Aquel verano de los arqueólogos, Flavio se volvió un hombre más desgarrado por la angustia, más obsesionado por los fantasmas, más decidido que nunca a marcharse.
—No permitiré que estas costas sigan atándome —musitaba cuando se dedicaba a sus tareas cotidianas, y Pina lloraba al oírlo hablar así, como si estuviera convencida de que su hijo había tomado la decisión de morir.
Maria-Grazia descubrió que su indignación ante las injusticias que se habían cometido contra su hermano crecía día a día.
La mañana siguiente de la reunión en el ayuntamiento, Flavio había vuelto a casa con los ojos desorbitados y temblando. Llevaba unas higos chumbos enganchados por todo el cuerpo, como si fuera la estatua de un mártir. Se negó a decir quién se los había arrojado, como tampoco revelaría al día siguiente quién le había puesto un ojo morado, ni quién, un día después, le había desgarrado los fondillos de los pantalones con un anzuelo de pesca cuando volvía de la playa. Pero Maria-Grazia, que le lavó la cara y le alivió la piel lacerada con loción de calamina, se puso tan furiosa como su madre, Pina.
—Alguien trata de echarlo de esta isla. Alguien intenta volverlo loco, y pienso averiguar quién es.
Resultó que habían vuelto a ver al fantasma de Pierino cavando en la tierra con sus manos verdes y traslúcidas.
El día siguiente de la reunión, el bar no abrió sus puertas. Cuando Flavio despertó, a las cinco menos cuarto de la tarde, Maria-Grazia lo llamó desde la cocina, y tras haber hecho salir a los demás —pues su madre era demasiado propensa a llorar cuando se trataba la cuestión de la enfermedad de Flavio, y su padre, a revolverse con inquietud y a murmurar—, sentó a su hermano a la enorme mesa y le ordenó que le contara la verdad sobre la paliza que le habían dado a Pierino.
Flavio siguió ahí sentado, con ambos codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos, y una gran sombra pareció cernerse sobre él. Impertérrita, Maria-Grazia siguió agitando las melanzane en el colador para que soltaran el jugo amargo y esperó a que la historia brotara por sí misma a su debido tiempo. Por la ventana entraba el aliento fresco del atardecer. En la granja de los Terazzu, el pastor alemán ladró una, dos, tres veces.
—Yo nunca hice nada —dijo Flavio finalmente—. Mamá y papá piensan que estoy loco. Pues no lo estoy. Yo también lo he visto... a ese fantasma verde. Lo he visto en las cuevas junto al mar, con langostas en una nasa, cubierto de aceite verde de motor. Incluso él cree que fui yo. Pero yo no hice nada.
—Cuéntame, caro —insistió Maria-Grazia.
Flavio pasó varios minutos rumiando sobre el asunto, con la vista fija en las profundidades de las baldosas entre sus pies.
—Aquella noche me mandaron antes de hora a casa de la reunión de los Balillas. Te acordarás, porque tenía mucha tos.
—Sí, me acuerdo.
—Se suponía que íbamos a hacer unas maniobras nocturnas especiales. No debíamos contárselo a nadie. Y entonces el maestro Calleja dijo que al final yo no participaría en ellas. Así que me fui enfadado, porque me habían excluido, y volví a casa por el camino más largo, el de las chumberas. Ya sabes, el camino de cabras entre los matorrales...
—Sí, sí.
—No hay nada más que contar. El maestro Calleja me dijo que me fuera a las nueve y media, así que me vine a casa, sin encontrarme a nadie. Lo siguiente que supe fue que me acusaban de haberle dado una paliza a Pierino; dijeron que me habían despachado a las nueve y que tuve tiempo de ir a agenciarme aquel látigo, seguir a Pierino hasta su casa y molerlo a golpes. Todo eso era mentira.
Maria-Grazia abandonó las berenjenas. Se frotó las manos para quitarse la sal y asió a Flavio de los hombros.
—Pues cuenta la verdad. Explícaselo a la isla. Tú no participaste en aquello y debes contárselo a todos.
—¿Quién iba a creerme en un sitio como éste, tan lleno de espías y cotillas? No, no tiene sentido contar nada. Todos han tomado una decisión con respecto a mí.
Flavio dejó escapar una tos áspera y profunda que lo hizo expectorar algo; lo escupió por la ventana de la cocina.
