3

Amedeo viajó en tercera clase en un vapor que zarpó de Nápoles. Era la primera vez que surcaba el mar, y su amplitud y el siseo hidráulico del barco lo tenían mareado. Llevaba un baúl con el instrumental médico envuelto en haces de paja y una maletita de piel en la que había metido la poca ropa que tenía, las cosas para el afeitado, la pipa y el cuaderno de historias. También una flamante cámara Kodak de fuelle, un regalo inesperado de su padre adoptivo. Amedeo había decidido ser un hombre distinto en Castellamare, un hombre que viviera experiencias que pudieran fotografiarse, un hombre que tomara chocolate a sorbos pequeños en las terrazas de bares elegantes. No un expósito, ni un médico sin un céntimo que trabajara a destajo. Porque seguía habitando este mundo tan desnudo como había llegado a él, sin una esposa, sin un solo amigo salvo su padre adoptivo, sin descendientes. ¿Acaso no podía alterarse la vida? ¿No había empezado a alterarse ya al viajar hasta allí? Tenía casi cuarenta años. Ya era hora de embarcarse en la existencia real que siempre creyó que lo estaba esperando.

Desde la infancia, había tenido la sensación de navegar contra corriente, y lo mismo le ocurría en aquel momento: mirando atrás, observó que todos los vapores que zarpaban del puerto de Nápoles parecían avanzar meciéndose hacia el norte, como atraídos por una brújula invisible, mientras que su propio barco surcaba las olas hacia el sur, con la luz blanca de la luna retorciéndose bajo su proa. El vapor hizo escala en Salerno y Catania, y por fin atracó en Siracusa. Desde allí, Amedeo vio Castellamare por primera vez. La isla era un borrón pequeño y perturbador en el horizonte, una simple roca sobre el agua. No encontró un transbordador ni un vapor que lo llevara hasta allí, sólo una barca de pesca que lucía el inquietante nombre de Señor, ten piedad. Sí, dijo el pescador, podía llevar a Amedeo hasta la isla, pero no por menos de veinticinco liras, porque con aquel viento tardaría el resto de la tarde en hacerlo.

La conversación entre ambos atrajo la atención de un anciano que trabajaba en un revoltijo de redes. Murmuró algo de que la isla era un sitio de mal agüero, víctima de la maldición del llanto, y empezó a contar una enrevesada historia sobre una cueva llena de calaveras blancas, pero el pescador, consciente de que estaba a punto de cerrar un trato, se apresuró a silenciarlo y echarlo de allí.

Y el trato se cerró, pues Amedeo no era supersticioso y, como tampoco estaba habituado a las costumbres del sur, no se sintió inclinado a regatear. Pagó las veinticinco liras y, con la ayuda del pescador, metió su baúl de instrumental médico bajo la bancada de la barca.

El pescador remaba y hablaba, remaba y hablaba. Le contó al doctor que la gente de Castellamare a duras penas se ganaba la vida pastoreando cabras y recogiendo aceitunas. También pescaban atunes, a los que aporreaban con palos hasta matarlos. Y lo mismo hacían con otros peces, con toda clase de peces: los pescaban a palos, con anzuelo o lanzándoles arponazos bajo las agallas. Amedeo, que estaba mareado desde que había zarpado de Nápoles, mantuvo la boca firmemente cerrada mientras el pescador se explayaba en esos temas. Por fin arribaron al embarcadero de piedra de Castellamare.

El pescador lo dejó allí poco más tarde de las nueve. Amedeo observó la luz de tope del mástil de la Señor, ten piedad mientras desaparecía entre las olas y sintió que a su alrededor se instalaban un gran vacío y un profundo silencio, como si la isla estuviese deshabitada. De hecho, no se veía una sola luz en las pocas casas que se vislumbraban a lo largo de la costa. En el embarcadero de piedra, que aún conservaba vestigios de calor, había pétalos de buganvilla y adelfa diseminados, y en el aire flotaba un leve aroma a incienso. Amedeo dejó el baúl atrás y fue en busca de algún jornalero o pescador que dispusiera de una carretilla, pero lo único que encontró fue una antigua tonnara árabe con arcos de piedra en la que se veían varios naipes y colillas de cigarrillo desparramados y una capilla encalada que también resultó estar desierta. Desde el altar, la imagen de una santa a la que no reconoció lo miraba fijamente; estaba flanqueada por dos grandes jarrones de azucenas con los tallos combados por el calor.

