Unas semanas antes de la festividad de Santa Ágata, se convocó una reunión especial del Comité de Modernización. Aquella noche, mientras los isleños estaban reunidos en el bar, una gran tormenta se abatió sobre la isla. Arremetió contra las ventanas de la Casa al Borde de la Noche con tanta furia que empezaron a dar sacudidas; recorrió los desagües y las ramas de buganvilla del porche con un sonido gutural. Alcanzó tal intensidad que Maria-Grazia tuvo que levantarse y gritar:
—¡Tenemos que conseguir que estas fiestas de Santa Ágata sean tan buenas como todas las anteriores! Aunque no nos quede dinero para pagar ninguna más.
De hecho, la Caja de Ahorros y Préstamos de Castellamare siempre había financiado, al menos en parte, la festividad de Santa Ágata. El banco llevaba tanto tiempo pagando que los isleños se habían olvidado ya de dónde procedía el dinero. Pero ahora, ¿quién cubriría los gastos de las flores de la iglesia y la procesión tradicional de músicos traídos especialmente de Sicilia? ¿Y los de los puestos con sus frutos secos garrapiñados y sus recuerdos de plástico, los de las camionetas llenas de vallas, generadores y focos y amplificadores que debían traerse por mar en el ferry de Bepe e instalarse en la plaza la víspera? A lo largo de las dos décadas anteriores, con la intención de atraer a más turistas y el deseo de complacer a los isleños que volvían cada año para celebrar el día de Santa Ágata, la fiesta había ido convirtiéndose en una celebración cada vez más impresionante, y ahora debían mantener el nivel.
Mientras discutían los preparativos, la lluvia fue intensificándose.
—Santa Ágata está furiosa —murmuró Ágata la pescadora en el rincón del bar desde donde seguía con la mirada a los jugadores de fútbol en la pantalla del televisor. Juventus contra Inter. En su vejez, Ágata se había vuelto una especie de forofa del fútbol—. Eso decíamos siempre cuando nos encontrábamos con una turbonada como ésta. Santa Ágata está furiosa. Una tormenta así sólo cae sobre un barco de pesca cuando a bordo alguien tiene el alma culpable.
Un par de los ancianos jugadores de scopa miraron de reojo a Maria-Grazia, porque no era ningún secreto que seguía pasando las tardes de los domingos en la villa del conte por motivos que ella se negaba a confesar a nadie excepto al signor Robert.
—Creo que se avecina un milagro —declaró Concetta—. Eso es lo que significa. No hay que ser tan pesimista, signora Ágata.
En un raro momento de calma gris, dos semanas antes de la fiesta, ocurrió un extraño milagro a medias. Cuando el ferry de Bepe surcaba las aguas turbulentas entre Siracusa y Castellamare, una sombra se aproximó al transbordador por debajo del agua. Cada vez se acercaba más al casco, inquietando a los turistas.
—Tiburones... —murmuró alguien.
De pronto, la sombra emergió a la superficie. Como si se tratara de una bala de agua en movimiento, quedó suspendida un instante y luego cayó con estrépito sobre la cubierta del ferry. No era un tiburón, sino un delfín. Tan gris como la lluvia, con el vientre rosado, se agitó sobre la superficie de metal oxidado del transbordador de Bepe, bramando y chillando en su propia lengua extraña, y dispersando a los turistas.
—¡Tranquilos! —exclamó Bepe—. Tranquilos. Permítanme que me acerque a él y vea qué es lo que quiere de nosotros.
Bepe había visto por primera vez un delfín listado cuando era joven, pero sólo a cierta distancia y desde la proa del Santa Maria della Luce. Ahora que esta criatura había invadido su moderno ferry con su olor a pescado y chasqueando los dientes de una forma bastante desagradable, no tenía nada claro qué debía hacer con él. Así que agarró su bichero, apagó el motor y se acercó.
—Venga, venga —murmuró—. Chis, delfín. Deja de hacer esos ruidos. Buen chico. Stai bravo.
