Cuando Robert y Maria-Grazia regresaron al bar cogidos de la mano, aparentemente reconciliados, la Casa al Borde de la Noche estalló de júbilo. Sin embargo, no tardó en saberse que no había boda pactada, que el regreso a su antigua condición de amantes no era inminente. Incluso se rumoreó que, en lugar de invitar al inglés a su pequeña habitación con vistas a las palmeras, Maria-Grazia lo había desterrado a la buhardilla, a dormir en el viejo sofá de terciopelo donde, en otro tiempo, también Amedeo pasó su exilio.
Era la pura verdad. Aquella tarde, ante una botella de arancello, Amedeo intentó consolar a Robert.
—Mi Mariuzza es una chica con mucho carácter —murmuró—. Siempre lo ha sido. Necesita tiempo. Te quiere, sólo está haciéndote esperar un poco, como tú la has hecho esperar a ella. Y de paso, se da tiempo para intentar entender sus propios sentimientos. No debes agobiarla ni presionarla para que tome una decisión.
—Yo la he hecho esperar cinco años —replicó el inglés—, supongo que no pretenderá...
—Dale tiempo —aconsejó Amedeo.
Robert dio un sorbo a su arancello, que pareció arderle en la boca; era mucho más áspero que el licor suave que recordaba.
—Habla con ella —añadió finalmente el doctor—. Cuéntale todo lo que no pudiste contarle antes, cuando no sabías hablar nuestro idioma. Háblale de tu infancia, de tu juventud. De las cosas normales y corrientes que los amantes se cuentan. Ahora eres un extraño para ella, un hombre distinto. Cuéntale tus historias. Así conseguirás que vuelva a acercarse a ti.
Amedeo nunca había conocido un método más eficaz para conquistar el corazón de una persona.
Al día siguiente, Maria-Grazia despertó sumida en una suerte de debate consigo misma. Se vistió sin prisa, se lavó la cara, trenzó su melena y, con paso decidido, bajó la escalera dispuesta a afrontar que el regreso de Robert había sido una alucinación. Pero ahí estaba, sentado entre sus padres, pelando higos con esas manos suyas, firmes y ásperas. Al verla, se levantó de un brinco de la silla y apartó la de ella de la mesa.
—Buenos días, cara mia —saludó con tono cauteloso, atento a la expresión de su rostro.
Maria-Grazia aceptó la taza de té que Pina le ofrecía. Después, cuando sus padres se levantaron de la mesa entre excusas apresuradas, se encontró con un torrente de historias. Robert desplegó ante ella todo su dominio del italiano y le habló de su niñez, de su adolescencia, de su juventud.
Comenzó por describir su hogar, un pueblo minero del norte, dos hileras de casas en medio de un prado verde cubierto por un cielo gris. Se llamaba Aykley Moor. La historia de su familia era que no la tenía, salvo unos ancianos tíos que lo habían criado con poco entusiasmo. Su madre, actriz de una pequeña compañía de teatro itinerante, había muerto en la epidemia de gripe cuando él apenas tenía unos meses. Robert estaba presente cuando sucedió, dormido en su cochecito en el rincón de algún camerino de provincias. Con las prisas por llevarse el cuerpo de la mujer sin montar un escándalo, se olvidaron de él. El portero que se encargaba de dar un último vistazo antes de cerrar el teatro oyó un llanto fantasmal y encontró al bebé. Después, al caer en la cuenta de que la madre de la criatura era la desafortunada actriz, llamaron a los tíos de la difunta para que acudieran a hacerse cargo del niño.
Maria-Grazia apartó la taza de té, incapaz de tomárselo.
—¿Por qué me cuentas esta historia ahora? —quiso saber.
—Porque, cara... —La tomó de la muñeca. Como buen inglés, siempre la había tocado con timidez, como si estuviera obligado a hacerlo de ese modo. Incluso aquel primer día en la playa—. Porque quiero pedirte que te cases conmigo, y lo más justo sería que me conocieras un poco mejor que la última vez.