La carta del alcalde Arcangelo le indicaba que subiera por la colina, donde encontraría el pueblo «más allá de una hilera de chumberas y tras haber cruzado un arco de piedra sobre la roca». Sus ojos se estaban adaptando a la oscuridad y distinguió los contornos de un asentamiento en el borde del acantilado: casas estrechas con los postigos cerrados, la fachada barroca desconchada de una iglesia, una torre cuadrada con una cúpula de esmalte azul que reflejaba la luz de las estrellas.

Amedeo no podía cargar con el baúl colina arriba. No le quedaba más remedio que subir sin él. Lo llevó con esfuerzo hasta la capilla, con la tranquilizadora sensación de que nadie lo tocaría en aquel refugio, y emprendió la marcha cargando sólo con la maleta. El camino era pedregoso e irregular; los lagartos se movían entre la maleza que crecía en los márgenes. El ruido de las olas se elevaba con claridad en la penumbra, y cuando miró hacia abajo vio que el agua formaba remolinos de espuma en torno a las entradas de un centenar de cuevas pequeñas. Un poco más arriba, el tortuoso sendero se alejaba de la costa. Ante Amedeo apareció otra parte de la isla, menos abrupta y más ordenada, cortada en pequeñas franjas de campos de cultivo y rodeada por las casas de los lugareños, que parecían cajas de piedra. Pasó bajo las sombras de un olivar, entre las siluetas oscuras de las chumberas. Y allí, en efecto, había un arco de piedra, deslucido y medio desmoronado. Ahora que se encontraba en la cima de la isla, a plena merced del viento, advirtió que Castellamare no tenía un aspecto distinto al que ofrecía desde la distancia: seguía siendo una roca en medio de un vasto mar negro. Hacia el norte, las luces de Italia y Sicilia refulgían vagamente. Hacia el sur, nada interrumpía la oscuridad.

El pueblo mostraba la quietud ciega de un lugar poco habituado a los visitantes. La calle mayor quedaba iluminada a intervalos por bombillas de filamento ennegrecidas, y las calles laterales por una variedad de faroles de gas que pendían de los balcones. La abundancia de tomillo y albahaca impregnaba la oscuridad de un aroma intenso. Se vio obligado a cruzar el pueblo entero en busca de indicios de vida. Recorrió una calle de tiendas con los nombres en mayúsculas pintados en negro sobre el revoque, dejó atrás una fuente que olía a verdín y un mirador con vistas al mar. No había nadie. Justo cuando empezaba a desesperarse, distinguió el sonido de un canto. Deambuló por varios callejones sin iluminar, forcejeó con una cuerda de tender que pendía a baja altura y, después de un desafortunado encuentro con un perro callejero, subió por un largo tramo de escaleras hasta el extremo de una plaza. Y allí se topó por fin con los habitantes de Castellamare.

La plaza entera se hallaba sumida en un caos bullicioso. Las mujeres llevaban pescado en grandes bandejas sobre la cabeza, se vertía vino en los vasos y los compases circenses de guitarras y organetti se elevaban en la oscuridad. Un niño y una niña descalzos se abrían paso entre las piernas de la multitud empujando peligrosamente una carretilla. En un rincón tenía lugar la rifa de un burro, y hombres, mujeres y niños se daban codazos y empujones en torno al animal mientras agitaban boletos de color rosa. Sobre un pedestal se alzaba una gran efigie de escayola, una santa con una melena de cabello negro y una mirada inquietante, rodeada por un abanico de cien llamas rojas. Amedeo no tardaría en enterarse de que había llegado en plena celebración de la festividad anual de Santa Ágata. De entrada, sin embargo, no vio más que un caos extraordinario y mágico, distinto de cualquier cosa que hubiese presenciado hasta entonces.

Se internó en aquel caos como si se sumergiera en un mar caliente. Atravesó aromas de jazmín, anchoas y alcohol, distinguió retazos de italiano dialectal o con mucho acento y canciones quejumbrosas en una lengua que no reconocía, y cruzó el resplandor de las hogueras, las antorchas y el centenar de velas rojas que iluminaban a la santa fantasmal. Finalmente, cuando emergió de la multitud con la maleta aferrada contra el pecho, se encontró ante una casa extraordinaria.

De forma cuadrada y de un color ámbar desvaído, parecía suspendida en el extremo mismo de la colina, entre las luces de la plaza y la oscuridad del acantilado y el mar. El patio estaba cubierto de todo un despliegue de buganvillas y, entre las flores, sentados a unas mesitas, los isleños tomaban limoncello y arancello, jugaban a las cartas entre peleas y juramentos, se mecían al son de las canciones que desgranaba un organetto. Un letrero, con las palabras escritas en letra elegante, proclamaba: «Casa al Bordo della Notte». Casa al borde de la noche.

