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Su propio nacimiento había sido un asunto sombrío que no se celebró y del que nadie dejó constancia.

En la ciudad de Florencia, sobre el río Arno, hay una plaza con iluminación tenue y sombras marinas. En uno de sus lados se alza un edificio con nueve pórticos, y en la pared de ese edificio hay una ventana con seis barrotes de hierro: tres horizontales y tres verticales. La herrumbre los ha oscurecido; durante las noches de invierno absorben el aire gélido, su humedad, su niebla. En aquellos tiempos, al otro lado de la ventana había un pilar de piedra, y sobre ese pilar, un cojín.

Fue allí donde dio comienzo la vida documentada del doctor, una noche de enero, cuando lo introdujeron sin ceremonias entre los barrotes de hierro. Sonó una campanilla. Desnudo y solo, el bebé se echó a llorar.

Se acercaron unas pisadas procedentes del interior. Unas manos lo levantaron. Lo recogieron contra un pecho almidonado y lo llevaron hasta la luz.

Cuando lo desenvolvieron, las enfermeras del hospicio vieron que su cuerpo aún estaba tierno: un recién nacido, a pesar del tamaño. Llevaba una cinta roja colgada del cuello, y de ella pendía un medallón, partido por la mitad, con un santo.

—Podría ser san Cristóbal —dijo una de las enfermeras—. Mirad: dos piernas y tres líneas onduladas, como si fuera agua. O quizá se trate de algún santo del sur.

El niño parecía gozar de buena salud. Se lo asignaron a un ama de cría para la noche.

Al principio, el bebé era incapaz de mamar, pero la nodriza, Rita Fiducci, una mujer de lo más tenaz, continuó presionando el seno extenuado contra su boquita hasta que el crío empezó a dar grandes tragos entre sollozo y sollozo. Una vez saciado, se durmió. Rita lo meció y, con cierto tono de reprimenda, le canturreó:

—«Amabara-bà, cic-cì, coc-cò!»

Era una canción para niños algo mayores, pero a Rita aquel bebé le parecía demasiado robusto para las canciones de cuna habituales. Aquella nana acudiría a los pensamientos de Amedeo, en los momentos más extraños, durante todos y cada uno de los días del resto de su vida.

El director, antes de irse al concluir la jornada, fue a echar un vistazo al recién llegado. ¡Cinco bebés en una sola noche! Se estaba convirtiendo en una epidemia. Una tercera parte de todos los niños nacidos en Florencia pasaban ahora entre los barrotes de la ventana del hospicio para que los envolvieran, les pusieran nombre, los alimentaran, curaran sus enfermedades y los devolvieran al mundo que los había abandonado. El director abrió una entrada nueva en el gran libro amarillo de Balie e Bambini y anotó la hora de llegada del bebé, el ama de cría que se le había asignado y una descripción de la manta en la que lo habían encontrado («azul, con algunas manchas de sangre») y del medallón («posiblemente de san Cristóbal»). También dejó constancia del tamaño anormal del crío, de cuatro kilos y novecientos gramos, el más grande que se había visto en el hospicio.

Luego cogió el medallón de hojalata, lo envolvió en un cuadrado de papel y lo guardó en una caja con la etiqueta «Enero de 1875». La caja ya estaba llena de otras baratijas en sobrecitos cuadrados: una botellita de perfume que pendía de una cadena de plata; la silueta en papel de una mujer cortada por la mitad; mitades o cuartas partes de medallones de hojalata, como fichas de una consigna. Más de la mitad de los niños llevaban algo consigo.

Tras considerarlo unos instantes, asignó al niño el apellido «Buonarolo». En la reciente oleada de bebés abandonados —dos mil sólo durante el año anterior—, el director, la enfermera jefe y el personal a cargo de ésta habían recurrido a cambiar un par de letras cada vez para inventar un apellido a cada niño, de modo que los cinco bebés de aquella noche se habían convertido en Buonareale, Buonarealo, Buonarala, Buonarola y Buonarolo. El nombre de «Amedeo», además, encajaría con aquel crío gigantesco: un nombre firme, propio de alguien temeroso de Dios. El director lo añadió y luego cerró el libro.

