6

Y entonces, por fin, hubo un cambio en el bar y en la vida de Sergio Espósito: la llegada al mundo de la pequeña Maddalena. Nació de nalgas, como su padre, Sergio, berreando desconsolada la misma semana que los tres televisores del bar retransmitieron la caída del Muro de Berlín.

Aquél había sido un año singular. En enero, entre San Esteban y la festividad de la Epifanía, falleció Carmela d’Isantu, y Andrea regresó a Castellamare para el funeral. No quiso ver a Maria-Grazia, lo que no impidió que los habitantes de la isla volvieran a airear los viejos chismorreos: cuando él había arrojado arena a las ventanas de la joven, cuando su amor por ella lo tuvo postrado en la cama durante días, enfermo y agitado. Los isleños cuchicheaban por los rincones del bar de un modo que a Maria-Grazia le parecía ahora cansino e irritante, cuarenta años después de que aquello hubiera podido ser un chisme interesante para alguien. Aquella vez sí había atisbado a Andrea de lejos, entre la multitud del cortejo fúnebre que acompañó aquel ventoso día a signora la contessa. Era un hombre enjuto de cejas muy pobladas, más cercano a la vejez que a la mediana edad.

Maria-Grazia compartió su asombro con Concetta cuando ambas regresaban a casa cogidas del brazo.

—¿Cómo puede ser ése Andrea d’Isantu?

—El tiempo pasa para todos. ¿No te has fijado? Últimamente, Bepe, que siempre fue tan guapo, tiene una panza como un tonel, Totò se ha quedado sin pelo y Ágata la pescadora va en bata y pantuflas y arrastra los pies, exactamente igual que la signora Gesuina.

Maria-Grazia se vio obligada a reconocer que su amiga estaba en lo cierto.

Aun así, ¿cómo era posible que Robert y ella fueran viejos? Si seguían durmiendo abrazados como adolescentes en la habitación de piedra, que para ella aún era la de sus padres, y seguían bailando en la fiesta de Santa Ágata con el mismo entusiasmo que en su noche de bodas. Su propia vida se le antojaba algo bastante incomprensible, algo que había avanzado a rastras cuando la felicidad parecía inalcanzable —en los días en que aún era una niña con férulas en las piernas—, y que al final, cuando ésta le había sido concedida, parecía avanzar a la velocidad de la luz, sin dejarle tiempo siquiera para reflexionar.

Incluso Concetta pasaba ya de los cincuenta. No se había casado, pero aun así había obtenido hacía poco la custodia de un niño, un crío tremendo de cinco años llamado Enzo que había sido y, a decir verdad, todavía era, el hijo de su hermano Filippo. La criatura había perdido a su madre y, en cuanto aprendió a andar, comenzó a campar por la isla a sus anchas. Se dedicaba a cazar lagartos, a aporrear con palos cuanto encontraba en su camino y a lanzarse cuesta abajo por las laderas más empinadas y rocosas de la isla a lomos de su burrito de plástico azul con ruedas rojas. A los cuatro años ya era bastante ingobernable, según contaban los ancianos jugadores de scopa, pues, a través de las ventanas abiertas de la casa de Filippo, toda la parte sur del pueblo había oído los gritos del padre cuando exhortaba al niño a salir de los armarios o a bajarse de la escalera o de las enormes torres de cajas de la trastienda.

Concetta, que llevaba treinta años sin dirigirle la palabra a ninguno de sus hermanos, se puso muy seria.

—Voy a ir —le contó a Maria-Grazia—, para ver si lo está tratando bien.

Resultó que Filippo no maltrataba a Enzo. Más bien era Enzo quien tenía la sartén por el mango. Concetta encontró a su envejecido hermano sentado en los peldaños de la trastienda mientras el niño, en el patio, corría como loco en círculos, rebozado en sirope y harina.

—Ya veo que también ha llegado a tus oídos, hermana, que no soy capaz de controlar a mi hijo. —Filippo le dirigió una mirada abatida—. Y aquí estás, para juzgarme.

—No he venido aquí para juzgarte, idiota —respondió ella—, sino para ofrecerte mi ayuda. Sabe Dios que yo también, a su edad, fui difícil de domar. Ya está bien de esta estúpida enemistad entre nosotros. El niño no tiene madre, y sólo he venido a decirte que tiene una tía, aunque tú y yo no sepamos comportarnos como personas civilizadas entre nosotros. Cuando dé mucho la vara, me lo mandas. Por muy salvaje que sea este niño, yo lo era más. ¡Ven aquí, Enzo!

El crío, sorprendido, obedeció.

—Vas a venir a visitarme de vez en cuando. ¿Te gustaría?

—Sí, zia —contestó Enzo muy manso, pues había oído cientos de historias sobre su temible tía.

