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Una mañana de 1971, cuando Amedeo despertó, vio a Pina acostada junto a él, asiendo la colcha con una mano. Por lo general, antes de las siete su lado de la cama ya estaba vacío y los pasos desiguales de su mujer se oían en cualquier otro rincón de la enorme casa, donde andaba enfrascada en sus tareas matutinas. Amedeo la tocó y la notó fría. Su grito despertó a la casa entera. Los demás acudieron corriendo, y Maria-Grazia sostuvo ante el rostro de su madre el espejo desconchado del baño. No se empañó.

Aquel día, la Casa al Borde de la Noche fue presa del llanto. Amedeo deambulaba de una habitación a otra con la cabeza gacha, buscando apoyo en las paredes, inconsolable. Redactaron las esquelas y las pegaron, con sus marcos negros, en todas las superficies lisas del pueblo. Los dolientes acudieron a hacer compañía a Amedeo en el porche. En la isla, nadie había sido tan querido como Pina Vella.

El poeta Mario Vazzo regresó para el funeral; también volvieron el profesor Vincio y un grupo de arqueólogos, así como aquellos que habían emigrado de la isla y recordaban a la maestra de sus tiempos más humildes: hijos e hijas de Castellamare que ahora vestían llamativas prendas extranjeras y conducían coches extranjeros. La iglesia estaba tan abarrotada que el padre Marco se vio obligado a abrir las dos puertas y oficiar la misa fúnebre a gritos sobre las cabezas de los feligreses para que sus palabras llegaran a la multitud del exterior. Después enterraron a Pina en una tumba cercana a la de Gesuina, y todos los habitantes de la isla se pelearon decorosamente por un hueco para rendirle su tributo particular con unas flores. Gisella, la florista, había pasado la noche preparando coronas de madreselva, buganvilla y jazmín azul, las favoritas de Pina. Siempre le habían encantado las flores autóctonas de la isla, pues nunca había vivido fuera de allí.

Aquella tarde, cuando se puso el sol, Maria-Grazia vagó sola por la isla cojeando por culpa de los incómodos zapatos que había comprado en la mercería de Valeria para el funeral. Quería recoger más flores, pues, aunque la tumba de su madre estuviera cubierta de pétalos y ramas, para ella aún no era suficiente. Continuó paseando hasta que oscureció, y durante todo ese rato, mientras buscaba más y más ramas de adelfa y jazmín azul, se permitió llorar. A las ocho, cuando había cubierto la tumba con una verdadera montaña de flores, distinguió a Robert, que atravesaba el camposanto para ir a su encuentro. Se detuvo ante ella y le secó las lágrimas de la cara con el pulgar. Luego se arrodilló y, sin pronunciar palabra, la ayudó a disponer los ramilletes de flores sobre la tumba de Pina Vella hasta que formaron un gran tapiz con los colores de la isla.

—¿Está bien así? —preguntó finalmente Robert.

—Sí, amore —contestó ella—. Así está bien.

Maria-Grazia recobró un poco la compostura, sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó las lágrimas de las mejillas y el polen de las manos. Robert la rodeó con el brazo y volvieron juntos al bar, donde aguardaba la multitud de dolientes.

Aquella noche, Mario Vazzo fue en busca de Amedeo y se sentó junto a él, al fondo del porche. El viejo doctor estaba pegado a una botella de arancello. El poeta le dijo que regresaba al continente al día siguiente.

—Puede que ésta sea mi última visita a Castellamare —murmuró Mario Vazzo—, me hago mayor. Pero hoy quería estar presente, por Pina, para rendirle homenaje. Era una mujer excepcional, nunca he conocido otra igual... —Le dedicó unas cuantas palabras más a Pina y se sumió en un silencio contemplativo mientras se masajeaba el mentón.

Amedeo se aferró con ambas manos a la botella de arancello. Jamás había confesado a Pina sus sospechas acerca del poeta. En ese momento, frunciendo el ceño, abordó al signor Vazzo:

—Amaba a mi mujer, ¿verdad?

El anciano poeta, con un movimiento algo rígido, se acercó un poco más al doctor. Reflexionó un rato, sin apartar la mirada de las luces de un transatlántico que surcaba el horizonte en busca de alguna isla mayor, y decidió guardar silencio.

Eso enfureció a Amedeo. Y el doctor, con los ojos hinchados por el llanto, asiendo la botella por el cuello, habló largo y tendido sobre Pina, sobre sus virtudes y sus gracias, hasta que el pobre poeta se deshizo en lágrimas. Jamás había habido una mujer mejor que ella en la isla, insistió Amedeo. Por santa Ágata y por Dios bendito, ¿cómo era posible que ya no estuviera?