Maria-Grazia decidió hacerle una visita a Arcangelo.
La tienda de comestibles estaba en la calle mayor y era una pequeña caverna, fresca y con olor a madera. Sus estanterías y encimeras barnizadas no habían experimentado cambio alguno desde el siglo XIX. Maria-Grazia se plantó ante la mole del signor Arcangelo y paseó la mirada por los paquetes de pasta, los tarros de hortalizas, las botellas de vino del continente, las latas de anchoas, los grandes y polvorientos jamones que pendían como garrotes sobre la cabeza del tendero, los quesos que sudaban sobre el mostrador, cada uno entronizado en su cuadradito de papel encerado. Finalmente hizo acopio de valor y dijo:
—Signor Arcangelo, ¿qué sabe usted sobre la paliza que le dieron a Pierino?
El tendero, presa de una ira incoherente, surgió de detrás del mostrador como un monstruo marino y la echó de la tienda.
—¡No tengo nada que deciros a los Espósito! —bramó cuando ella huía corriendo calle abajo—. ¡Y tienes suerte de que no me quite el cinturón y te muela a golpes, puttana troia!
Con el maestro Calleja no tuvo más suerte, puesto que, en cuanto la vio acercarse, el anciano, que estaba sentado en una silla de madera ante la puerta, se refugió en la oscuridad de la casa y cerró con estrépito todos los postigos.
Entretanto, a los clientes del bar les había llegado el rumor de lo que Maria-Grazia andaba tramando y muchos de ellos estaban indignados.
—¿Qué pretende esa muchacha, sacando a relucir así el pasado fascista? —preguntaban los viejos jugadores de scopa.
—Pierino está muerto —añadían los pescadores, sus antiguos camaradas—, más vale dejar en paz esas cosas.
Varios clientes se enfurecieron tanto ante lo que la viuda Valeria llamó «los fisgoneos e indiscreciones de la jovencita Espósito» que orquestaron un boicot temporal del bar. Sólo Bepe el barquero pareció estar de acuerdo con ella.
—Alguien tiene que sacar todo esto a la luz, signorina Maria-Grazia —murmuró desde el otro lado de la barra—. Si tú no lo consigues, lo haré yo mismo. Era mi amigo y alguien lo mató; ya va siendo hora de que se sepa la verdad y se castigue a los culpables. ¿Por qué si no iba a andar rondando por ahí su fantasma? Estoy de acuerdo contigo.
La primera persona que rompió el silencio fue la joven Santa Maria, la hija menor de Pierino. Viuda a sus veintiocho años, una mañana de domingo, después de misa, hizo señas a Maria-Grazia desde detrás del delantal y con cara de asustada. La hizo subir la escalera de su casa y la guió entre macetas de albahaca demasiado crecida.
—Me he enterado de que andas haciendo preguntas por ahí sobre lo que le ocurrió a mi padre —murmuró—. Tengo algo que contarte... Poca cosa, pero algo es algo; quizá te sea de ayuda, ¿quién sabe?
En la salita —muy venida a menos— donde las viudas habían rezado antaño por el alma de Maria-Grazia, aún se hallaba la butaca del viejo pescador. Todavía tenía la huella en forma de corazón de sus posaderas en el terciopelo raído, pues Pierino sólo la había abandonado para dormir, excepto una mañana de martes en particular, cuando finalmente había decidido morir. Santa Maria mandó a su madre —Ágata la hija del panadero— al piso de abajo en busca de una cassata algo seca que la anciana sirvió con gesto solemne para Maria-Grazia. La casa estaba desierta. La desgracia de Pierino se había llevado a sus hijos lejos de allí en los años posteriores a la guerra, a América e Inglaterra, a Suiza y Alemania, hasta que sólo quedó Santa Maria. Y ahora su mari- do había desaparecido también, perdido en el mar, dejando atrás una familia sin descendencia. Ya no se veían las sábanas tendidas de la extensa familia del pescador hinchiéndose al viento, y las viudas del Comité de Santa Ágata se habían llevado sus reuniones a otra parte, pues la salita de Ágata estaba demasiado sombría incluso para sus gustos lúgubres. Sólo Pina acudía de visita de vez en cuando, con obsequios del bar. Al fin y al cabo, Pierino había sido pariente suyo. Por lo demás, nada perturbaba el frescor de aquella sala de estar.
