El bombardeo distante despertó a Robert, que se sorprendió enroscado entre las sábanas y tanteando con una mano en busca de su arma.
Anochecer. Una habitación fresca. Estantes con una ligera capa de polvo y sobre los que había una curiosa colección de objetos que transmitían el aroma intenso de la vida de otra persona. Trofeos de fútbol desconocidos, varias espadas de juguete —cada una en su propio cuadrado de fieltro marrón—, un osito de peluche de nariz puntiaguda y en proceso de desintegración. Un Etna de papel maché, con las laderas cubiertas por una capa de polvo tan gruesa que parecía nieve y un enjambre de soldaditos de madera en la cima. Un banderín con el símbolo de las fasces, eso sí lo reconocía. Una fotografía de un grupo de niños morenos y flacos, con pantalones cortos y chalecos blancos, que sacaban pecho mientras recibían medallas en una jornada deportiva. Otra imagen de los mismos niños con el uniforme de alguna clase de organización militar, con fez y bombachos. Una fotografía de una mujer con una trenza de cabello negro... a ella creyó reconocerla, era una de las personas que lo habían rescatado. Quemado por el sol, con la lengua reseca de sed, Robert se tendió otra vez entre las sábanas que olían a jabón extranjero y reflexionó sobre la situación.
De algún modo, había ido a parar ahí, a una oscura habitación de piedra, rodeado por la parafernalia de la infancia de algún otro. Era vagamente consciente de que aquel estruendo bélico infernal procedía de donde se suponía que él debía estar, pero recordaba bien poco. Ahora que lo tenía más cerca, distinguió con nitidez un severo retrato de Mussolini sobre el cabezal de la cama. Se esforzó en identificar el momento en que perdía la memoria.
Lo primero había sido el campamento en El Alamein, de eso sí se acordaba. Un poco antes de embarcar en el planeador, el sargento había entrado en la tienda con un plato de campaña lleno de agua y muy ufano por la emoción contenida. A Robert le habían caído unas gotas en el dorso de la mano, y recordaba haber notado que estaba caliente como la sangre.
—¡Nos movilizan! —reveló el sargento—. Según dicen, nos vamos a casa.
Robert no pretendía ser grosero, pero era un hombre científico hasta la médula.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó—. ¿Está seguro de que saben de qué hablan?
Pero al oírlo el sargento se puso a la defensiva y se negó a decir nada más.
Aun así, en el campamento había empezado a reinar un ambiente festivo. Robert se acordaba ahora un poco de El Alamein, sobre todo de la luz, de cómo los cegaba y hacía entrecerrar los ojos de forma involuntaria hasta que todos iban por ahí con el ceño fruncido el día entero.
Sí, de El Alamein se acordaba.
En el planeador, cuando el avión remolcador de los estadounidenses los elevaba a través de un aire que él ya notó un poco turbulento, le tendieron un folleto con el título de «Guía de Sicilia para el soldado». Lo abrió al azar y leyó con poco entusiasmo de las páginas cada vez más ensombrecidas: «En verano, Sicilia es decididamente calurosa... La mayor parte de sus habitantes son católicos romanos y muy aficionados a las festividades de los santos... Los códigos morales son en apariencia muy rígidos, pues se basan en la religión católica y en la etiqueta española de los tiempos de los Borbones, pero en realidad su nivel es muy bajo, en particular en las zonas agrícolas.» Como ya había oscurecido demasiado para leer el panfleto, lo guardó en el interior de su uniforme de campaña y se resignó a la idea de que no iban camino de casa.