La alegría que le provocaron aquellas palabras estuvo a punto de hacer aflorar lágrimas a los ojos de Maria-Grazia, pero las reprimió y se contuvo para permitir que Robert continuara con su historia. Él le contó entonces que sus tíos se habían planteado abandonarlo. Durante el largo trayecto en tren hacia el norte, mientras el niño los miraba fijamente con sus fríos ojos azules, decidieron que lo dejarían en un orfanato de Newcastle. Le habían narrado ese episodio incontables veces, como si fuera una prueba de su bondad frente a la personalidad distante de Robert. Por razones que nunca le desvelaron, antes de entrar en el hospicio recapacitaron y se lo llevaron a casa. Sin embargo, a partir de entonces, como si quisieran compensar aquel momento de debilidad, nunca volvieron a permitirse mostrar el menor indicio de cariño hacia su sobrino. Se comportaron como si su presencia fuera una imposición hasta el día en que, con diecisiete años, se marchó de casa en busca de una vida mejor, con una maleta de cartón en una mano y, en la otra, un traje recién planchado en su percha de madera.
—¿Qué es Newcastle? —preguntó Maria-Grazia en inglés.
—Una gran ciudad del norte, llena de arcos y puentes —respondió Robert en italiano.
Más tarde, cuando él salió para presentar sus respetos a los isleños que aún no tenían noticia de su llegada, Maria-Grazia, aunque jamás lo reconocería, subió la escalera a toda prisa y buscó ese lugar en el atlas escolar de su madre. Aquella historia había removido algo en su interior. Mientras apilaba cajas en el pequeño almacén del bar, se encontró de repente llorando de alegría, inclinada sobre una arqueta de arancello, tapándose la boca con las manos para ahogar el sonido de sus sollozos.
Esa misma noche, desde el otro lado de la barra, le preguntó:
—¿Qué clase de chiquillo eras cuando vivías en Aykley Moor?
Robert rebuscó las palabras, profundamente agradecido por aquella muestra de interés.
—Pequeño. Bastante estrecho. —Por cómo juntó las palmas, ella comprendió que quería decir delgado—. Siempre estaba blanco como la tiza.
Ese detalle la maravilló; qué metáfora tan curiosa, tan escolar. En la isla, todos habrían dicho: «pálido como la ricota».
—¿Qué más?
Y Robert, que había ido hilando las frases con un ahínco desesperado, vertió de golpe todo el italiano que sabía:
—Tenía un ojo bizco y llevaba un parche enorme. Cuando alguna mañana no me levantaba lo suficientemente pronto, mi tía me obligaba a rascar el hielo de las ventanas por la parte de dentro. Me arrastraba de la oreja de una a otra.
—¿Por la parte de dentro? —se sorprendió Maria-Grazia.
—Sí, cara.
—¿Y qué pasó luego?
—Luego me volví más fuerte —explicó él—, y lo bastante rápido para escapar de ella. Los sábados, para alejarme de ellos, comencé a correr por el campo. Pasaba horas en los páramos y las colinas. Llegué a ser el mejor estudiante de mi escuela, sacaba las notas más altas, así que decidí largarme de aquel lugar.
Ése y otros relatos que Robert fue desgranando a lo largo de aquella velada, durante la cena, mientras fregaban los platos en la cocina de piedra y cuando subían la escalera para acostarse —él siempre se mantenía a una distancia respetuosa—, hicieron que Maria-Grazia empezara a comprender que también él había sido un niño, un adolescente, un joven. Hasta entonces, su aura milagrosa siempre había sido parte importante de la adoración que ella le tenía: un extraño que había emergido del océano, completamente formado, y había vuelto a desparecer en él, como los personajes del cuaderno de historias de su padre.
—¿Puedo? —preguntó Robert ante la puerta de la habitación de Maria-Grazia, estremecido por el contacto con su muñeca.
—No, caro.