El niño volvió a despertar y succionó el pecho de Rita, esta vez con determinación. En su interior se forjaba ya la gran ambición de su vida: vivir, crecer y encontrar un hogar y una familia.

No era sólo el crío más grande que se había visto en el hospicio, sino que además crecía el doble de rápido que los bebés Buonareale, Buonarealo, Buonarala y Buonarola. Hicieron falta dos amas de cría para alimentarlo y tuvieron que comprar una cuna especial para ponerla entre las camas de ambas, en lugar del moisés blanco y almidonado habitual, porque Amedeo se revolvía inquieto siempre que lo metían dentro, pues ya casi no cabía en él. Crecía a grandes estirones: «un niñito torpe y desgarbado», decía Franca, su segunda nodriza; «un ángel bendito», lo llamaba Rita. Ella lo sujetaba en su regazo y le cantaba «Amabara-bà, cic-cì, coc-cò», para que el crío olvidara a ratos que no era su verdadera madre.

Cuando fue un poco mayor, Rita le leyó la buenaventura con un mazo maltrecho de cartas del tarocco. El director la pilló haciéndolo y se lo prohibió. Amedeo no recordaba nada sobre su buenaventura, pero sí las cartas, y le encantaban las historias que se escondían en ellas: el Ermitaño, los Amantes, el Ahorcado, el Demonio, la Torre... Rogó que le contaran otras y, en lugar de las de las cartas, Rita le contó una historia sobre una niña que se convertía en manzana, en árbol, en pájaro. También le contó un cuento sobre un zorro muy astuto. Después, el niño empezó a desear que un zorro durmiera a su lado en el suelo del dormitorio. Su sed de historias crecía. Franca le contó dos: la primera trataba sobre un demonio que se llamaba Nariz Plateada, y la segunda de un hechicero llamado Cuerpo Sin Alma. Tras oír aquellos cuentos, Amedeo se encerró en el incómodo armario que había junto a la cama de Rita por si el demonio y el hechicero acudían en su busca, pero siguieron encantándole las historias.

Cuando Amedeo aún no había crecido del todo, Rita se marchó y nadie volvió a hablar nunca de ella. A él lo mandaron al campo durante un tiempo, a una casita con el suelo de tierra donde tuvo unos nuevos padres adoptivos. Si uno se sentaba en la letrina y miraba a través del ventanuco, veía la bóveda de niebla tóxica que era la ciudad de Florencia, donde él había nacido, y la reluciente serpiente del río Arno.

Alimentarlo era demasiado caro, aseguró su madre adoptiva; según ella, crecía tan deprisa que la ropa le quedaba pequeña enseguida. Lo devolvieron.

Para cuando Amedeo cumplió los seis años, en el hospicio, aparte de él, sólo quedaban niñas. La ventana a través de la cual lo habían abandonado ya estaba cerrada. Los bebés tenían que llevarse a un despacho en una cesta, pues eso era «lo más civilizado», como decía Franca, su nodriza. De otro modo, según ella, la gente mala abandonaba a sus hijos por pura conveniencia. A medida que crecía, Amedeo empezó a preguntarse si a él lo habrían abandonado «por pura conveniencia» (creía que el significado de la frase era «sin querer»), y adoptó la costumbre de instalarse en los peldaños que había bajo la ventana cerrada por si su verdadera madre regresaba en su busca.

Una tarde de mayo, el médico que visitaba el hospicio se lo encontró allí cuando iba a examinar a los bebés. Siempre había dedicado una atención especial a Amedeo. Su tamaño, fuera de lo común, le provocaba dolores en las piernas y lo hacía propenso a toda clase de accidentes, por lo que requería los cuidados del doctor más a menudo de lo que éste habría deseado.

—Vamos a ver, hombrecito —dijo el médico, a quien le costaba dirigirse a los niños con criterio una vez pasaban de los nueve meses—, así que no te has hecho daño en estas últimas semanas, ¿eh? Vamos mejorando. Pero ¿qué va a ser de ti?

