Una mañana de septiembre, Maria-Grazia encendió el televisor del bar y se encontró con unas imágenes impactantes: hombres con trajes impecables que surgían de edificios de cristal hacia la noche neoyorquina iluminada de verde con cajas en las manos.
—¿Un atentado? —exclamó, temiendo incendios o crímenes, porque los hombres se movían muy despacio, con los ojos muy abiertos.
—No, no —contestó Sergio—. Han perdido sus empleos.
—¿Y por qué se van así, cargando cajas de esa manera? —preguntó Ágata la pescadora—. ¿Qué decías? ¿Son ingleses como el signor Robert o son americani? ¡Sube más el volumen...! ¡No lo oigo!
—¿Que no lo oyes? —replicó con energía uno de los viejos jugadores de scopa—. ¡Somos nosotros los que no oímos nada, porque cada día subes más el volumen del televisor y esos chicos de ahí no paran de armar ruido en el futbolín...!
Estalló una discusión acalorada, y los detalles de la noticia se perdieron por completo. Cuando Maria-Grazia consiguió calmar a sus clientes, los hombres con sus cajas habían desaparecido de la pantalla para verse reemplazados por calamidades más familiares.
Maria-Grazia fue a ver a Robert, que estaba intentando dominar un poco la buganvilla del porche, una tarea que debía acometerse casi cada mes en cuanto empezaba el verano.
—Pasa algo raro —dijo, sentándose a su lado y cogiéndole la mano entre las suyas—. Algo raro está pasando en el mundo de ahí fuera.
—Esta casa ha sobrevivido ya a muchos problemas —contestó Robert, besándole la palma de la mano.
Lena también estaba preocupada. A lo largo de toda aquella semana, y a pesar de que se suponía que estaba preparando —por orden de su abuela— una solicitud para una facultad de medicina en Sicilia, que al fin y al cabo no estaba tan lejos de casa, examinó los periódicos en busca de una explicación. Poco a poco fue comprendiendo que los bancos ingleses y estadounidenses empezaban a derrumbarse.
—Como en el veintinueve —intervino Ágata la pescadora—. Una Gran Depresión.
—No, no —dijo Bepe—. Esto parece algo distinto. —Aunque desconfiaba del banco del conte por principios, sentía un gran respeto por aquellos emporios de las finanzas del otro lado del mar.
En el bar no se ponían de acuerdo sobre cuál había sido el origen de los problemas, porque todos los periódicos parecían explicar las cosas de distinta manera. Algunos parroquianos mantenían que todo había empezado con dos estadounidenses acaudalados, Freddie y Fannie; otros, que la cosa la habían desencadenado dos hermanos llamados Lehman, y otros más que todo tenía que ver con una ciudad llamada Northern Rock. Algunos recordaban que, a finales del año anterior, la caja de ahorros había dejado de conceder préstamos. El dinero que hacía una década había fluido milagrosamente, ahora se retenía. Pero ¿cómo podía estar relacionado eso con aquellos problemas al otro lado del mar? En la Casa al Borde de la Noche, Maria-Grazia examinaba los periódicos y mantenía el televisor encendido en el canal de noticias.
Poco a poco la crisis fue avanzando hacia ellos, como una marea.
—Será mejor que tengáis cuidado —aconsejaba Ágata la pescadora—. Un negocio como el vuestro puede ir a la ruina en dieciocho meses, y en otros dieciocho, no quedaría ni rastro de él.
—Eso es una tontería y lo sabes perfectamente —decía Bepe—. Piensa en todas las tormentas que ha aguantado este bar. Las dos guerras, un montón de escándalos, dos terremotos. Incluso a ese stronzo de Arcangelo abriendo un negocio rival allá abajo, al pie de la colina. Apenas lo notamos cuando los americani sufrieron la Gran Depresión. ¿Qué nos importaba a nosotros todo aquello?
