Lo mandaron a las trincheras en Trentino.
Al verse arrancado de cuajo de la isla, dos cosas pasaron a ser vitales para él: la fotografía del día de Santa Ágata y su cuaderno de historias. Varios de sus colegas oficiales médicos habían llevado sus cámaras consigo contraviniendo las normas. Amedeo había dejado la suya en la isla, consciente de que en la guerra no habría nada que deseara retratar. Sólo quería ver aquella imagen que ya existía, con la que se abriría camino de vuelta a casa. La sujetó a la parte interior de su gorra para protegerla del barro. Siempre había barro, y cuando no era barro era hielo, y cuando no era hielo, agua, y cuando no era agua, gas y niebla. Parecía un mundo compuesto de elementos, en el que había hombres que se dividían en fragmentos, hombres que echaban espuma, hombres que gritaban. En la Facultad de Medicina de Santa Maria Nuova no le habían enseñado a volver a ensamblar a un hombre hecho pedazos.
Llevaba su cuaderno de historias en el bolsillo interior del traje de campaña. La flor de lis dorada de la cubierta acabó por borrarse; la piel se volvió mate. Pero Amedeo descubrió que las historias, al igual que la fotografía, se erigían en testigos de la verdad de que había otro mundo distinto de aquél. Su cometido consistía sobre todo en recordarles esa realidad a los pacientes cuando ya no podía hacerse nada más. A un capitán traumatizado por la guerra en un hospital de campaña lleno de barro, o a un oficial de infantería gaseado que se recuperaba de la ceguera, sólo tenía que preguntarles por su hogar, su infancia, su familia, y entonces veía brillar una chispa en los ojos del paciente y se obraba en él un cambio: las palabras emergían, titubeantes, y la historia particular de aquel paciente se desplegaba poco a poco, llenando el espacio que había entre ambos como si se tratara de una luz compartida en medio de la oscuridad.
Nunca registró por escrito aquellas historias. No quería recordarlas. Pero a veces de los labios del paciente no brotaba palabra alguna, y entonces Amedeo les contaba sus propias historias, los relatos imaginativos de su cuaderno, cuentos que habían evolucionado a lo largo de los siglos en las bocas de la gente humilde, calculados para alejar a las personas del mundo gris: la historia de la muchacha que se transformó en árbol, que se transformó en pájaro; la historia de los dos hermanos que se encontraron y no se reconocieron; la historia del loro que contaba cuentos. En toda la región llegaron a conocerlo como «el médico del hospital de campaña de Treviso que colecciona historias».
En ocasiones, hablaba a sus pacientes de la isla. El relato que ardía siempre en sus propios pensamientos era el que se contaba a sí mismo acerca de sobrevivir a aquella guerra y regresar a Castellamare. Para cuando la contienda llegó a su fin, Castellamare se había convertido en el único lugar en el que todavía creía. Todo lo demás había caído tras el velo gris que la guerra había interpuesto.
Tenía muchas ganas de ver a su padre adoptivo. A medida que la guerra avanzaba y retrocedía, habían surgido temas de los que ya no podían hablar, grandes abismos entre sus experiencias que amenazaban con volverlos enemigos. «Tal vez debido a que eres un expósito —había escrito el anciano doctor—, careces del sentimiento patriótico natural de tus camaradas, y esta guerra te resulta más difícil de soportar.»
«Tal vez debido a que soy un expósito —respondió Amedeo—, veo con mayor claridad sus falsedades.»
Llevaba más de un año sin recibir cartas del viejo doctor, y ahora él, en las postales con membrete del ejército, se limitaba a escribir: «Con cariño, Amedeo.» La guerra terminó, pero a él no lo licenciaron. Había soldados con gripe, aldeanos con gripe. Más variaciones de la misma muerte que había visto en las trincheras: la de los jóvenes y sanos, al igual que la de los viejos y débiles, con expresión de sorpresa en los rostros hinchados y un velo blanquecino en los ojos. Se liberó en 1919, y ya tenía cuarenta y cuatro años. A bordo del tren atestado que lo llevó hacia el sur hasta Florencia, atravesando pueblos desiertos y cerrados a cal y canto, lo invadió una sensación de desperdicio tan profunda que incluso notó su sabor de podredumbre en la boca. Aun así, vería a su padre adoptivo, regresaría a Castellamare y la vida daría comienzo una vez más de una forma u otra.
Fue directamente a la casa de su padre adoptivo. Cuando llamó a la puerta, le abrió una mujer tiesa como un palo, no el ama de llaves que él recordaba.
—¿Espósito? —repitió la mujer—. ¿El viejo doctor, quiere decir? Está muerto. La gripe acabó con él el invierno pasado.
Los parientes verdaderos de su padre adoptivo ya habían acudido desde Roma para llevarse todas sus cosas. Lo único que la mujer le devolvió a Amedeo fue el paquete de sus postales con membrete del ejército.