Se repitió las curiosas fórmulas que había ideado para evitar pensar demasiado durante los vuelos interminables en planeador. Por ejemplo, que aquél sería su salto número setenta y nueve. Que, entre todos, los hombres que iban en el planeador habían saltado un mínimo de 1.975 veces. Que su velocidad era en ese momento de ciento quince millas por hora y su altitud de tres mil quinientos pies. Las dos últimas cifras eran pura especulación, por supuesto, pero para entonces ya conocía el avión bastante bien y era capaz de sentir su peso al moverse por el aire, el tirón del cable mientras el remolcador los llevaba hacia lo alto, el chasquido elástico cuando los liberaba. Semejante instinto suponía unas veces un consuelo —en los saltos tranquilos y con buen tiempo— y otras una preocupación, como aquel día, cuando no pudo evitar la certeza, desde el instante en que los levantaron del suelo, de que algo no funcionaba como debía.
Entonces la tormenta arremetió contra ellos de costado. Recordaba bien la primera sacudida, darse en la barbilla con las rodillas. Varios hombres soltaron gruñidos, maldiciendo al piloto del avión remolcador sin comprender que aquello era el preludio y no el acto principal. Pero él, Robert, había sabido en aquel preciso instante con espantosa certeza que iban a caer.
Qué extraño, no recordaba el descenso en sí, sólo el golpe contra el agua cuando el mar salió a su encuentro. Y luego la sensación de hundirse y dar bandazos bajo las olas, la forma en que se combaba el fuselaje del planeador. También que varios hombres arremetieron con navajas y bayonetas contra el fuselaje y otros echaron mano de un martillo de madera y empezaron a aporrear el techo. Y el absurdo recuerdo, salido de la nada, de que los yanquis llamaban a sus planeadores, moles torpes y de color ocre, «ataúdes volantes». Entonces había visto desgarrarse la lona y se había colado por aquel agujero, retorciéndose y pataleando a ciegas, con el agua pasando rauda a su alrededor y con el único anhelo de alcanzar el aire y la luz. El alerón astillado, al desprenderse del ala, le había sajado el hombro mientras ascendía.
Subió como un torpedo a través de unas aguas que aullaban igual que el viento hasta llegar a la superficie de un mar negro y picado. Y se encontró completamente solo.
Del resto sólo recordaba breves fogonazos: sin duda ya había ido perdiendo sangre. Recordaba haberse encaramado al ala desprendida de otro planeador y que una ola enorme lo había hecho dar una vuelta completa dejándolo sin aire en los pulmones; recordaba que las explosiones de los obuses le clavaban en los oídos un torrente de aire tras otro. Que había gritado a una lejana lancha de desembarco que flotaba como una barcaza en la superficie que fuera a buscarlo. Que cuando al fin llegó hasta ella y se impulsó rampa arriba se encontró con que estaba vacía, con un agujero enorme que la hundía poco a poco y un sargento muerto y boca abajo en la popa. Que había dejado que el hombre se alejara flotando de él y que después, al amanecer, había nadado como en un sueño en aguas tranquilas, sintiendo la mano enérgica del sol en la nuca. Ante él había surgido una roca que, milagrosamente, se convirtió en una isla. Y entonces había oído la voz de una niña. Recordaba haber reptado por una rampa de arena ardiente y yacer bajo el sol mientras un cangrejo se afanaba en la arena llenándose las pinzas de sangre. Recordaba haber pensado que iba a morir y haberse resignado ya casi por completo a que así fuera cuando fueron a por él con aquella camilla improvisada.
Y ahora allí estaba, vendado y febril, en una habitación que pertenecía al hijo de un extranjero.
Trató de moverse una vez más y cobró plena conciencia del estado de su hombro. Un dolor le paralizaba todo el costado derecho como si fuera una red. Intentó quitarse los vendajes con la mano izquierda y los dientes para comprobar el estado de sus heridas, pero no tardó en desistir, temblando. Se deslizó entonces por la cama y descorrió las cortinas, liberando de sus pliegues una arena fina como el polvo.
