Poco después de que Tullio hubiese cumplido diecinueve años, todos los chicos de su antigua clase de la escuela recibieron cartas en las que se les ordenaba viajar a Sicilia. Una vez allí, debían someterse a una revisión médica. Tullio regresó de dicho examen con un nuevo corte de pelo urbano y abrumado por pensamientos que lo volvían callado y meditabundo pese a que nunca había sido un muchacho introvertido. Lo habían declarado médicamente apto, y al cabo de unos meses llegó una carta con un sobre verde que le mandaba presentarse en el cuartel de Siracusa.
Tullio consideró el asunto durante medio día, tumbado boca arriba en el dormitorio abarrotado de las medallas de fútbol y los coches de hojalata de su infancia, tras haber dado órdenes a sus hermanos de que no lo molestaran. Pero aquella noche, cuando sus amigos se congregaron en el porche del bar a hablar de aviones y ametralladoras, de las ciudades de Italia y de montañas lejanas, parecía ensimismado. Cuando el bar cerró sus puertas, se plantó ante sus padres para anunciarles su decisión.
—Voy a ir. Si no lo hiciera, durante toda la vida tendría la sensación de haberme perdido el mundo real. Además, no tengo elección, así que más vale que todos nos lo tomemos con la mayor alegría posible.
Su decisión dejó a Pina destrozada, pese a que desde que era pequeño la mujer había pensado que Tullio debía vivir lejos de la isla. Le pareció indecente que no llorara o se resistiese, que se despidiera con una sonrisa desde la barca de pesca que lo alejó de ellos.
—Acabarán llevándoselos a todos —dijo ella entre sollozos—. Por santa Ágata y todos los santos, ¿por qué deseé que se me concedieran tres varones?
Tullio les envió a modo de recuerdo una fotografía suya ataviado con el uniforme del regimiento. Cada dos semanas les mandaba cartas en las que aludía sólo vagamente a su paradero. Por el polvo que caía de sus páginas, les parecía que se trataba de algún lugar cálido como su propia isla —Libia o Abisinia, no el norte frío— y Pina al menos dio gracias por ello.
Cuando Flavio recibió su carta verde, ya tenía hecha la maleta y se había entrenado haciendo flexiones y abdominales en su dormitorio para estar «listo para la batalla». Tres semanas más tarde, les mandó desde el cuartel de Siracusa una carta impaciente y sin signos de puntuación junto con la fotografía correspondiente, y no volvieron a saber de él.
El horrible día de 1942 en que el más pequeño, Aurelio, partió de la isla, Amedeo permaneció de pie ante la barra del bar sin pronunciar palabra, con las manos separadas y apoyadas en ella para sostenerse, clavado allí igual que Maria-Grazia años atrás en el alféizar de piedra de la ventana del pescador Pierino. Ni a ella ni a su madre se les ocurrió nada que decirle.
En su fotografía, Aurelio se veía lloroso y un poco aniñado, con el cuello irritado por la navaja de afeitar.
Las fotografías de los regimientos de los Espósito se añadieron a las expuestas en el pasillo, y a veces, cuando Maria-Grazia bajaba por las mañanas sin hacer ruido por las escaleras, encontraba a su padre de pie ante ellas.
En aquella época, oyó llorar a sus padres, algo de lo que nunca había sido testigo. El llanto la despertó una noche, completamente desorientada.
—¡Nunca debería haberlos animado a marcharse! —oyó decir a Pina entre sollozos—. ¡Nunca debí hablarles de Italia más allá de nuestras costas, ni de las universidades, las ciudades o los palazzi!
Y su padre respondió:
—¿Quién ha conseguido retener a sus hijos? Se han llevado incluso a los hijos de Rizzu, el oficial de reclutamiento los sacó de la isla a rastras. ¿Cómo íbamos a mantener a los nuestros aquí?
—Da igual, amore —contestó Pina llorando—, no volverán a casa. Lo sé... no van a volver...
Y entonces la voz de su padre se tornó también aguda, lamentándose:
—¡Nunca debí hacer aquel trato con la santa! ¡No debería haber trocado la vida de Maria-Grazia por las suyas! ¿Qué he hecho, Pina, amore, qué he hecho?
Nadie consiguió sacarle qué pretendía decir con eso, ni Pina, ni su hija. Pero fue como si él ya supiera que los chicos no iban a volver.
La noticia de que Tullio había desaparecido en combate llegó por telegrama. Había ocurrido en Egipto. La comunicación de que a Aurelio lo habían dado por muerto en la misma batalla llegó una semana más tarde: los dos chicos, Tullio, el mayor, siempre líder, y Aurelio, el menor, siempre seguidor, habían desaparecido juntos. La notificación sobre el mediano, Flavio, llegó tres meses después, aunque había desaparecido en combate casi en el mismo momento.