Pero aquella segunda noche, al escuchar sus pasos en la buhardilla, ella imaginó a todos esos Roberts más jóvenes y una ola de ternura volvió a invadirla: un niño con un parche en el ojo que rascaba el hielo de aquel lugar ártico con sus manitas blancas como la tiza; un muchacho que corría por los grises páramos ingleses con la férrea determinación de marcharse un día de allí. Ella nunca le había hablado de las férulas de sus piernas, se moría de vergüenza cuando recordaba que habían estado ahí, guardadas en la caja de Campari, durante los meses en los que habían sido amantes, aunque sin duda él debía de haberse percatado de su cojera. Tampoco le había dicho nada de la botella repleta de billetes que guardaba junto a su cama. Ahora tenía la sensación de que él habría sido capaz de comprenderla.
Cada mañana, cuando todos se sentaban a la mesa del desayuno, tanto Amedeo como Pina los observaban con ojos cautelosos, conteniendo el aliento, expectantes. En el bar la cosa no era mucho mejor. Siempre que Maria-Grazia intentaba hablar con Robert —que día tras día se sentaba con ella para hacerle compañía detrás de la barra—, los ancianos jugadores de scopa daban la vuelta a sus sillas y los observaban, como si el regreso del signor Carr se hubiera orquestado con el único fin de entretenerlos. ¿Cómo iban a hablar con libertad en semejantes condiciones?
—Voy a pasear por el monte, a recoger higos chumbos —le susurró ella la tarde siguiente.
Robert dejó transcurrir un tiempo prudencial y la siguió. Allí continuó narrándole las historias de su vida pasada, mientras Maria-Grazia, con las manos envueltas en trapos, recogía los frutos de las chumberas. Le habló de su juventud, de su huida de Aykley Moor. Al acabar el bachillerato, cuando el resto de chicos empezaba a trabajar en la mina, se había escapado de casa y había pedaleado en su bicicleta hasta el mar, sosteniendo el traje en alto con una mano para protegerlo del barro del camino. Lo aceptaron como aprendiz en la oficina técnica de los Astilleros Furness. Vivía solo, en el cuartucho trasero de uno de los empleados veteranos. Todas las noches, montaba en su bicicleta y recorría el paseo marítimo hasta un lugar que él llamaba «Instituto de Mecánica y Literatura», donde pasaba horas leyendo libros de ingeniería y de física y estudiando mapas de las estrellas.
Un poco cohibido y entendiendo las cosas sólo a medias, devoró las obras de aquellos cuyos nombres habían venerado sus profesores del instituto. Estaba decidido a viajar, a ser un hombre cultivado, y se abalanzaba sobre cualquier objeto que oliera a saber: Dickens, Shakespeare, una caja de herramientas hallada tras rebuscar en una tienda de segunda mano una tarde lluviosa de sábado. Aquel recuerdo fue lo que hizo que casi se echara a llorar cuando vio las traducciones de Opere di Shakespeare y Raconto di Due Città de Pina.
En 1939, le confesó a Maria-Grazia, llegó incluso a solicitar el examen de acceso a la Universidad de Londres. Nunca había estado allí, y precisamente por eso deseaba ir. Todo lo relacionado con su infancia y adolescencia le parecía gris, sin importancia, algo que podía resumirse en un párrafo. Y así fue como lo compartió con ella en aquel momento. Aquel comentario hizo que Maria-Grazia se diera media vuelta, esta vez no a causa del enfado, sino por la capacidad de Robert para despertar ternura en ella, algo que, por el momento, no quería reconocerle. Ella nunca le había hablado de los libros que recibió como premio al acabar la escuela, ni de que se quedaron sin desembalar; tampoco le había mencionado las fotos de universidades italianas que su madre y ella habían consultado tantas veces en la enciclopedia en otro tiempo. La guerra había puesto fin de un plumazo a todo aquello. Mientras pensaba si debía sacar a relucir aquellas confesiones, él se desabrochó la camisa y recogió en ella, con galantería, los higos que se le escapaban a Maria-Grazia de las manos.