Y entre las tablillas de los postigos apareció ante sus ojos un paraíso que se mecía suavemente. Olivares, palmeras, el amable horizonte azul del mar. No había rastro de la batalla en la que supuestamente debía estar combatiendo. Más adelante se enteraría de que aquella habitación no miraba hacia Sicilia, sino que estaba orientada hacia el lugar del que había venido, hacia el norte de África. En aquel momento, en la tarde del día de su rescate, el paisaje no hacía sino aumentar el misterio de aquel lugar. Podría haber estado en cualquier parte: en los Mares del Sur, el Pacífico, el escenario de alguna aventura de su niñez.
Pero aquella gente le había hablado en algún tipo de italiano. Tenía de eso un vago recuerdo. El hombre de las cejas alarmantes, la mujer que chapurreaba unas palabras de inglés y la muchacha que le había cogido la mano: los tres se habían dirigido a él en italiano. Con la mano sana, la izquierda, trató de buscar en el interior de su uniforme de campaña la Guía de Sicilia para el soldado, pero descubrió que tanto el folleto como el uniforme habían desaparecido. Ahora llevaba puesta la camisa de dormir de alguien, una prenda incómoda y larga como la túnica de un fantasma del siglo XIX.
Una sombra cruzó el umbral. El joven alzó la mirada y vio a la muchacha bajando por la escalera. El crepúsculo la atrapó en su quietud. Y entonces se produjo un segundo milagro. Robert, que no sabía que Maria-Grazia era la chica de los aparatos ortopédicos en las piernas o la chica de quien nadie se había enamorado, que no sabía nada de ella aparte de que era hermosa y le había cogido la mano; Robert, que solía ser un hombre científico, pero que ahora lloraba de gratitud, pues la fiebre lo hacía delirar un poco y se hallaba bajo la influencia, aunque él no lo sabía, de una dosis formidable de morfina; Robert, al ver a Maria-Grazia doblar la esquina del rellano de la escalera, sucumbió a lo inevitable y empezó a enamorarse de ella.
Pisadas. Ante su mirada anhelante no apareció aquella muchacha hermosa, sino el médico de las cejas. El hombre entró en la habitación, dejó un vaso de agua en la mesita de noche y luego miró hacia la escalera.
—Mia figlia —dijo con convicción—. ¿Fija... hija?
—Su hija, sì, sì.
Robert asintió con energía para demostrar que sí, que lo entendía.
—Mi esposa parla una poco inglesi —explicó el médico—. Io, no. Mi dispiace. —Le puso el vaso de agua fría en la mano a Robert y le cerró los dedos con firmeza en torno a él—. Tomar, tomar.
Robert bebió, y cuando el doctor le hubo soltado la mano, se dirigió a él en inglés:
—Tenía un folleto, un librito. Guía de Sicilia para el soldado, con algunas palabras en italiano.
Al doctor le temblaron las cejas del esfuerzo, pero al final negó con la cabeza: no conseguía entenderlo.
—¿Un libro? ¿Un librito?
Robert volvió a intentarlo haciendo la mímica de abrir y cerrar con la mano buena. Entonces recordó una palabra de su latín escolar.
—¿Liber?
—¡Ah, un libro! Sí. —El médico salió de la habitación y volvió al cabo de unos minutos con un montón de libros—. Ecco... scrittori inglesi, Shakespeare, Charldicken. Así aprenderás italiano, ¿sí?
No tenía sentido volver a pedirle el folleto. Robert dejó que el doctor le depositara en el regazo aquellos libros que, cuando pudo examinarlos, resultaron ser Historia de dos ciudades, David Copperfield y las obras completas de Shakespeare, todos en italiano.
—De mi esposa —explicó el médico con evidente orgullo—. Mestra.
—¿Es maestra? —preguntó Robert, y el médico asintió—. Conozco bien estos libros —añadió, avergonzado al sentirse al borde de las lágrimas—. La verdad es que podría leerlos en italiano e identificar cada palabra del original inglés.
Captando el entusiasmo de Robert, aunque no el significado de sus palabras, el doctor asintió con ganas.
—Sí, sí, inglés.
Envalentonado, Robert señaló la habitación que lo rodeaba y formuló la pregunta que venía inquietándolo desde que había despertado.