Le permitió recorrer las habitaciones de la casa. Habían desaparecido los frascos con serpientes, las máscaras, las barbas de ballena sobre las escaleras. Donde antaño colgaban sus piezas expuestas, sólo quedaban ahora unos cuantos alambres y recuadros de papel pintado descolorido.
—Todos hemos perdido a alguien, ¿sabe? —espetó la mujer con cierto tono de reproche cuando Amedeo se echó a llorar.
El doctor regresó a Castellamare sintiéndose muy confuso. Le parecía que su viaje anterior, en el vapor napolitano, había tenido lugar en otra vida y que la guerra era lo único real que había experimentado: nunca había habitado junto a su padre adoptivo en aquella casa que parecía un museo; nunca se había licenciado como medico condotto; nunca había sido aprendiz del relojero ni del panadero ni del impresor. Nunca había sido un bebé abandonado, nunca había nacido.
Pero Castellamare... Eso sí lo había vivido. El recuerdo de Castellamare perduraba.
El padre Ignazio le había escrito al acabar la guerra:
«Las cosas van muy mal por aquí. Muchos jóvenes ya no están entre nosotros (al menos veintisiete, según mis cálculos), otros continúan desaparecidos y los demás amenazan con marcharse, presas de la fiebre generalizada por América que parece estar arrasando la isla. La guerra ha hecho que en este lugar haya más estrecheces y mucha más hambre. Se encontrará con que pasamos muchas penurias.»
Gracias a aquella carta del cura, Amedeo se enteró de que el hermano de Rizzu se había marchado a América. El bar estaba cerrado, pues nadie había querido quedárselo. Al profesor Vella, el maestro, lo habían matado. A dos de los nietos de Rizzu los habían matado. Sólo el hogar del conte, a quien habían licenciado en Trentino en 1915 por una herida en la pierna, seguía intacto. Carmela, según escribía el cura, se había peleado con su marido y partido hacia el continente poco después del regreso del conde, pero éste la había recuperado. Algo relacionado con un amante. («Ten cuidado con Carmela —lo advertiría más tarde Pina—. Esta guerra la ha vuelto imprudente.»)
Pese a la carta del padre Ignazio, Amedeo no había esperado encontrarse el pueblo tan venido a menos. Llegó a la hora de la siesta y todas las casas de la calle mayor tenían los postigos cerrados. Se fijó, no obstante, en que algunas estaban cerradas por completo, con las puertas y ventanas tapiadas. En el exterior había objetos abandonados: una silla sin asiento, una planta de albahaca seca en una maceta resquebrajada. Dos críos jugaban en la tierra. Los reconoció vagamente, ya que él mismo los había traído al mundo; eran los gemelos de la familia Mazzu.
—Maddalena —llamó—. Ágato.
Los críos se acercaron, vacilantes.
—¿Dónde está el cura? —preguntó invadido por la acuciante necesidad de volver a ver a su viejo amigo, de comprobar que al menos Ignazio no había cambiado.
Los niños no lo sabían. Amedeo recorrió la misma ruta que había seguido durante su primera noche en la isla. La Casa al Borde de la Noche estaba cerrada a cal y canto, como le había contado el cura. El porche se combaba bajo el peso de las buganvillas descuidadas y los peldaños de entrada ya estaban plagados de malas hierbas.
Volvió a ocupar su antigua habitación en casa de Pina. Colgó la fotografía de la isla en la pared interior de piedra. Pina era la única persona de Castellamare que parecía caminar más erguida desde la guerra. Tras la muerte de su marido, la habían nombrado maestra de la escuela. Por la noche, ambos se sentaban con el padre Ignazio ante una botella de licor y hacían planes para rescatar a la isla de su abandono. Tenían que modernizarse. Necesitaban un servicio de ferry, un hospital con dos salas. Hacía falta una segunda aula para la escuela y un sistema de seguros funerarios para los ancianos. El conde había sido elegido alcalde otra vez, se quejaba el cura, y ahora nada cambiaba en la isla. D’Isantu siempre estaba en Sicilia ocupándose de sus oscuros negocios con unos amigos de Catania o pasando largos meses en su finca palermitana, cuando en Castellamare había muchas cosas por hacer. El bar se venía abajo, los desaparecidos no regresaban y nadie jugaba a scopa en la plaza ni bailaba al son del organetto.
Cuando Amedeo volvió a ver a la hermosa Carmela, al cabo de unas semanas, lo tranquilizó encontrarla tan poco cambiada. Abordándolo en el camino de la costa, que recorría vestida de domingo y bajo una sombrilla, dejó bien claro su disgusto esbozando un mohín.
—Dottore, nunca pasa a hacernos una visita formal. Y, según dicen, ya hace un mes que ha regresado. Las cosas han sido de lo más aburridas por aquí, no tengo ningún reparo en decírselo. No había ropa ni comida decente. Ni siquiera visitantes, durante la epidemia de gripe. Pero me alegro de que haya vuelto sano y salvo, y probablemente como un héroe de guerra, a diferencia de mi marido.