Un anciano diminuto se acercó a Amedeo tambaleándose un poco y alzó la vista hacia él.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Amedeo Espósito —contestó él, presentándose sobresaltado—. Soy el nuevo médico.

El anciano se hinchó de pura satisfacción.

—¡El nuevo doctor! —exclamó—. ¡El nuevo doctor!

Amedeo se asustó al verse rodeado de isleños que aplaudían, le daban palmadas en el hombro, lo agarraban con fuerza del brazo. Tardó unos segundos en darse cuenta de qué era aquello: una bienvenida. El anciano diminuto empezó a pavonearse alegremente:

—Me llamo Rizzu. Este bar es de mi hermano. Los Rizzu somos una familia importante en la isla, como ya verá, signor il dottore. Le traeré algo de beber. Y también unas anchoas a la brasa, una bola de arroz y un plato de mozzarella.

Amedeo no había comido nada desde Siracusa, y de pronto le entró hambre. Tomó asiento. Le sirvieron bebidas y le despejaron una mesa. Poco después apareció el alcalde, Arcangelo, un tendero corpulento que se abría paso entre la multitud con ebria simpatía, todo sonrisas. Le estrechó la mano al doctor, le propinó una palmadita en el hombro y le dio la bienvenida a la isla. A continuación le presentó al sacerdote, un hombre enjuto a quien llamaban padre Ignazio y que, según Arcangelo, también era miembro del Ayuntamiento.

Después de aquella apresurada bienvenida, el alcalde se esfumó, pero el cura, tras carraspear con seriedad, se sentó junto a Amedeo.

—Supongo que todavía no le habrán presentado al conte, el teniente de alcalde. Ésta es la primera vez que él no es el alcalde de esta isla, de modo que llega usted a nosotros en una época de gran modernización.

Amedeo, que creía que en el siglo XX no quedaba nada parecido a un conde en ninguna parte de Italia, no supo qué responder.

—No tardará en conocerlo —continuó el sacerdote—. No se preocupe. Cuanto antes, mejor.

Rizzu volvió a aparecer cargado con varios platos y acompañado de un anciano tan diminuto como él, a quien presentó como su hermano pequeño y propietario del local. Rizzu se encaramó a la silla al otro lado de Amedeo, le sirvió más licor y se lanzó a explicarle la historia de la isla y de la santa cuya fiesta se estaba celebrando en ese momento en la plaza.

—No dejo de decirle al padre Ignazio que tiene que hablar con el papa para que dé validez oficial a nuestra santa Ágata —le explicó a Amedeo—. Ha curado toda clase de enfermedades. Una vez nos libró de la maldición del llanto, y otra de una epidemia de fiebres tifoideas. También salvó a la isla de los invasores haciendo que una tormenta de peces voladores se abatiera sobre los barcos enemigos, y en una cuarta ocasión la santa tuvo la gracia, bendita sea, de curarle las piernas a una niña que se había caído a un pozo. Mire, ahí mismo tiene a la niña en cuestión... ésa, la signora Gesuina...

Amedeo buscó entre la multitud —«¡No, signore, allí!»— y por fin comprendió que Rizzu señalaba a una mujer anciana que se mecía ciegamente al compás quejumbroso del organetto.

—¿Cuándo ocurrió el milagro? —quiso saber.

—Oh, ya hace unos cuantos años—contestó el viejo—, pero esperamos que santa Ágata vuelva a concedernos otro milagro un año de estos. El día de su fiesta, paseamos su imagen por toda la costa. Y ella, como recompensa, bendice las barcas de pesca, el cultivo de nuevos campos y a todos los bebés nacidos en la isla. Este año son siete... ¡yo diría que va a estar ocupado, dottore!

—Y todas las niñas van a llamarse Ágata —añadió el cura, adusto—. Estoy seguro de que no hay un sitio en el mundo con más Ágatas que esta isla. En los últimos años ha habido una epidemia de Ágatas, y ahora nos vemos obligados a referirnos a ellas por sus atributos: Ágata la de los ojos verdes, Ágata la de la casa con la buganvilla, Ágata la hija de la hermana del panadero...

—¡Ágata es el mejor nombre que hay! —protestó Rizzu con ebria energía.