Luego llegó una carta más larga en la que se informaba a Amedeo de que Il Duce le había concedido a Flavio una medalla por los servicios prestados contra los británicos en Egipto. Su sargento incluía dicha medalla, porque era lo único que se había encontrado de Flavio durante la retirada.
Sosteniendo en las manos el disco de metal, Amedeo se vino abajo, y lo mismo le ocurrió a Pina. Con los hombros hundidos, el médico echó a los clientes del bar y cerró las puertas.
—Seguirán cerradas —añadió— hasta que encuentren a nuestro Tullio, nuestro Flavio y nuestro Aurelio.
Se retiró a su estudio en la buhardilla de la casa, donde sacaba brillo una y otra vez a la medalla de Flavio como si tratara de borrar el relieve del Duce grabado en su cara de bronce. Volvió a sumergirse en sus historias, sumido en una perplejidad que lo hacía parecer drogado. Entretanto, Pina, a quien habían pedido que volviera a impartir clases en la escuela ahora que el maestro Calleja estaba combatiendo en Trípoli, cumplía con su cometido con calma, pero por la casa se movía como si estuviera aletargada, sin que la perturbaran ya la ira, la pasión ni el orgullo feroz, ni, de hecho, nada en absoluto. A Maria-Grazia le daba la sensación de estar viviendo no con su madre, sino con el fantasma de la misma, y con un doble de su padre, distraído y desamparado, que iba de aquí para allá como un anciano encorvado.
La Casa al Borde de la Noche seguía cerrada. En los espejos de detrás de la barra, en los que el nombre del local se había grabado con una letra sinuosa y enrevesada, empezaban a aparecer manchas de herrumbre, y las lagartijas se paseaban por ellos dejando rastros de huellas de cuatro dedos. El bar, igual que todas las cosas en la isla sometidas a la influencia del sol y el polvo, recuperó su perpetuo tono ambarino desvaído con alarmante velocidad, de modo que, visto desde la distancia, parecía la fotografía en sepia de un edificio.
Maria-Grazia acabó de crecer en medio de aquel silencio reverencial. Sus padres estaban deshechos y ella los atendía con cariño. Pero en su interior se desataba una tormenta. Ella no estaba deshecha: tenía casi diecisiete años, llevaba dentro de sí un prieto ovillo de vida y se sentía aplastada entre ellos dos, con su dolor y sus silencios, sin apenas espacio para respirar. No quería creer, como hacían ellos, que sus hermanos no iban a volver a casa, que nunca más descubrirían a Tullio enredado con alguna chica tras las buganvillas, que Flavio no volvería a interpretar con su trompeta una de sus marchas fascistas. Lo más difícil era lo de Aurelio, que (aunque nunca se lo había confesado a sus padres y se negaba a permitirse a sí misma recordarlo excepto muy de vez en cuando) había acudido a hurtadillas a su habitación de madrugada el día de su partida y llorado en sus brazos, atormentado por un temor sosegado. Sabía que Aurelio, siempre el más bondadoso de sus hermanos, en el fondo era como ella: nunca había querido marcharse de la isla, adoraba sus mediodías tras los postigos cerrados y sus caminos aplastados por el peso del calor y el silencio. A Aurelio le había bastado con aquel mundo pequeño, y aun así lo habían enviado muy lejos, cruzando el mar, para terminar perdido en los desiertos de África. Si se permitía pensar en eso, Maria-Grazia, al igual que sus padres, podía acabar negándose a seguir viviendo su propia vida. Así pues, por mera supervivencia, decidió no creer que sus hermanos habían muerto.
El verano siguiente a la partida de Aurelio, dos representantes del conte acudieron a la Casa al Borde de la Noche con una oferta por escrito para adquirir el bar.
—¿Por qué no? —soltó Amedeo con un aspaviento.
—¿Y qué harán Tullio, Flavio y Aurelio si vendemos el bar mientras ellos no están? —exclamó Maria-Grazia—. ¡Ten un poco de sentido común, papá!
—Las cuentas no cuadran —terció Amedeo—. Ya no tengo fuerzas para volver a abrir este sitio.
Maria-Grazia, cansada de los lloros de sus padres, asumió entonces el mando. Había acabado la escuela con las notas más altas: ochos y nueves, incluso dieces en aritmética y lengua y literatura italianas. Sin abrir siquiera los libros recibidos como premio (Pirandello, Dante y un volumen de poesía fascista), al día siguiente acometió la tarea de recuperar el bar. Si sus padres no eran capaces de ocuparse de la Casa al Borde de la Noche, lo haría ella.