—Signorina Espósito, me acuerdo muy bien de la noche en la que hirieron a mi padre —dijo Santa Maria.
Ante aquella mención sin ambages de la paliza a su pobre marido, Ágata la hija del panadero se vino abajo y enterró su rostro en la falda.
—Vete abajo, mamá —ordenó Santa Maria—. Tengo cosas importantes que hablar con la signorina Espósito.
La anciana obedeció. Santa Maria se inclinó hacia delante en su asiento y habló en susurros.
—Yo no creo que fuera tu hermano, en absoluto.
El alivio hizo que a Maria-Grazia le diera vueltas la cabeza.
—Entonces no piensas que Flavio sea culpable...
—Estoy segura de que no lo es.
Maria-Grazia trató de tragar la cassata, pero se encontró con que la tenía pegada al paladar seco.
—Continúa. Cuéntame qué sabes.
—Aquella noche estábamos en la cocina —explicó Santa Maria—, mi madre y yo... estábamos desplumando un pollo y salando las berenjenas para el día siguiente mientras esperábamos a que papá volviera a casa. También estaba mi hermano mayor, Marco, que había salido a pescar con él. Marco dijo que nuestro padre llegaría tarde. Habían sacado un atún grande, y papá estaba en la tonnara, celebrándolo, como tenía por costumbre. —Y añadió—: Aunque no era ningún borrachín, que Dios se apiade de su alma.
Una vez más, Maria-Grazia trató de tragar y notó que se ahogaba.
—Sea como fuere —prosiguió Santa Maria—, oímos unos ruidos raros, como de algo que escarbara ante la puerta. Era tarde, las nueve o las diez, y mi madre pensó que serían perros callejeros que armaban jaleo, así que subió al piso de arriba en busca del sacudidor de alfombras. Siempre le daba miedo que transmitieran la rabia, porque a mi zio Nunziato lo mordieron en Sicilia, en 1909, y se murió. Pero no eran perros callejeros, sino el pobre papá, que trataba de levantarse apoyándose en las paredes. Cuando abrimos la puerta, mi padre se desmoronó en el suelo de la cocina. Le habían golpeado el pecho con algo... no sé qué, un palo o un cinturón. Y oímos cómo huían corriendo... Oímos pisadas fuertes que se alejaban, y al menos unas de ellas pertenecían a un hombre adulto.
—¿Y eso es todo lo que recuerdas?
Santa Maria asintió y, finalmente, dejó que la fuerza del recuerdo se apoderara de ella.
—Pobre papá —dijo entre sollozos—, pobre papá... Jamás volvió a hablar; después de aquel día, nunca volvió a hacerse a la mar en su barca.
Sofocada por la melancolía de la habitación, Maria-Grazia se obligó a comerse el resto de la cassata a grandes mordiscos y, en cuanto pudo, se batió en retirada.
Cuando llegó a casa, el bar bullía de excitación. Habían vuelto a ver al fantasma de Pierino vagando por los acantilados. En un arranque de ira, Arcangelo había cerrado su tienda y amenazaba con llevar a juicio por difamación a la familia Espósito, y en la Casa al Borde de la Noche reinaban el caos y las peleas.
—Ten cuidado —aconsejó Amedeo a su hija—. Tienes la determinación de tu madre, y no siempre tuvo buenas consecuencias para ella, Mariuzza.
Pero Maria-Grazia se sentía poseída por un anhelo violento de verdad, y no habría podido detenerse aunque lo hubiese querido.
Al día siguiente antes de que despuntara el alba, Andrea d’Isantu volvió a acudir sin invitación a la Casa al Borde de la Noche.
Llegó al bar en el automóvil de su padre, y Maria-Grazia lo encontró esperando fuera cuando bajó a abrir la puerta a las siete y media. Estaba ahí plantado como una aparición, vistiendo su desvaído traje inglés.
—Salve, signor d’Isantu.
Andrea siguió apoyado en el coche.
—Me he mantenido a distancia, ¿no?
—Sí, signor d’Isantu.
—Mientras tú te lo pensabas, mientras tomabas una decisión. Seis meses, dijiste. Han pasado ocho.
—Sí, signor d’Isantu.