El delfín clavó un ojo brillante en el viejo pescador, que empezó a empujarlo con precaución y lo deslizó hacia un costado del barco. Entonces, de repente, el animal dio un furioso coletazo e hizo retroceder trastabillando a Bepe. El delfín saltó por encima de la borda del barco y se zambulló en el agua. Los turistas se agolparon en la barandilla y lo vieron aparecer de nuevo y quedarse flotando justo por debajo de la superficie del agua, mirándolos con sus ojillos negros, hasta que dio un giro repentino y se alejó, dejando sólo el mar vacío.
Cuando el ferry llegó al embarcadero de Castellamare, los pasajeros no podían creer que aquello hubiese ocurrido de verdad. Y cuando Bepe contó la historia en el bar, nadie lo creyó tampoco.
—No, es imposible, eso no ha ocurrido nunca —decía Ágata la pescadora, chasqueando la lengua con incredulidad—. Un delfín listado jamás saltaría a un barco de esa manera tan atrevida, como una de esas focas que actúan en el zoo.
—Pues lo ha hecho —insistía Bepe—. Ha saltado a mi barco.
—Ya, a ese enorme ferry tuyo, ¿no es eso? Te estás haciendo viejo —soltó Ágata la pescadora—. Con todos los respetos, signor Bepe, empieza a fallarte la memoria.
—¡Es verdad! —exclamó el barquero—. Lo he visto con mis propios ojos. Y tú no eres precisamente quién para llamarme viejo, signora Ágata, ya que naciste el mismo invierno que yo.
Ninguno de los dos se había casado nunca, pero no era ningún secreto que habían mantenido una discreta aventura durante los últimos cincuenta años, y ahora, en la vejez, discutían con la familiaridad de una pareja antigua.
—No seas tonto, stronzo —replicó Ágata la pescadora en tono afectuoso—. Eres un bobo de campeonato. ¡Un delfín listado subiendo de un salto a bordo de un barco!
Aquella noche, sin embargo, el pescador más joven, Matteo, y el bisnieto pequeño de Rizzu, a quien todo el mundo llamaba Rizzulinu, llegaron a su vez con extrañas historias. Subieron la cuesta hasta el bar con sus vaqueros llenos de agujeros y sus camisetas manchadas de sal —que llevaban estampadas las caras de grupos de música estadounidenses— y confirmaron entre murmullos la historia de Bepe. Sí, era posible, desde luego. Ellos también habían visto delfines surcando grandes olas junto a Morte delle Barche hacía dos días. Y un día al amanecer un gran banco de peces voladores había caído sobre ambos lados de su barca, la Provvidenza, como piedras de granizo. Y no hacía mucho, cuando pescaban bien entrada la noche con las luces apagadas, habían parado el motor y oído en las profundidades, debajo de ellos, el lamento de una ballena.
—Todo se ha vuelto muy extraño... —decía Ágata la pescadora, que ahora, después de que lo confirmaran otras fuentes, creía sin reservas en la historia de Bepe—. Parece que esté a punto de ocurrir algún milagro. Los peces también deben de darse cuenta.
Entretanto, circulaban muchos rumores extraños sobre il conte. Aunque seguía sin recibir a nadie salvo a Maria-Grazia, de la villa al final de la avenida de palmeras habían empezado a salir curiosos paquetes. Algunos eran rectangulares, como si fueran cuadros envueltos en papel de estraza, pero también trasladaban grandes cajones de embalaje, y en una ocasión incluso una caja que hacía ruido al moverla, como si dentro hubiera candelabros de latón sueltos.
—Está vendiendo sus posesiones —informaba Bepe, que se lo había oído contar al ama de llaves—. Todo lo que perteneció a sus padres. Los antiguos retratos, la cubertería de plata con el escudo de los d’Isantu grabado, las mesas y sillas francesas. Incluso los frescos de las paredes del salón. Supongo que se ha convertido en comunista en la vejez, desde la quiebra del banco.
—Pues yo creo que se habrá vuelto loco —decía Ágata la pescadora.