Abrió sus puertas y empezó a dedicarse al negocio de manera limitada, en un intento de conjurar la ruina económica que había empezado a cernirse sobre ellos como la derrota que se cernía sobre el país entero. Cuando ahuyentó de los espejos a las lagartijas, que ya los consideraban su territorio, vio reflejarse en ellos el horizonte increíblemente azul del mar y se permitió soñar con el día en que sus hermanos lo cruzaran de regreso como héroes de guerra con medallas en el pecho. Entonces, tal vez, se convertiría en una mujer ilustrada, pero ahora no, todavía no.
Ya no podía conseguir el tabaco y las cerillas que antaño les llegaban de la isla vecina, ni los paquetes de goma de mascar o las botellas de licor. Un cargamento de arancello había sido objeto de un bombardeo en el estrecho de Messina; los pistachos para los pastelitos, que venían de Sicilia, ya no podían adquirirse porque los campesinos de esa isla, medio muertos de hambre tras haber perdido la mitad de la mano de obra en el esfuerzo bélico, consumían toda la cosecha para alimentarse. Desde los inicios de la guerra, las mujeres de Castellamare habían acaparado toda la comida llegada de fuera de sus costas que quedaba: latas de fruta y chocolate en polvo de la tienda de Arcangelo, paquetes de biscotti, salamis enormes. Maria-Grazia ya no podía conseguir café para el bar, y hacía mucho que era imposible preparar chocolate caliente. La panadería tampoco proporcionaba otra cosa que el pan duro y rústico de la isla, y cuando el suministro de harina se volvió esporádico, incluso éste empezó a escasear y normalmente estaba seco y granuloso. Los cerdos de la isla estaban flacos, y el carnicero había recurrido a cortar los jamones en rodajas finas como pétalos para vender más por el mismo precio. Todo cuanto podía cosecharse en aquel verano de 1942 se recogió como de costumbre, pero después los aldeanos más desesperados irrumpieron en los campos como habían hecho en el siglo XIX y espigaron lo que quedaba, y otros se dedicaron a vagar por cercados y huertos abandonados en busca de las naranjas bergamotas, esas frutas rugosas que se dejaban en los árboles desde la temporada anterior y que unas veces resultaban suculentas y otras secas y arenosas por dentro. Los labriegos andaban también en busca de «verduras», que en realidad no eran más que malas hierbas y brotes de plantas, pero que podían atarse con cordel y venderse en el mercado. Recogían cubos de los grandes babbaluci, los caracoles que encontraban debajo de las rocas tras las lluvias y recolectaban frutos silvestres de los arbustos espinosos de las tierras de caza sin cultivar del conte.
Cuando llegara el final de la guerra, todos estarían comiendo caracoles y brotes verdes. Por el momento, Maria-Grazia servía burdas imitaciones de los magníficos pastelitos de antaño, arancello y limoncello caseros —que compraba directamente a las viudas ancianas de la isla— y lo que ella bautizó como caffè di guerra: agua caliente con un residuo arenoso de café. De manera irregular y quejándose en voz bien alta, la gente continuó acudiendo a la Casa al Borde de la Noche, aunque sólo fuera en busca de compañía. En los últimos años de la guerra, cuando todas las vías de ferrocarril habían sido bombardeadas y todos los puertos estaban ocupados, se inventaría platos fantásticos para los clientes con lo que quedaba disponible, una limonata sin nada de azúcar, café de achicoria, tostadas con tomate, tostadas con cebolla, tostadas con brotes verdes. De Sicilia podían conseguirse muy pocos bienes materiales, por la circulación constante de barcos de guerra en torno a la isla y porque en realidad no había nada que obtener. Pero de vez en cuando aparecían cosas extraordinarias en la playa. Una noche, el pescador ‘Ncilino, el yerno de Pierino, hizo correr la voz de que había una caja con varias radios sin cable que funcionaban a la perfección disponibles para venderse discretamente al mejor postor. Maria-Grazia lo abordó cuando regresaba de la playa y exigió ver los aparatos. Dos o tres de ellos habían sufrido daños al mojarse, otro tenía el dial destrozado y el último parecía intacto.
—Si me consigues las pilas —dijo Maria-Grazia— y si funciona, te la compraré.
El bar se estaba quedando anticuado y ella lo sabía, así que en un arranque de audacia que le impediría dormir durante varias noches, se gastó todos los beneficios de los dos primeros meses en aquella radio, superando incluso la oferta de Arcangelo, que quería adquirirla para su tienda. En cuanto ‘Ncilino consiguió las pilas, por medios que sólo él conocía, la radio cobró vida.