Amedeo, que no tenía ni idea de que ella tuviera el más mínimo interés en su bienestar, no supo muy bien qué responder.
Carmela lo invitó a acompañarla a ver las cuevas, una rareza histórica que él no había visitado nunca antes de la guerra. Amedeo seguía sintiendo cierta curiosidad divertida, de modo que decidió aceptar. En cuanto estuvieron al abrigo de la húmeda oscuridad, ella empezó a besarlo, a acariciarlo.
Desconcertado, Amedeo supuso que Carmela pretendía convertirlo en su amante, como Pina le había advertido.
—No te preocupes por mi marido —le susurró ella al oído—. Nunca lo he querido, y la isla entera sabe que es un tirano y un idiota.
Amedeo se liberó y, a modo de excusa, murmuró que los niños Mazzu tenían fiebre y que le había prometido al anciano y viudo Donato que pasaría a visitarlo antes de mediodía.
Carmela se dedicó a perseguirlo durante dos semanas. Lo interceptaba en cualquier rincón silencioso de la isla durante sus rondas. El decimoquinto día, Amedeo cedió e hicieron el amor sobre las piedras frías de la cueva. No habría sabido decir por qué lo consintió al fin, pero ella se había mostrado muy insistente y después el médico descubrió que, en realidad, no lo lamentaba demasiado. Le costaba sentir algo en particular.
Mientras se vestía en la penumbra, trastabillando, algo crujió bajo sus pies. Se arrodilló y descubrió un alijo de huesos blanquecinos.
—No te alarmes —dijo Carmela riendo—. Llevan aquí dos mil años. ¿Creías que lo de la cueva llena de calaveras blancas era sólo un bonito cuento popular? Adéntrate más y las verás. Los pescadores se niegan a poner un pie en esta cueva por temor a las maldiciones.
Amedeo más bien retrocedió a trompicones hasta la luz. Se sacudieron la arena de la ropa y el pelo y él recogió la sombrilla de Carmela. Tras abotonarse la ropa interior y ceñirse la estrecha cinturilla de la chaqueta —que, pese a sus quejas sobre la falta de ropa nueva, todavía olía al tinte del sastre—, recuperó su habitual elegancia. Sacó un espejo plateado y, a la luz mortecina de la cueva, se recogió de nuevo el cabello. A Amedeo, semejante capacidad de recobrar la compostura le resultó atrayente y aterradora a un tiempo. Él estaba empapado, despeinado, aturdido; ella no parecía haber roto siquiera a sudar. Carmela volvió a ponerse el sombrero, ajustó el ángulo y lo miró tranquilamente a través del velo de tul con puntitos, como si volvieran a ser dos extraños. De nuevo, la viva imagen del decoro.
—Dottor Espósito, lo he entretenido demasiado y va a llegar tarde a ver a su próximo paciente.
Cuando ascendían de regreso al camino, ella le mostró una segunda cueva en la que no había huesos, sino centenares de piedras blancas y luminosas. Amedeo las reconoció, pues los pescadores de la isla las clavaban en sus barcas como talismanes.
—La próxima vez nos encontraremos en ésta —comentó ella—, si la prefiere.
Volvieron al pueblo por separado. Carmela por la carretera principal, él por senderos y olivares en los que acabó con abrojos prendidos a los pantalones de lana buena. Pina le dirigió una mirada extraña cuando lo vio entrar en la casa, pero no dijo nada.
A partir de entonces, Carmela empezó a citarlo en las cuevas un par de veces por semana, y después, cuando il conte estaba ausente, también en la villa. Aquellas noches, Amedeo se sorprendía recorriendo el pueblo, hablando primero con todos, fingiendo para sus adentros que era libre de responder o no a la llamada de Carmela. Lo cierto era que no tenía esa libertad; nunca se negaba. Pero en tales ocasiones sus largos rodeos por el pueblo significaban que llegaba a la villa mucho después de que hubiese caído la noche, cuando podía tener la certeza de no ser visto. Durante el trayecto, cuando ya recorría con sigilo la avenida flanqueada de palmeras, Carmela aparecía en la ventana con una lámpara y lo hacía pasar en silencio a su habitación, con sus querubines barrocos de imitación y su techo de nubes desconchadas, para que los criados no advirtieran su presencia. Según le contó ella, el conde estaba considerando instalar la electricidad, pero, por el momento, sus encuentros tenían lugar bajo una luz tenue de tonos rosa y ambarino. Carmela imponía los términos de todas sus citas, y siempre lo despachaba antes del amanecer.
En cierta ocasión, Amedeo volvió a sacar el tema de su esposo.
—Mi marido es un completo idiota —dijo Carmela—. Ya le he sido infiel antes. Incluso me fui a Sicilia, pero él me hizo volver aquí. Me dijo que si tenía otra aventura acabaría con él. Pues estupendo. Espero que sea así.