El fin de semana siguiente, a lomos de su burro de plástico azul y con una bolsa de la compra cargada de cosas, fue a pasar el día a la casa azul de los naranjos, un poco asfixiado con su ropa de domingo. Al ver a aquel crío moreno y menudo, tan esmirriado como lo había sido ella y con las muñecas y los tobillos muy finos, el corazón de su tía se llenó de ternura y decidió que se ocuparía de criarlo.

Concetta no era particularmente alta ni gruesa, pero en todos los demás aspectos podía decirse que era una persona que imponía. Irradiaba vida, independientemente de que estuviera agobiada o contenta; desprendía una energía desbordante que confería un brillo juvenil a sus mejillas y le erizaba el pelo. Era igual que Enzo. Él lo percibió desde el primer instante, y por eso se comportaba bien con ella.

Muy trabajadora a su mediana edad, Concetta volcaba toda la energía en el cuidado de su huerto, que engullía la casa por los cuatro costados y era tan verde que hacía daño a la vista. Un ingenioso sistema con mangueras perforadas regaba las hileras de hortalizas cada mañana. Había plantado zucchine trepadores, filas de tomates y berenjenas y macetas de albahaca, que crecía a una velocidad tan alarmante que cada mata era lo suficientemente alta y frondosa como para tragarse al niño. En la base de la fachada principal de la casa había enmarañadas ramas de sandía cuyos zarcillos invadían las ventanas, aunque, curiosamente, respetaban el contorno de las puertas. Entre los naranjos crecían esparragueras, hinojo, menta y matas de alcachofas enormes, rodeadas de finos brotes plateados. Concetta permitía que Enzo se desfogara en esa jungla.

—Puedes chillar y liarte a palos con todo lo que quieras. Me trae sin cuidado lo que hagas. —Se caló un grasiento borsalino de hombre, se dirigió a una de las hileras de corazón de buey y comenzó a arrancar los tomates de sus tallos ensortijados dejando que el niño se las apañara solo.

Enzo tardó poco en volver, sigiloso, aburrido de dar gritos y golpes ahora que a nadie le importaba lo que hiciera.

—Los cuori di bue están en su punto, todos a la vez —dijo Concetta sin volverse para mirarlo, pues sabía que, pese al jaleo que armaba, era más retraído que un lagarto—. Prepararemos unas ensaladas riquísimas con ellos y bolas de arroz con mozzarella. ¿Me echarás una mano?

—Sí, zia —contestó su sobrino.

Durante toda la tarde, trabajó junto a su tía: preparó las bolas de arroz, amasó el pan y agitó el enorme colador para escurrir el jugo amargo de las melanzane, hasta que estuvo agotado.

—Aquí lo tienes —dijo Concetta con satisfacción cuando devolvió al niño a su padre, con la ropa de domingo muy sucia—. Está tranquilo. Puedes mandármelo siempre que quieras.

A partir de entonces, Enzo pasaba la mitad del tiempo con su padre, y cada vez que parecía que iba a portarse mal, preparaba su bolsita y se iba a pasar el día, o la semana, a casa de su zia Concetta. Aunque terminó por quererla como a una madre, nunca dejaría de tenerle cierto respeto reverencial. Incluso en sus momentos de excitación más desenfrenada, ella era capaz de superarlo, ya fuera corriendo, gritando o empujándolo a toda velocidad en su burro de plástico azul, dejándolo sin aliento. Y puesto que el crío había encontrado la horma de su zapato en su indómita zia, decidió que, por lo menos en su presencia, se portaría bien.

Eso, en cierto modo, limó las asperezas entre los hermanos Arcangelo y su hermana Concetta, cuya enemistad venía fermentando desde que ella desertó a la Casa al Borde de la Noche; si bien no se resolvió del todo, por los viejos tiempos, al menos sí dejó de ser un tema que diera que hablar. Por deferencia a su hermana, Filippo empezó a enviar algún turista que otro desde el Arcangelo’s Beach Bar a la Casa al Borde de la Noche, pese a que Santino Arcangelo, furioso, hiciera todo lo posible por interceptarlos y llevárselos de vuelta.

—Una cosa es sentirse familia, y otra bien distinta ser tonto de remate, hermano.

En febrero, Enzo cumplió cinco años y se volvió aún más tranquilo. El último descendiente por parte de madre de Vincenzo el artista descubrió los lápices y el papel.

—Muy bien —le susurró Concetta a Maria-Grazia mientras ambas observaban un día a Enzo sentado a la barra del bar, devorando cassata con una mano y bosquejando con la otra un detallado retrato a tiza de los ancianos jugadores de scopa—. A partir de ahora se portará bien, será bueno e irá al colegio, algo que yo misma jamás conseguí hacer.