—¿Cuándo vas a darme una respuesta? No puedo dormir, Maria-Grazia... No puedo ni comer.
Con la sed virulenta de justicia que la invadía ahora, ¿cómo iba a pensar en algo así? ¿Cómo podía considerar siquiera casarse con nadie?
—Pensaré en el matrimonio cuando la verdad sobre la paliza a Pierino haya salido a la luz —soltó—, no antes.
Al fijarse bien, advirtió que Andrea se veía más nervudo, más flaco, como un hombre de cuarenta y cinco años. Verlo así le encogió un poco el corazón, pero no lo suficiente para que su resolución vacilara.
—Cuando la verdad sobre Pierino haya salido a la luz —insistió, con una punzada de culpabilidad ante el hecho de que aquellos ocho meses hubieran pasado tan deprisa, sin que se diera ni cuenta.
Pero Andrea pareció satisfecho. Tras asentir levemente con la cabeza, hizo girar el coche, alejándose de ella, y salió de la plaza.
Aquella misma tarde, poco después de las siete y media, el hijo del conte confesó haber asesinado a Pierino.
Los viejos jugadores de scopa llegaron al bar temprano, presas de una gran agitación, pues las viudas del Comité de Santa Ágata se lo habían contado todo. Aquella tarde, el coche del conte se había detenido ante la iglesia con Andrea d’Isantu al volante. Iba solo, y pese a ser un descreído recalcitrante a decir de todos, se había quitado el sombrero para entrar en la iglesia, sentarse en el confesionario y llamar al padre Ignazio para que lo atendiera. En aquel momento, las integrantes del Comité estaban enfrascadas en sacar brillo a la estatua de la santa y en reponer la habitual ofrenda de velas. Así que habían oído con bastante claridad los murmullos de Andrea d’Isantu al padre Ignazio, sentado al otro lado de la cortinita morada.
—Confieso ante Dios Todopoderoso y ante usted, padre, que he pecado. Han pasado catorce años desde mi última confesión. Desde entonces, he cometido un pecado mortal y varios veniales. Pero es del mortal del que quiero hablarle.
Las viudas del Comité de Santa Ágata, sin apenas asomo de vergüenza, dejaron de pulir la estatua y escucharon con entusiasmo. Para cuando la campana repicó a la hora del ángelus, en la isla todo el mundo sabía que había sido Andrea d’Isantu quien le había dado la paliza al pescador.
Aquella tarde, los cotilleos en el bar amenazaron con provocar una guerra civil.
—¡Me niego a creerlo! —exclamó la viuda Valeria—. Trata de encubrir a su amigo, eso es todo. Él y Flavio Espósito han sido como uña y carne desde la guerra.
—¡Tonterías! —bramó Bepe—. ¿Por qué no puedes creer que fue d’Isantu? Ya viste cómo lo trataban de muchacho los fascisti de esta isla... ¡como si fuera un héroe! Como si estuviera destinado a una carrera importante más allá de estas costas. Todos ellos lo sabían, créeme. Ahora todo parece encajar.
—Y supongo que Flavio Espósito en realidad es inocente, ¿no es eso? —terció Valeria.
—Lo sabía... —dijo por lo bajo Ágata la pescadora—. Siempre supe que no había sido el joven Flavio.
Entretanto, Maria-Grazia estaba furiosa por lo que había hecho Andrea.
Confiándose a la pequeña Concetta, pues no había nadie más con quien pudiera hacerlo, dio rienda suelta a su ira en el almacén del bar.
—Andrea sólo ha hecho esto para obligarme a darle una respuesta, y si cree que ahora voy a casarme con él, se equivoca de medio a medio... ¡menudo stronzo, el muy idiota!
—Pues sí —contestó Concetta mientras daba cuenta de un arancino sin alterarse en lo más mínimo ante aquel arranque de furia—. De todas formas, tú estás esperando para casarte con el signor Robert. Signor il figlio del conte no tiene ni la más mínima posibilidad.
En cualquier caso, el daño ya estaba hecho, y cuando el día dio paso a la noche, los habitantes de Castellamare estaban convencidos de la culpabilidad de Andrea d’Isantu.
Y entonces, presas de la indignación, Bepe y los pescadores, las viudas de Santa Ágata y todos los demás árbitros de la justicia en el pueblo, irrumpieron a través del portón de entrada de la villa del conte y exigieron que el asesino compareciera.
