabado de coser, volvió a decir algo. Maria-Grazia no pudo oírlo todo, sólo unas palabras aquí y allá en los silencios entre las olas, pues aquella mañana el mar estaba agitado. En un día normal, Pierino, vestido con el chaleco y los pantalones de tweed grasientos, habría salido ya hacia la orilla llevando a rastras sus redes y nasas.

—Una hemorragia cerebral —oyó Maria-Grazia—. No sé muy bien hasta qué punto... una recuperación difícil... Reposo y muchos cuidados...

Y Ágata la hija del panadero se desplomó sobre su marido como si llevara una cadena gruesa en torno al cuello. Cuando Amedeo salió por la puerta, también se movía pesadamente.

—¡Mariuzza! —exclamó al verla ante la ventana—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué pasa?

A ella le temblaban las piernas; ya no podían sostenerla. No sabía cómo iba a volver a casa una vez que se soltara de aquel alféizar, y de repente, sintiendo más lástima por sí misma que por Pierino o Ágata la hija del panadero, o incluso que por su pobre y cansado padre, se echó a llorar. Él se acercó, la cogió en brazos y le despegó los dedos del alféizar como quien arranca un riccio di mare de una roca.

Gesù, Maria-Grazia. ¿Qué ocurre?

—Papá, me ha parecido que iba a pasar algo malo, así que he venido a buscarte, y entonces me he quedado aquí atascada porque ya no me respondían las piernas. No pretendía espiarte. He pensado que cuando salieras me encontrarías.

—¿Cuánto rato llevabas aquí? —preguntó su padre, sacudiéndola un poco—. ¿Qué has visto?

Maria-Grazia se sorprendió llorando con mayor violencia que nunca.

—Sólo cinco minutos —gimió—. Sólo cinco minutos. No he visto nada.

—¿Qué has visto?

—Nada... Nada.

Su padre la abrazó y la acunó. Finalmente la dejó en el suelo y la miró de arriba abajo.

—¿Dónde están tus férulas?

—No me las he puesto.

—¡Maria-Grazia! ¿Has venido andando hasta aquí por tu propio pie, sin las férulas?

—Sí, papá. Lo siento mucho.

Pero su padre la levantó en volandas y, pese al hedor a sangre y agotamiento que aún se aferraba a su cuerpo, la hizo dar vueltas y más vueltas de pura alegría.

Y recorriendo en brazos de su padre las calles en pleno despertar, Maria-Grazia empezó a sentirse un poco mejor. Según él, debían hacerlo a escondidas, porque ciertas personas no querrían que él curase a Pierino, de modo que no la llevó por la calle mayor, sino por el callejón de la familia Fazzoli, donde el flamear de la colada le refrescaba la cara a Maria-Grazia al pasar. Poco después, su padre estaba acostándola de nuevo.

—¿Va a morirse Pierino? —quiso saber.

—No. Duérmete, Mariuzza. Escucha el mar.

Se esforzó en subir hasta la superficie de la vigilia una sola vez, para preguntar con inquietud por la escuela. Pero su padre se limitó a acariciarle la frente y a susurrar:

—Chis. Chis. Ya habrá tiempo para el colegio mañana. Duérmete.

La niña se sumió en un letargo sin sueños, tan abrumador como el romper de las olas en la orilla.

Lo tercero que presenció Maria-Grazia aquel año en que cumplió los nueve también tuvo que ver con su padre.

Se acercaba el final del verano: las buganvillas se veían mustias y desgreñadas, el polvo lo llenaba todo y los ánimos estaban por los suelos. Una tarde, sentada en el porche con Micetto, la niña reparó en el alboroto que había en la plaza. Sus hermanos habían estado inmersos en el partido de fútbol que se disputaba a diario, mediante turnos de jugadores que iban alternándose, desde el final de la siesta hasta las once o las doce de la noche. Sin embargo, en ese momento el partido acababa de interrumpirse y se oían voces airadas. Cuando levantó la cabeza, advirtió que sus hermanos estaban en el centro del jaleo. Flavio y Filippo, el hijo menor de Arcangelo, se empujaban el uno al otro e intercambiaban insultos. Los chicos se convirtieron en una marea que avanzaba y retrocedía a medida que se lanzaban insultos y se arrojaban piedras. Filippo cogió su pelota y le soltó un escupitajo a Flavio, pero se quedó corto y aterrizó en el polvo. Tullio y Aurelio agarraron entonces a su furibundo hermano para llevárselo a rastras hacia la Casa al Borde de la Noche, y el resto de niños se dispersó. Sus hermanos consiguieron arrastrar a Flavio hasta la terraza del bar, donde se retorció para liberarse y subir los peldaños a la carrera.

Aquel verano Maria-Grazia estaba aprendiendo a quitarse de en medio. Cogió al gato en brazos y retrocedió hasta ocultarse tras unas ramas de la enredadera.

—Yo no he llegado a oír qué ha dicho —le siseaba Tullio a Flavio—. Y no vamos a dejarte ir a por él. Contrólate, Flavio. Si mamá te ve, sabrá que has estado peleándote y habrá problemas. Cuéntame qué te decía Filippo.