—¿Cómo has conseguido domarlo? —preguntó Maria-Grazia, pues los bufidos de aquel niño le habían parecido alarmantes incluso a ella.

Un poco sorprendida, Concetta respondió:

—Pues con cariño, Mariuzza. Exactamente lo mismo que tú hiciste conmigo.

Y bien curioso que era, pensó Maria-Grazia, que aquella chiquilla despeinada del vestidito blanco que engullía arancini y limonata se hubiera convertido en una mujer sumamente fuerte y en la mejor amiga que tendría en su vida.

Aquel mes de marzo, se produjo otro acontecimiento memorable. Por fin, cuando todos habían perdido la esperanza, Sergio Espósito presentó a una chica en la Casa al Borde de la Noche.

Sergio tenía treinta y cinco años, y Maria-Grazia y Robert llevaban los últimos diecisiete rogándole que se fuera de la isla para buscar fortuna, casarse o hacer cualquier cosa que no fuera pasarse los días sentado tras la barra, con sus viejos y descoloridos polos de instituto y toda la pinta de querer estar en otra parte. Si sólo lo hacía por fastidiar a su hermano, era una verdadera pena que éste, inmerso en su propia vida a más de tres mil kilómetros de allí, no pareciera ni darse cuenta, pensaba Maria-Grazia. Ahora Sergio, sin previo aviso, había aparecido con una chica en la puerta del bar, y la había presentado a su familia y al resto de la clientela.

—Mamá, papá, ésta es Pamela.

Bien arreglada y menuda, constató Maria-Grazia, satisfecha; una personita con una melena teñida de rojo que le ceñía la cabeza como un gorro de baño. La chica se plantó ante ellos y dijo una y otra vez: «Buongiorno, piacere», pues eran las dos únicas palabras que sabía de italiano.

—¿Eres estadounidense? —quiso saber Maria-Grazia.

—No, no, soy inglesa.

—Pamela y yo llevamos un tiempo viéndonos —anunció Sergio como si acabara de caer en la cuenta—, y vamos a tener un hijo.

La Casa al Borde de la Noche estalló de júbilo. Los vetustos parroquianos habrían celebrado cualquier cosa con forma femenina, desde una cabra a un riccio di mare, Maria-Grazia lo sabía; aun así, la chica pareció encantada. Un poco abrumada, accedió a instalarse en la mejor mesa y aceptó los agasajos, las bolas de arroz y las flores. Entretanto, Maria-Grazia miraba a su hijo desde el otro extremo del bar y, por primera vez en su vida, lo veía desbordante de felicidad, embriagado por ella; se había liberado por fin del aire taciturno y contrito que lo había acompañado desde niño.

Pero no tardaron en surgir complicaciones. Pamela quería dar a luz en Inglaterra. Aquél fue el primer conflicto que Maria-Grazia presenció entre la joven pareja. Luego hubo más. ¿Por qué Sergio no había enviado las solicitudes para trabajar en Londres, como le había prometido? ¿Por qué sólo le hablaba al bebé en italiano? ¿Dónde estaba el dinero para comprar los billetes y volver a casa?

Con «casa», Pamela se refería a Inglaterra. Maria-Grazia oía aquellos reproches pronunciados en voz baja y se preocupaba por su hijo.

Sergio estaba enamorado de Pamela. Su madre estaba convencida de que era así, pues aquel día de marzo, cuando aparecieron juntos en el bar, los había visto iluminados por el aura prometedora del amor, como les había ocurrido a ella y a Robert. Esa luz había brillado durante un tiempo en Sergio, tiñéndole el rostro enjuto de un resplandor juvenil mientras se embarcaba en nuevas iniciativas para el bar: instaló un televisor más grande, sistematizó la contabilidad del último medio siglo, reparó las tejas resquebrajadas del porche... Robert y ella, al principio, también se alegraron. Sergio llevaba demasiado tiempo estancado en ese lugar indefinible y sombrío que es el paso de la infancia a la madurez y que en Castellamare podía extenderse indefinidamente, volviéndolo un niño demasiado grande a ojos de todos. Maria-Grazia sabía lo que se murmuraba sobre su hijo: un hombre que pasaba de los treinta y seguía durmiendo en la habitación de cuando era pequeño, comiendo el risotto y las melanzane al horno que le preparaba su madre, vistiendo un curioso surtido de la ropa del instituto y juntándose con los mismos que frecuentaba cuando era niño: Nunzio, el hijo del panadero; el chico de Valeria, Peppe, gerente de la mercería; Calogero, el abogado. Según las reglas de Castellamare, todos ellos seguían siendo niños varados tras el mostrador del negocio familiar, víctimas de las regañinas de las abuelas y los chismorreos de los ancianos jugadores de scopa, y todos se veían envueltos en semanas de escándalo si se llevaban una chica a casa. De modo que aquella muchacha inglesa, Pamela, al principio les pareció a todos una salvación. Como Maria-Grazia sabía por experiencia, el único modo de escapar de ese estado era casarse, hacer dinero o largarse de allí.