Bajó con dificultad de la silla y se alejó en busca de un poco de vino para el doctor, a quien no parecía gustarle el licor de la isla, pues se lo estaba bebiendo muy despacio, a juicio de Rizzu, y con toses y aspavientos innecesarios.

Entretanto, Amedeo hizo las delicias de la multitud al sacar su cuaderno de historias y tomar nota del relato de Rizzu sobre santa Ágata, que lo había conquistado por completo. Como todo lo demás aquella noche, le parecía algo hechizado y no del todo real, y no quería por nada del mundo que se le olvidara.

Cuando la gente se hubo dispersado un poco, el padre Ignazio se inclinó hacia Amedeo.

—Me temo que no van a dejarlo en paz. No hemos tenido un médico en la isla desde que los primeros marineros griegos atracaron aquí hace dos milenios. Los isleños acudirán a usted con sus juanetes y almorranas, sus gatos enfermos y sus hijas histéricas, con todo su bagaje de quejas médicas. Y con sus historias. Muchas más historias. Avisado queda.

—¿Nunca habían tenido un médico en la isla?

—No.

—¿Y qué hacen cuando alguien se pone enfermo?

El padre Ignazio extendió las manos con las palmas hacia arriba.

—Para las cosas graves, mandamos a los isleños a Sicilia en una barca de pesca.

—¿Y si amenaza tormenta o no hay ningún bote disponible? Yo he tenido ciertas dificultades para llegar hasta aquí; sólo había un hombre dispuesto a traerme.

—Tengo unos cuantos medicamentos que puedo distribuir —explicó el sacerdote—, y esa buena mujer, la viuda Gesuina, atiende a las parturientas. Nos las apañamos como podemos entre nosotros. Pero sin duda era una lástima que las cosas estuvieran así. Será una alegría tenerle a usted aquí. Me rompe el corazón enterrar a los jóvenes sin tener a un médico que nos diga si podría haberse impedido.

—Pero ¿por qué no han buscado ustedes un médico hasta ahora?

A modo de respuesta, el padre Ignazio soltó un resoplido melancólico y sonoro.

—Una cuestión de política. El alcalde anterior no quería tenerlo. No le parecía necesario que hubiera un médico en la isla. Ahora el Ayuntamiento ha cambiado; yo mismo formo parte de él, y el maestro Vella también. Arcangelo es el alcalde, y nos ocupamos de que las cosas se hagan.

—¿Quién era el alcalde anterior?

Il conte d’Isantu —contestó el cura.

—¿Ese conde al que todos andan esperando?

—Sí, dottore. Oficialmente ya no es conde, por supuesto. Sin embargo, desde la unificación, los isleños, malditos idiotas, han votado siempre a un d’Isantu u otro como alcalde en todas las elecciones. Excepto en esta ocasión... ¡Sólo Dios y santa Ágata saben por qué!

—Ese conde ha sido alcalde durante años ¿y no le parecía necesario un médico? ¿Cuántos habitantes tiene Castellamare?

El padre Ignazio respondió que suponía que alrededor de un millar, aunque, hasta donde él sabía, nunca se había llevado a cabo un censo. Sin embargo, en ese momento el cura cambió bruscamente el tema de conversación hacia el alojamiento de Amedeo.

—Se hospedará usted en casa del maestro de escuela, el profesor Vella, y de su esposa, Pina. Deben de estar por aquí, en algún sitio... Deje que vaya a buscarlos.

Se levantó de la mesa y regresó al cabo de unos minutos con el maestro y su mujer. Il professore era un hombre de mediana edad que llevaba el cabello peinado de lado con fijador. Le dio una palmada en el hombro a Amedeo y dijo:

—Ah, bien, bien, ¡por fin un hombre culto!

Su comentario hizo que el sacerdote soltara un bufido. Il professore tomó posesión de Amedeo y empezó a desgranar datos escogidos sobre la historia de la isla:

—Invadidos por ocho potencias distintas, ¡imagínese!... Y no tuvimos iglesia hasta el año 1500.

Alrededor de las tres, demasiado borracho para seguir hablando, cayó de lado desde su silla.

