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Las brasas de la guerra se extinguieron aquel verano en el que Maria-Grazia y Robert se convirtieron en amantes. Durante la primavera siguiente, cuando Sicilia llevaba ocho meses ocupada y los pescadores habían empezado, tímidamente, a aventurarse más lejos en sus salidas al mar, una barca desconocida apareció en el horizonte. Concetta y Maria-Grazia subieron corriendo al último piso de la casa para escudriñar el mar con los prismáticos de Flavio y descubrieron al pescador remando y a dos soldados estadounidenses con cascos de acero.

La llegada tardía de los estadounidenses a Castellamare fue un descuido. En realidad deberían haber ocupado la isla meses antes, pero en el caos que envolvía Siracusa los sicilianos simplemente habían olvidado mencionar a las fuerzas de ocupación que la pequeña isla que se alzaba en su horizonte estaba habitada. Sólo al cabo de mucho tiempo, un coronel inclinado con una lupa sobre sus fotografías aéreas distinguió un manchón granuloso al sureste de Sicilia. Cuando aumentó la imagen, descubrió los bloques grises de un embarcadero y unas salpicaduras rojas que podían ser casas. Indagó al respecto en el mercado que había bajo la ventana de su despacho. «Sì, sì», dijeron los siracusanos, Castellamare estaba habitada, e incluso había albergado un campo de prisioneros con muchos hombres inteligentes del norte y cuatro o cinco guardias.

A la mañana siguiente, el coronel envió una barca a la islita vecina a investigar.

Los dos estadounidenses, un sargento y un teniente, habían ofrecido al propietario de la Señor, ten piedad un único billete de dólar por transportarlos a Castellamare. Atracaron poco después de las cuatro, bajo un calor de primavera bestial. El pescador amarró la barca al muelle desierto y señaló el camino que conducía a la cima de la isla entre olivares y cactus. Luego se sentó en el fondo del bote y empezó a disponer naipes sobre la bancada para hacer un solitario, dejando así muy clara su intención de quedarse atrás.

—Vamos a pasar un calor de narices subiendo hasta ahí —comentó el sargento.

—Por el camino encontraremos a alguien que tenga coche —terció el teniente.

El pescador esbozó una mueca.

—Aquí no hay coches —dijo con el desdén que los habitantes de la ciudad sienten por los pueblos—. Ni neveras, ni televisores, ni radios. Nada de nada. ¿Me entienden, americani?

En su penoso avance ladera arriba, los americani lo entendieron muy bien. En los campos, los tenaces zarcillos de las vides acababan de brotar, y al sargento le recordaron a su hogar y a los viñedos de California. En la distancia, cerca del mar, una hilera de braceros se movía como un solo hombre, y el ruido que hacían al hincar sus azadones en la tierra seca era audible incluso desde aquella altura. Junto a ellos, en el camino de tierra, se veía la forma diminuta de un automóvil inesperado.

—¿Bajamos otra vez hasta ahí? —inquirió el sargento—. ¿Le preguntamos a esa gente?

—Probaremos primero en el pueblo —contestó el teniente, que no era capaz de enfrentarse de nuevo a la subida con aquel calor.

No encontraron más indicios de vida humana hasta que por fin cruzaron el maltrecho arco de entrada al pueblo. Éste se había convertido en una especie de pizarra para consignas de todas las ideologías políticas. Los «¡Viva Il Duce!» y «¡Viva Mussolini!» ya estaban casi borrados, reemplazados por los nombres de los héroes de la Italia semiliberada: «¡Viva Badoglio!», «¡Viva Garibaldi!», «¡Viva il Re

El teniente asintió con la cabeza, satisfecho.

—Aquí no hay fascistas.

—Al menos ya no —terció el sargento.

El pescador de Siracusa se había equivocado en otra cosa: había una radio. Tras buscar un poco, la localizaron en la terraza del bar. Allí se encontraron con una curiosa mezcla de gente: viudas, ancianos jugadores de cartas, dos o tres pescadores y un soldado británico que tomaban café y discutían sobre el noticiero de la BBC.

—¿Dónde está el resto de su regimiento? —preguntó el teniente al soldado—. No nos habían informado de que las fuerzas británicas hubieran tomado ya esta isla.

Robert dejó la taza de café y se puso en pie.

—Es que no es así. Soy el único. El mar me trajo hasta aquí la noche del 9 de julio. Me vi separado de mi regimiento cuando el remolcador soltó nuestro aeroplano en medio del mar y no he vuelto a ver a ninguno de mis compañeros.

El sargento había oído a su cuñado, que era piloto de un avión remolcador, hablar de aquellos amerizajes: sabía que el viento y la lluvia habían confundido a los pilotos de los aviones, que habían soltado a los planeadores antes de hora; que los paracaidistas británicos habían acabado diseminados por las montañas, inmersos en aguas embravecidas o abandonados a su suerte en viñedos a cientos de kilómetros de las líneas enemigas. Durante los días siguientes, los que aún podían combatir lo habían hecho allí donde estaban y los que seguían flotando agarrados a los despojos habían sido rescatados y enviados de vuelta a Túnez en barco. La ira de algunos soldados británicos contra los pilotos de remolcador yanquis había sido tan violenta que habían tenido que confinarlos en campos.

—Menuda chapuza —murmuró el sargento—. Ya nos enteramos de todo eso.

El soldado británico se presentó:

—Pertenezco a la Sexta Sección de la Guardia Paracaidista, Tercer Batallón, Primera División Aerotransportada. ¿Saben si hay otros que hayan conseguido salir de sus planeadores? No paro de pensar en ello, hasta sueño con eso por las noches. ¿Consiguió salir alguno más?

