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Más de medio siglo después de que hubiera abandonado la isla por primera vez, Andrea d’Isantu, con más de ochenta años, volvió a Castellamare. Llegó por mar, y cuando Maria-Grazia lo tuvo delante quedó horrorizada, porque vio, con toda claridad, que la muerte se apoyaba en sus hombros, como en otro tiempo la había visto cernirse sobre los del pescador Pierino y sobre los de su padre, Amedeo, el otoño antes de que muriera.

En aquella ocasión, la habían avisado del regreso del conte el día anterior. Se lo oyó decir a Bepe entre cuchicheos, en la mesa de scopa.

—Viene solo —susurró el barquero—, y creo que con intención de quedarse.

Al día siguiente por la tarde, bajó andando hasta el muelle para ver cómo llegaba el ferry. Varios miembros del antiguo séquito del conte se habían reunido en la plataforma de hormigón. La banda de música empezó a tocar. Maria-Grazia distinguió la figura esbelta de Andrea, inescrutable, con su enorme abrigo extranjero. El ferry fue acercándose al muelle. Cuando el hijo más joven de Bepe metió la marcha atrás, el fino cabello del conte se alborotó con la brisa marina y a ella le pareció verlo tiritar bajo el viento como una brizna suspendida en el aire, como si realmente no estuviera allí.

Aquella noche, Maria-Grazia acudió una vez más, por las calles laterales y los vaneddi, a la villa de los d’Isantu.

Santino Arcangelo apareció al otro lado del portón, como de costumbre, haciendo ostentación de su habitual sonrisa insolente, aunque ahora le costaba mucho esfuerzo andar con aire arrogante debido a sus implantes de cadera.

Signora Maria-Grazia —dijo, acercándose a la puerta con sus muletas—. No es posible. Signor il conte no te recibirá. Ya deberías saberlo, después de todo este tiempo.

Maria-Grazia le había llevado una bandeja de berenjenas al horno envueltas en papel de aluminio, como si aquella fuera una visita de cortesía convencional.

—Entonces esperaré hasta que esté dispuesto. Estas melanzane son para signor il conte. Por favor, ¿podrías dárselas de mi parte?

Tenía la sensación de que había llegado el momento de dejar atrás todas las tonterías del pasado, así que pasó las berenjenas por debajo de la verja de hierro y, sentándose en el antiguo poste para atar los caballos, junto al portón, se dispuso a esperar con las manos entrelazadas.

Santino dejó las berenjenas donde estaban, se volvió y emprendió el camino hacia la villa.

Por la carretera pasaban los pescadores, que volvían del mar.

—¡Maria-Grazia! —exclamó Bepe, burlón—. ¿Qué haces aquí, sentada en la puerta del signor d’Isantu como una mozuela enamorada?

—Nada, sólo me ocupo de mis propios asuntos —replicó ella—. ¿Y qué haces tú, signor Bepe, andando por la calle? ¿Vas de camino a una cita con la signora Ágata la pescatrice?

Bepe, un poco avergonzado, dejó sus bromas y se alejó cojeando detrás de sus sobrinos. La carretera quedó vacía de nuevo. La noche cayó de repente al sumergirse el sol bajo el horizonte del mar. Maria-Grazia cambió de postura para refrescarse la nuca acalorada. Bueno, lo peor había pasado ya, así que podía seguir esperando hasta que ocurriera algo.

Debió de quedarse amodorrada o dormida, porque cuando despertó, una luna llena grande y redonda bruñía las hojas de las palmeras y el canto de las cigarras se desvanecía ya. Las berenjenas de la bandeja cubierta con aluminio habían desaparecido, y alguien estaba de pie entre las sombras, al otro lado de la verja.

—¿Para qué has venido? —preguntó por fin.

Era la primera vez que Andrea le dirigía la palabra desde hacía medio siglo, y aquella ruptura del silencio, o quizá su abrupto despertar, le produjeron vértigo. ¿Era ésa realmente su voz, tan seca e insustancial, tan de viejo?

Signor d’Isantu —dijo—. Quiero hablar contigo.

Andrea se quedó un buen rato detrás del portón, mascullando algo sin apenas mover los labios. Estaba inquieto, al otro lado de los barrotes, y Maria-Grazia oía su respiración jadeante. Entonces, finalmente, il conte dio tres pasos y abrió la puerta. Tenía las manos demasiado débiles para levantar la pesada cadena, que cayó repiqueteando al suelo cuando trató de agarrarla. Maria-Grazia la recogió y, sujetándola con ambas manos, lo siguió al otro lado de la puerta.