—Y usted también la amó, signor Vazzo —lo hizo repetir en tono acusador una especie de frialdad en su interior—. Ahora llora por ella, aunque no quiera admitirlo. Y todo ese asunto de su libro de poesía, lo de hacer el amor con una mujer de una isla en las cuevas junto al mar... Una isleña que hacía el amor con Ulises en las cuevas junto al mar... Una isla de aguas negras y montones de estrellas... Hablaba de Pina, y eso fue exactamente lo que hizo con ella, pero no tiene la decencia de reconocerlo ante mí.

Mario Vazzo rehusó la afrenta con un gesto brusco. Se levantó de la mesa y se alejó. Y se fue de la Casa al Borde de la Noche para no volver jamás.

Maria-Grazia, que había presenciado el altercado, tomó asiento junto a su padre.

—Mamá me habló de su amistad con Mario Vazzo. Solían dar paseos por la isla. Se sentaban en el acantilado, encima de las cuevas, y leían poesía. Nada más. Has sido un viejo tonto, papá, por haber malpensado durante tantos años.

—¿Se amaban? —quiso saber Amedeo.

—No como mamá te quería a ti. No fue una historia de revolcones en las cuevas, si es lo que estás pensando. No me extraña que el signor Vazzo se haya marchado de esa forma.

—Pero ¿por qué no me dijiste nada? Si ella te lo contó, cara...

—Me pidió que no lo hiciera. Por lo menos hasta después de su muerte.

Había sido una relación inocente, entonces, o por lo menos bastante inocente: paseos por la isla y poesía. ¿Acaso una parte de Pina había pretendido hacerle creer durante todos aquellos años que el romance había sido cierto? ¿Había querido que la creyera capaz de cometer una traición, como él hiciera antaño?

—¿Nada más?

—Nada más.

O sea que Pina, en definitiva, era mejor que él. En el fondo, el doctor siempre lo había sospechado. Y ahora lo veía claro. De las comisuras de los ojos de Amedeo brotaron lágrimas de arrepentimiento que se fundieron con las de dolor.

—Podemos remediarlo —lo consoló Maria-Grazia—. Sé dónde guardaba mamá su dirección.

Una semana después, Amedeo escribió a Mario Vazzo para implorar perdón por la ofensa que le había causado. Mario respondió, y durante todo ese año mantuvieron correspondencia. En las cartas que se escribían dos veces por semana exaltaban las virtudes de Pina: su belleza, su fuerza, su elegancia. Y curiosamente, Amedeo encontraba un atisbo de consuelo en aquel intercambio. Excepto por aquellos momentos, durante las semanas que siguieron a la muerte de su esposa se sintió tan perdido, tan desorientado, como cuando era un expósito, o cuando dieron por desaparecidos a sus hijos en la guerra. Cada mañana iba andando hasta el cementerio, cargado con un viejo taburete de acampada de Sergio y Giuseppino, y se instalaba al pie de la tumba de Pina. Allí sentado, con la brisa marina alborotándole las cejas canas y las manos artríticas ciñendo la empuñadura del bastón, hablaba con Pina, le hacía preguntas, le murmuraba palabras tiernas. Desde el cementerio, emprendía una ruta por los rincones preferidos de su mujer, pese a los intentos de Maria-Grazia por convencerlo de volver a casa. La senda que Pina recorría los domingos para ir a misa, la escuela, su vieja silla bajo la buganvilla, la habitación de muros de piedra junto al patio donde lo había amado, había dado a luz a sus hijos y, al fin, había muerto. Todo en ese lugar era ella, hasta el aire y la luz. Constantemente, en sus incansables paseos por la isla, conversaba con ella. Y entonces, un día, como si Pina le hubiera contestado al fin desde el mundo lejano que ahora habitaba, Amedeo tomó una decisión.

Aquella misma noche, Maria-Grazia se lo encontró clasificando sus pertenencias. Quería guardar las más importantes en la vieja caja de Campari donde había ocultado sus instrumentos médicos durante la guerra. Cuando ella le preguntó qué hacía, captó su irritación, a pesar de que hasta entonces él siempre había buscado la compañía de su hija cada vez que estaba en casa y no soportaba que lo dejara solo.

—Pongo un poco de orden, nada más —refunfuñó—. ¿Tú no deberías estar atendiendo el bar, Mariuzza?