Aquella tarde en particular, Amedeo venía sintiendo una cierta melancolía que en aquel momento encontró un foco de atención y adquirió forma. Se tomó la pregunta bastante más en serio de lo que había pretendido el doctor y se echó a llorar.

Eso dejó algo turbado al médico, que se hurgó los bolsillos y ofreció al niño, en rápida sucesión, una pastilla de violetas, una moneda de una lira, una entrada de teatro usada y un pañuelo con las letras «A» y «E» (Amedeo aceptó este último entre lágrimas).

—Vamos, vamos —dijo el doctor—. No son exactamente tus iniciales, pero tendrán que servir. La primera está bien: una «A» de Amedeo, ¿lo ves?, porque mi nombre de pila es Alfredo. Pero la segunda no. ¿Ya sabes leer? Bueno, supongo que no. Mi apellido es Espósito. Un buen apellido para un crío como tú, ya que significa «abandonado». Por supuesto, hoy en día no estaría permitido ponerle ese nombre a un niño abandonado, por miedo a los prejuicios.

—¿A usted también lo abandonaron? —quiso saber Amedeo, que dejó de llorar durante unos instantes.

—No. Pero es posible que a mi bisabuelo sí, pues no tenemos ningún dato sobre él.

El niño se echó a llorar otra vez, como si el hecho de que el médico no fuera un crío abandonado le supusiera un agravio.

—Tómate una pastilla de violetas —lo animó el doctor.

—No me gustan —contestó Amedeo, que nunca las había probado.

—¿Y qué te gusta? —preguntó el médico.

El niño, todavía llorando, respondió:

—Las historias.

El galeno rebuscó en su memoria y desenterró un relato que recordaba vagamente que su propia ama de cría le había contado. Era la historia de un loro. El pájaro en cuestión quería impedir que una muchacha traicionara a su marido, y se las apañaba para hacerlo mediante un cuento fantástico que parecía no tener fin. El loro entraba volando por la ventana de la chica e iba narrándole la historia, que la tenía absorta durante días y noches enteros. Su marido regresaba y todo iba bien. O algo parecido.

Amedeo se puso en pie, se enjugó los ojos y dijo:

—Cuénteme bien esa historia.

El médico no fue capaz de recordarla con detalle. Pero a la semana siguiente le llevó a Amedeo una copia, un cuaderno de cubiertas de piel roja donde la había transcrito su ama de llaves, Serena, que la conocía bien, al menos en la versión particular de la familia de su abuela, de cuyos miembros se sabía que eran excelentes contadores de historias. No sabía muy bien por qué se había tomado la molestia de conseguirle la historia al niño. El cuaderno llevaba una flor de lis dorada en la cubierta. Era la cosa más hermosa que Amedeo había tenido en las manos. Al advertir su alegría, el doctor tuvo el impulso de regalárselo.

—Toma —le dijo satisfecho—. En este cuaderno podrás añadir más relatos o practicar la lectura y la escritura.

A partir de entonces, Amedeo adquirió la costumbre de escuchar las historias de todo el mundo: las enfermeras y las monjas, los sacerdotes de la Santissima Annunziata que pasaban ante la escalera de entrada del hospicio y los benefactores que acudían de visita. Y siempre que le gustaban las anotaba en su cuaderno.

Cuando a los trece años le preguntaron qué oficio le gustaría aprender, contestó que quería ser médico. Lo enviaron a un relojero. Y el relojero lo mandó de vuelta al cabo de tres días: el niño tenía unos dedos tan grandes que rompía los mecanismos diminutos. Amedeo fue a parar entonces a una panadería, pero el panadero se encontró con que tropezaba constantemente con el gigantesco aprendiz, y después de varios meses tolerándolo, se torció el tobillo en uno de esos encontronazos y ya no lo toleró más. Poco más tarde, Amedeo pasó un tiempo con un impresor. Aquello le gustó, aunque acabaron devolviéndolo al hospicio debido al lamentable hábito de interrumpir su trabajo diez veces al día para leer las historias, lo cual hacía perder clientes y dinero al impresor.