Tanta frivolidad asustó a Amedeo.
—Pero, Carmela, la verdad...
—No te preocupes por si lo descubre. Él no ve nada. Hace meses que ni me mira. Está demasiado ocupado siendo un político importante, y yo me alegro de librarme de él. Tampoco estoy segura de que pase sus noches solo. No, esto nos viene muy bien a los dos. Sólo se enteró de mi última aventura porque yo se lo conté. Además, Amedeo, lo oirás llegar sin problemas.
Hacía poco que el conde había adquirido un automóvil, el primero de la isla (y destinado, de hecho, a seguir siendo el único de Castellamare durante treinta años). Había hecho que lo llevaran desde Palermo y lo descargaran en el pequeño embarcadero con ayuda de cuerdas, con muchos aspavientos y gritos. Lo conducía de aquí para allá por los caminos de tierra y las carreteras empedradas; sentado al volante, sudando bajo el gorro de cuero y las gafas, inspeccionaba el trabajo de sus jornaleros en los campos. Los ancianos se santiguaban cuando il conte se aproximaba en aquella enorme caja metálica que soltaba toses y gruñidos formidables.
Una vez, cuando Amedeo salió de casa de Carmela al amanecer y echó a andar por la avenida, oyó el rugido áspero del automóvil a la vuelta de una curva. Con un retortijón doloroso en las tripas, se arrojó entre la hierba y vio el coche pasar levantando polvo e iluminando los troncos de los árboles.
Al parecer, últimamente llevaba una vida de la que no era dueño, una existencia extraña, como de ensueño.
Aquel año, también el día de Santa Ágata sufrió cambios.
Desde el amanecer hizo un calor ardiente, febril. La misa de la mañana —en una iglesia tan atiborrada que ni siquiera una mosca podía pasar entre los hombros de los isleños— no recibió ni un soplo de viento. El mediodía trajo consigo una luz muy brillante y sombras cortas. La tradición dictaba que la imagen de la santa debía llevarse a cada ensenada y curva de la costa: bordeando los campos pertenecientes al conde d’Isantu; sobre las almenas rocosas en el cabo más septentrional; a través de las aldeas desnudas de la orilla meridional; entrando y saliendo de las cuevas marinas (allí, por lo menos, la oscuridad era más fresca) y luego al embarcadero, donde la imagen era recibida con incienso y una tormenta de flores. Aquel año, sin embargo, no había pescadores jóvenes para llevarla a hombros, de modo que los más viejos tuvieron que cargar con ella. Pesaba media tonelada y durante la procesión por el perímetro de la costa los pescadores avejentados avanzaron dando traspiés, coronados por cercos de sudor como dejados por la marea. Había que ayudarlos a recobrar las fuerzas con sorbos de vino y enjugarles la frente con paños fríos. Cuando llegaron al final del trayecto, los pescadores se zambulleron aliviados en las aguas de la bahía, pero descubrieron que apenas estaban lo bastante frescas para dejarlos satisfechos. El mar estaba apático y tibio, excepto en torno a las rocas, donde parecía hervir y formar remolinos de espuma.
Se bendijeron los barcos, se bautizó a los tres bebés del año, y los isleños emprendieron el lento camino de regreso colina arriba. Mientras los pescadores avanzaban penosamente, el sol se ocultó por fin y los lugareños se congregaron en la plaza, aliviados por la oscuridad.
El viejo Mazzu sacó a rastras su burro más flaco para que lo rifaran, se afinaron las guitarras y se desempolvaron los organetti y las viudas emergieron de la cocina de Gesuina, donde llevaban encerradas desde el alba, cargando con bandejas de anchoas a la parrilla y calabacines rellenos. La Casa al Borde de la Noche, sin embargo, continuó sumida en la penumbra. Aquel año no hubo partidas de scopa en la terraza, ni baile, ni vasos de arancello. Antes de que amaneciera, los isleños ya estaban en la cama, sobrios.
Aquel otoño, Amedeo decidió comprar la Casa al Borde de la Noche. Ya no soportaba verla ahí, vacía, y ahora que la isla estaba medio desierta, las casas tenían menos valor que la sal. Incluso un medico condotto podía permitirse una.
Desde la partida de su hermano, era como si la llama de Rizzu se hubiese apagado.
—Esa casa se está viniendo abajo —dijo—. No va a servirle de nada. Trae mala suerte.
Al final, Amedeo sólo pudo convencerlo de que aceptara quinientas liras y un pollo por ella. Incluso tuvo que regatear para subir el precio.