Incluso cuando el bar hubo cerrado, desde el otro lado de la puerta podía oírse el trajín de Amedeo, que decidía entre dientes si merecían un hueco en la caja de licor o se quedaban fuera.

Cuando terminó de ordenar sus cosas, perdió todo interés en las que no habían encontrado sitio en la caja de licor, como si ya no tuvieran nada que ver con él. A veces se acercaba a algún objeto de la casa con súbito interés científico —la estatuilla de santa Ágata manchada de sangre, por ejemplo, o una fotografía de parientes lejanos que se había quedado fuera de la caja— y lo estudiaba como si fuera la primera vez que lo veía. Poco después, emprendió la misma tarea con su cuaderno de historias y sus libretas: desechaba algunas páginas y completaba otras con notas al margen en las que señalaba los detalles circunstanciales de aquello que describían: «Esta historia me la contaron en casa de la viuda Ágata, otoño de 1960» o «Interesante relato sobre cómo la verdad acaba saliendo a luz, de mi época como medico condotto en Bagno a Ripoli». Con serena alegría, quemó las páginas que había descartado en un viejo bidón en el patio, y mientras atizaba el fuego con un palo, también él daba la impresión de haberse encendido, de ser casi feliz.

Durante aquellas semanas, sus nietos renunciaron a la actitud distante del final de la adolescencia para convertirse en niños otra vez y seguir a su abuelo lloriqueando por toda la casa. Sergio incluso recuperó el ejemplar maltrecho de Los dos hermanos y lo reparó con cinta adhesiva, y un día, después del colegio, Maria-Grazia lo encontró enfrascado en sus páginas en un rincón del porche.

—Léenoslo otra vez, nonno —pidió Sergio a su abuelo.

Pero Amedeo se limitó a alejarse, con la única intención de volver a la habitación de la buhardilla para seguir clasificando sus cosas.

—Si quieres hacer algo—replicó con cierta dureza—, ayúdame a transcribir estas historias. Tengo unas cuantas en pedazos de papel sueltos que me gustaría pasar al cuaderno.

Sergio lo hizo, y encorvado sobre el escritorio que antaño había pertenecido al anciano doctor, añadió sus garabatos a la elegante caligrafía de su abuelo. Mientras el chico llevaba a cabo esa tarea, Amedeo cogió las viejas revistas médicas de las estanterías y las tiró a la basura.

—Nada de lo que yo estudié sigue siendo cierto, todo ha cambiado —explicó—. Así que más vale deshacerse de todo esto.

La noche siguiente, hizo subir a Sergio y Giuseppino a su estudio. Los chicos se plantaron ante él, a un metro de distancia. Sergio, un poco encorvado, parecía incómodo. Giuseppino daba pataditas a la garra de león de la pata del desvencijado sofá y miraba al suelo con el ceño fruncido.

—Chicos —anunció Amedeo—, quiero hablaros de mi testamento.

Aunque la idea le rondaba por la cabeza desde los inicios de la enemistad entre sus nietos, sacar aquel tema lo ponía nervioso; lo postergó un poco mientras jadeaba para recuperar el aliento.

Giuseppino seguía con la vista clavada en el suelo; Sergio alzó la cabeza en señal de respetuosa atención.

—Cuando me muera —continuó Amedeo—, os dejaré dos cosas. No se lo digáis a vuestra madre ni a vuestro padre. Sólo tenéis que saberlo vosotros. Quiero que os quedéis con mi libro de historias y también con el bar. Espero que cuidéis bien de ambas cosas. —Amedeo se incorporó con esfuerzo de la silla, y dio unos golpecitos en la rodilla del pequeño con el bastón—. ¿Me has oído, Giuseppino?

El chico seguía con sus pataditas a la garra de león, absorto. Pero cuando levantó la cabeza, su abuelo vio que estaba intentando contener las lágrimas.

—No vas a morirte. No vas a morirte, nonno. Deja de decir eso.

El miedo unió a los chicos temporalmente.

—Tiene razón —intervino Sergio—. No puedes morirte. No puedes hablarnos de que vas a morirte. Te llevaremos al hospital.

Amedeo levantó la mano:

—Tengo noventa y seis años. No pienso ir a ningún hospital. ¿Para decirles qué? ¿Que me estoy muriendo? Menuda sorpresa van a llevarse cuando sepan que un hombre de noventa y seis años se está muriendo. ¡Ja!