Pero había empezado a sentir cierta inquietud cuando, poco después de la boda, Sergio sacó a relucir su historia de amor.

—Ya nos conocíamos —exclamó, desbordante de entusiasmo, mientras servía vino a borbotones en las copas de todos—. De niños. Nunca os lo había contado, mamá, papá, zia Concetta. Nos conocimos en el sesenta y cinco.

—¿Cómo es posible? —preguntó Robert, inclinando la cabeza hacia la sonriente Pamela, pero fue Sergio quien contestó:

—Pamela estuvo aquí de niña. Vino de vacaciones con sus padres.

Sergio relató entonces cómo habían vuelto a encontrarse, el verano anterior, en la playa del espléndido hotel del conte.

Los domingos por la mañana temprano, Sergio solía ir a nadar lanzándose de las rocas que quedaban ante la playa que había ordenado cercar il conte. Ese día en concreto, llegó un poco antes de lo habitual. Como siempre, dejó su bicicleta tirada junto al embarcadero, cruzó las rocas ardientes a la carrera y se quitó los zapatos, los pantalones vaqueros y el polo grisáceo y con agujeros en la sisa que su madre estaba empeñada en tirar a la basura. Por fin quedó en traje de baño bajo la cálida brisa marina, y estaba a punto de zambullirse cuando se dio cuenta, con cierto embarazo, de que la tumbona de plástico más cercana estaba ocupada por una joven que lloraba.

En ese punto, Pamela, asintiendo con la cabeza, dejó escapar una risita y confirmó el relato de Sergio:

—Mi marido y yo acabábamos de divorciarnos y vine aquí a tomarme unas pequeñas vacaciones. Había estado de niña, con mis padres, y recordaba la isla.

Sergio se había comportado del único modo digno en una situación así: volvió a ponerse la camiseta y los pantalones, se abrochó el cinturón, fue a sentarse junto a la desconocida e intentó consolarla.

—Todo un caballero —dijo Pamela en inglés—. Me preguntó cuándo había sido la última vez que había estado en la isla y le dije que en el sesenta y cinco, con mis padres.

—Por aquel entonces, yo tenía once años —continuó Sergio—, y ella dijo que también tendría esa edad. Le pregunté su nombre y me contestó que se llamaba Pamela.

Les contó entonces cómo lo había recordado todo de repente, como una visión: Pamela con el traje de baño rosa zambulléndose bajo las olas y emergiendo de nuevo chorreando agua de mar. Pamela, la del siroco y las cuevas.

—¿Qué Pamela? —preguntó Concetta, que no conocía aquella historia.

—¿No te acuerdas, zia? La niña con la que nos estábamos bañando el día en que Giuseppino casi se ahoga.

Aquello le había dado mala espina a Maria-Grazia, aunque no supo decir por qué. Le pareció que su hijo le concedía demasiada importancia a aquel relato. Incluso había llamado a su hermano para contárselo.

—¿Qué Pamela? —fue también la respuesta de Giuseppino, quien aseguró no acordarse de aquel ángel en bañador rosa.

Cuando Sergio le anunció que esperaban un bebé, Giuseppino, al otro lado de la línea, se quedó muy callado. Maria-Grazia sabía que él y su mujer no podían tener hijos.

—Felicidades —dijo en inglés. Nada más.

Al principio, todo fue bien. Pero después, uno de esos días tormentosos de principios de primavera, Sergio volvió a intentar hablarle a su mujer sobre el siroco, el bañador rosa y el túnel entre las rocas. Al parecer, Pamela ya no estaba interesada en los milagros.

—De todas formas, ¿en qué cambia eso las cosas? —se limitó a decir.

—Pero, Pam, ¡no me digas que no lo recuerdas!

—¿Cuándo pasó? ¿A principios del verano o a finales?

Él siempre había dado por sentado que el incidente estaría grabado en la memoria de ella con el mismo detalle que en la suya. Un momento de importancia vital.

—Fue en la víspera de Santa Ágata, en el sesenta y cinco.

Pamela apenas parecía prestar atención.

—Ay, no sé... Cada año viajábamos a algún lugar del Mediterráneo, en mi cabeza se mezclan todos. Supongo que sería yo. —Se encogió de hombros—. Pero, qué más da, no habría cambiado las cosas, ¿no?