Para entonces, Flavio estaba hecho un basilisco.

—¡Ha hecho circular mentiras asquerosas sobre papá! —exclamó por fin—. Él y todos los demás, pero las de Filippo son las peores. Les ha dicho a todos que papá hizo cosas vergonzosas en las cuevas junto al mar con la mujer del conte, Carmela. Hace años, antes de que nosotros naciéramos. Y no es verdad, ¡no me lo creo!

Maria-Grazia vio que Tullio se alejaba, se sentaba a la mesa más cercana y apoyaba la cabeza en la mano como hacía su padre cuando lo atenazaba alguna idea complicada que deseaba llevar a buen término. Flavio empezó a pasearse de aquí para allá por el porche y, finalmente, se puso a golpear los travesaños, presa de la frustración. Aurelio soltó un pequeño gemido, se acercó a él y lo cogió por el hombro.

—No es verdad —declaró por fin Tullio con solemnidad—. Claro que no. Pero alguien intenta deshonrar a nuestra familia. Alguien quiere reírse de papá por esas malditas elecciones de las que todos andan hablando. Alguien nos la tiene jurada, ragazzi.

—¡Es ese cabrón de Filippo! —Flavio no podía soportar que se hablara con tanta racionalidad de su enemigo—. ¡No es «alguien», sino él! ¡Es a él a quien le iría bien una buena tunda! ¡Quien merece que le partan los tobillos! ¡Si no me lo hubierais impedido, yo mismo lo habría hecho!

La puerta de vaivén se abrió y apareció su madre.

—¿Qué es lo que estoy oyendo? ¿Flavio? ¿Tullio?

Su tono de maestra bastó para que Tullio se levantara de un brinco del asiento, pero Flavio siguió dando rienda suelta a su ira.

—Mamá, los chicos del colegio han estado diciendo cosas sobre papá y tenemos que hacerlos entrar en razón a base de tortas, sólo eso. Es asunto nuestro y de nadie más, ni tuyo ni de papá...

—¡Que no es asunto mío! Si te pillo peleándote otra vez, Flavio, sí que será asunto mío... Te quedarás en casa conmigo a coser calcetines, destripar pollos y pelar patatas durante todo el verano, ¡no saldrás ni una sola vez a jugar!

Pero, aunque los otros dos agacharon la cabeza y se movieron de aquí para allá arrastrando los pies, la ira de Flavio era inextinguible.

—¡No sabes lo que andan diciendo, mamá! Chismorrean diciendo que papá hizo cosas feas con la mujer del conte. ¡Aseguran que follaba con ella por toda la isla, detrás de los matorrales, en las cuevas junto al mar! ¡Y con esa puttana!

Pina no le dio un bofetón a Flavio, ni siquiera lo regañó por decir palabrotas.

—Baja la voz —dijo—. ¡Baja la voz ahora mismo, Flavio!

—¡No!

—Vas a bajar la voz.

—¡No, no lo haré!

De pronto, la ira de Pina se volvió más fuerte y enérgica que la de su hijo y acabó doblegándola.

—¡No toleraré que habléis así cuando nuestros vecinos pueden oírlo! ¡No pienso permitirlo! Entrad ahora mismo, todos. ¿Dónde se ha metido Maria-Grazia? ¡El risotto se está pegando a la cazuela mientras tengo que ocuparme de vosotros!

—¿Es verdad lo de papá? —musitó Tullio.

—Por supuesto que no... Por supuesto que vuestro padre no hizo esas cosas... ¿Por qué creéis que estoy tan enfadada? ¿Acaso no tenéis la suficiente inteligencia entre los tres para saber qué es verdad y qué no lo es?

Incluso Flavio, con los puños apretados, se rindió cuando Pina lo hizo entrar por la puerta. En la plaza sólo quedaron el calor y el silencio.

Y oculta tras la enredadera, pese a la sensación horrible y angustiosa que le encogía el pecho, Maria-Grazia tuvo la certeza de que su padre era inocente.

No mucho después, otro rumor empezó a circular por la isla. Según se decía, se había visto a Flavio llegando a casa tarde y tratando de pasar inadvertido la noche de la paliza a Pierino. Cuando le preguntaron al maestro Calleja a qué hora había mandado al chico a casa desde la reunión de los Balillas, su respuesta fue categórica: un buen rato antes de las nueve. Flavio no había llegado esa noche hasta las diez, y a Pierino lo habían encontrado justo a esa misma hora; Ágata la hija del panadero lo confirmó.

Una mañana, encontraron un objeto macabro hundido entre las ramas de las buganvillas del porche de la Casa al Borde de la Noche, algo que su padre trató de ocultarle a Maria-Grazia, pero que la niña vio con espantosa claridad: un látigo para caballos enorme, con las trallas cubiertas de una costra de sangre seca.

Aquélla fue la cuarta escena que Maria-Grazia presenció, la deshonra de su hermano. A lo largo de los años, los isleños contarían muchas historias sobre lo ocurrido la noche de la paliza a Pierino. La de Flavio fue la primera, y ella fue la primera de los Espósito en oírla, susurrada a sus espaldas en el patio del colegio con muy malas intenciones.