Acompañaron al maestro a su casa y Pina, su mujer, emergió entonces de las sombras. Il professore le había contado a Amedeo de un modo un tanto enrevesado que los isleños tenían sangre normanda, árabe, bizantina, griega, fenicia, española y romana, lo cual era evidente en Pina, que tenía el cabello negro como las amarras y los ojos de un sorprendente color opalino. La condujeron al interior del círculo y la exhortaron a relatar la que, según los isleños, era «la verdadera historia de Castellamare». Y así lo hizo, con voz titubeante pero bien audible: una historia de invasores y exiliados, de erupciones de fuego líquido y llantos fantasmales, de voces quejumbrosas y cuevas llenas del repiquetear de huesos blancos; una historia tan deslumbrante que Amedeo se esforzaría en recordarla debidamente al despertar al día siguiente, y de la que siempre creería haber olvidado su parte más importante, que ninguna forma de narrarla podría ser tan buena como la de Pina Vella.

Concluido su relato, la mujer se excusó: debía comprobar que su marido había llegado a casa sano y salvo; quizá volviera hacia el final de la fiesta, y sin duda estaría allí para cuando esparcieran las flores.

—Pina es una mujer inteligente —comentó el cura mientras la veían marchar—. Yo la bauticé, le enseñé el catecismo. Demasiado culta para esta isla, y para su marido... Es una lástima, pero no soy capaz de convencer al professore de que renuncie a su puesto y deje que lo ocupe ella. Lo haría mucho mejor que él, porque ese hombre es un pelmazo terrible.

El viejo Rizzu, que había reaparecido para oír la historia de Pina, volvió a fanfarronear orgulloso:

—El padre Ignazio adora el escándalo. Le encanta provocarlos. Es el cura menos convencional que hemos tenido.

Aquello pareció complacer al sacerdote, que apuró de un trago su vaso de arancello.

En ese momento, la multitud se vio recorrida en oleadas por un alboroto, una suerte de estremecimiento colectivo.

Il conte —declaró Rizzu—. Por fin está aquí.

—Ah —dijo el padre Ignazio—. Otro hombre para el que tengo muy poca paciencia. Discúlpeme, dottore, tengo que darme a la fuga.

Il conte, un hombre corpulento con chaqueta de terciopelo, hizo su aparición bajo la estatua de la santa. Amedeo se sorprendió por la forma en que se ganaba a la multitud, atrayendo su atención y aceptación. Unos isleños se inclinaban ante él y le estrechaban la mano; otros le ofrecían regalos —un plato de berenjenas, una botella de vino, un pollo vivo en una jaula de madera— que él aceptaba y luego depositaba en las manos de su séquito. La escena no parecía desconcertar a nadie más, aunque Amedeo advirtió que no todos se acercaban al conde o le tendían la mano para saludarlo.

Finalmente, el conde se detuvo ante ellos. El sacerdote se había esfumado y Rizzu cabeceaba y hacía reverencias a un lado de la mesa. Amedeo, dándose cuenta de que era lo que se esperaba de él, también se puso en pie.

—Tengo entendido —dijo el conde— que es usted el nuevo doctor. Soy Andrea d’Isantu, conte.

Amedeo se apresuró a presentarse.

Piacere —añadió el conde sin sentirlo—. Ésta es mi esposa, Carmela.

Una joven con pinta de aburrida surgió de la multitud. Tenía el pelo negro y rizado y llevaba un sombrero con una pluma vertical, siguiendo la moda de París y Londres, que no casaba en absoluto con las mejores galas de domingo, de décadas atrás, del resto de isleños.

—Carmela —dijo el conde, sacudiendo la mano en dirección a ella—. Trae café y licor. Trae vino. Y algo para picar, un pastelito o un arancino.

En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, el conde se acercó una silla, depositó su mole en ella y se sumió en un silencio premeditado y huraño.

—Bueno —dijo finalmente—, ¿cuándo ha llegado? ¿Quién lo ha recibido en el embarcadero?

—Sobre las nueve —contestó Amedeo—. Y no me ha recibido nadie; he llegado hasta aquí por mis propios medios. Pero ya me han presentado al signor Arcangelo y a un par de miembros del Ayuntamiento: el profesor Vella y el padre Ignazio.

—Usted es un hombre de ciudad, ¿cierto? ¿Un hombre del norte? Y ¿qué hace aquí, en este peñasco en los confines del mundo civilizado? Huir de algo, supongo.

El conde soltó una risa que pareció un ladrido.

Amedeo no supo qué responder a eso y se limitó a decir que había estado buscando un puesto de medico condotto a lo largo y ancho del país y que lo había encontrado en Castellamare.

—Bueno, confío en que se gane la vida. ¿De dónde procede su familia? Espósito... es un apellido curioso.

—No tengo familia, si exceptuamos a mi padre adoptivo —contestó el doctor.