Poco después del regreso de Andrea d’Isantu, una noche de otoño en la galería del bar, Lena oyó hablar de su abuela a la viuda Valeria, que tenía una mercería frente a la tienda de comestibles de Arcangelo.

—Ella lo visita cada domingo después de misa —susurraba en tono malicioso a los viejos jugadores de scopa—. Beben oporto de Palermo en el porche, y se ríen y recuerdan el pasado. Ella pasa allí varias horas cada vez. No sé cómo el signor Roberto lo tolera. Y a su edad... —La propia Valeria tenía casi noventa—, a su edad es indecente, una vergüenza.

Lena no dijo nada de todo eso a sus mayores, pero lo guardó en el corazón. No tuvo que esperar mucho para oír más chismes.

—Me han dicho que el signor d’Isantu ha cambiado su testamento —murmuró la florista Gisella, cuya tienda estaba justo al lado de la oficina del abogado Calogero—. Y no es ningún secreto que los Espósito se beneficiarán, porque se dice que él está tan enamorado de ella como cuando era joven.

Era verdad que la abuela de Lena solía salir los domingos vestida con sus mejores galas, dejando el bar al cuidado de Sergio y Robert. Y a veces no volvía hasta las cinco o las seis de la tarde. Entretanto, a Lena le parecía que su abuelo se mostraba exasperantemente tranquilo al respecto; se limitaba a extender las palmas y a seguir bebiendo a sorbitos su arancello, nada dispuesto a contar lo que sabía.

—Confío en Mariuzza —decía—. Sé que no es ningún asunto amoroso. Ella me lo ha dicho. ¿Por qué tendría que justificarse por esos chismes del bar?

Pero a Lena la impacientaba que capitulara de esa forma, y su aceptación le parecía debilidad. En aquellos tiempos, la muchacha se mostraba intranquila con todo: arremetía a golpes de palo contra las enredaderas en lugar de podarlas y arrojaba los vasos al lavavajillas a lo loco, sin saber muy bien por qué estaba tan alterada. Los clientes más antiguos tenían sus sospechas. El joven Enzo se había ido a Roma a estudiar bellas artes. Con un imperdible en una oreja, un rosario de santa Ágata colgando del espejo retrovisor del coche y la radio permanentemente sintonizada en emisoras extranjeras en las que grupos estadounidenses interpretaban a gritos canciones desbordantes, había sido el taxista de la isla hasta que Castellamare se le quedó pequeña y la abandonó el verano anterior dejando tras él una nubecilla de humo del tubo de escape. Desde entonces, aunque Enzo le enviaba a Lena unas cartas apresuradas en las que le aseguraba que seguía considerándola una hermana, nada había salido a derechas en Castellamare, y Lena se embarcaba en sus dieciséis años con el corazón lleno de inquietud.

Como su bisabuelo Amedeo antes que ella, lo remediaba sumergiéndose de lleno en sus lecturas.

—Pero ¿qué te pasa? —se quejó Concetta una tarde mientras la ayudaba a lavar las pesadas cubetas de helado al tiempo que su padre, Sergio, barría las cartas de scopa dobladas y las colillas del suelo—. Enzo y tú sois iguales. Él no iba a quedarse satisfecho hasta que se fuera de la isla. Y tú, Lena, no haces más que leer esos libros extranjeros de tu padre como si también nos fueras a abandonar.

Lena, humillada, dejó a un lado Guerra y Paz.

—Eso no significa que vaya a irme.

—Cuando una persona lee libros tan gordos como ése —declaró Concetta—, es que está pensando en irse.

Ante el fregadero, Lena echaba chispas en silencio mientras rascaba los restos multicolores de las cubetas de helado y los echaba por el desagüe.

—A veces pienso que yo lo haría si pudiera —admitió Concetta—. A veces pienso que me habría gustado salir de esta isla e irme a una ciudad como es debido, como mi Enzo. Pero entonces me acuerdo de que soy vieja y de que ésta es mi casa, y se me pasa.