Dejó constancia de la compra y de la fecha en su cuaderno rojo: el 24 de septiembre de 1919. Ahora tenía un hogar y confiaba en ser capaz de dar alcance a la vida que había rozado con los dedos antes de la interrupción de la guerra. La casa, en efecto, se estaba cayendo a pedazos. Amedeo se instaló en las habitaciones del piso de arriba y procedió a reparar las paredes y reemplazar las puertas combadas. Comenzó a coleccionar cosas como había hecho su padre adoptivo. Recopiló historias, cachivaches y todo tipo de objetos pertenecientes a la isla. Recuperaba los trozos de cerámica y monedas romanas que los agricultores desechaban a diario y los llevaba con sumo cuidado a la Casa al Borde de la Noche. Colgó en las paredes azulejos decorados con colores fantásticos, con motivos de girasoles y flores de lis, y retratos de caballeros y damas nobles. Esas imágenes, con cientos de años de antigüedad, estaban pintadas con trazos precipitados y ondulantes que producían la sensación de que acabaran de secarse. Vincenzo, el artista, tenía muchos antepasados que habían pintado más azulejos de los que nadie necesitaría, así que los rescató de su sótano para dárselos a Amedeo de buena gana, pues le explicó que los turistas habían dejado de comprárselos en sus viajes a la península y estaba encantado de librarse de ellos.
De las catacumbas junto al mar, Amedeo extrajo montones de piedras blancas y luminosas y las alineó en todos los alféizares del piso de arriba. Entretanto, sobre la mesa del vestíbulo iban amontonándose fruslerías pertenecientes a santa Ágata, pues aquélla era a menudo la moneda con la que aquellos pacientes cuyo tratamiento no cubría el municipio le pagaban por traer al mundo a un bebé o por entablillar un brazo roto. Acumulaba miniaturas de la santa, botellas de agua bendita y una imagen en particular en la que santa Ágata se desgarraba el pecho para revelar un corazón de madera pintado de rojo. Aquella estatuilla le despertaba tanta ternura como temor. Nunca había encontrado consuelo en la religión.
En cualquier caso, Amedeo parecía haber empezado a entender por fin cómo era tener y vivir una existencia real. Todas las mañanas antes de iniciar su ronda se zambullía en el mar, convirtiéndose con ello en el blanco de las burlas de los pescadores, pues ningún hombre adulto de Castellamare habría nadado así, por pura diversión, cuando el otoño ya estaba al caer, ¡como si estuviera borracho! Cuando ascendía la colina, con el picor de la sal en los pliegues de la piel, se detenía a recoger una piedra blanca o un trozo de cerámica romana para llevárselo a la Casa al Borde de la Noche. Además de coleccionar cosas, Amedeo llevaba un registro de todo lo que compraba, así como de cada mejora que hacía en la casa. Las habitaciones de la planta baja seguían húmedas e inhabitables, y los dormitorios del piso de arriba, a oscuras y con los muebles cubiertos con guardapolvos. Al principio, el trabajo avanzaba despacio. En las noches de tormenta se veía obligado a dormir bajo una lona impermeable, y en esas ocasiones el médico sentía algo muy cercano a la felicidad.
Durante las primeras semanas de otoño, Amedeo emprendió un estudio sistemático de los relatos de la isla, porque había empezado a temer, dada la agitación general en que se había sumido el mundo, que aquellas historias se perdieran. No era el único preocupado por la desaparición de las cosas. Las historias brotaban a raudales, y Amedeo sólo tenía que acudir a donde pudiera escucharlas, a los sitios a los que su ronda de visitas solía llevarlo: las lúgubres habitaciones de los pisos superiores donde las viudas desgranaban las cuentas del rosario; los cobertizos polvorientos de los pescadores; y, en las afueras del pueblo, las casas abandonadas, pedregosas y bíblicas, frecuentadas por los niños de la isla. Era en los sitios sombríos, por lo visto, donde se encontraban las historias. Cuando regresaba de esos lugares, Amedeo transcribía los relatos en su cuaderno.
Instaló su antigua cámara de fuelle en la única habitación seca: el pequeño desván de la buhardilla, lleno de cajas de embalar viejas que habían contenido, según sus rótulos, cigarrillos Modiano y licor Campari. Colgó una cortina roja en la entrada, como si la habitación fuera un estudio fotográfico. Para él, la Casa al Borde de la Noche era un enorme museo como la casa de su padre adoptivo, lleno de libros y objetos curiosos. Y a pesar de que no tenía esposa ni hijos, anhelaba fotografiar a sus descendientes, numerosos como las estrellas, cuyos retratos adornarían un día el pasillo y las paredes de la escalera.
Durante aquel caluroso otoño, tras la festividad de la santa, empezó a sentirse menos satisfecho de su relación con Carmela. Había adquirido el hábito de encomendarse a la temible estatuilla de santa Ágata cuando entraba o salía de casa, en especial si lo habían llamado para un parto o una muerte, pues, descreído como era, tenía la sensación de que aceptaría encantado la buena fortuna allá donde la encontrara. Era la misma desesperación, el mismo afán de vida que lo había llevado a sucumbir a Carmela y a comprar la casa: la sensación de que su existencia debía cambiar. Y, sin embargo, a veces, en las noches en que sus rondas lo habían conducido a la ventana iluminada de la villa de la condesa, la imagen parecía recibirlo con ojos tristes y llenos de reproche. Buscaba una esposa y una familia, parecía reprenderlo, pero ¿qué tenía aparte de ese incierto idilio con Carmela, que, a menudo, como la sopa aguada que tomaba los días en que sus pacientes no le habían pagado, lo dejaba más hambriento que antes?