Pero Andrea d’Isantu no tenía nada más que decir. Su padre se negó a recibir visitas en la villa situada al final del paseo flanqueado por palmeras e hizo caso omiso a sus llamadas desde la puerta. Los isleños, furibundos, reclamaron entonces que Andrea fuera llevado a juicio, que se arrodillara ante la tumba del pescador y rogara clemencia a su fantasma verde, que abandonara la isla como Ulises, para no volver jamás... Sus exigencias se volvían más descabelladas a medida que avanzaba la noche. Quizá deberían obligarlo a recorrer toda la isla caminando de rodillas y siguiendo a la estatua de la santa, sugirió el Comité de Santa Ágata. Quizá, gruñó Bepe, deberían pegarle un tiro.
—Vamos, vamos. —El padre Ignazio, a quien nunca se le había dado bien moralizar, trató de hacerlo en esa ocasión—. Todo esto se nos está yendo un poco de las manos. Debemos dejar atrás esta guerra y salir del túnel, ser un poco caritativos.
Pero los isleños decretaron que Andrea d’Isantu, como mínimo, debía abandonar la isla.
La noche siguiente, muy tarde, el ruido sordo de la arena húmeda al golpear contra la ventana despertó a Maria-Grazia. Cuando la abrió y observó la plaza iluminada por la luna, una vez más vio a Andrea allí de pie, apoyado en el bastón y con la cara levantada hacia ella como una segunda luna en la oscuridad. Una mano aferraba la empuñadura del bastón, y la otra la maleta de cartón con la que había vuelto de la guerra.
—¿Adónde vas? —susurró ella.
—Al continente. Me lleva un amigo de mi padre. Baja, Maria-Grazia. Me prometiste una respuesta. No volveré a verte después de esta noche.
Sintiendo indignación y remordimiento a partes iguales, Maria-Grazia se echó un chal sobre los hombros y bajó.
La luz de la luna hacía que las buganvillas proyectaran grandes sombras, como si fueran nubes. Refugiado debajo de ellas, un pensativo Andrea d’Isantu masajeaba la empuñadura de su bastón.
—Me debes una respuesta —repitió—. Me la prometiste.
—No —contestó Maria-Grazia—, no te debo una respuesta, porque no creo que esto que ha salido a la luz sea la verdad, para nada. Es una especie de juego con el que pretendes encubrir a Flavio, con la esperanza de que eso me haga quererte. Bueno, pues no es así. No creo que lo hicieras tú.
Y entonces, bajo las sombras del porche, Andrea d’Isantu le contó a Maria-Grazia la verdadera historia de lo ocurrido la noche del ataque a Pierino.
Aquel día, al anochecer, tres muchachos habían asistido a la reunión de los Balillas: Flavio Espósito, Filippo Arcangelo y Andrea d’Isantu. También estaban presentes los dos líderes de la organización: el dottor Vitale, con el enorme bombo de la banda, y el maestro Calleja. En el aula polvorienta, bajo el retrato del Duce que el profesor había recortado del periódico tras la Marcha sobre Roma, practicaron sus himnos marciales. Hubo algunas diferencias: Flavio Espósito no paraba de toser y sólo arrancaba bocinazos ridículos a su trompeta, echando por tierra la dignidad de todo el ensayo. A las diez menos veinte, el maestro Calleja perdió los estribos y echó al muchacho.
(—¿Y Flavio ya no tuvo nada más que ver en el asunto? —preguntó Maria-Grazia.
—Nada que ver en absoluto —respondió Andrea d’Isantu.)
Una vez despachado el chico de los Espósito, porque todos sabían que su padre era un bolchevique del norte y no se podía confiar en él, se dejaron de bombos y trompetas. El maestro Calleja se puso su camisa negra. Iban a salir para llevar a cabo unas maniobras nocturnas especiales, les dijo a los demás. Era necesario darle una lección a un comunista de la zona. Irían hasta el olivar de los Mazzu y esperarían allí a que el comunista en cuestión ascendiera la cuesta desde el embarcadero.
Los dos muchachos se rieron por lo bajo, pues sabían de quién se trataba, e imaginaron la ignominiosa escena cuando le hicieran tragar aceite de ricino.