Después, mientras ella estaba subida a una silla colgando las guirnaldas para la festividad de Santa Ágata, Robert le habló de la guerra. Al fin y al cabo, la guerra era la causante de todo. Por culpa de la guerra había dejado su vida en el norte. Jamás se presentó al examen de acceso de la Universidad de Londres, ni terminó de formarse como aprendiz, ni pasó del capítulo cinco del ejemplar de Casa desolada que había tomado prestado en la biblioteca. La guerra también había interrumpido ese capítulo de su vida, convirtiéndolo en un simple preámbulo de una gran historia que aún no había sido narrada. La contienda había acabado con todo, pero lo había llevado hasta allí, hasta ella. A Maria-Grazia la impactó oírlo describir la guerra, con su italiano defectuoso, tal como ella la había imaginado siempre: un monstruo voraz que había engullido ciudades, islas y hombres y que, al final, sólo había entregado una cosa a cambio: al inglés que emergió del mar como una suerte de extraña bendición. La guerra había acabado con todo, pero lo había llevado hasta ella.
La invadió la curiosidad por saber cómo había sido esa guerra para él, qué atrocidades habría padecido mientras ella diluía el café con achicoria y agua, navegaba entre el silencio de sus padres y hurgaba en la tierra en busca de caracoles.
Él le habló de la dureza de El Alamein y del campamento en el desierto, donde todos andaban siempre cubiertos por una costra de polvo y entrecerrando los ojos. Le habló de sus amigos, brevemente, sin describirlos con detalle, porque ya no estaban y era más prudente referirse a ellos sólo por su nombre, sin indicar ninguno de sus atributos. Le habló de Jack Snapes, el primero en informar a Robert de que estaban reclutando a hombres de todos los batallones para formar una nueva división aerotransportada; la solicitud de traslado de Robert fue aceptada, pero a Jack lo rechazaron por sus problemas de vista; ésa fue la última vez que lo vio. Más tarde, Robert se enteró de que su amigo había muerto de gangrena en Normandía. Le habló de Paul Dodd, con quien Robert había hecho cincuenta saltos en paracaídas; era un tipo también del norte, de Newcastle. Sus caminos trascurrieron de forma paralela, extrañamente unidos por la guerra, hasta la noche de la tormenta, cuando Paul se ahogó y Robert se salvó. Había sido a Paul, sobre todo, a quien no había logrado quitarse de la cabeza durante las horas que pasó en el mar, a la deriva, nadando hacia Castellamare y pensando que la roca que se alzaba frente a él envuelta en bruma era alguna extraña alucinación, un sueño febril.
—Nunca has visto la isla desde fuera —dijo—, pero es muy extraña, cara. Es como una aparición. Como si estuviera cubierta de niebla.
—Es por el calor —musitó ella—, hace que el agua se evapore.
Alguna vez había observado ese fenómeno. Cuando las barcas de los pescadores se alejaban, aparecían envueltas en un velo de ese vapor. Pero fueron otras palabras las que la cautivaron: «Nunca has visto la isla desde fuera.» Y era cierto. Nunca había abandonado sus orillas, excepto en un par de ocasiones en las que había salido en barca en alguna excursión veraniega para ir a nadar. ¿No era una coincidencia —reflexionó en voz alta— que se hubieran encontrado en sus costas? Ella, que nunca había salido de la isla, y él, a quien las mareas de la guerra habían zarandeado por todo el continente.
—Sí, cara —asintió Robert—. Un miracolo lo era.
Había sido un milagro. Le dolió un poco que Robert hablara de ello en pasado. Apartó las guirnaldas de madreselva y bajó la mirada para observarlo, con aquel pelo de un increíble tono pajizo, la espalda estrecha, ligeramente encorvada, como siempre, aquellas gafas... ¡Claro, era eso! Llevaba días preguntándose qué tenía su rostro de distinto. No se trataba de un cambio oscuro ni de una alteración siniestra, sólo era eso.
—Ahora llevas gafas.
—Sí, cara. Demasiada lectura.
Una nueva oleada de ternura se apoderó de ella. Se agachó y le acarició las sienes allí donde las patillas de las gafas reposaban sobre las orejas. Alguien debió de presenciar la escena, pues a esa hora el bar relucía como un farol en el extremo de la plaza oscura, y a la mañana siguiente se sabía en la isla entera que, por fin, el inglés había empezado a reconquistar poco a poco el corazón de Maria-Grazia.