A modo de penitencia, buscó la compañía de sus viejos amigos —el cura, la maestra, los miembros del Ayuntamiento— y se lanzó con fervor a la tarea de reparar la casa.
Una noche, mientras apuraban los posos de una de las viejas botellas de Campari, espesos como un jarabe, Pina Vella le contó la historia de la Casa al Borde de la Noche.
—Es el segundo edificio más antiguo de la isla, y los ancianos creen que trae mala suerte. Fue el último lugar en el que perduró la maldición del llanto, siglos atrás. Los isleños trataron de echar la casa abajo, pero los muros eran demasiado gruesos y no lo consiguieron. Además, ha sobrevivido a cuatro terremotos y a un corrimiento de tierras. Se ha ganado una especie de respeto.
—Entonces ¿cómo puede ser que dé mala suerte? —quiso saber Amedeo.
—Hay dos formas de verlo —contestó Pina—. Para sobrevivir a esas adversidades, una casa debe de haber sido bendecida por santa Ágata o maldecida por el demonio, una de las dos cosas. Eso es lo que dicen.
En cuanto al antiguo nombre de «Casa al Bordo della Notte», no sabía de dónde había salido.
—Algunos ancianos creen recordar que un tal Alberto Delanotte vivió aquí —explicó Pina.
—Es decir, que el nombre original pudo ser «Casa di Alberto Delanotte».
Aquella verdad tan poco poética le produjo cierta desazón a Amedeo.
—Pero yo prefiero creer que el nombre significa «al borde de la noche» —dijo Pina—. Porque lo está, si la miras en ambas direcciones desde aquí.
Amedeo miró hacia un lado. La terraza estaba iluminada por una única farola en torno a la cual volaban mosquitos y desde cuyo interior, donde disfrutaban del calor de los cristales, las lagartijas proyectaban sus sombras huidizas sobre las baldosas. Más allá se veían las tranquilizadoras luces del pueblo y, a lo lejos, la costa de Sicilia, que enmarcaba la isla a ambos lados, de modo que Castellamare podría haber sido una península, un afloramiento rocoso de alguna masa mayor. Sin embargo, al mirar en la otra dirección, todo era mar y noche, un paisaje de vacío ininterrumpido hasta el norte de África.
—Es un lugar curioso para poner un bar —comentó Amedeo.
—Siempre lo ha sido —explicó Pina—. El primer conde no permitía abrir bares en el centro del pueblo por miedo a las borracheras y al juego. Antes de que los Rizzu tomaran las riendas del negocio, la casa estuvo vacía durante años. Muchos de los más viejos se negaban a cruzar el umbral. Y la verdad es que la mala suerte parece cebarse en ese sitio. Mira si no al hermano de Rizzu. Dos hijos muertos en dos años. Entenderás por qué la gente dice que la casa está maldita.
—Esta guerra del demonio ha sido la maldición —terció Amedeo—. No un viejo bar.
—Cierto —respondió Pina en voz baja.
Amedeo se preguntó si estaría pensando en su marido, pero Pina sólo se concedió unos segundos para reflexionar mientras retorcía su grueso cable de pelo negro con una mano. Después, se incorporó y añadió:
—Bueno, tengo que irme a casa.
Siempre había tenido que volver a casa debido al professore. Amedeo sintió curiosidad por saber si Pina experimentaba la misma sensación de soledad que él cuando recorría las habitaciones de su vieja casa junto a la iglesia. Sus vecinos de ambos lados habían emigrado a América. Incluso la belleza de aquella mujer parecía distante, tan intimidante como la de una estatua griega. Quizá por eso no había tenido pretendientes desde la muerte del profesor Vella. Amedeo sabía que el anciano padre de Pina había sido el maestro de escuela de la isla a principios de siglo; tras su muerte, el profesor Vella se había casado con ella, heredando así tanto a su hija como su aula. Ahora a Pina no le quedaban parientes en la isla salvo el pescador Pierino, que era una especie de primo lejano.
Más tarde, mientras apuraba a solas los posos del licor rojo, deseó haberse desahogado un poco con ella, pues Pina siempre se mostraba serena y lúcida, una mujer más fuerte que los muros de aquella vieja casa. Deseó haberle contado que la guerra había abierto una sima sombría dentro de él, una oscuridad que había tratado de llenar con una aventura con la esposa del conte y con la compra de la casa medio en ruinas, pero que en noches como aquélla seguía siendo un pozo sin fin. Qué apropiado que viviera ahora en la Casa al Borde de la Noche, pues últimamente su propio espíritu podía dividirse en dos con toda precisión: una mitad de él era ligera y comprensible, y la otra, oscura y profunda como el mar.