—Uno de nosotros —declaró el maestro Calleja, mirándolos alternativamente— debe asegurarse de que aprenda la lección de una vez por todas. Es lo que me han dicho il conte y el signor Arcangelo, vuestros respectivos padres.
El maestro sacó su escopeta del armario del colegio donde guardaba la tiza y los lápices, y luego le dio una linterna a cada chico.
—Tenéis que ir cada uno por vuestra cuenta. Volveremos a reunirnos en el olivar dentro de media hora.
En cuanto salió de la escuela, Andrea echó a correr, con la luz de la linterna dando tumbos sobre las piedras. Se dirigió hacia la casa de su padre. Presa de la emoción, no tenía otro plan que armarse, como había hecho el maestro Calleja con aquella maravillosa escopeta. Pero los edificios anexos a la villa estaban a oscuras y los esbirros de su padre ya habían guardado sus armas bajo llave por aquella noche. El burro solitario del vigilante, Rizzu, coceaba y rebuznaba de manera inquietante en el último compartimento de los establos. Andrea tuvo que apartar gruesas guirnaldas de telarañas de las paredes, pero finalmente encontró azadones antiquísimos, una horca cubierta de herrumbre y un látigo para caballos. Cogió este último, apagó la linterna y echó a correr hacia el olivar de los Mazzu.
Por la noche, el olivar era un lugar de sombras oceánicas. Andrea se apostó detrás de la piedra abandonada de un molino de aceite que se alzaba en la entrada del campo de olivos desde hacía trescientos años. En la distancia, distinguió la cara iluminada por la luna de Filippo, oculto tras unos espesos matorrales de avellano, y la silueta negra del maestro Calleja, con la escopeta apuntando hacia lo alto en la penumbra como si fuera una línea tirada con regla. El dottor Vitale, un poco ridículo a horcajadas sobre la rama de un olivo, trató de reproducir la llamada de la lechuza de los boy scouts e hizo que los dos chicos se desternillaran de risa en silencio. Esperaron al abrigo de la oscuridad. Y entonces, desde el camino que bajaba hacia ellos, les llegó el ronroneo inconfundible del automóvil del conte.
A través de los matorrales, Andrea vio a alguien moverse. Estaba borracho, lo supo por su bamboleo al caminar y por su respiración jadeante cuando lo tuvo más cerca.
—¿Papá? —susurró el chico, creyendo que su padre se habría bajado del coche para unirse a ellos, un poco achispado como solía estarlo esas noches de verano.
El hombre dejó escapar un suspiro hondo y Andrea vio moverse los brazos y piernas oscuros mientras se desabrochaba y apuntaba para soltar un chorro de orina en las profundidades del matorral de avellano. Aquel individuo no era su padre; el conde debía de estar más allá, y sólo Andrea tenía a tiro a aquel hombre.
El muchacho asomó la cabeza y, pasito a pasito, se acercó a la figura a través de la oscuridad calurosa. En ese momento, no tenía intención de golpearlo, sólo quería verlo más de cerca. En efecto, era el pescador Pierino, que se apoyaba en su arpón atunero y se mecía un poco. Andrea se sintió invadido por una mezcla de terror y euforia.
Pero entonces el viejo pescador dio un respingo y sus enormes ojos de cordero degollado escudriñaron la oscuridad.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Andrea quedó atrapado en su mirada furibunda, y el astuto Pierino se revolvió blandiendo el arpón atunero.
—¿Sois los fascisti otra vez? —bramó con ebria bravuconería—. ¡Lucharé contra todos vosotros, os atravesaré con este arpón!
Arremetió contra Andrea y el muchacho retrocedió trastabillando y cayó hacia atrás. Mientras se movía a tientas entre los espinos del matorral, notó que el pescador lo agarraba de los tobillos. En la oscuridad, Pierino parecía gigantesco y terrible, tan enorme como el demonio Nariz Plateada. Andrea blandió el látigo a ciegas, gritando aterrorizado, y azotó una y otra vez el amplio pecho del pescador para mantenerlo a raya. Entonces Pierino perdió el equilibrio, hizo aspavientos con los brazos y cayó también. Se oyó un golpetazo, y el hombre quedó inmóvil, con los miembros extendidos como si fuera una estrella de mar.