Ágata la pescadora no dijo nada. Su familia siempre había tenido un don prodigioso para predecir las inclemencias del tiempo.
La primavera siguiente, los problemas llegaron a las puertas de la Casa al Borde de la Noche.
Lena estaba detrás de la barra buscando en los periódicos noticias sobre la crisis y escuchando al mismo tiempo los sonidos matutinos de la isla. El bar ya estaba bastante lleno: pescadores, los viejos jugadores de scopa, el padre Marco, que había acudido a comprobar los resultados del fútbol, como cada mañana. También estaba Tonino el albañil, que esperaba a que se cerrase una contrata con el hotel del conte y mientras tanto se ocupaba en el estudio diario de La Gazzetta dello Sport. Robert, en el porche, hizo una pausa con los libros de cuentas y vio a Filippo Arcangelo subir los escalones con andares furiosos. Así que el signor Arcangelo tendría varios testigos cuando irrumpió en el bar con su delantal a rayas y sus chancletas de plástico, recién salido de detrás del mostrador de su tienda de comestibles, y anunció:
—Vengo por una deuda. ¿Está aquí el signor Tonino?
El albañil, avergonzado, se puso de pie, sospechando ya su humillación.
—Me debes... —Aquí Filippo Arcangelo hizo una pausa y pasó a leer de una lista muy larga mientras hacía cuentas con los dedos de una mano—, ochocientos ochenta y nueve euros y diecisiete centesimi. Debes pagármelo todo cuando acabe el próximo día laborable. Llevo tres meses vendiéndote comestibles a crédito, y hasta aquí hemos llegado, Tonino.
—Es que... no lo tengo —contestó Tonino—. Sigo esperando a que salga la contrata del nuevo hotel. Y lo sabes perfectamente, signor Arcangelo.
Al oír eso, algunos de los viejos jugadores de scopa se pusieron de pie, en defensa del albañil.
—¡Mira que venir aquí, delante de todo el mundo, qué poca vergüenza! ¿No sabes que está esperando la contrata?
—¿Y qué, acaso no se me debe pagar? —Filippo Arcangelo dio la vuelta en redondo con un cuerpo recio como el de su padre, ahora que ya rondaba la mediana edad, y miró hacia todos lados, en una apasionada búsqueda de justicia—. ¿Acaso no tengo yo también mis derechos? He enviado varios avisos al signor Tonino. Lleva meses evitando mi tienda porque sabe que ha acumulado una factura enorme. Se niega a contestar a la puerta cuando llamo a su oficina o a su casa. Éstas son deudas personales con mi tienda. ¿Acaso no merezco que me pague por la comida que se ha comido y por el vino que se ha bebido?
En ese punto, las tornas cambiaron un poquito.
—Sí —murmuró Bepe desde el rincón—. El signor Arcangelo tiene que cobrar, de una forma u otra, eso es cierto.
—Pero ¡no sirve de nada pedirme dinero cuando no lo tengo todavía! —exclamó Tonino, herido y buscando la revancha—. ¿Cómo iba yo a saber que la contrata con el hotel iba a retrasarse tanto?
—¡Voy a recuperar lo que se me debe! —gritó Arcangelo, frenético—. Todos vosotros tenéis cuenta en mi tienda, y todos me vais diciendo que pagaréis cuando acabe el verano. No es sólo Tonino. ¿Cómo voy a encargar más mercancías y pagar mis propias facturas? ¿Es que ninguno de vosotros lo ha pensado? Yo también tengo una deuda con el banco de d’Isantu, y debo pagarla.
—Signor Arcangelo —dijo Sergio—, los negocios no van muy bien para nadie fuera de temporada. Lo sabes perfectamente. Cada año nos permitías comprar cosas a cuenta y pagarte al final de la estación turística. Así han funcionado las cosas hasta ahora. Los turistas vienen, nuestros negocios prosperan y te pagamos.