Aquel verano, siguiendo la sugerencia de Concetta, Lena fue a visitar a Enzo a Roma. Se llevó la maleta de cartón que en tiempos había pertenecido a su zio Flavio llena de pasta de melanzane, limoncello y marmellata de su tía Concetta. Él se puso muy contento al verla y nada parecía haber cambiado, excepto por el hecho de que, en el largo paseo que dieron en torno a las excavaciones arqueológicas, durante el cual le rodeó los hombros con el brazo como un hermano, le confió que estaba enamorado de un chico de Turín al que había conocido en su clase de historia del arte. No debía contárselo a nadie («Exceptuando a mi zia Concetta y a tu nonna y al signor Roberto, porque ellos lo entenderán»). La historia del chico de Turín, que Lena contó por teléfono a su nonna entre grandes sollozos aquella noche, no le había roto el corazón en absoluto, juraba con furia. Pero el caso es que Lena pasó los tres meses de vacaciones escolares que quedaban con su madre, en Inglaterra.

En años anteriores, Lena había telefoneado cada noche a su padre y la añoranza le producía dolor de estómago sólo con oír los sonidos del bar: el rugido de triunfo cuando algún jugador de scopa ganaba una mano, el silbido de la cafetera, el roce de las bisagras de la puerta. Se quedaba junto al teléfono en el salón, con los ojos cerrados, sosteniendo ante sí los sonidos de la isla como un vaso de agua, procurando no perderse ni un solo murmullo. Aquel año, por el contrario, las llamadas telefónicas la impacientaban.

—Voy a perderla —se quejaba su padre—. Pamela va a quedársela allí. Lo sé.

—No, Sergio, no... —lo consolaba Maria-Grazia—. Sólo necesita tiempo.

Pero un domingo por la tarde, cuando Mariuzza volvió de la gran villa del conte, se quitó los zapatos —tan deformes ahora como lo estuvieron en otro tiempo los de Pina— y dejó el bolso sobre la mesa ante la estatua de santa Ágata, oyó sonar el teléfono y supo con certeza premonitoria que quien llamaba era su nieta y que iba a darles una mala noticia.

Cara —respondió—. Cuéntame, ¿cuándo vas a volver a casa con nosotros?

—No voy a volver —dijo Lena con un hilo de voz—. Me quedo aquí una temporada.

Lena, cuya inteligencia habían alabado sus mayores, iba a quedarse en Inglaterra y a estudiar medicina, como su bisabuelo Amedeo.

Y ahora la Casa al Borde de la Noche parecía un lugar vacío; ahora sus muros contenían la ausencia de Maddalena igual que antaño habían albergado la maldición del llanto. Todo el mundo lamentaba su partida: los ancianos jugadores de scopa, que buscaban con la vista a la chica vivaz con su bandeja en alto; las viudas de Santa Ágata, que ya no tenían una querida jovencita a la que colgar sus rosarios; Sergio, detrás de la barra, que tenía la sensación, una vez más, de que la isla era demasiado pequeña, demasiado estrecha, y que se había convertido de nuevo en il ragazzo di Maria-Grazia; y por supuesto también Robert, cuya medalla, olvidada, languidecía empañada en la mesa del vestíbulo junto a la estatua de santa Ágata, porque nadie la cogía para pulir su cara de bronce. Maria-Grazia incluso pilló a Concetta llorando en una ocasión, la primera vez en su vida que había visto a su amiga derramar lágrimas por algo.

—He sido una vieja tonta —confesó—, porque esperaba que esos dos se casaran, Mariuzza... Sí, de verdad. Y que se hicieran cargo de la Casa al Borde de la Noche.

—Bueno —respondió Maria-Grazia—. ¿Y no podrían llevar Lena y Enzo la Casa al Borde de la noche de todos modos? ¿Por qué tienen que estar casados para hacerlo? —porque ella, al igual que le había pasado en las semanas que siguieron a la partida de sus hermanos, se negaba con vehemencia a creer que la muchacha no volvería. No, se decía igual que se lo decía a Sergio, Lena sólo necesitaba tiempo.

Entretanto, fueron pasando las semanas, y luego los meses, hasta que su nieta llevaba fuera casi un año entero. Maria-Grazia sólo iba sobreviviendo de domingo a domingo, que era el día en que Lena solía telefonear para darles noticias. Había hecho progresos en sus estudios y aprobado una serie de exámenes de inglés importantes, con unas notas que, según entendía Maria-Grazia, eran impecables. Para alivio de su abuela, hablaba de otro chico.