—Signor Pierino —lo llamó Andrea d’Isantu en la oscuridad con su voz aflautada de colegial.
No hubo respuesta.
Los demás lo rodearon con sus linternas: el maestro Calleja, el dottor Vitale y también su padre, il conte. Avergonzado, Andrea notó que sus bombachos de Balilla se mojaban y pegaban a su piel. El látigo había caído en algún sitio en la oscuridad.
—¡Lo siento! —exclamó—. ¡Lo siento, no pretendía hacerlo...!
Il conte levantó una mano y alzó la linterna. La causa del silencio de Pierino era evidente. El pescador se había golpeado la cabeza al caer contra la enorme piedra del molino de aceite. Yacía espatarrado, como si se hubiera fundido, y de la ceja izquierda le manaba sangre.
—Bravo, Andrea —exclamó il conte—. No tienes de qué avergonzarte.
Oyeron a Filippo Arcangelo alejarse hacia el camino para ponerse a salvo soltando gemidos de terror. El dottor Vitale también salió huyendo y emprendió el ascenso a través de los matorrales; su linterna cayó rodando y dando tumbos hasta detenerse al pie del avellano ya apagada.
—¡De aquí no se va nadie más! —ordenó el maestro Calleja—. Tenéis que ayudarme. —Asió a Pierino de las axilas para incorporarlo—. Cógelo de los pies, Andrea, y usted también, signor il conte. Hay que llevarlo hasta su casa.
El conde pareció meditarlo unos instantes y finalmente asintió.
—Lo llevaremos en el coche. —Antes de inclinarse para asir de los tobillos al pescador, d’Isantu apagó la linterna y guardó el látigo bajo la americana de su traje de lino inglés—. Vamos allá: a la una, a las dos, a las tres... ¡arriba!
Metieron a Pierino a empujones en el automóvil del conte. Andrea ocupó el asiento de atrás y en todo momento evitó mirar al pescador inconsciente a su lado.
Dejaron el coche bajo el arco de entrada al pueblo. Envueltos en la oscuridad calurosa, recorrieron callejones y vaneddi llevando a Pierino entre los tres. Ninguno de ellos hablaba, pero de vez en cuando los dos fascisti miraban a Andrea con expresión pensativa y gestos de aprobación. Aquella caminata bajo las estrellas, cargados con el pescador ensangrentado, fue el trayecto más largo de la vida de Andrea.
Depositaron a Pierino en el callejón junto a su casa. Puede que su padre o el maestro tuvieran intención de llamar a la puerta, pero el pescador se recuperó un poco en ese instante y se volvió de costado para arañar la tierra con los dedos. Ambos se acobardaron y salieron huyendo por las callejas en direcciones distintas, sintiendo ya el peso tremendo del silencio que debían guardar y la complicidad espantosa en lo que Andrea había hecho.
Sentado en el coche junto a su padre de camino a su casa, Andrea se encogió y rompió a llorar.
—Ha sido un accidente —dijo.
El conde le apoyó una mano en el hombro.
—No, no ha sido un accidente. Has hecho lo correcto. Siéntate derecho, no debes avergonzarte.
Al pasar ante la Casa al Borde de la Noche, il conte hurgó bajo la americana y sacó el látigo ensangrentado. Cuando lo lanzó, trazó un arco sobre la palmera y la plaza y fue a caer muy lejos, en la maraña de buganvillas que crecían en el porche del bar.
—¿Y si lo encuentran? —preguntó Andrea.
—Dejemos que los Espósito se preocupen de eso.
Cuando acabó de contarle aquella historia a Maria-Grazia, Andrea d’Isantu empezó a llorar. Estuvo un buen rato sollozando por lo que había hecho, mirando por encima de la tapia las siluetas de los cactus, que por fin adquirían forma bajo la luz del alba.
—Yo adoraba este sitio —dijo finalmente—. Quería ser uno más. De no haber tenido tanto miedo, nunca le habría dado semejante paliza. Pero todos los fascisti creían que lo había hecho a propósito. Me consideraban una especie de héroe. ¡Hasta mi padre estaba orgulloso de mí! —Soltó aquel apelativo con asco, como si lo tosiera—. Nunca me permitieron contar la verdad... Y acabaron haciéndome creer que había tenido la intención de hacerlo. Pero no fue así, Maria-Grazia. Yo no soy como mi padre. No soy como él, créeme. Ahora ya sabes quién soy, y sé que nunca me amarás; pero ahí la tienes, si te la crees: ésa es la verdad sobre Pierino.