¿Cómo habría podido explicarle él que, de no ser ella la auténtica Pamela, todo sería diferente? Las preguntas de su marido comenzaban a sacarla de quicio. Sergio, en su desesperación por situarla en la escena, se volvió incoherente:

—¿No recuerdas haber atravesado el túnel nadando? ¿Ni el siroco? Y piénsalo, ¿qué posibilidades había de que volviera a encontrarte? Parece una de las historias de mi abuelo.

—¡Tú y tus historias! —exclamó ella entre dientes, con una rabia inexplicable—. Los Espósito y vuestras malditas historias. ¡Pues claro que no era yo!

Estaban en la habitación de la infancia de Sergio, mirándose a los ojos en la penumbra.

—En el sesenta y cinco yo no tenía once años. Lo sabes de sobra. —Ahora era ella quien lo asediaba con palabras, mientras él yacía mudo, sin ceder un ápice—. En el verano de ese año yo tenía dieciséis, Sergio, ¡dieciséis! Ni siquiera estaba aquí, en la isla. Es imposible que coincidiéramos. ¡Y lo sabes muy bien! No seas infantil. Cuando presentamos los papeles para el certificado de matrimonio pusimos las fechas de nacimiento.

—Entonces, si te parecía todo tan ridículo, ¿por qué me seguiste la corriente?

—¡Porque me pareció halagador! —exclamó Pamela—. ¡Por el amor de Dios! Me halagó que fingieras creer que tenía cinco años menos. ¡No se me ocurrió que pudieras creerlo de verdad! Porque no lo creías, ¿no?

Sergio se sintió arrastrado hacia alguna clase de abismo, totalmente deshecho. Pero estaba el bebé, le confesó a su madre; además, ¿era acaso tan importante que ella fuera la auténtica Pamela? Daba igual. Se casarían.

Y Pamela, durante aquellas semanas, aún estaba enamorada de él. En su retrato de boda, tomado en la puerta del registro civil de Siracusa en aquella húmeda mañana de abril en la que celebraron su ceremonia de veinticinco minutos con Maria-Grazia y Robert como testigos, su cabecita teñida de rojo emergía de un abullonado vestido de organza blanca para apoyarse con gesto afectuoso en el hombro de Sergio. Cuando regresaron de su breve luna de miel en el continente, incluso dejó que Maria-Grazia le enseñara a preparar limoncello con alcohol, azúcar y un saco de limones del jardín. Al ver a la muchacha revolver el licor turbio, Mariuzza permitió que la recorriera una oleada de ternura hacia su inesperada nuera.

Todo aquello cambió con la llegada del otoño. Maria-Grazia se dio cuenta entonces de que Pamela quería volver a su casa.

—Necesitamos nuestro propio espacio —la había oído murmurar—. Esto se nos queda pequeño.

—Pero, amor mío, si hay habitaciones de sobra —repuso Sergio dócilmente, malinterpretando sus palabras.

Maria-Grazia, por su parte, se inclinaba a compartir el punto de vista de la chica. Cómo no iba a parecerle opresivo el indefinible olor a niñez de la habitación de Sergio, o el ruido del bar que se colaba por la ventana abierta cuando se retiraban juntos al piso de arriba durante las calurosas noches de verano. En su fuero interno, estaba de acuerdo con que Sergio debía seguir a la muchacha a Inglaterra o perderla.

Y ahora, a medida que la tensión aumentaba, su matrimonio parecía un intento desesperado de unir dos soledades independientes.

—Marcharos a Inglaterra —animaba Maria-Grazia a Sergio—. Por lo menos, llévala para que haga una visita. Preséntate a su familia.

Pero Sergio, atrapado en su indecisión, nunca reservó los billetes. Intentaba hablar con su familia política por teléfono, pero no le salían las palabras cuando quería comunicarse con aquellos extraños, y su inglés se volvía incoherente: le costaba recordar las cosas más corrientes, soltaba lo primero que le pasaba por la cabeza, decía «embarazado» cuando quería decir «avergonzado», llamaba a la carretera principal «autocalle» y traducía literalmente entre los dos idiomas que dominaba, ¡como si él no fuera inglés de verdad! Toda la vida había hablado con su padre y con su hermano en inglés sin el menor problema. Pero en aquel momento, Maria-Grazia comprendió que su hijo estaba siendo fiel a la isla, que había brotado en él una especie de obstinación incontrolada ante la mera idea de verse obligado a abandonarla.

—Se está comportando como un niño —le susurró furiosa a Robert aquella noche—. Si ella quiere vivir en Inglaterra, él tiene que permitírselo. ¿Acaso no viniste tú hasta aquí por mí?