Así pues, el muchacho se encontró sin oficio ni beneficio. Lo enviaron de nuevo a la escuela, a pesar de que era demasiado mayor para eso, y allí destacó por fin, pues todos los años terminó el primero, por delante de los hijos pequeños de empleados y tenderos entre cuyas filas se esforzaba. Él seguía insistiendo en su deseo de ser médico. Por lo que todos recordaban, el suyo sería el primer caso de un niño del hospicio que estudiara medicina, y el director pidió consejo al doctor Espósito.

—¿Podría hacerse? —quiso saber.

—Sí —contestó el médico—. Siempre que alguien pague los gastos y que algún otro se haga cargo de tutelarlo y educarlo. Y siempre que sea capaz de vencer esa torpeza suya, pero supongo que puede hacerse si el muchacho pone todo su empeño en ello.

Gracias a la insistencia del director del hospicio, uno de los benefactores se ofreció a pagar parte de los estudios de medicina de Amedeo, y otro a proporcionarle libros y ropa. El chico tuvo que perder dos años más en el servicio militar, pero cuando regresó, el doctor Espósito se rindió a lo inevitable —con los años le había cogido verdadero cariño a aquel muchacho tan torpe— y aceptó que enviaran a Amedeo a vivir con él. Se alojaría en el pequeño trastero que el médico tenía al fondo de la casa, comería siempre con el ama de llaves, Serena, y él en persona supervisaría su formación como médico. El muchacho tenía casi veintiún años y podía esperarse que velara por sí mismo en lo demás. El doctor se ocupó de que asistiera a las clases de la Facultad de Medicina del hospital de Santa Maria Nuova y de que por las noches se ganara el sustento lavando vasos en un bar entre la Via dell’Oriuolo y Borgo degli Albizi.

Aquellas disposiciones fueron todo un éxito. El chico se mostraba siempre complaciente: se apresuraba a encender el fuego o a recolocar la silla del médico cuando éste entraba, y lo hacía de una forma que a Espósito, un soltero ya al filo de la vejez, le parecía emotivamente filial. Amedeo era además un compañero de conversación gratificante gracias al hecho de que se estudiaba a diario cada página del periódico y a que se abría paso metódicamente a través de la biblioteca del médico. En general, Espósito se alegraba de haberlo acogido. En ocasiones, invitaba al muchacho a cenar con él en su oscuro estudio, donde solía comer sentado a su escritorio, rodeado de todo un revoltijo de publicaciones científicas. El galeno era coleccionista y la estancia estaba llena de especímenes: mariposas, lombrices blancas en frascos, esculturas de coral, roedores polinesios disecados y otras curiosidades de la naturaleza que había reunido a lo largo de su vida prolongada y solitaria como el último de una larga dinastía de científicos. El muchacho sentía una fascinación especial por un modelo anatómico del ojo humano, hecho de cera, que reposaba sobre la mesa del vestíbulo, junto a los paraguas, y tenía la superficie levantada hacia atrás para revelar la red de vasos sanguíneos que había debajo de ella. Sobre el hueco de la escalera, las barbas de una ballena pendían peligrosamente de dos alambres. Semejantes reliquias no perturbaban a Amedeo; bien al contrario, llegó a tomarles tanto cariño como al viejo doctor, y decidió que algún día él también tendría sus propias colecciones: una sala llena de especímenes científicos y una biblioteca repleta de libros. Su cuaderno rojo iba llenándose de historias; su cabeza, de los anhelos de un hombre educado a medias.

Cuando por fin obtuvo el título (Amedeo sabía por experiencia que todo tardaba el doble de tiempo si uno era un niño abandonado de pequeño), el joven no se convirtió en médico de hospital como su padre adoptivo, sino en medico condotto; y como gesto de deferencia hacia el anciano doctor, adoptó el apellido «Espósito». No conseguía encontrar un empleo permanente, pero practicaba su oficio en aldeas donde los médicos habían muerto de viejos o enfermado de puro agotamiento. Al no tener caballo ni bicicleta, Amedeo iba andando de una casita de piedra a otra bajo amaneceres lluviosos y noches gélidas. En las laderas que se extendían a los pies de Fiesole y Bagno a Ripoli, vendaba los tobillos rotos y los hombros corneados de campesinos y ganaderos y traía al mundo a los bebés de sus esposas. Enviaba cartas de solicitud a cada pueblo de la provincia en busca de una plaza, pero siempre en vano.