—¿Filius? —preguntó, suponiendo que ésa era la palabra—. ¿Un hijo? ¿Dónde está?
Pero las cejas del doctor se desplomaron al oír aquello.
—Morto —contestó. Levantó tres dedos—. Tutti e tre figli. Morto, morto, morto. Desaparecidos. Guerra. Probablemente muertos. Los tres hijos.
Acunando los libros en los brazos, Robert, para su profunda vergüenza, se echó a llorar. Unos sollozos incontrolables lo sacudieron, le impidieron respirar. Al parecer era incapaz de contenerlos, y el espantoso ruido que hacía atrajo a la mujer y a la muchacha. La familia no dio muestras de confusión ante aquel ataque de llanto: la mujer se limitó a ponerle la mano en el hombro y a murmurar palabras de consuelo, mientras la hija corría en busca de más agua. Él la aceptó agradecido y bebió. Cuando hubo apurado el vaso, la mujer le habló en su inglés balbuceante:
—No te avergüences, por favor... Quiero decirte algo, por favor: no debes tener vergüenza. Todos hemos perdido a alguien. Aquí todos sabemos lo que es perder.
La mujer temblaba un poco; la necesidad de expresar sus pensamientos parecía haberle liberado por fin la voz.
—Ya está —concluyó—. Dicho. Es posible no hablo muy bien inglés, pero tenía que decir eso. —Lo alivió del peso de los libros y los dejó sobre la mesita de noche—. Ahora debes dormir, por favor. Y cuando pongas mejor, empiezas a leer libros y a aprender italiano. No preocuparte. Mi marido vigilará con la escopeta por si los fascisti intentan venir, pero no creo que vuelvan.
En efecto, con el paso de los días los isleños empezaron a ver con claridad que la estrella de los fascisti experimentaba una rápida decadencia. Il conte y Arcangelo se habían deshecho de sus camisas negras y disuelto a los Balillas. El rumor sin fundamento de que los inglesi les quitarían las medallas y las fotografías militares de sus hijos, así como las cartas que informaban a esposas y madres de sus valerosas muertes en combate, llevó a muchos de los habitantes de Castellamare a salir con sigilo a sus jardines y huertos y a arrodillarse para ocultar bajo tierra aquellas reliquias. Incluso Amedeo fue una noche en busca de la medalla de Flavio, la envolvió en un pedazo de cuero y la enterró bajo la gran palmera del patio.
La luna volvía cerosas e irreales las hojas de las palmeras y teñía de plata el pelaje de Micetto mientras el gato dormía. Cuando el médico se dio la vuelta para entrar, sacudiéndose la tierra de los dedos, sintió que su dolor se había atenuado un poco, como una fiebre que hubiese llegado al punto de inflexión y bajado sólo lo justo para resultar soportable.
Pina empezó a transmitirles fragmentos del pasado del extranjero. Según les contaba, era inglés, no estadounidense, lo cual, en opinión de Amedeo, explicaba su tartamudeo nervioso siempre que Maria-Grazia estaba presente. Tenía veinticinco años, dos más de los que habría tenido Tullio. Y aunque Pina tuvo que consultar el diccionario y ni siquiera entonces estuvo segura, le pareció que el joven había utilizado el término inglés equivalente a «expósito» para referirse a sí mismo.
—¡No me digas! —exclamó Amedeo lleno de alegría—. Vaya, ¡pues entonces ya es un Espósito!
Pina lo miró entornando los ojos.
—Amore, no es hijo tuyo.
Pero ¿cómo no iba a parecerle aquel joven, en cierto sentido, una compensación? Amedeo incluso había empezado a abrigar la osada y trémula esperanza de que al menos uno de sus hijos volviera a casa una vez que la guerra se diera oficialmente por terminada. Porque, si a ese joven lo habían rescatado, también era posible que un inglés bondadoso hubiera hecho lo mismo por uno de sus chicos en alguna costa extranjera.