Arcangelo miró a su alrededor buscando la atención de todo el mundo.
—Está pasando algo en el extranjero, por si no lo habíais notado. Cuando acabe el verano, la mitad de vuestros negocios habrán desaparecido. Quizá no vengan más turistas. Quiero mi dinero ahora.
Entonces ocurrió una cosa muy extraña. El bar cobró vida, lleno de indignación, y los isleños recordaron otras deudas que tenían con sus vecinos y, más importante incluso, las deudas que sus vecinos tenían con ellos.
—¿Y mis diez mil liras? —exclamó uno de los jugadores ancianos de scopa—. ¡Se las presté al signor Mazzu para comprar una cabra en 1979 y no recuerdo que nunca me las haya devuelto!
—¿Y el dinero que puse para la casa del signor Donato cuando la destruyó el terremoto?
—¿Y la inversión que hice en la plantación de limoneros del signor Terazzu en el cincuenta y tres a cambio de casar a su hija con mi hijo?
Una nueva locura se apoderó por completo de Castellamare, como había ocurrido al final de la Gran Guerra. Los propietarios de todos los negocios (la imprenta, la panadería, el estanco, el carnicero, la tienda de electrodomésticos, la farmacia, la peluquería) empezaron a pelearse unos con otros, ruidosamente y en público, sobre quién debía qué a quién. Asustadas por aquella exhibición de pánico, las viudas de Santa Ágata, con su luto respetable, hicieron una visita a la caja de ahorros, tras haber oído de una fuente fiable que ésta iba a correr el mismo destino que los gigantes de las finanzas de allende los mares.
La empresa hizo salir al sobrino de Bepe —el único isleño que trabajaba en la Caja de Ahorros y Préstamos de Castellamare— para hablar con los clientes. Aunque tenía cuarenta y tres años, Bepino todavía parecía un chaval con su traje y su corbata baratos. El sol brillaba a través de sus grandes orejas y le sudaba la nariz.
—No podéis sacar todo vuestro dinero de golpe de esta manera —dijo—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
La viuda Valeria fue la primera en hablar:
—Hemos oído que el banco va a cerrar sus puertas.
—¿Es cierto? —exigió Bepe a su sobrino—. Tienes que contestarme con sinceridad. ¿Va a incumplir sus obligaciones la caja de ahorros?
—Sí, zio —contestó Bepino, que no podría haber mentido a las viudas de Santa Ágata ni que hubiera querido—. Es verdad.
—¿Qué significa eso de «incumplir»? —quiso saber la cabecilla de las viudas, la signora Valeria—. Si pasa algo en el banco, quiero que me devuelvan inmediatamente todo el dinero que metí en él.
—Tiene usted siete mil en su cuenta, ¿verdad? —dijo Bepino.
—Siete mil doscientos veintisiete euros. —La mujer blandió una libreta de ahorros con la insignia amarilla y azul del negocio del conte—. Puedes sacarlos del montón que tienes guardado en esa caja fuerte tuya. La he visto, la tenéis en la habitación de atrás, que antes era el salón de Gesuina, que Dios la tenga en su gloria.
—¿Que lo saque de la caja fuerte? —replicó Bepino—. No hay suficiente dinero en esa caja fuerte. Habrá unos pocos miles, como mucho.
La viuda puso una mano firmemente en la puerta, dispuesta a dar un empujón y entrar en cuanto Bepino la abriese.
—Pues muy bien —dijo—. De momento a mí me basta con esos pocos miles de euros.
Pero entonces se alzó un clamor entre los presentes:
—¿Y los ahorros de mi pensión? ¿Y mi cuenta de inversión, con casi once mil euros? Il conte en persona me la vendió en el noventa y dos y ha ido aumentando desde entonces.
—Lo siento —dijo Bepino, comprendiendo el problema—, pero no tenemos el dinero aquí. No podemos devolverlo todo de golpe de esa manera. No os preocupéis, el dinero volverá a vosotros al final, de una forma u otra.