Ante aquella cuestión, Robert, que había regresado a la isla por Maria-Grazia, pero también porque no cabía en su imaginación amar cualquier otro lugar que no fuera Castellamare, se encontró profundamente dividido. Y ella, si tenía que ser franca, tampoco estaba muy emocionada ante la idea de un país extranjero sin el susurro del mar, sin cigarras, y con una tierra y una gente en blanco y negro. Pero irían a visitarlo, y a su nieto, y a Giuseppino, y quién sabía, tal vez los dos hermanos pordrían hallar el modo de reconciliarse si volvían a encontrarse en la misma isla. Ni siquiera a los clientes del bar les había pasado inadvertido el creciente descontento de la mujer inglesa de Sergio Espósito. Entretanto, aquel otoño, Sergio se dedicó con más empeño que nunca a sus quehaceres habituales: servir café, preparar pasteles, contar las liras mugrientas cada noche en la barra del bar, bajo la fotografía de su abuelo Amedeo, supuestamente para apartar lo necesario para los billetes a Inglaterra. Aun así, su madre tenía la impresión de que hacía aquello porque le gustaba. Maria-Grazia intuía que nadie conseguiría convencerlo para cambiar de vida. Parecía haber decidido, al fin, diecisiete años demasiado tarde, que la isla era el lugar al que pertenecía.

Maria-Grazia opinaba que debían resolver cuanto antes la cuestión de la hipoteca del bar, sobre todo si Sergio tenía que marcharse antes de diciembre, fecha en la que esperaban al bebé. Aún faltaba por pagar la mitad, más intereses; en total, tres millones de liras: diez mil cafés, con el margen de beneficio actual del bar, le dijo a su hijo en un intento de que él lo entendiera, ocho mil bolas de arroz. El flujo de turistas al que se habían acostumbrado en los últimos veinte años había empezado a menguar. Aquel año, se alojaron en el hotel menos clientes de los que esperaban, y en septiembre ya no quedaba ni uno. El yacimiento arqueológico permanecería cerrado en invierno, y el anfiteatro, cubierto con lonas negras. Además, los cercados en torno a las cuevas junto al mar quedaron bastante maltrechos tras las primeras tormentas del otoño; hubo incluso algunos que se vinieron abajo. Aquel año nadie se molestó en repararlos, puesto que no habría visitantes para pagar las dos mil liras de entrada hasta que, Dios y santa Ágata mediante, regresaran la primavera siguiente. Los adolescentes locales colonizaron las cuevas con sus bicicletas y lo que Concetta llamaba «esas cajas americanas atronadoras». Las catacumbas volvieron a albergar únicamente el llanto del mar. Aun así, Sergio parecía creer que pagar la deuda iba a ser pan comido, algo casi sin importancia. Además, como le confesó a su madre esperanzado, para cuando acabase de pagarla, quizá Pamela hubiera terminado por amar la isla y el bar.

Giuseppino no había regresado para la boda de Sergio. En lugar de eso, a modo de compensación, envió un cheque de dos millones de liras para reformar la Casa al Borde de la Noche.

Comenzaban a formarse las goteras de siempre, y Maria-Grazia se puso en contacto con los albañiles, Tonino y ‘Ncilino, para pedirles que arreglaran el tejado.

—Sergio, ¿podrías ir a cobrar el cheque que envió tu hermano?

Pamela, por su parte, le susurró con cierta impaciencia:

—Paga lo que queda de hipoteca y libérate de tus obligaciones. Así podremos irnos a Inglaterra antes de que nazca el bebé.

Pero el cheque permaneció intacto en la mesita de noche de Sergio durante varias semanas. ¿Cómo podía explicar a cualquiera de ellos que aún tenía la sensación de que su hermano lo menospreciaba? Giuseppino enviaba cheques regularmente para mantener el bar a flote, para pagar las reformas y los cambios. Giuseppino había pagado el motocarro nuevo que sustituyó al primero. En aquellos instantes estaba aparcado en la plaza y se usaba para transportar las latas de café y tabaco que llegaban de Sicilia. Giuseppino había pagado el segundo futbolín y el televisor más moderno. Sin embargo, durante diecisiete años el bar no había sido de Giuseppino, y seguía sin serlo.

Las obras del bar comenzaron la segunda semana de octubre. Una semana más tarde, cuando Tonino y ‘Ncilino habían desmontado la mitad de las tejas, Sergio rompió en pedazos el cheque de su hermano y lo tiró al mar. Él asumiría los gastos de la reforma. Ya había sido capaz de conseguir en el pasado que el bar generase más beneficios, y volvería a hacerlo.

Giuseppino nunca se percató de que no se hubiera cobrado el cheque, lo que Sergio interpretó como un indicio de la excesiva opulencia de su hermano, de su despreocupación.