Con el paso de los días, también los isleños empezaron a pensar que el forastero herido que yacía en la casa del doctor no era una maldición, sino una bendición. Si los camaradas ingleses del soldado o los estadounidenses con sus jeeps y sus banderas llegaban a Castellamare, ¿no verían qué bien habían tratado a su hermano, cuidándolo como a uno de los suyos? Además, ¿acaso no era un milagro que santa Ágata les hubiera entregado al final de aquella contienda a un hombre ahogado surgido del mar? Ahora, de la mañana al atardecer, las viudas del pueblo aparecían en la puerta de la Casa al Borde de la Noche con bandejas de berenjena asada y botellas de licor casero para el extranjero. Cada noche, los pescadores llevaban sarde recién pescadas en su camino de vuelta colina arriba. Incluso unas cuantas muchachas cuyos novios estaban ausentes se presentaron con el pintalabios que no se las había visto lucir desde antes de la guerra y le preguntaron a Maria-Grazia si podían echar un vistazo al soldado.
Maria-Grazia despachaba a esas admiradoras, aunque se habría negado a admitir que en su corazón hubiera algo que no fuera indignada preocupación por la recuperación del inglés.
Y cuando las muchachas se fueron, no pudo resistirse a decirles desde la barra, aunque en voz demasiado baja para que la oyeran:
—No quiere veros. Ya está fuera de peligro, pero una sola mirada a esas caras pintarrajeadas bastaría para hacerlo enfermar otra vez.
Y Gesuina, a quien siempre le había parecido una gran injusticia que la pobre Maria-Grazia, tan buena chica, se llevara la peor parte entre sus compañeras de clase, despertó de su sopor y soltó una exclamación de alegría.
Pero lo cierto era que el soldado inglés no estaba fuera de peligro. Sentado junto a la cama del joven, Amedeo se sentía inmerso en la misma lucha que había tenido que librar durante el parto de cada uno de sus tres hijos más pequeños. El muchacho sufría accesos de fiebre repentinos y padecía una sed atroz. El hombro le supuraba, como si no quisiera curarse.
—Lávale la herida con agua bendecida por la imagen de santa Ágata —sugirió Gesuina—. Con eso debería bastar.
—Lo que me hace falta son más comprimidos de sulfanilamida —terció Amedeo.
Gesuina frunció los labios ante aquella blasfemia, se alejó arrastrando los pies y regresó con un medallón de santa Ágata para ponérselo al inglés alrededor del cuello, una piedra de la suerte con la forma de la Madonna y un frasco de agua bendita de la última festividad de la patrona.
Para la enorme alegría de la anciana, la herida empezó a sanar. El joven soldado parecía irle ganando poco a poco la batalla a la infección hasta que, una mañana, Amedeo le destapó el hombro y, con un gesto de satisfacción, descubrió que estaba fresco y seco.
—Te picará un poco, pero no lo toques —le dijo al inglés mientras vendaba la herida, pues tenía por costumbre hablar constantemente a sus pacientes y no importaba si él lo entendía o no.
Robert captó lo suficiente para intuir que eran buenas noticias.
—Grazie, grazie —dijo.
—Ya es hora de que te levantes de esta cama —continuó el médico—. Te irá bien sentarte a ratitos en el porche o en el bar, y que te dé un poco el aire del mar.
El inglés asintió con la cabeza.
—Mare, mare —repitió, pues era la única palabra que había entendido.