—No siente respeto alguno por el viejo conte, su padre —murmuraban los ancianos jugadores de scopa—. He ahí lo que significa eso.
Las tormentas continuaban. El viento derribaba las vallas de la festividad de Santa Ágata y el escenario improvisado que levantaron los albañiles Tonino y ‘Ncilino se cargó tanto de agua que, cuando lo probaron, el centro cedió, haciendo caer a la banda de música boca arriba en el barro. Una mañana, Maria-Grazia y Lena abrieron los postigos del bar y descubrieron que medio porche se había venido abajo. Los travesaños, con sus guirnaldas de vegetación empapada, pesaban demasiado y no aguantaron.
La casa misma parecía estar desintegrándose. En el tejado había goteras de las que caían gotas sobre el sofá de terciopelo de Amedeo, de manera que su superficie estaba permanentemente mojada. Una de las ventanas del piso superior se quedó abierta una noche, y la madera del marco se hinchó de tal manera que no hubo forma de volver a cerrarla, así que las visitas al baño corrían peligro de volverse lluviosas y ventosas. La pintura del vestíbulo se había puesto rugosa, y la mitad de los libros de la biblioteca estaban abarquillados. Sergio se sentó detrás de la barra del bar y fue secándolos uno por uno con el secador de pelo de Lena para salvarlos de sufrir un daño permanente.
Los isleños nunca habían tenido que enfrentarse al problema de la lluvia en las fiestas de Santa Ágata. Sin embargo, según Concetta, podía estar a punto de ocurrir un milagro, una mejora del tiempo, después de todos aquellos días de confusión.
—No ha habido ningún milagro importante desde que Robert surgió del mar —decía—. Ya toca, ya va siendo hora.
Siguió lloviendo durante toda aquella semana, así que el número de turistas iba disminuyendo: una pequeña tragedia, en un verano ya tan duro y decepcionante.
—Tienes que llamar ya a tu hermano, Sergio —decía Maria-Grazia—. Si lo llamas tú mismo y lo invitas a las fiestas, a lo mejor esta vez viene.
Pero la línea telefónica estaba cortada; en la esquina de la Casa al Borde de la Noche, la buganvilla la había arrancado al caer abruptamente sobre el porche. No había manera de llamar a Giuseppino.
Lena vagaba por las habitaciones de la casa como un alma en pena, pero Maria-Grazia había tomado una férrea decisión.
—No pienso abandonar la isla. Mi intención es morir aquí, como mi padre, Amedeo, y como mi madre, Pina. Moriré en esta casa, que ha sido nuestra durante noventa años. En esta casa donde todavía vive el espíritu de mi padre, donde yo nací. Y Robert no puede irse. Está unido a este sitio.
—Las cifras son las cifras —dijo Sergio en tono sombrío—. Los números son los números. No podemos sacar dinero de la nada.
—¡Pues parece que eso es lo que han hecho todos los demás! —replicó Maria-Grazia, antes de subir la escalera pisando fuerte hasta la buhardilla para contemplar desde el antiguo escritorio de su padre el mar gris y embravecido.
Como nadie más parecía dispuesto a hacerlo, Lena empezó a revisar cosas y a hacer el inventario anual, temerosa de los inspectores que trabajaban para el gran banco del continente, a quienes se había visto en la isla vecina llamando a las puertas y amenazando con llevarse microondas y televisores. El siguiente pago a la caja de ahorros estaba previsto a finales de aquella semana, y corrían el riesgo de no poder satisfacerlo. Lena empezó a primera hora de la mañana a sacar montones de papeles y catálogos antiguos para tirarlos a la basura, limpió y sacó brillo a la cafetera y a la máquina de helados hasta dejarlas relucientes y preparó las cajas del televisor y el futbolín para poder guardarlos de nuevo rápidamente. Se dedicó luego a las reservas de la despensa: zumo de melocotón, patatas a la paprika y galletitas de almendra pequeñas y duras para acompañar el café; arancello, limoncello, limettacello. Sí, había suficiente para la fiesta. Anotó todas esas cosas en el libro de contabilidad. Maria-Grazia la observaba con los labios apretados y frunciendo el ceño igual que lo habría hecho su padre, Amedeo.