Según el rumor, Flavio Espósito, tras verse despachado antes de hora de la reunión de los Balillas, había tomado el sendero oculto entre las chumberas y llegado a la carretera alrededor de las nueve y media, cuando Pierino regresaba del mar, solo y un poco borracho tras una buena jornada de pesca. Mientras subía la colina desde la tonnara, Pierino no reparó en que el chico de los Espósito lo seguía.

En la esquina oscura de la casa de Pierino, bajo la colada que ondeaba, Flavio había atacado. Todos sabían que el hijo del doctor era un buen fascista, uno de los favoritos del profesor Calleja, pero el chico había ido demasiado lejos esta vez, la verdad —con una buena dosis de aceite de ricino habría bastado—; además, ¿no era Pierino una especie de primo de su madre? Todo el asunto era vergonzoso. Con un golpe oportuno en la cabeza, Flavio había dejado inconsciente a Pierino, y cuando el pescador cayó al suelo, lo había molido a latigazos en el pecho. Luego debió de volver a casa por caminos poco frecuentados y vaneddi y, después de ocultar el látigo entre las ramas de la enredadera, había subido los peldaños de la Casa al Borde de la Noche y aparecido ante sus padres con la trompeta en la mano, como si fuera un muchacho inocente.

—¡Yo no lo hice! —exclamó Flavio cuando su padre sostuvo el látigo ante él—. ¡Alguien lo ha puesto ahí para deshonrarme, para deshonrarnos a todos, para que todos piensen que el culpable fui yo! No he visto ese látigo en mi vida. ¿Por qué iba yo a darle una paliza a Pierino? Es de la familia. Además, el profesor Calleja me echó a las nueve y media.

Pero cuando su padre lo zarandeó agarrándolo de las muñecas y exigió que les contara de inmediato quién podía haber difundido un rumor tan perverso, Flavio no supo qué responder.

Llegó la noticia de que el mozo de cuadra del conte se había percatado de la desaparición de un látigo antiguo como aquél de los establos de su señor. No sabía decir cuándo lo habían robado, pues había estado colgado allí, cubierto de telarañas, durante más de cien años, y nunca le había prestado atención. Sólo ahora se daba cuenta de repente de que ya no estaba, quizá desde hacía unos seis meses. ¿No podía el chico de los Espósito haber entrado a hurtadillas para robarlo después de abandonar aquella noche de la reunión de los Balillas?

—¿Cómo podría haberlo robado yo? ¿Cómo iba a hacerlo, si nunca he puesto un pie en esos establos? Además, ¿qué hay de mi trompeta? La llevé conmigo todo el tiempo. ¿Cómo iba a golpear a un hombre hasta dejarlo inconsciente con un látigo en una mano y una trompeta en la otra?

Por otro lado, ni Santa Maria ni Ágata la hija del panadero habían oído toses en el callejón aquella noche, y Flavio seguía padeciendo la misma tos que lo había atormentado todo el año.

Entretanto, el pobre Pierino estaba muy mal. Ya no podía hablar ni mover el costado derecho del cuerpo. Cuando su mujer y sus hijas le hablaban, brotaban las lágrimas en sus ojos de cordero degollado, pero no decía nada. La muerte lo rondaba; parecía sólo cuestión de tiempo. Para muchos isleños, su silencio era una prueba más de la culpabilidad de Flavio.

Una noche, uno de los ancianos jugadores de scopa se atrevió a expresar esas sospechas demasiado abiertamente en el bar. Amedeo se irguió entonces en toda su estatura.

—No fue mi hijo —declaró—. Mi hijo no tuvo nada que ver con ese ataque vergonzoso. Alguien pretende tenderle una trampa para incriminarlo, pero nunca ha hecho nada malo. Cuando descubra quién es, tendrá que irse de esta isla, porque no dejaré de perseguirlo hasta que lo haga. ¿Cómo podéis dar crédito a una mentira tan perversa?

Después de aquello, nadie osó repetir la acusación. Y, un poco avergonzados, aquellos isleños que habían permitido que la historia se desbocara en su imaginación se acordaron entonces de que había sido el buen doctor Espósito, al fin y al cabo, quien había tratado a Pierino, y de que el pescador y la maestra eran primos lejanos. En la isla, sin embargo, las opiniones nunca volvieron a inclinarse del todo a favor de Flavio; el rumor había dejado una mancha en él, indefinible, imposible de quitar. Consciente de ello, Flavio se encerró en sí mismo y juró marcharse de allí.

La quinta escena que Maria-Grazia presenció fue más difícil de comprender, y no llegaría a hacerlo del todo hasta un cuarto de siglo después. Vio al prisionero-poeta Mario Vazzo, al anochecer, con el cabello aceitado y los zapatos sujetos con hilo de pescar de la antigua tonnara, darse la vuelta para irse tras el toque de corneta de los fascisti, y luego titubear, agarrar la muñeca de Pina y ponerle en la mano una única flor caída de la buganvilla.

Maria-Grazia también guardó aquello en su corazón.