Maria-Grazia la colocó sobre la barra. Le encantaban la emisora de la BBC, que podía sintonizarse de vez en cuando desde Malta («Si el viento sopla de donde toca», decía Gesuina) y cualquier otra que emitiera música de jazz u orquestal, tan distintas de las canciones lastimeras de la isla, que eran cuanto había escuchado hasta entonces. Sin embargo, haciendo gala de su astucia, la joven sintonizaba sobre todo emisoras que dieran noticias de la guerra. Ahora que el bar era suyo y que aquella radio podía informar a todo volumen del paradero de sus hijos, sobrinos y nietos, la gente entraba en tropel y se apiñaba en torno al aparato pese a tener que pagar nada menos que una lira por un caffè di guerra y una tostada de pan granuloso con unos cuantos brotes verdes encima.
—De haber sabido que te estaba vendiendo la única radio en toda Castellamare —comentó ‘Ncilino compungido—, te habría cobrado más por ella. Pero ahí la tienes, Maria-Grazia, eres una mujer de negocios muy lista, y no tengo nada más que decir. ¿Quién iba a sospechar que te convertirías en una joven tan astuta cuando andabas traqueteando por ahí con aquellos aparatos en las piernas?
Maria-Grazia sabía qué opinión habían tenido siempre sobre ella en la isla. Sabía que era, en el mejor de los casos, «esa pobre niña de los aparatos ortopédicos», y en el peor «la niña tullida», aunque hubiera dejado de llevarlos a los catorce años y ahora se cansara sólo cuando recorría largas distancias o caminaba cuesta arriba. No se había deshecho de aquellas férulas, sino que las había guardado en la vieja caja de licor Campari del estudio de su padre, en la buhardilla, entre otras reliquias de familia. A veces sentía el peso fantasmal de aquellos artilugios, y por lo visto el resto de los isleños seguía creyendo que aún los llevaba ciñéndole los tobillos. De hecho, la ciega Gesuina había tardado cuatro años en percatarse de que ya no los llevaba, por la simple razón de que nadie se había molestado en decírselo.
—Ya no oía el ruido, claro —explicó la anciana, que ya tenía casi noventa años y necesitaba que todas las mañanas la acompañaran hasta el bar y de vuelta—. Pero pensaba que era simplemente porque también me estaba quedando sorda.
Cuando empezó la guerra, Maria-Grazia tenía quince años. En aquella época, los varones jóvenes de Castellamare habían sufrido un cambio, una especie de fiebre: los chicos que no tardarían en partir habían empezado a cortejar a la desesperada incluso a sus compañeras de clase más inocentes, como si todos ellos estuvieran dejando un depósito a cuenta de futuras esposas y novias. Durante semanas, las chicas y sus galanes se habían dedicado a merodear por los callejones y las cuevas de la orilla para volver al anochecer con manchas rojizas en el cuello, como las de la piel de una platija, ganándose con ello las reprimendas de sus abuelas. Pero ningún chico cortejó a Maria-Grazia, y mientras ella esperaba sentada en los peldaños, comprendió con amargura que seguía ocupando un sitio aparte en aquella isla. Siempre sería una persona distinta: una chica por la que había que rezar, no de la que enamorarse.
Por esa y otras razones, Maria-Grazia no se percataba ahora de una simple verdad que habría resultado evidente en cualquier población más grande: la de que era hermosa.
En cualquier caso, durante aquellos años de guerra, cuando los grandes barcos grises producían verdaderos maremotos en las costas de la isla, cuando un sinnúmero de aviones —británicos según unos y alemanes según otros— cruzaban el inmenso cielo azul como nubes de mosquitos, advirtió que su forma de gobernar el bar despertaba respeto, aunque fuera a regañadientes y ganado con mucho esfuerzo. Pues todos veían cómo llevaba el negocio, con cautela, como el capitán de un barco pesquero que lo aleja de la ruina y las pérdidas para internarlo en aguas más seguras. Era amable con los viejos jugadores de scopa y las viudas de Santa Ágata; conquistaba por completo a los pescadores jubilados, como había hecho su hermano Tullio, y nadie podía negar que pasaba en pie ocho horas al día, o diez, tan erguida y alta (o casi) como cualquier otra chica en Castellamare.
Sólo se permitía llorar por las noches, mientras barría colillas y los naipes de scopa combados del suelo, y no por autocompasión, sino por el absoluto agotamiento que le provocaban aquellas largas jornadas de trabajo, soledad y espera interminable.