—Volverá a casa —le susurraba Maria-Grazia a Robert las noches de los domingos, tendida en la cama de la habitación de piedra junto al patio sin poder dormir.

Y Robert la asía de la muñeca, como solía hacer en sueños las tardes de verano cuando hacía poco que eran amantes, y murmuraba:

Lo so. Lo sé.

Al final fue una especie de visión lo que la hizo volver, o así se lo explicaría Lena a su abuela años más tarde. Aquella tarde en particular, cuando subía desde la estación de metro envuelta en una ráfaga de aire caliente, ocurrió una cosa extraña: la asaltó el aroma de la buganvilla. Al principio sólo fue un leve rastro en el perfume de una mujer. Luego la rodeó por todas partes, una lluvia invisible de flores, cercana y lejana a la vez. La intensidad del recuerdo hizo que se detuviera en seco. Se había perdido, dos años seguidos, las fiestas de Santa Ágata.

Cuando fue consciente de ese hecho en la penumbra de la calle, le pareció tan espantoso que se echó a llorar.

Una camioneta dio un volantazo, una moto pasó con un largo bocinazo. Ella se acogió a la seguridad de la acera y el perfume desapareció.

No decidió volver a casa aquel día; todavía no. Pero a partir de aquel momento, una gran inquietud se apoderó de ella, y se volvió tan irritable como Ágata la pescadora cuando hacía mal tiempo. La isla se había impuesto en sus pensamientos, como si algo fuera horriblemente mal. Tal como le contó después a su abuela, fue como si hubiese percibido que el bar tenía problemas. Y eso era extraño, pensaba Maria-Grazia, porque si durante aquellos últimos meses del año 2007 se había estado gestando alguna clase de problema, fue como los temblores que venían justo antes de un terremoto, demasiado débiles para detectarlos con aparatos y agujas especiales, y nadie había reparado en ellos todavía.

Aquel otoño, cuando Lena seguía aún en Londres, Enzo el de Concetta volvió a Castellamare.

—¿Por qué? —preguntó Maria-Grazia cuando Concetta llegó corriendo al bar con la noticia—. Creía que lo único que deseaba era estar lejos de aquí.

—¡Sentía añoranza! —exclamó Concetta a medio camino entre la alegría y la frustración—. ¡Dice que tenía añoranza! Quiere conducir el taxi de nuevo, y hacer estatuas de la santa. Maria-Grazia, me temo que se ha vuelto completamente loco.

Pero la verdad era que Enzo había hecho las paces con la isla. Al parecer, estando lejos de Castellamare se había visto aquejado de una extraña dolencia. En Roma, en la escuela de bellas artes, para su consternación, cada dibujo que acometía acababa convirtiéndose entre sus manos en una escena de la isla: su iglesia, su plaza, sus hileras irregulares de chumberas, las cabras que ramoneaban en las laderas de su bahía, el Santa Madonna hundido con su quilla oxidada, la avenida de palmeras que llevaba hasta la villa del conte. Y una y otra vez la imagen de santa Ágata. De modo que volvió, una tarde ventosa, tres inviernos después de su partida, para conducir el taxi de nuevo.

—Pero ¿por qué volver aquí? —le reprochaba Concetta, aunque había llorado mucho cuando se fue, maldiciendo sus ambiciones—. Ibas a convertirte en un artista de moda, en Roma o en Estados Unidos, con exposiciones y galerías y no sé cuántas cosas más.

En cuanto llegó, Enzo empezó a trabajar en lo que acabaría convirtiéndose en su obra maestra. En el antiguo estudio de su antepasado Vincenzo se alzaba desde que los isleños tenían memoria un bloque de piedra apenas desbastado, una roca procedente de las cuevas junto al mar. En algún momento del siglo anterior, Vincenzo había encargado a los pescadores que la sacaran con unos cabrestantes, con la intención de convertirla en una imagen a tamaño natural de la santa. Ahora, Enzo había decidido completar la estatua.

Trabajaba en los contornos de la piedra con un cincel, y la contemplaba frunciendo el ceño, pálido y ensimismado, con el pelo cubierto de un polvillo ceniciento.

—No sale bien —decía, hablando como si su zia Concetta no estuviera presente—. No consigo que funcione.

Concetta, entornando los ojos, le preguntó:

—¿Qué se supone que debe llegar a ser?