En una ocasión, a finales de octubre, su amigo el padre Ignazio lo detuvo a la puerta de la iglesia.
—Venga a tomar un café conmigo, dottore.
Amedeo iba camino de examinar el ojo infectado de la cabra de los Mazzu —pues los isleños lo consideraban tanto médico como veterinario, sin distinción—, pero las palabras del sacerdote eran una orden, no una invitación, de modo que siguió a su amigo hasta la arcada austera que daba paso a su casa. Entraron en el patio, un sitio umbrío y verde, con olor a adelfas y donde nunca parecía hacer calor.
El padre Ignazio sirvió el café, dispuso tazas y platillos sobre la mesita oxidada y le dijo a Amedeo en tono grave:
—Ya va siendo hora de que haya una boda en esta pobre isla. De eso quería hablarle.
Turbado, Amedeo se limitó a revolver el café.
—Usted y Pina —añadió el sacerdote—. Más vale que se lo diga directamente. Esa muchacha le tiene mucho cariño, cualquiera puede verlo. Y mírese... ¡un soltero de casi cuarenta años!
Amedeo tenía cuarenta y cuatro, pero no lo corrigió.
—Me gustaría verla casada otra vez —continuó el cura—. Está muy sola, sobre todo desde que usted se fue para ponerse a dar martillazos en esa vieja Casa al Bordo della Notte.
Amedeo, sin saber muy bien qué responder, dijo al fin:
—Sigo viendo a Pina muy a menudo.
—Ya, pero ¿por qué no verla todos los días? Como marido y mujer. Amedeo, usted sería un buen esposo para ella. No se dedicaría a fastidiarla para que dejara de pensar y leer, como harían otros hombres menos cultos. Pina estaría encantada de casarse con usted, me apuesto diez mil liras... aunque no puedo decir a ciencia cierta que lo ame. Pero llegará a hacerlo, Amedeo. Su marido lleva muerto tres años. Además, no hacían buena pareja, su unión tuvo que ver con una cuestión familiar, algo sobre una casa y unos limoneros, no fue fruto del amor. Es una mujer excepcional, Amedeo, leal, con muchos recursos. Todavía es lo bastante joven para engendrar hijos, con un poco de suerte. ¿Por qué duda?
El doctor apuró el café y examinó las profundidades granulosas de la taza.
—A menos que haya otra mujer —añadió el cura—. No puedo negar que estos últimos meses he oído algunos rumores extraños.
—No —zanjó Amedeo—. No hay otra mujer.
—Entonces, al menos considérelo. Me apena verlos a ambos deambulando alicaídos por sus casonas destartaladas, los dos muy solos.
Pina. Aquello se le hacía tan extraño que se marchó aturdido.
Aquella tarde inspeccionó el ojo de la cabra en la granja de los Mazzu y recibió un buen mordisco en el pulgar por las molestias. Mazzu siempre le pagaba con comida, pues no tenía otra divisa, y Amedeo volvió al pueblo con los bolsillos cargados de avellanas y trufas blancas del olivar del labriego. Echó un vistazo a un caso serio de estreñimiento en la granja de los Dacosta y luego pasó a examinar a los dos nietos menores de Rizzu, que padecían una molesta urticaria. Los encontró, todavía llenos de costras, forcejeando en un revoltijo formado por un surtido de hermanos y hermanas. El viernes a más tardar estaría tratándolos a todos, sin duda. En la isla había niños por todas partes, siempre. Verlos le provocaba un dolor en el pecho, hasta el punto de que apenas era capaz de mirarlos directamente. Cuando desinfectaba las espaldas menudas y calientes de los pequeños Rizzu, consolándolos mientras lloraban por el picor del yodo, sintió un fugaz mareo bajo aquel calor insólito. En realidad era su propio anhelo de un hijo lo que lo había abrumado tan de repente.
Fue hasta la casa de Pina y entró sin llamar. Ella estaba ante los fogones, con el cabello recogido, preparando un pollo. Amedeo esperó, con la boca seca, tratando de esbozar una sonrisa educada. Finalmente, se arrodilló a sus pies (ella no tenía ni padre ni hermanos vivos para solicitar su permiso) y le pidió que fuera su esposa.
—O que lo consideres, por lo menos —añadió cuando le flaqueó el valor.
Para su sorpresa, Pina accedió al instante y con lágrimas en los ojos.
—No me hace falta considerarlo, ya sé la respuesta... ¡Oh, Amedeo!
Acordaron que se casarían de inmediato. El último día de noviembre, el padre Ignazio unió sus manos ante la estatua de santa Ágata y la isla entera.
Pina fue la responsable de la primera fotografía conocida de Amedeo. Unos días después de la boda, le tendió una emboscada con la cámara de fuelle en lo alto de la escalera.
—¡No te muevas! —exclamó—. ¡No te muevas! ¡Deja que te tome una foto!