Entretanto, un año tras otro iba recolectando historias. Su vocación y su talante parecían invitar a las confidencias, de modo que los aldeanos le hablaban de hijas perdidas en el mar, de hermanos separados que, al reunirse por fin, se tomaban por extraños y se daban muerte el uno al otro, de pastores ciegos que se orientaban por el canto de los pájaros. Al parecer, a los pobres les gustaban más las historias tristes. Y para él los relatos seguían estando llenos de magia. Cuando volvía bajo la luz gris del amanecer al alojamiento temporal que habitara en ese momento, se lavaba las manos, se servía un café, abría las ventanas de par en par a los sonidos tranquilizadores de los vivos y ponía por escrito las historias en el cuaderno rojo. Lo hacía al margen de que a su paciente le hubiera correspondido en suerte la vida o la muerte, y siempre de manera solemne. Y de esa forma el cuaderno se llenó de los paisajes resplandecientes de un millar de vidas distintas.

Su propia vida, sin embargo, continuaba limitada a la superficie, desarraigada, como si en realidad no hubiera dado comienzo todavía. Era un hombre robusto y aquilino, con unas cejas que le trazaban una sola línea recta en la frente, y a pesar de que era muy alto no andaba disculpándose por ello, como solían hacer los hombres de su talla. Aun así, su altura y sus orígenes oscuros lo hacían parecer fuera de lugar, un forastero en todas partes. Cuando veía a los jóvenes hacer fotografías en la plaza del Duomo de Florencia o tomar chocolate en las mesitas de patas arqueadas ante los bares, tenía la sensación de que nunca había pertenecido a su misma especie. Su juventud había pasado y se sentía ya en los inicios de la mediana edad. Era un hombre solitario y de talante reservado que vestía con seriedad y pasaba las veladas estudiando las publicaciones médicas y los domingos en el salón de su anciano padre adoptivo comentando las noticias de prensa, examinando los especímenes más recientes de la colección del viejo y jugando a las cartas. Cuando las barajaba, Amedeo solía recordar las historias del tarocco de su infancia: el Ahorcado, los Amantes, la Torre.

El anciano ya se había jubilado. Todavía pasaba consulta en el hospicio, que se había modernizado en los últimos años: los niños ocupaban ahora dormitorios especialmente ventilados y jugaban en unas terrazas grandes, llenas de ropa tendida, que se habían construido para tal propósito.

Amedeo continuaba mandando solicitudes para un puesto permanente. Enviaba cartas a todas partes: a aldeas del sur cuyos nombres nunca había oído, a comunes en las cimas de los Alpes, a islas insignificantes cuyos habitantes enviaban sus respuestas por barca a través de las aldeas vecinas porque aún no disponían de servicios postales.

Finalmente, en 1914 un alcalde mandó una carta de respuesta por esos medios tan indirectos. Se llamaba Arcangelo, según escribía, y su pueblo era Castellamare. Si Amedeo estaba dispuesto a viajar al sur, había una isla que carecía por completo de asistencia médica y que podría ofrecerle una plaza.

La isla en cuestión era una migaja entre las páginas del atlas de su padre adoptivo. Situada al sureste de Sicilia, era el lugar más lejano al que Amedeo podría haber viajado desde Florencia sin llegar a África. Contestó aquella misma tarde para aceptar el puesto.

Por fin un puesto permanente. Su padre adoptivo lo despidió en la estación, llorando pese a su intención de no hacerlo, y le prometió que en verano tomarían juntos un vaso de limoncello en una terraza cubierta de buganvillas (el doctor tenía una visión del sur imprecisa y romántica).

—Tal vez incluso me mude allí a pasar mi vejez —añadió.

Había llegado a considerar a Amedeo como un hijo de verdad y no adoptado, pero fue incapaz de formar las frases necesarias para expresarlo. Amedeo, por su parte, buscó una manera de darle las gracias, pero sólo pudo estrecharle la mano. Y así se separaron. Nunca volvieron a verse con vida.