En la isla, el ausente Giuseppino era una especie de celebridad, y Sergio procuraba que eso no lo pusiera furioso. Daba la impresión de que quien estuviera siempre en el bar de la mañana a la noche fuera su hermano y no él. Dos años atrás, el carnicero y su esposa habían ido a Londres en un viaje organizado. De regreso al hotel tras una visita al palacio de Buckingham, dieron un rodeo sólo para visitar el piso de Giuseppino. El carnicero había vuelto con unas cuantas fotografías con mucho grano del complejo de apartamentos, tomadas desde detrás de una verja. En una de las imágenes podía verse a Giuseppino, diminuto y borroso, subiendo a uno de sus coches. En otra se había captado el edificio entero, descrito al dorso como «la casa de Giuseppino». En el bar, esas fotografías todavía se sacaban y se observaban minuciosamente cada vez que la isla andaba escasa de novedades.

—Y pensar —se maravillaba Ágata la pescadora— que tu hermano ha amasado esa fortuna leyendo el futuro. Millones de liras sólo por adivinar el futuro. Lo mismo que Onofria, la tía abuela de Concetta, hacía con un mazo de tarocco, sólo que a ella nadie le pagó nunca tanto. Claro que tampoco se le daba muy bien que digamos. Pero no me digas que no es increíble que tu hermano gane un dineral por leer el futuro, ¡miles de libras!

—No lee el futuro —matizó Sergio—, sino que lo vende. No tiene nada que ver. —En realidad, él tampoco lo entendía muy bien—. Hace algo relacionado con las finanzas. Con acciones y valores, con la bolsa... —añadió, aunque lo que hacía Giuseppino, estaba seguro, guardaba también alguna extraña relación con la vivienda, ¿o eso había sido sólo un proyecto concreto?—. Tengo entendido que vende casas que todavía no se han construido —concluyó sin dejar satisfecho a nadie con su explicación.

En aquellos días, el rumor favorito de Castellamare era que Giuseppino era un adivino muy famoso.

—¿Y qué vais a hacer en Inglaterra tu mujer y tú, signor Sergio? —le preguntó Bepe el barquero—. ¿También vas a leer el futuro? ¿O tendrás un banco, como il conte? En un sitio como Londres habrá toda clase de buenos empleos.

—Siempre he pensado que me gustaría ser bibliotecario —reconoció Sergio.

Ese oficio, con el que Sergio fantaseaba desde que se sumergiera por primera vez en las páginas del cuaderno de su abuelo, despertó un súbito entusiasmo en Bepe.

—¡Bibliotecario! —exclamó—. Eso está bien. ¡Eso está muy bien! Todo el mundo necesita libros.

Los ancianos jugadores de scopa asintieron en señal de aprobación: sí, sí, todo el mundo necesitaba libros.

—Pero no hace falta irse a grandes ciudades como Londres o París para ser bibliotecario —añadió Bepe—. Podrías hacerlo aquí perfectamente.

Bepe sentía un amor especial por la literatura. En la isla, todos los libros se encargaban en Siracusa y hacían el trayecto hasta Castellamare a bordo de su ferry. Cuando alguna entrega se retrasaba, Bepe abría los paquetes y leía todo lo que podía procurando no estropear los lomos. Novelas románticas o policiacas, sagas familiares... Los habitantes de la isla no se cansaban nunca de ellas. Y nadie podía acusarlo de haberlas leído, pues guardaba el papel de estraza en que venían y las envolvía de nuevo antes de entregarlas. Pero tener una biblioteca sería mucho mejor.

—¿Por qué no haces de bibliotecario aquí, en Castellamare? —sugirió Bepe—. Nunca hemos tenido uno. Podrías pasearte con tus libros en una camioneta. O tenerlos en el bar para que la gente los tomara prestados. Quinientas liras por lectura —añadió como buen empresario que era—. Incluso podrías cobrar una cuota mensual por ser miembro. Así, hasta los idioti más redomados de la isla se apuntarían, por miedo a quedar como alcornoques ante sus vecinos. La mitad de tus clientes ni siquiera se llevaría libros prestados, y te harías rico.

—Nadie quiere una biblioteca en Castellamare —replicó Sergio, y los jugadores de scopa mostraron con gestos que no estaban de acuerdo.

—Cualquier pueblo debe tener una biblioteca —insistió Bepe—. Mira, hasta te prestaré el dinero para montarla si me haces socio.

—Tendría que hablarlo con mi mujer —musitó Sergio—. No quiere quedarse aquí a largo plazo.

—¿Qué significa «a largo plazo»? Podrías encargarte de esto veinte o treinta años, y después jubilarte en Inglaterra cuando el crío ya sea mayor. Con eso la tendrás contenta.

Bepe sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero del pantalón y lo dejó sobre la barra.