Muchos isleños habían observado con suspicacia la ventana con los postigos cerrados del extranjero. Pero cuando por fin salió a las calles del pueblo descubrieron, para su sorpresa, que les caía bien. El hecho de que no hablara su idioma lo volvía curiosamente atento y deferente; asentía con amabilidad incluso ante las opiniones más descabelladas, limitándose a murmurar: «Sì, sì, sì.» Siempre andaba rondando a Maria-Grazia en el bar, y tenía la halagadora costumbre de precipitarse a apartar la silla a los clientes o de agacharse para recuperar los naipes de los ancianos jugadores de scopa de debajo de la mesa, de donde emergía con la cara roja y aturullado, exactamente como la imagen que ellos tenían de un inglés en la cabeza. Sus intentos de aprender italiano eran una fuente de diversión cotidiana, y el día en que confundió la palabra «año» con «ano» se convertiría en legendario en la isla. («Jamás lo olvidaré —contaría Rizzu llorando de risa años más tarde—. Aquel joven preguntando cuántos “anos” tenía la signora Gesuina, ¡y la cara que puso ella! ¡Ja!»)
Es más, tanto Micetto como Concetta adoraban a Robert y, como dijo Gesuina con reticente aprobación: «Si les cae bien a ese bicho salvaje y esa niña indómita, le caerá bien a cualquiera».
Bajo aquel sol extraño, incapaz de cruzar más de dos palabras con Maria-Grazia, Robert descubrió que el amor que sentía por ella era en sí mismo como una fiebre, algo desmedido, una provocación constante. Si la había oído pasar por la escalera, corría a ocupar el aire que ella había respirado, ávido de captar algún vestigio de su perfume (que era seco y tenía un dejo a naranja). Si Maria-Grazia tocaba algo en la barra del bar, él lo cogía a escondidas por el mero placer de tocarlo también. El joven tenía la serena convicción de que nadie había reparado en su adoración por ella. Incapaz de contener su pasión, incluso empezó a hablarle a Maria-Grazia de ella. Si la muchacha entraba en su habitación con una jarra de agua o un libro y se agachaba para depositar lo que fuera, él le decía en un tono neutro, como si se limitara a darle las gracias: «Deja que te haga el amor, aquí, ahora mismo, antes de que tu padre despierte de la siesta.» Y mientras Maria-Grazia barría los rincones del bar después del cierre, Robert empezaba hablándole de las noticias de la radio o del tiempo y acababa informándola de que era la mujer más hermosa que había visto nunca, de que el aire mismo en el que se movía era sagrado.
Fue así como Maria-Grazia, que hablaba un inglés más que decente pero había sido demasiado tímida para admitirlo, se enteró, con una sacudida de alegría, de que él la amaba.
Robert, que había notado que ella se ruborizada, se preguntó si su tono habría delatado sus sentimientos en cierta medida y decidió ser más prosaico en sus declaraciones; pero no dejó de hacerlas, pues le habría sido imposible, tanto como dejar de adorarla. Formaba parte del milagro de aquella isla, del mismísimo aire que respiraba allí.
Encorvado sobre la radio tratando de captar noticias sobre sus camaradas en las emisiones plagadas de interferencias de la BBC, Robert se enteró de que la incursión en Sicilia había sido un éxito, de que los italianos se habían rendido y de que los alemanes se habían replegado a Messina. Ahora que su hombro empezaba a sanar, sentía cierta inquietud por volver con su regimiento; al menos, la sentía la parte de sí mismo a la que todavía motivaba vagamente el deber. El resto, la mayor parte de él, deseaba quedarse en Castellamare, arrullado por las olas y el chirrido de las cigarras, declarándole con descaro su amor a Maria-Grazia; quedarse allí y olvidar que hubiera habido nunca una guerra.
Aquella vacilación, sin embargo, fue transformándose poco a poco en una suerte de desdicha. Si no se iba entonces, no lo haría nunca, y eso plantearía sus propias dificultades. Un día, durante la hora de la siesta, Maria-Grazia acudió a su habitación, donde él dormitaba con la radio a su lado recibiendo sólo interferencias parásitas. Arrodillándose a su lado, la joven le tomó la mano y soltó una perorata en italiano, con las finas cejas tan arqueadas por la emoción como solían estarlo las de su padre. Robert no entendió nada, pero tuvo que reprimir el deseo de estrecharla entre sus brazos y pronunciar las primeras palabras en italiano que había buscado febrilmente en el diccionario escolar de Pina: «Ti amo. Ti adoro.»