Bajo aquella luz fría y en la calma empapada por el rocío de la plaza, Maria-Grazia lo creyó.
—Te daré mi respuesta —dijo.
Andrea levantó una mano.
—No... no me la des. Ya sé cuál es, Mariuzza.
Envolviéndose en el abrigo, la tocó en el brazo una vez y se alejó. Ella lo observó cruzar la plaza, con sus andares rígidos de anciano y su figura delgada como la de un fantasma. Pareció ir desvaneciéndose ante sus ojos, estrechándose cada vez más como lo había hecho la de su madre, Carmela, un cuarto de siglo antes, cuando Pina la había echado del bar. Y así, Andrea d’Isantu siguió su camino, se marchó de Castellamare y cruzó el mar para no volver. Dejó a su madre hundida, derrotada, tanto que nunca recobraría la talla que había poseído en los años previos a la guerra. Dejó a su amigo Flavio con el corazón más destrozado de lo que nunca se permitió reconocer. Y en cuanto a Maria-Grazia, habrían de transcurrir cincuenta años para que los dos volvieran a hablarse.
Flavio desapareció poco después que su amigo, una mañana de septiembre. Aquel día, Pina, apoyándose en la barandilla, subió a la habitación de su hijo con su habitual desayuno a base de café y una pasta para encontrarse la cama sin deshacer y la camisa de dormir pulcramente doblada a los pies, como la sábana de Gesù en la tumba. Pina gimió y dejó caer el desayuno, pues supo al instante que su hijo se había marchado.
Los pescadores y los jornaleros peinaron la isla en su busca, rastrearon la maleza, se metieron en las albercas por si Flavio había tratado de ahogarse y reptaron bajo las viñas. Registraron el embarcadero, las oscuras profundidades de la antigua tonnara y los cobertizos de la granja de los Mazzu. Cuando llegaron a las cuevas junto al mar, encontraron un rastro de Flavio: los sucios zapatones de cuero ingleses que había llevado desde que volvió de la guerra se hallaban en el acantilado, uno junto al otro, con las punteras señalando al mar. Su medalla de guerra con la efigie del Duce estaba oculta en la punta del zapato derecho, con la cinta manchada de tierra cuidadosamente doblada.
Pina encendió una vela por su hijo en la iglesia y se arrodilló ante ella, bajo el crucifijo que aún lucía el brillo que él le había sacado. A partir de ese día, Carmela y ella se saludarían con un gesto imperceptible desde extremos opuestos de la iglesia, arrodilladas ante sus respectivas velas y enfrascadas en su dolor particular, pues Carmela también rezaba a diario por el regreso de Andrea, de quien se decía que había viajado hasta el oeste de Alemania y que se negaba en redondo a volver a casa.
Y entonces ocurrió el milagro. Al décimo día, llegó una carta de puño y letra de Flavio. Estaba en Inglaterra, vivo, y se encontraba bien, según decía. Desde Castellamare, había llegado a nado hasta un pesquero siciliano, y una vez en la isla vecina había hecho autoestop hasta el norte. «Tengo un buen empleo un empleo fijo como vigilante nocturno en una fábrica —explicaba con su estilo habitual, sin signos de puntuación—. Necesitaba empezar de cero pero Dios y santa Ágata mediante estaré de vuelta por Navidad o para las festividades y dadle recuerdos de mi parte al P Ignatsio. Ya véis que estoy bien.»
Aunque Pina seguiría recibiendo de manera constante aquellas cartas mal escritas, aunque años después llegaría incluso a oír la voz metálica pero reconocible de su hijo a través del teléfono, Flavio no regresó nunca a Castellamare. Tras su marcha, Pina empezó a envejecer de verdad. Pero Maria-Grazia creía que su hermano había tenido sus propias razones para irse, no todas tristes, y se resignó a aquella segunda partida. Pues, finalmente, en la isla se había reinstaurado una especie de orden. «Te agradezco lo que hiciste —le escribió Flavio un año más tarde en la parte interior de un pedazo de cartón recortado de un paquete de cereales ingleses—, ahora me cuesta menos dormir.»