Al día siguiente, el barquero incluso apareció con el catálogo de una librería siciliana cuidadosamente metido en una bolsa de congelados para protegerlo de la humedad del mar.

—Toma. Tú escoge los libros y yo te los traigo. Recuerda que fuiste tú quien modernizó este bar la última vez, Sergio. Instalaste el primer televisor y el futbolín. Nadie lo olvida.

Las palabras de Bepe despertaron algo dentro de Sergio. Se acordó de aquella noche en que la partida de su hermano lo había hecho sentirse ambicioso por primera vez en su vida, de cómo había trabajado hasta el amanecer para montar el primer futbolín con un destornillador y se había subido a una escalera de mano para supervisar cómo izaban el letrero de neón. Una biblioteca... ¿Por qué no? Puede que, cuando la biblioteca estuviese en marcha, a Pamela ya hubiera empezado a gustarle vivir en Castellamare.

—Lo de la biblioteca es una buena idea —opinó Maria-Grazia, orgullosa a su pesar de que su hijo tuviera, al fin y al cabo, madera de empresario—. Pero lo primero que te hace falta es la aprobación de Pamela.

—Estudia los catálogos por mí —dijo Sergio—. Así no parecerá que haya sido todo idea mía.

Aunque aquello no le pareció del todo correcto, Maria-Grazia accedió a hacerlo.

—Podríamos tener cuentos populares para los niños —propuso a medida que recorría las páginas del catálogo—. Y libros de Sicilia... Il Gattopardo, Pirandello; también libros en inglés o de historia. Haremos una lista.

Aquella noche, madre e hijo se quedaron levantados hasta muy tarde examinando el catálogo, y al día siguiente Sergio encargó doscientos libros. Los colocó al fondo del bar, bajo la fotografía amarillenta de Amedeo. Y de este modo, el negocio pasó a convertirse en la Casa al Borde de la Noche, Bar y Biblioteca. Cuota de socio: mil liras. El primer día se inscribieron cincuenta isleños. A finales de mes pudieron devolverle a Bepe el dinero que había avanzado para los primeros doscientos libros.

—¿Cuánto tiempo pretendes que me quede? —le espetó Pamela aquella misma noche con la voz quebrada por la ira—. En teoría nos íbamos a Inglaterra. El bebé nacerá dentro de ocho semanas.

Sergio respondió con tono de súplica.

—Esto puede ser un buen empujón para el negocio mientras esté aquí. La biblioteca empezará a dar dinero y podremos gastarlo en lo que queramos... Por ejemplo, en los billetes de avión para Inglaterra...

—Muy bien —zanjó ella—, pues tienes un mes para comprar los billetes. Ya no podremos ir en avión.

—Nos iremos de aquí cuando todo esté en orden —respondió él con un hilo de voz—. No puedo poner una fecha límite.

Pamela se dio la vuelta y subió por las escaleras con un sonoro chancleteo de las sandalias que no se había quitado desde el verano.

Por la noche, llamó a su madre llorando y hablando muy deprisa en inglés. Desde el otro extremo de la línea, se oía la voz de su madre, desfigurada por la estática y vergonzosamente amplificada por el eco del recibidor, repitiendo una y otra vez:

—Vuelve a casa, cariño. Déjalo. Siempre pensé que no era la persona ideal para ti, mi amor. Vuelve a casa.

El nacimiento del bebé estaba previsto para fin de año, pero llegó la segunda semana de noviembre. Aquella mañana, Maria-Grazia recorrió mil veces el trayecto de ida y vuelta desde la puerta del bar —con su letrero de «Chiuso»— hasta la cocina, donde Pamela sufría las contracciones de pie y agachada sobre una silla. Maria-Grazia iba y venía sin parar, esperando a la doctora. Sergio, arrodillado frente a Pamela, le masajeaba la espalda y le acariciaba los brazos calientes.

—Ya viene —la tranquilizaba—. Está en camino.

Abajo, más allá de la ladera cubierta de maleza, el mar estaba muy picado, lleno de cabrillas blancas.

—El ferry no podrá traer a la doctora a tiempo —se lamentó Maria-Grazia, escondiéndose con Robert tras la cortina del bar—, y este bebé nacerá demasiado pronto, como lo han hecho los Espósito desde el inicio de los tiempos, no importa lo que hagamos para impedirlo...

—No, cara —la interrumpió Robert—. Ya está aquí.

La doctora apareció con el pelo alborotado por el viento y a todo correr, con su maletín y su pequeño desfibrilador de emergencia, seguida por la comadrona. La hija de Sergio, Maddalena, llegó al mundo entre los muros de la Casa al Borde de la Noche media hora después. Con muchas prisas, igual que su abuela.