—Entonces, ¿dónde está? —quiso saber Bepe—. Tienes que decírnoslo ahora mismo. Si lo coges de un vecino para prestárselo a otro, sin tener suficiente para cubrirlo, es un truco muy feo lo que estás haciendo, Bepino, y me sabe muy mal que estés metido en una cosa así.
—No, no es así. Pero no lo tenemos aquí, no está en la caja.
—¿Y adónde ha ido?
—Pues al extranjero —contestó Bepino, cuyos conocimientos sobre el tema eran bastante incompletos—. A bancos extranjeros, más grandes.
—Entonces que os lo devuelvan —gritó Bepe, frustrado—. Por Dios, Bepino, ¿es que acaso te has quedado sin el poco seso que tenías al nacer?
—Es que las cosas no funcionan así. Ellos tampoco lo tienen —explicó Bepino—. Probablemente se lo habrán dado a otras personas, creo yo.
—¿Y así es como hacéis negocios? —exclamó Bepe, furioso—. ¡Pues me alegro de haber guardado mi dinero en una bolsa debajo del colchón, incluso cuando llegué a tener doscientos millones de liras! ¡Y no me importa decírtelo a la cara, Bepino!
—¡No es culpa mía! —protestó el joven, acalorado y abochornado ante las miradas acusadoras de los isleños, luchando contra la marea de su incomprensión y su decepción—. Esto funciona así —les suplicaba a todos, y su voz temblaba un poco por la vergüenza.
—¡No tendríais que haber invertido aquí! —gritó Bepe—. No deberíais haberlo hecho. ¿Cuántas veces tengo que deciros que il conte es un mal hombre?
El calor que hacía a la hora de comer en Castellamare parecía tener una fuerza propia, y aquel día consiguió templar la furia de la isla. Mandó a los tenderos al interior de las casas, a los gatos callejeros a la sombra y puso freno a las viudas enfundadas en sus poco prácticos atuendos negros hasta casi detenerlas del todo. De puertas adentro, la habitual quietud de primera hora de la tarde presidía el bar. Pero la indignación de Maria-Grazia ante las despreciables peleas por las deudas no se calmaba con tanta facilidad. Iba andando por la calle hacia casa de Concetta, porque aquél era precisamente su día de descanso, y la encontró sentada ante su puerta con una olla de cobre entre las rodillas, llena de judías que iba desbullando. Mientras Maria-Grazia se lamentaba, Concetta, sin pausar su diestro trabajo con el cuchillo, intentaba consolarla.
—Nunca, en toda la historia de Castellamare, ha habido tantas peleas por una cosa como el dinero —decía Concetta—. Porque nadie tenía nada, y siempre nos hemos llevado la mar de bien. Piensa cuántos cafés has servido a crédito. Por ejemplo, el padre Marco no paga nunca cuando pide algo. No estaría bien. Tonino tampoco... ¿y cómo íbamos a cobrarle si está esperando esa contrata? Todo esto pasará.
Pero a medida que los inquietos días de abril iban transcurriendo, Maria-Grazia empezó a ver con claridad que las cosas seguirían pintando mal en la isla durante mucho tiempo. Filippo Arcangelo había enviado cartas con amenazas a todo el mundo que le debía dinero, aunque fueran cincuenta céntimos. El panadero tenía problemas, y también el carnicero, porque confiaban en servir al gran hotel del conte y la comida de la festividad de Santa Ágata, ambas cosas bastante limitadas aquel año. Y resultó que la mitad de los isleños habían hipotecado sus tiendas años atrás con la fiebre general de coches y televisores que había arrasado toda Castellamare; coches y televisores que ya estaban estropeados o no valían nada.
Incluso los turistas, aquella primavera, eran escasos.
—¿Sobrevivirá el bar? —preguntaba Lena—. ¿Tendrá problemas el negocio? Eso es lo que yo quiero saber.