—Santa Ágata. —Enzo tocó un pliegue de la túnica de la santa—. Y aquí, a sus pies, se supone que tiene que haber un mapa de la isla. Aquí están las barcas de los pescadores, con todos sus nombres... Y el borde de la túnica se convierte en el mar. Mira, aquí están la En Dios confío, la Santa Madonna, la Santa Ágata salvadora, la Santa Maria della Luce, aquí la Maria Concetta y la Estrella de Siracusa. Todas las barcas que han navegado hacia esta isla o desde ella, las que sobreviven y las que naufragaron.

Gesticulando y tendiendo la mano como si quisiera coger algo, Enzo acabó por rendirse y dejó caer los brazos a los costados.

—La roca volcánica es demasiado porosa, demasiado quebradiza. Pero Vincenzo especificó que tenía que hacerse con este bloque en particular. Debía de tener algo especial en mente. Está ahí, en algún lugar del interior de la piedra.

Concetta no sabía si alegrarse o desesperarse con su sobrino. Se quedó allí sentado, encorvado sobre la figura de la santa, y a altas horas de la noche se oyó el golpeteo de su cincel a través de las ventanas abiertas del viejo estudio.

—Quizá Lena también vuelva a casa —murmuró Maria-Grazia a Robert aquella noche, llena de expectación.

Y eso hizo, finalmente, cruzando en el ferry de Bepe a principios del verano siguiente. Había pasado fuera dos años enteros. Sentada en la bancada de madera barnizada, en la proa de la embarcación de Bepe, se sentía muy debilitada, como si el tiempo hubiese viajado dos veces más rápido desde que se fue de la isla. Ya no tenía la piel tan curtida y resistente como antes, y había olvidado cómo picaba aquel sol, el aire que se abatía sobre ti en oleadas calientes, el blanco puro en el que acababan convirtiéndose todos los colores bajo su luz.

El ferry viró a contramarea, con el agua arremetiendo contra el costado izquierdo, y Castellamare se alzó ante ella. Y de pronto estaba en el embarcadero y ascendía por la antigua ladera, y la isla la asaltó con la intensidad del recuerdo: el siseo hidráulico del mar, el olor familiar de aquella tierra, cálido y polvoriento. Y, sin embargo, la vio también con los ojos de su madre: vio que las calles por las que subía estaban llenas de aire viciado y las aceras cubiertas de excrementos de perro, que las fachadas de la iglesia y de las tiendas estaban desconchadas, y que todos los habitantes parecían encontrarse en diversas fases de la vejez. Era uno de esos lugares que no pueden amarse sin esfuerzo, y aun así, ahora comprendía que era el único en la faz de la tierra que ella adoraba.

En la hilera de sillas del exterior de la tienda de Arcangelo, la gente se quedó mirándola fijamente.

—¿Es ésa Lena Espósito? —preguntó en susurros bien audibles la viuda Valeria—. ¿Es Maddalena Espósito, la chica de Sergio?

—Sí, signora Valeria —respondió Lena, intentando evitar que alguien la irritara el día de su llegada—. He vuelto a casa.

—Está mucho más alta... ¡y muy pálida! Como un pequeño fantasma, ¿a que sí? —susurró Valeria al farmacéutico mientras levantaba la mano para saludar inocentemente a Lena.

Pero ahí estaba la plaza. Ahí estaba el porche con su maraña de buganvillas. Ahí estaba su abuela... Y, sin embargo, vaciló un instante al acercarse: ¿era de verdad tan pulcra y menuda, tan vieja? Maria-Grazia dejó la bandeja que llevaba... Y de repente echó a correr como si le fuera la vida en ello, con los brazos abiertos para abrazarla y exclamando a cada paso:

—¡Lena, Lena, Lena!

Sus gritos llegaron hasta Robert, que salió también, incrédulo, protegiéndose los ojos de la blanca luz del sol con una mano. Y ahí estaba su padre, Sergio, que abandonó una bandeja de bebidas y se lanzó a la carrera para llegar antes que ninguno de ellos. Lena dejó que la enterraran en sus abrazos, ya sin pensar en volver a irse.

—¡Lena está aquí! —gritó Maria-Grazia a los clientes, que se habían quedado mirando—. ¡Mi nieta está en casa! ¿No os decía yo siempre que volvería?

Y así fue como Lena se convirtió en la primera Espósito que abandonaba Castellamare y volvía de nuevo.

—Me quedo aquí —le dijo a su abuela—. Ya me haré médica en otro momento.