Lo dijo sin tapujos, pues aquel hecho no solía avergonzarlo, aunque con el interrogatorio del conde y el calor incesante de la piazza había empezado a sudar un poco. Se pasó un dedo por el tieso cuello de la camisa.

—¿Un hombre sin familia? —preguntó el conde—. ¿Un hombre salido de la nada, un huérfano?

—Me crié al cuidado del Ospedale degli Innocenti en Florencia. Es un hospicio. Uno de los mejores —lo obligó a añadir el orgullo.

—Ah, ya me lo parecía por el apellido. Espósito. Abandonado.

Carmela reapareció, seguida por Rizzu y su hermano. Llevaban bandejas con tazas de borde dorado, un platillo con un abanico de pastelitos y una botella de arancello sin abrir.

—El mejor de todos —murmuró Rizzu, revoloteando en torno a la silla del conde.

—Carmela, sirve el licor.

Una vez más, el conde ni siquiera miró a su esposa. Ella se limitó a asentir, sirvió el licor a su marido y luego tomó asiento a cierta distancia cruzando las manos con recato.

—En la villa tenemos helado y licores como es debido. Nos los traen en barco desde Palermo. —El conde exhaló un suspiro burlón—. Me temo que en otros aspectos vamos a parecerle un pueblo bastante primitivo, dottore. No hay luz eléctrica ni bibliotecas. El aire del mar pudre los libros. ¡Ja! Además, estas gentes son analfabetas... Los únicos que sabemos leer somos yo mismo, el cura y el maestro... Y el tendero Arcangelo, a su manera. Y también Carmela, supongo, aunque por algún motivo cuesta considerarla una mujer cultivada, con sus revistas de moda y sus novelas francesas. ¡Ja! Espero que en ese hospicio lo hayan criado con gustos sencillos, porque esta isla sería una cruz para cualquier hombre civilizado.

—El indicio principal de una sociedad civilizada —replicó Amedeo, que acababa de formarse aquella opinión— es, para mí, tener empleado a un médico.

Al oír aquello, la bella Carmela, para consternación de Amedeo, dejó escapar una sonora carcajada. El conde revolvió el café y desgarró un pastelito en dos. Lo atacó a grandes bocados, tragó y se limpió las migajas de la boca.

—Emplear a un doctor en esta isla no ha sido prudente —dijo—. El nuevo alcalde y el Ayuntamiento se han equivocado de medio a medio. Es un gasto que no podemos permitirnos. De verdad que confío en que se gane usted la vida aquí, pero corren tiempos difíciles, y lamento decir que tal vez no dure ni un año.

El silencio se abatió sobre la mesa. Amedeo miró a Carmela a los ojos y se sintió turbado. Ella se inclinó levemente hacia él:

—Tiene que venir a cenar a la villa con nosotros —dijo con el rostro iluminado por cierta malicia contenida—. Mi marido y usted van a tener mucho de qué hablar.

—Es muy amable por su parte, pero dispondré de muy poco tiempo libre en cuanto asuma mis responsabilidades.

—Vaya, vaya... En ese caso, es posible que sí sobreviva —intervino el conde—. Por lo menos no ha traído consigo una esposa, y tampoco críos. Si sólo debe mantenerse usted mismo y no tiene tiempo para distracciones sociales, tal vez salga adelante, aunque sea por los pelos y haciendo vida de soltero. Eso no sería vida para mí, pero quizá usted pueda arreglárselas. Qué conveniente que sea un expósito, un hombre sin esposa ni hijos, ¡un hombre sin la menor carga en este mundo!

En ese punto dirigió una mirada a Carmela, que aún parecía muy divertida.

—¿Qué me dice de usted, signor il conte? ¿Tienen muchos hijos usted y la contessa? —preguntó Amedeo, pues el instinto le decía que no tenían ninguno y, con mala intención, confiaba en meter el dedo en la llaga.

El conde, sin embargo, se limitó a negar con la cabeza.

—Mi esposa es estéril.

Carmela agachó la cabeza y Amedeo vio el rubor que le subía por el cuello al verse públicamente humillada de aquella forma. De un solo plumazo, el conde la había vencido a ella y silenciado al doctor, y entonces hizo ademán de retirarse. Cogió un último pastelito, se llevó la taza a los labios para apurar el café y volvió a tenderle la mano a Amedeo.

—Confío en que se gane la vida aquí —repitió.

—Le aseguro que ésa es mi intención —contestó el doctor.

Cuando il conte se desvanecía ya entre la aglomeración de isleños, Amedeo oyó un resoplido melancólico y, al volverse, se encontró con el padre Ignazio a su espalda.