Lena y Maria-Grazia llevaban los libros de contabilidad, y con la ayuda de Robert, que siempre había tenido una cabeza muy fría para ese tipo de cosas, intentaron calcularlo. Pero en aquel mundo incierto, sin la caja de ahorros para sostener la economía de los isleños, podía ocurrir cualquier cosa.
En cuanto al conte, se había negado a hablar con nadie de todo aquello. Pero dos semanas después de que empezaran los problemas, hizo acudir a Maria-Grazia a la villa enviándole una nota garabateada a mano. En el bar, después de que ella se fuera, se discutió un poco y se murmuró en las mesas de scopa.
—No debería relacionarse con él —aseguraba Bepe—. No está bien.
—Venga, cállate ya —decía Ágata la pescadora—. MariaGrazia debe de tener sus motivos.
—Pensad en el pobre signor Robert —se quejaban los ancianos jugadores de scopa.
Lena, con la nuca ardiendo de indignación, los interrumpió, arriesgándose a una reprimenda.
—¡Me estoy enterando de todo lo que decís! —exclamó—. Y deberíais decírselo a mi abuela a la cara, y no andar criticando a sus espaldas.
—Yo se lo diré a tu abuela —murmuró Bepe—. Lo haré en la próxima reunión del Comité de Modernización.
Aunque nunca lo habría admitido, a Lena le incomodaba un poco lo que hacía su abuela; eso de que se viera medio a escondidas con Andrea d’Isantu, como si de verdad estuvieran teniendo una aventura secreta. Aquella noche se acercó a la habitación de piedra que había junto al patio, donde Maria-Grazia se ponía la crema de noche ante el espejo desconchado.
—Nonna —susurró, apoyando la cabeza en el hombro de su abuela—. Todo el mundo te critica.
—Ya lo sé, cara —contestó Maria-Grazia—. Ya lo sé. Pero ya me han criticado mucho otras veces, y me atrevería a decir que esta vez también lo soportaré.
—¿Por qué te hace ir a la villa? —se lamentó Lena—. ¿Qué tiene que decirte? ¿Y por qué tienes que acudir siempre que te llama, como si todavía ejerciera algún poder sobre ti?
Maria-Grazia sólo murmuró:
—Cara, cara. —Y acarició el pelo de su nieta—. Ya te lo contaré a su debido tiempo —concluyó—. Ahora mismo, no tengo libertad para hablar de ello.
Entretanto, il conte aguardaba a otro visitante. Había corrido el rumor de que la caja de ahorros esperaba a los representantes de un banco extranjero, que iban a hacer los arreglos necesarios para hacerse cargo de la situación. Y efectivamente, llegaron a final de mes y los recibieron en la villa, donde estuvieron conversando con il conte en la terraza, hojeando grandes fajos de documentos. Aparte de aquellos forasteros y de Maria-Grazia, il conte no hablaba con nadie.
Y una vez más, Maria-Grazia se encontró con que volvía a ser la guardiana de los secretos de la isla. Porque, en la barra del bar, sus vecinos vertían todos sus problemas: los plazos de la hipoteca que no podían pagar; los negocios cuyos ingresos eran más bajos de lo que debían ser, ruinosamente bajos en aquel momento de la estación; los hijos e hijas que pensaban en irse al continente, como habían hecho sus antepasados entre las dos guerras.
Aquel año, cuando llegó el mes de las fiestas, Mariuzza conocía las dificultades de todos y cada uno de ellos.
Mientras tanto, Maria-Grazia estaba decidida a resolver el asunto de la hipoteca del bar con la caja de ahorros.
—Sólo nos quedan unos cuantos meses para liquidar ese préstamo —le dijo a Robert—. Trece meses y todo estará pagado. Tres mil quinientos euros. ¿No podríamos pedírselos a Giuseppino?