Amedeo, pillado por sorpresa, posó un tanto cohibido con una mano en la cintura. Acababa de volver de su ronda matutina de visitas y aún cargaba con el maletín de médico. También llevaba consigo su cuaderno de historias: el viudo Donato, a quien había atendido aquella mañana, acababa de relatarle las apariciones de la santa a su tía durante la fiesta en su honor de 1893. En la fotografía, Amedeo parecía arder de felicidad, estar poseído por ella, todo su ser inclinado hacia la mujer de detrás de la cámara. Resultó que Pina albergaba en su interior la pasión profunda que a él le había faltado desde hacía tanto tiempo. No la había encontrado en Carmela. La había encontrado en la maestra con el rostro de estatua griega. Estaba allí.
No habían tenido luna de miel, aunque en honor de su nueva esposa Amedeo había decidido que no trabajaría en nada que no fueran urgencias durante cinco días. Tras la boda, Pina, con su pequeño y pulcro baúl de pertenencias y sus cajas de libros, lo había seguido hasta la Casa al Borde de la Noche, que empezaba a ser habitable de nuevo. El edificio desprendía el fragante aroma morado de las buganvillas y en sus habitaciones resonaba el ruido del mar. La felicidad flotaba en el aire, vibraba entre las paredes; ahora parecía algo alcanzable. Aquella primera noche, Pina había recorrido la casa explorando todas las habitaciones medio olvidadas, con sus muebles tapados, abriendo de par en par todas las ventanas. Amedeo la seguía recogiendo las horquillas que caían de las cuerdas de su cabello negro. Entonces, al llegar a la buhardilla de la casa, pícara de pronto, Pina se quitó la corona nupcial de adelfa y liberó el resto. Las hebras relucientes de su melena llenaron la habitación con su perfume, y Amedeo se encontró aferrándolas a puñados. Se persiguieron el uno al otro por todas las habitaciones de la casa y por primera vez aquel lugar volvió a parecer alegre, como lo había sido antes de la guerra.
Quiso la buena suerte que no hubiera enfermedades graves aquella semana, así que la pasaron sin que nadie perturbara su dicha. Amedeo se alegró de no haber llevado nunca a Carmela a la Casa al Borde de la Noche, de haber roto ya todos sus vínculos con ella. Decidió ser un hombre mejor. Y para su satisfacción, descubrió que su pasión por Pina aumentaba durante los maravillosos días de aquella luna de miel improvisada, cuando comían en viejos platos resquebrajados y en tazas de café como los pescadores en la mar y nunca abrían los postigos hasta el mediodía, y hacían el amor donde fuera que se encontraran: en los tablones recién pulidos del suelo, en el sofá de su estudio, cubierto con guardapolvos, en los colchones de paja de los dormitorios de invitados; durante aquellos días, el recuerdo de Carmela fue menguando, volviéndose menos elocuente, como algo que uno viera a través de un velo gris, que perteneciera a otra época, a su vida de antes de la guerra.
Pero no le había resultado nada fácil romper con ella. La contessa había reaccionado muy mal a la noticia de su compromiso, había amenazado con revelarle a su esposo su relación con Amedeo si éste no se sometía a sus insinuaciones una última vez, y otra, y otra más. De mala gana, él había seguido interpretando el papel de amante, rompiendo así el vínculo dolorosa y lentamente, y no de inmediato, como había deseado. Habían visitado por última vez las cuevas junto al mar la víspera de su boda —Amedeo ardía de vergüenza con sólo confesárselo a sí mismo—. Y por fin, en la oscuridad rociada por el mar revuelto del otoño, se las había ingeniado para romper con Carmela para siempre. En su noche de bodas, Pina se preguntó por qué Amedeo estornudaba tanto, dónde podría haber pillado semejante resfriado.
Poco después de la boda, Pina se quedó embarazada, y ante la alegría que trajo esa noticia, la aventura con Carmela quedó olvidada, se convirtió en algo que Amedeo contemplaba de forma desapasionada, como si ni siquiera le hubiese ocurrido a él. No quería pensar en ello, porque cuando lo hacía lo invadía el oscuro temor de que en cualquier momento a Carmela se le metiera en la cabeza contarle la verdad a su marido. Dio gracias de que el conde estuviera ausente durante aquellos meses y se dedicó en cuerpo y alma a Pina.
¿Había sentido un atisbo de mal presentimiento cuando se enteró de que Carmela también había dado gracias en la capilla de santa Ágata por haber concebido un hijo? Ya no lo recordaba. En aquellos días, su amor por Pina y su propia felicidad habían empañado todo lo demás. Sin embargo, al continuar vacilando entre ambas —¡por debilidad, por temor al escándalo!— se había metido de algún modo en este aprieto. Había confiado en que su aventura con Carmela pasara inadvertida en la isla. Ahora veía que podía convertirse en algo de proporciones monstruosas, de lo que le sería imposible zafarse, algo que podía hacer añicos toda su vida.