—Hasta que se hayan terminado los preparativos para la fiesta, no hablaremos más sobre lo que ocurrirá después —declaró Maria-Grazia cuando Lena hubo terminado—. Tenemos demasiado que hacer. Hay que decorar todo el bar, hacer tres mil pastelitos. Hay que limpiar bien las ventanas, colgar las bombillas de la buganvilla; fregar las baldosas del porche y hacer algo con esa enredadera caída que gotea por todas partes en el sitio donde se tendría que bailar. Hay que preparar las botellas de arancello, limettacello y limoncello, sacar las jarras de café del aparador y mezclar bien el helado en las cubetas para que no se estropee. Cuando Giuseppino vuelva para las fiestas, le pediremos que nos ayude con esta deuda, y con eso ganaremos un poco más de tiempo.
«Si es que Giuseppino vuelve», pensó Lena, aunque no dijo nada.
Sergio se quedó toda la noche preparando bolas de arroz y pastelitos, trabajando en silencio con su delantal y la camisa arremangada. Hacia las once, Enzo llegó para echarles una mano durante una hora, pero acabó quedándose hasta la mañana. El sobrino de Concetta trabajaba la masa como si fuera arcilla, con unos dedos delicados de artista, y todos sus pastelitos adoptaban la forma de la santa. Mientras tanto, Lena y Concetta salieron corriendo bajo la lluvia y cortaron guirnaldas de buganvilla que colgaron dentro del bar. Las ramas goteaban en el suelo, formando charcos oscuros. Las tres mujeres, encaramadas en sillas en el bar cada vez más oscuro, colgaban del techo banderines de la santa.
Ya no había florista que proporcionara los pétalos para la festividad —la tienda de Gisella había sido la primera en cerrar—, así que aquella noche, meciéndose bajo unos paraguas que se agitaban, las mujeres de la isla salieron con cubos, cestas y bolsas de la compra, como habían hecho antes de la guerra, y empezaron a despojar todas las plantas y bancales de sus flores. Se colocaron luces en los restos del Santa Madonna y en los arcos de la tonnara de los pescadores, y cuando Maria-Grazia y Lena subieron la ladera de nuevo, vieron que al final la fiesta podría celebrarse, que ya daba comienzo, con aquel mágico silencio que impregnaba la oscuridad lavada por la lluvia.
Y en aquel silencio se internó Giuseppino, que había desembarcado del último ferry del día cargado con su equipaje. Con su flamante traje gris, arrastrando la maleta de ruedas sobre los adoquines, resultaba una figura extraña, encogida. Los isleños no lo reconocieron cuando cruzó el pueblo, empapado y tan furtivo como zio Flavio a su regreso después de la guerra. Sólo cuando Concetta entró corriendo en el bar y gritó «¡Tu hijo está aquí, Mariuzza! ¡Tu hijo!», Maria-Grazia bajó del porche en la oscuridad y reconoció a su chico. Giuseppino se detuvo ante ella y se sacudió la lluvia del poco cabello que tenía. Lena se secó tímidamente las manos en el delantal, porque no reconocía a Giuseppino; en realidad, no lo había visto nunca.
—Salve —dijo él muy tieso en el italiano que llevaba décadas sin hablar—. Estoy en casa.
La alegría que sintió Maria-Grazia en aquel momento ante su hijo no podía compararse con ninguna que hubiera sentido antes o que sentiría después.
Atraído por el ruido y las exclamaciones, Sergio se acercó al extremo del porche entornando los ojos bajo la lluvia. Bajó los peldaños y accedió a estrechar la mano que su hermano le tendía. Concetta y Lena se apartaron, con la sensación de que por fin se había producido un milagro, pues Sergio había empezado a hablar precipitadamente mientras jugueteaba con los cordones del delantal.