—No lo sé —contestó Robert. Nunca había aprobado lo de pedir dinero a su hijo menor—. Creo que es mejor dejarlo en paz e intentar solucionar el problema nosotros solos. Ahora Lena está en casa, y se le dan muy bien los negocios. Entre todos nos las arreglaremos.
Aun así, Maria-Grazia invitó a Giuseppino a casa para las fiestas de aquel año.
En los primeros meses de la temporada turística, la empresa de albañilería de Tonino perdió su contrata con el gran hotel del conte. Había empezado a construirse una extensión del edificio, ahora abandonada, y otra edificación nueva, el bloque de apartamentos turísticos que se suponía que iba a mantener ocupados a cinco hombres de la isla todo el verano, se paró antes de empezar siquiera. Un esqueleto de vigas se alzaba solitario, ante el mar.
Aquellos días inciertos de principios del verano, Concetta se sintió un poco avergonzada al encontrarse rezando ante la estatua de santa Ágata, la del corazón sangrante. Después nunca estaría segura de por qué lo había hecho. Sólo sabía que la había visto allí, en el salón de Maria-Grazia, cogiendo polvo, y que todo le había dado mucha lástima: el bar de la Casa al Borde de la Noche; su sobrino, Enzo, cuyo taxi permanecía sin usar entre las matas de alcachofas pinchudas durante semanas enteras; la joven Lena, que a ese paso nunca sería médica. Arrodillada en el vestíbulo, encendió una velita y dirigió unas palabras a la santa.
—Nunca te he pedido nada en toda mi vida, ni que trajeras a Robert a casa durante la guerra, ni que acabaras con la enemistad con mis hermanos, ni que ayudaras a los Espósito cuando sus hijos se fueron al otro lado del mar. Pero ahora te pido que ayudes al bar y a la isla. Han pasado años desde la última vez que hiciste un milagro para nosotros, santa Ágata. Nos trajiste el milagro de los gemelos que nacieron de diferentes madres, de la professoressa Vella y de la signora Carmela, y también el milagro del rescate de Robert del mar. Y nos trajiste a Maddalena a casa desde Inglaterra y a mi Enzo desde Roma. Ahora te pido sólo un milagrito pequeño, por favor. Sólo que Giuseppino vuelva para la fiesta de Santa Ágata y se reconcilie con su hermano, que se acabe su absurda pelea. Porque Maria-Grazia también lo echa de menos, lo sé. Y que des a los Espósito el dinero suficiente para que la Casa al Borde de la Noche siga funcionando otro año más. Y también que ayudes a los demás negocios. A Valeria, a Tonino, incluso a mis hermanos, Filippo y Santino. ¡No dejes que quiebren, por favor!
La santa le devolvió la mirada con la cabeza ladeada y una mano levantada, como si dirigiera el tráfico. La luz de la vela reflejada en su rostro pintado hacía que, en la semipenumbra, pareciera muy amable e increíblemente triste.
Durante las semanas que siguieron, otros isleños empezaron a rezar a la estatua de santa Ágata en el vestíbulo de los Espósito. Porque alguien recordó que aquel objeto daba buena suerte, que en otros tiempos se guardaba en la capillita junto a la tonnara y que en su corazón albergaba una reliquia santa, el pulgar derecho de la santa en persona.
Fuera esto cierto o no, la viuda Valeria decidió un día rezar a la estatua, y sólo una semana más tarde ocurrió un milagro turbador y extraño.
Valeria, que tenía casi cien años, había pedido a la estatua doscientos veinte euros para pagar su plazo de la hipoteca a la caja de ahorros. Estaba prácticamente sorda y los clientes del bar la oyeron con claridad lamentarse en dialecto: «Y pi fauri, signora la santa, doscientos veinte, sólo lo suficiente para pagar mi hipoteca, porque el Señor sabe que Carmelo está teniendo muchos problemas para encontrar trabajo, y la pobre Nunziata, con lo mal que tiene las rodillas...»