—Bien —dijo el cura—. Ha sobrevivido a su primer encuentro con il conte. A partir de ahora, sólo puede ir a mejor.

—Carmela me da un poco de lástima —comentó Amedeo.

—Sí —respondió el padre Ignazio—, a todos nos da un poco de pena.

El amanecer llegó antes de lo esperado, con un resplandor grisáceo, y aun así la fiesta continuó. Amedeo, demasiado borracho para fiarse de sus pies y con unas ganas tremendas de irse a la cama, estaba sentado entre el sacerdote y Rizzu cuando la música vertiginosa se tornó aún más frenética, y la danza, todavía más desordenada. Los jugadores de cartas estaban inmersos en una partida de scopa que parecía llevar varias horas en marcha. Cada vez que un ganador recogía los naipes de encima de la mesa, los gritos se volvían más estridentes y los insultos más afablemente extravagantes. En la última mano, el diminuto hermano de Rizzu había saltado de su asiento triunfador, con las cartas en alto y volcando una jarra de limoncello. Mientras tanto, entre los bailarines, un joven con chaleco y chaqueta negra de campesino daba una serie de saltos peligrosos en torno al círculo. Y entonces, de repente, los bailarines se separaron, las cartas se recogieron y se formó un gran alboroto en la plaza.

—Diantre... ¡Ya es la hora de las flores! —exclamó el padre Ignazio, levantándose de la silla—. ¡Siempre se me olvida!

Se abrió paso entre la multitud con una agilidad sorprendente y se detuvo ante la imagen de la santa. Un grupo de chicos jóvenes la levantó en el aire. Por todas partes se abrían postigos con estrépito.

—¿Qué hacen? —preguntó Amedeo.

Pero Rizzu también se había ido. Estaba completamente solo en la terraza del bar.

El sacerdote entonó una plegaria. De pronto se produjo un gran despliegue de color, como una especie de fenómeno natural, una maravillosa lluvia de pétalos. Desde todas las ventanas altas, las mujeres arrojaban cestos enteros de adelfas y buganvillas, plumbagos y madreselvas, hasta que el aire se llenó de flores. Los niños chillaban y retozaban; los organetti y las guitarras atacaron un himno; los porteadores de la imagen de la santa la mecían sobre la multitud y, en medio de la confusión, las flores no cesaban de revolotear espesando el aire.

A Amedeo se le ocurrió de inmediato que aquello daría para una fotografía estupenda. Rebuscó en su maleta y montó la cámara de fuelle. La colocó sobre la mesa y tomó su primera instantánea: una imagen subexpuesta y con mucho grano del bar, la plaza, la lluvia de flores...

Reveló la fotografía semanas más tarde, en el cuarto oscuro que improvisó al fondo de su minúscula habitación en casa del maestro (útil, además, para esconderse de los sermones de il professore). Las flores eran meras vetas de blanco contra gris, pero aun así lo sorprendió la claridad de la imagen: era algo hermoso. Se trataba de la primera fotografía que había tomado en su vida. Entre los rostros de la multitud distinguió a algunas de las personas que aquella noche eran desconocidas e iban a convertirse en las figuras cotidianas de su vida: Rizzu y su hermano cogidos del brazo ante el bar, cuyas luces refulgían como estrellas cautivas; el padre Ignazio bajo la imagen de la santa; la sombra oscura del conte; Pina Vella en una ventana de un primer piso y, guardando las distancias con respecto a la multitud, la bella Carmela.

Más tarde, llegaría a considerar profética aquella fotografía, pues en ella, como las historias que escondía el mazo de cartas de Rita Fiducci, se ocultaban los indicios de toda la vida que lo esperaba.

Más allá de las costas de la isla, aquel año de 1914 el mundo sufría un empujón largo y lento hacia la guerra. Al principio Amedeo no lo comprendió. La noticia del asesinato del archiduque en Sarajevo, que se produjo unas horas después de la milagrosa lluvia de flores, tardó trece días en llegar a Castellamare, y para entonces aquella isla tan reluciente y llena de vida le parecía ya el único mundo real. Sin embargo, no podía negarse que él era un forastero allí. Tan fuera de lugar como el gigante de uno de sus relatos, era tan alto que sufrió varias contusiones por el mero hecho de entrar y salir de las casas de sus pacientes. Además, las camas de la isla eran demasiado cortas para un hombre de su envergadura; se habían construido para los campesinos del siglo XIX, y se vio obligado a juntar dos de ellas y dormir atravesado hasta que le fabricaron una especial. (Años más tarde tendrían que hacer también un ataúd especial para dar cabida a sus casi dos metros, pues seguiría siendo, hasta el fin de sus días, el hombre más alto de Castellamare.) De modo que Amedeo no encajó de inmediato, pero aun así, de un modo oscuro, trascendente, sintió que ya pertenecía a aquel lugar. Por ejemplo, cuando despertó a mediodía, después de la fiesta de Santa Ágata, descubrió que alguien había transportado su olvidado baúl de instrumental colina arriba para depositarlo ante su puerta. Y desde aquella misma mañana, el padre Ignazio lo buscó para comentar con él las noticias llegadas del continente.