—Un préstamo, Giuseppino. Mil euros, quizá dos mil... Lo suficiente para pagar la letra del banco y que el bar siga funcionando durante el invierno... De otro modo lo perderemos todo. Yo voy atrasado en los pagos, ya sé que no debería pedírtelo...
Giuseppino se sentó. Se frotó el pecho y apoyó la maleta contra una silla empapada. Al fin, dijo:
—No puedo ayudarte, Sergio.
—Pi fauri, Giuseppino.
—No puedo ayudarte porque no tengo dinero. Mi negocio se ha ido a pique.
Maria-Grazia se adelantó entonces y asió a Giuseppino por los hombros.
—¿Qué quieres decir?
—Que he tenido que declararme en bancarrota... La empresa ha cerrado...
De pronto, Maria-Grazia pareció una persona de gran envergadura, gigantesca, como su padre, Amedeo.
—¡Bancarrota! —exclamó—. ¡Mírame a la cara, Giuseppino! Explícame qué has hecho.
El hijo, bajo la mirada acusadora de su madre, habló con tono más tajante, irritado.
—Comerciaba con el futuro, y ahora ya no. El dinero ha desaparecido. La crisis. El negocio ha fracasado.
—Pero tu trabajo, tan importante... —murmuró Maria-Grazia sin entender nada.
—No es un trabajo tan importante —replicó Giuseppino—. Compro y vendo contratas. Vosotros, los isleños, os pensáis que soy rico... Pero ¡sólo he estado a punto de serlo! ¿Qué os creéis que puedo hacer yo, una especie de milagro? —Su voz se volvió quebradiza de puro desdén. Unos cuantos vecinos se habían congregado en el extremo del porche, atraídos por la promesa de escándalo.
—Pero tu apartamento... —continuó Maria-Grazia—. Los coches caros...
—¡Lo compré todo a crédito!
—¡Ay, ay, ay, Giuseppino! —exclamó Concetta con un lamento espontáneo—. ¿Qué ha sido de ti desde que dejaste esta isla?
Giuseppino agachó la cabeza un poco más, exponiendo la calva circular que tenía en la coronilla y que hacía juego con la de Sergio.
—¡Ay, Giuseppino! —exclamó Maria-Grazia—. ¿Qué diría tu abuelo Amedeo si estuviera aquí?
—¿Acaso no os he enviado siempre dinero? —replicó Giuseppino, finalmente ofendido y dispuesto a contraatacar—. Aquellos dos millones de liras para las reformas. Siempre he hurgado en mis bolsillos para que hicierais reparaciones, para compensar que la cosa no diera beneficios, una y otra vez, pese a que Sergio me apartó de todo lo que tuviera que ver con este bar desde el principio. ¡Vosotros también os habéis aprovechado, mamá! Sergio y tú, papá y todos los demás. Queríais una furgoneta, y luego quisisteis arreglar el tejado, comprar televisores nuevos... ¡todos queríais estar en el ajo, no sólo yo!
Sergio, que se había quedado en el umbral sin hablar, se encontró entonces convertido en el foco de la atención de los vecinos, colocado a la fuerza en la posición, poco familiar para él, de ser el hijo con más éxito. Vio a su hermano encogido, vencido, y el triunfo le dejó un sabor amargo en la garganta, como de vino picado.
—Mamá, zia Concetta, ya basta —murmuró—. Giuseppino, ven adentro.
Su hermano se levantó de la silla y dejó el cuaderno de historias de Amedeo en las manos de su madre.
—Aquí tienes —dijo—. Te lo devuelvo. Al menos nadie puede acusarme de haberlo robado, porque siempre dije que lo devolvería cuando regresara a la isla, y así ha sido.
Al final, para él supuso un cierto alivio seguir a su hermano y entrar al bar, y aceptó la vuelta a casa como lo haría un vagabundo del cuaderno de historias de su abuelo: empequeñecido, sin un céntimo, reducido a su estatura original.