A la mañana siguiente, cuando se levantó antes del amanecer, la nieta de la viuda Valeria, Nunziata, despertó a media ciudad con sus gritos. Había descubierto, metidos bajo un lateral de la maceta de albahaca que tenía su abuela ante la puerta principal, un fajo de billetes. Exactamente doscientos veinte euros, como bien sabía la santa.
—¡Es un milagro! —exclamaron los viejos jugadores de scopa cuando Valeria entró en el bar arrobada, arrastrando los pies, para dar las gracias a la estatua de la santa.
Ágata la pescadora se inclinaba a mostrarse escéptica.
—Todos la oímos hablar sin parar de sus doscientos veinte euros. Podría habérselos dejado allí cualquiera de los que estaban en este bar.
Aun así, aquella tarde se formó ante la estatua una cola de isleños muy devotos, por si acaso.
El siguiente en beneficiarse de un milagro, sin embargo, fue alguien que no había rezado en absoluto ante la estatua, un joven pescador y mecánico llamado Matteo, que, como señaló una indignada Valeria, ni siquiera iba a misa desde que era pequeño. El joven, que se tomaba un café en la terraza del bar cada tarde después de volver del mar, se había pasado varias semanas varado en tierra firme por falta de un motor fueraborda y lamentando su pérdida ante cualquiera que quisiera escucharlo. Ahora acababa de encontrarse uno nuevecito, embalado aún, en el pequeño cobertizo que se encontraba frente a la puerta de entrada, en casa de su madre. Alguien se lo había dejado allí por la noche. Era cierto que Matteo no asistía a misa desde pequeño y que nunca se había arrodillado ante la estatua de santa Ágata, pero a medida que pasaban los días continuaron produciéndose una serie de extraños milagros: fajos de billetes metidos en un sobre por debajo de la puerta de negocios en quiebra; piezas nuevas para camionetas estropeadas escondidas en patios en lo más oscuro de la noche; tejas para tejados con goteras que aparecían en los escalones de entrada antes del amanecer. Cuando los habitantes de la casa en cuestión se despertaban, allí estaban todas esas cosas, sin más, inquietantes y perturbadoras.
Algunos atribuían aquellos hechos extraños a la santa. Otros, como Ágata la pescadora, se inclinaban más bien a pensar que se debían a causas terrenales.
—Alguien tiene claro lo que necesita cada uno —mantenía—, y va a escondidas por toda la isla con buenas intenciones.
—Pero ¿quién puede tener tanto dinero? —replicaba Concetta.
La cantidad empezaba a alcanzar una suma importante. Lena la calculó en la parte de atrás del libro de contabilidad, y era más de lo que habían pensado que pudiera encontrarse en todo Castellamare.
—Quizá sea el signor Arcangelo —dijo alguien, y todo el mundo se echó a reír a carcajadas.
No encontraron ningún regalo milagroso en la galería de la Casa al Borde de la Noche, aunque Concetta y Lena buscaban cuidadosamente cada mañana antes de abrir el bar, un tanto embriagadas por el aire general de milagrería que se vivía en toda la isla.
—Estos problemas financieros pasarán de una manera u otra —decía Concetta, conciliadora, porque Lena tendía a sentirse descorazonada en tales momentos—. Esta vez Giuseppino vendrá y, como siempre, con el dinero necesario para arreglar las cosas... Sergio tendrá que tragarse su orgullo.
En su fuero interno, sin embargo, Maddalena albergaba dudas. ¿Y si todo aquello no pasaba? ¿Y si esa crisis, a diferencia de lo que había ocurrido con la guerra o con el terremoto, suponía el final de la Casa al Borde de la Noche?
—No digas esas cosas —le aconsejaba Bepe—. No se trata de una crisis real. Para 2010 ya habrá terminado, y todo el mundo se habrá olvidado de que ocurrió alguna vez.