—No vas a morirte —insistió Giuseppino, que de tantas patadas contra la garra de león estaba ya raspando el barniz.

—Os dejo la Casa al Borde de la Noche, y eso implica una obligación para los dos. —Amedeo retomó el tema en un intento de imprimir un rumbo sensato a la conversación—. Vuestros padres no podrán ocuparse solos del bar para siempre. Algún día ellos también serán viejos. ¿Qué será entonces de este negocio que hemos llevado entre todos durante cincuenta años? Por eso os lo dejo a vosotros. Para asegurar su futuro. ¿Lo entendéis?

—Pero ¿cuál de los dos lo llevará? —quiso saber Sergio.

—Los dos —explicó su abuelo—. Lo he dividido en dos partes iguales.

Sergio sintió un ligero mareo. Se imaginó junto a su hermano, condenados ambos a pasar la eternidad uno a cada lado de la barra y convertidos en dos isleños gordos como Filippo y Santino Arcangelo, perpetuamente atados.

Después de aquel día, ninguno de los dos comentó nada sobre la conversación con el abuelo. Pero Giuseppino se encerró aún más en sí mismo, y Sergio pareció más encogido y encorvado, más eternamente arrepentido.

Para cuando llegó la festividad de Santa Ágata, Amedeo había terminado de catalogar y empaquetar su vida. Sin despedirse, se fue a dormir al viejo sofá, y lo encontraron mucho después de que cayera la noche, tendido boca arriba con las manos cruzadas, como si hubiese querido ahorrar a su familia incluso las molestias de colocarlo en la postura correcta para el entierro. Había tardado sólo cuatro meses en seguir a Pina y, puesto que ningún otro isleño había fallecido en aquel intervalo, tuvo el honor de ser sepultado —en el ataúd gigante que le hicieron a medida— en la tumba de al lado.

El profundo dolor por la muerte de sus padres generó en Maria-Grazia una terrible sensación de desamparo, como si hubieran arrancado el techo de la Casa al Borde de la Noche para dejarla patéticamente expuesta. Además, tras el fallecimiento de su padre una segunda herida se había abierto en su corazón, una herida que sólo se permitiría reconocer ante Robert: tras todos aquellos años ocupándose del bar en su nombre, su padre no se lo había legado a ella. Los chicos no lo querían. Esa cuestión del testamento no traería más que problemas. Pina jamás lo habría permitido. Una vez más, Maria-Grazia se sintió al timón de un barco a la deriva, obligada a navegar con mucha cautela por el bien de otros cuando ante ella sólo parecía haber aguas turbulentas.

Robert, para su sorpresa, se mostró de acuerdo con Amedeo, en cierto sentido.

—Con esto los obliga a enfrentarse de una vez por todas a esta eterna enemistad suya. Puede que sea lo mejor. Además, ambos pasamos ya de los cuarenta. En todos los negocios hay algún joven de la familia en perspectiva, y ¿cómo iba a escoger tu padre entre Sergio y Giuseppino? Ninguno de nosotros habría podido hacerlo.

—Pero ¿por qué no me lo dejó a mí? —preguntó ella entre sollozos, sintiéndose una niña despreciada.

A medida que avanzaba el invierno, la presencia de su padre comenzó a rondar por el bar durante las noches más frías. Supervisaba las cuentas, guiaba las manos de su hija cuando accionaba los brazos de la cafetera, intervenía con un carraspeo como si pudiera mediar, de una vez por todas, en las discusiones entre los pescadores y los ancianos jugadores de scopa en el rincón, si es que conseguía hacerse oír. En un gesto de deferencia hacia ese nuevo espíritu de la casa, Maria-Grazia colgó una fotografía de Amedeo sobre la barra. Escogió la primera instantánea que le habían tomado en su vida, la que le hizo su mujer, Pina Vella, cuando acababan de casarse, con el maletín de médico en la mano y el cuaderno de historias bajo el brazo. De ese modo, su madre también estaba presente, indirectamente, en la mirada enamorada y algo temerosa que el joven Amedeo dirigía al objetivo. La fotografía, manchada por los años, seguía a Maria-Grazia por toda la estancia, como un pantocrátor, clavando en ella la mirada de amor incondicional que en otro tiempo posara en su joven esposa. Maria-Grazia creía haberlo comprendido por fin. Si su padre le hubiera dejado el bar, tarde o temprano ella se habría visto obligada a escoger entre los chicos, y jamás habría sido capaz.

—Papá —le rezó entonces, perdonándolo—, vela por este lugar.