Sin embargo, se limitó a escuchar lo que ella decía: pareció plantearse algo, protestar, volver sobre sus pasos y, por fin, suplicar, después de lo cual guardó silencio, satisfecha al parecer, y dejó caer la mano que le sujetaba.
Sin una palabra más, subió la escalera hasta su propia habitación. Él la oyó moverse por ahí arriba (con esa forma de andar, siempre un poco irregular). Oyó que se cepillaba el cabello con energía, el susurro de su ropa al caer al suelo de madera, el suspiro de la cama cuando se metió en ella. Era un mueble antiquísimo, como todas las camas de la casa, y demasiado corto para Maria-Grazia, que se acurrucaría un poco para caber bien, con una mirada lánguida en los preciosos ojos y la trenza negra, pesada como una cuerda, sobre la almohada.
A veces, cuando la trenza le caía sobre un hombro mientras trajinaba con una bandeja de pastelitos o barría los rincones del bar, Robert anhelaba asirla con ambas manos y besar su lustrosa extensión.
Si no se marchaba ahora, ¿cómo iba a resignarse de nuevo a la guerra que supuestamente debía estar librando?
Días atrás, había preparado una nota de despedida en italiano, aunque ahora se daba cuenta de que con ella no compensaba en lo más mínimo tanta amabilidad. Notaba la lengua tan pesada y febril como durante su enfermedad. Dejó el papel sobre la mesita de noche, cogió el fusil y se marchó mientras todos dormían.
Cuando pasaba ante la iglesia, tropezó con el padre Ignazio. El sacerdote observó el fusil, pensativo.
—¿Adónde ir, Robert Carr? —preguntó finalmente.
Pero el chico fingió no comprender su inglés y, tras sonreír y asentir varias veces con la cabeza, emprendió la huida por un callejón. Tomó el atajo de Concetta, entre matorrales y chumberas, y así consiguió llegar hasta la carretera sin que nadie lo viera. Pasó ante la granja de los Mazzu con un trotecillo, sujetándose el hombro con una mano, porque en realidad, ahora que estaba al aire libre, no lo sentía tan fuerte como había creído, sino caliente y dolorido. Casi deseó haberle permitido al cura que lo interceptara. Los perros de los Mazzu ladraron y se abalanzaron hacia él hasta donde se lo permitían sus cadenas, pero no hubo movimiento alguno tras las ventanas cerradas.
Cuando casi había llegado al muelle, oyó unas pisadas rápidas a cierta distancia. Era Maria-Grazia, que corría hacia él. Precisamente lo que más había temido, pues ahora se vería obligado a darle una explicación. La observó acercarse, con Micetto siguiéndola a toda velocidad y Concetta abriéndose paso entre los matorrales y gritando:
—¡Espera, Maria-Grazia! ¡Espérame!
Maria-Grazia se detuvo ante él. Y de pronto, de su boca manó una gran oleada de palabras en inglés:
—Te marchas. ¿Por qué te vas ahora, Robert? Todos queremos que quedes. Te trajo aquí la gracia, la gracia de santa Ágata, todos lo creen. ¿Por qué te vas sólo para que te maten en otra batalla? —Soltó un sollozo sin lágrimas—. Pensaba que subirías a mi habitación. Eso es lo que te pido. Pero en cambio te das la vuelta y te marchas... ¿Ha sido algo que he hecho o dicho, Robert? Con tu marcha pones muy tristes a mis padres. Nos pones muy tristes a todos.
Con cierta aspereza y un tanto avergonzado, Robert contestó:
—Estás hablando en inglés.
—Sí, sí. Siempre sé hablar inglés, sólo que antes me daba demasiada vergüenza. Hoy te pido, en italiano, que subas a mi habitación, pero en cambio te vas y nos dejas.
—¿Y por qué no lo has hecho en inglés, ya que lo hablas?