—Usted es un hombre inteligente, Espósito, seguro que tendrá una opinión al respecto.

Los ancianos hermanos Rizzu lo abordaban en sus rondas matinales para pasar visita y lo atiborraban de café y bolas de arroz. Al cabo de un mes, las viudas del Comité de Santa Ágata le pidieron su opinión (aunque no era un hombre religioso y las había escandalizado el primer domingo al no asistir a misa) sobre los colores del hilo que debían encargar para una banderola nueva dedicada a la santa. Y tras haberle extraído al pescador Pierino las espinas de un erizo de mar de un pie, el gremio de pescadores lo invitó a la tonnara para que presenciara la captura del atún.

Había un millar de batallas triviales en las que uno debía tomar partido (pues ya lo habían convencido de formar parte del Ayuntamiento en calidad de asesor); tuvo que enfrentarse a varios casos de tifus y a ocho bebés recién nacidos o a punto de hacerlo. Cuando Italia entró en la guerra, él iba de camino a inspeccionar la ciénaga para comprobar si podía drenarse y reducir así el riesgo de malaria; por algún motivo, le parecía que la ciénaga y la malaria tenían más importancia que la declaración de guerra, que merecía más la pena luchar en la batalla que se libraba allí, en Castellamare, contra la pestilencia y el agua estancada. La isla se le antojaba un país distinto, no una parte de la Italia en la que había transcurrido su juventud solitaria.

Las tardes de los domingos el padre Ignazio le enseñaba a nadar, zambulléndose ante él en las olas con su traje de baño de lana negra. Y por las noches, cuando el maestro ya se había sumido en su sueño ebrio, Pina Vella le contaba en la terraza de su casa todas y cada una de las historias de la isla.

—Un lugar pequeño como éste resulta opresivo —le advirtió el padre Ignazio—. Usted todavía no experimenta esa sensación, pero llegará a tenerla. Todos los visitantes que no han nacido en este lugar lo encuentran deliciosamente rústico. A mí también me lo pareció. Pero cualquiera que haya nacido en Castellamare lucha con todas sus fuerzas para marcharse de la isla, y algún día usted querrá hacer lo mismo. A mí me pasó cuando llevaba unos diez años aquí.

Sin embargo Amedeo, que siempre había tenido la sensación de ser ingrávido, de correr el riesgo de echar a flotar en el aire y alejarse de la tierra, agradecía la densidad sólida de aquel lugar, la estrechez de sus fronteras. Le divertía que sus pacientes siempre estuvieran al corriente de sus asuntos una hora antes que él. No lo turbaba que las viudas lo observaran con los ojos entornados y miradas curiosas desde las sillas de madera que colocaban ante sus casas, y le parecía reconfortante que desde la ventana de cualquiera de sus pacientes se viera la misma línea azul del mar. La isla tenía unos ocho kilómetros de longitud y en sus rondas diarias Amedeo la recorría por completo. Descubría los recovecos donde las cabras salvajes dormitaban a mediodía y perturbaba a su paso a las lagartijas que anidaban en las casas en ruinas de las afueras del pueblo; las hacía salir de sus escondites para ascender como agua por las paredes. Sentado ante el bar de los Rizzu, trazó un mapa de la isla en un pedazo de papel secante mientras el anciano asentía para mostrar su aprobación o señalaba los errores.

A principios de primavera envió una carta a su padre adoptivo para invitarlo a tomar limoncello con él en la Casa al Borde de la Noche, pues, en efecto, había una terraza con buganvillas —escribió con entusiasmo—, tal como el anciano doctor había pronosticado.

Sin embargo, el verano volvió y Amedeo no se sentó con su padre adoptivo bajo las enredaderas frescas. Al contrario, recibió un telegrama con instrucciones de viajar al norte.