Con expresión fiera, Maria-Grazia respondió:
—¿Por qué no me dices tú que me amas en italiano, si sabes hacerlo? Veo que dejas esa página abierta sobre tu mesa, una y otra vez.
—Bueno, pues te lo diré ahora —replicó Robert con mayor aspereza aún de la que pretendía—. Ti amo. Ti adoro. Pero tengo que marcharme.
—Tu hombro no está curado. No serás capaz de luchar con nadie con ese hombro, Robert... morirás.
—Está suficientemente curado como para andar hasta que encuentre a mi regimiento.
Maria-Grazia se echó a llorar.
—Morirás —repitió—. Todos los creen así. Ojalá Dios y santa Ágata hicieran que se te abriese de nuevo la herida, lo que sea para impedir que vuelvas a esa guerra.
—Me voy —zanjó él—. Me voy, y regresaré. ¿No te he dicho que te quiero?
Maria-Grazia lo siguió por la carretera polvorienta, sollozando.
En el muelle, Robert descubrió un hecho curioso: ningún pescador —ni Bepe, ni ‘Ncilino, ni siquiera Ágata la pescadora— estaba dispuesto a llevarlo a Sicilia. Plantados ante sus remos, todos se negaron categóricamente sacudiendo la cabeza. Ágata la pescadora soltó una perorata en dialecto con tanta furia que Robert se echó atrás.
—¿Por qué está enfadada? —preguntó a Maria-Grazia.
Que una de sus salvadoras se hubiese vuelto contra él lo hizo sentirse al borde de las lágrimas.
—No está enfadada, pero tampoco está dispuesta a llevarte.
—¿Qué ha dicho exactamente?
—Que no puedes marcharte ahora que la guerra ha terminado —contestó Maria-Grazia—. Dice que nos das buena suerte, que traes buena suerte. Dice que desde que llegaste no hacen más que pescar buenas sarde y atunes grandes... No es más que una superstición, claro...
Pero Ágata la pescadora no había terminado.
—¿Qué está diciendo ahora?
—Dice... Dice que esta isla ya ha perdido suficientes hombres buenos.
Robert, un poco trastornado por todo aquello, decidió que no le quedaba otra opción que ir a nado hasta Sicilia. Sosteniendo el fusil en alto, echó a correr y se arrojó al agua desde el muelle. Maria-Grazia, los pescadores, la niña y el gato lo observaron formando una hilera, tan perplejos que por fin guardaban silencio. Llegó hasta las rocas, gruñendo a causa del dolor en el hombro, y en ese punto se vio obligado a bajar el fusil.
A duras penas oyó los gritos a su espalda. Al darse la vuelta, vio que se reunía una multitud en el extremo del muelle. Distinguió al doctor, Amedeo, y a Pina; también al sacerdote, el padre Ignazio; a la nieta de los Rizzu, que llevaba a Gesuina de la mano; y a los ancianos jugadores de scopa; incluso a Arcangelo el tendero, que apenas había cruzado tres palabras con él y hasta hacía un mes era fascista.
Tras pedirle en susurros a Pina la traducción correspondiente, Arcangelo gritó con cierta vacilación:
—Declaro en nombre de los ciudadanos que, si no se queda por voluntad propia, il conte y yo nos veremos obligados a hacerlo... come si dice? Prisionero de guerra. Vuelva ahora mismo, haga el favor, signor Carr.
Mientras avanzaba por el agua, jadeando entre la espuma y el aire salado, ligeramente mareado debido al agotamiento, Robert sintió que el dolor ardiente de su hombro se volvía más intenso y punzante. Se llevó una mano a la herida y un residuo pegajoso le manchó los dedos. Había vuelto a abrirse y supuraba, y siguió haciéndolo hasta después de que los tres pescadores, Bepe, ‘Ncilino y Ágata, hubiesen vadeado hasta él para cogerlo en brazos y llevarlo a la orilla sano y salvo.