—Sólo hace seis meses que llegamos a Sicilia —respondió el teniente—. No tengo ni idea. —Su mirada fue del soldado británico a los viejos que jugaban a las cartas, pasando por las viudas que murmuraban en el rincón y los dos pescadores que habían dejado sus periódicos para observar a los dos militares con interés benevolente—. Tenía entendido que aquí había un campo de prisioneros.

Llamaron a Pina, que condujo a los soldados por la calle mayor hasta la serie de casitas en ruinas que habían albergado a los prisioneros. Demasiado avergonzada para hablar inglés ante aquellos forasteros, explicó en un italiano formal que el campo ya no existía.

—Dice que era aquí donde tenían a los prisioneros —tradujo Robert—. No había un campo propiamente dicho, sólo esto. Y dice que poco después de que empezaran los combates, los guardias fascistas se fueron. Fue justo cuando yo vine a parar a esta isla.

—¿Y qué ha sido de los prisioneros?

—Sólo quedan un profesor de universidad y un par de diputados socialistas. Los demás también se han ido.

Incluso Mario Vazzo se había marchado. Había vuelto a la Italia peninsular en busca de su mujer y su hijo.

—¿Qué me dice del gobierno local? ¿Hay alguien con quien tengamos que tratar? ¿El alcalde?

Robert negó con la cabeza.

Para entonces, media isla se había enterado ya de la llegada de los soldados estadounidenses. La gente se apiñaba en torno a sus liberadores y les daba palmaditas en los hombros. Algunos empezaron a soltar vítores de «¡Viva l’America!». Concetta se zafó de la mano de Maria-Grazia y emergió al frente de la multitud para escrutar a los forasteros.

—Todo esto es rarísimo —dijo el teniente, que había confiado en tomar la isla a lo grande—. Nos dijeron que había un campo de prisioneros con cuatro o cinco guardias.

—Sí, sí —repuso Robert—. Ella dice que lo hubo, pero que ya no está.

—Traeos a los americani de vuelta al bar a tomar un café —propuso Rizzu—. Ofrecedles algo de comer y beber.

Guiaron a los soldados estadounidenses por las calles como si fueran invitados de honor, lo cual aplacó un poco al teniente. Una vez en la Casa al Borde de la Noche, rechazaron el caffè di guerra de Maria-Grazia, pero sí accedieron a sentarse en el bar, bajo el ventilador de techo, donde pidieron que hicieran acudir de inmediato al antiguo podestà de la isla.

Rizzu, orgullosamente sentado en el asiento delantero del coche por primera vez en su vida, hizo volver al conte de los campos. D’Isantu dedicó una rígida inclinación de cabeza a los liberadores.

—¿Entiende usted el inglés? —preguntó el teniente.

El conde, que nunca había sido un gran erudito, se vio obligado a decir que no. Se les pidió a Robert y a Pina que tradujeran. Mientras il conte se ponía rojo y se miraba las rodillas, los soldados estadounidenses declararon la toma de la isla y lo exoneraron de sus obligaciones como alcalde. El conde dio un par de pasos arrastrando los pies y, tras unos segundos de tensión durante los que pareció que no sería capaz de reprimir la ira, se calmó y consintió en estrechar la mano a los soldados.

Éstos se centraron entonces en el problema de qué hacer con Robert.

—Lo llevaremos de regreso a Siracusa —anunció el teniente—. Haremos que disfrute de una buena comilona y lo transferiremos a su regimiento.

—No puedo irme —contestó Robert—. Ya intenté marcharme, volver con mi regimiento, pero no funcionó. La herida del hombro empezó a sangrarme de nuevo en cuanto abandoné la isla.

Sì, sì —intervino una isleña, una anciana de ojos ciegos velados por una telilla blanca—. Un miracolo di Sant’Agata.

—¿Qué ha dicho?

—Dice que es un milagro de santa Ágata.

—Venga ya —soltó el teniente—. Basta de tonterías. Lo sacaremos de aquí y lo llevaremos a un hospital como es debido, si está herido. Haremos que lo evacúen a Túnez o que lo envíen a casa, a Inglaterra, si es lo que quiere.

Pero Robert negó con la cabeza.

La multitud se abrió para permitir que Amedeo se adelantara y ofreciera un informe médico. Sí, sí, convino, con el hombro de Robert no se podía más que esperar a que sanara. Un período de descanso; no era aconsejable mover al paciente de la isla en esa etapa tan delicada.

—Déjeme ver ese hombro —exigió el oficial.

Robert se desabrochó la camisa y expuso la cicatriz, que había adquirido un tono plateado.

—La herida parece bastante curada —dijo el teniente—. No veo que esté tan mal...

—Pero cuando se va de la isla, la herida se abre.

Maria-Grazia había dado un paso adelante enroscándose la trenza de pelo negro.

Se oyeron murmullos de aprobación entre los isleños. El teniente recordó la guía de campo de Sicilia que les habían facilitado antes del desembarco en Messina. «La mayor parte de sus habitantes son católicos romanos y muy aficionados a las festividades de los santos.» Al parecer, el británico tenía alguna clase de influencia en todas aquellas personas.

—La guerra debe de haberlo vuelto un poco chalado —susurró al oído del sargento.

Pero este último, claramente amedrentado, no parecía compartir su opinión.

—Yo no lo tengo tan claro. He oído hablar de otros milagros en esta guerra. Me los ha contado mi cuñado, Harvey, que pilota aviones.

—Venga ya. —El teniente, dirigiéndose sólo a Robert, hizo otro intento—: ¿No preferiría venir con nosotros a Sicilia para comer como es debido, ver a un médico y averiguar qué ha sido de sus compañeros?

Pero Robert volvió a decir que no. No podía irse con ellos a la isla vecina y no estaba dispuesto a someterse a tratamiento médico en un hospital militar.

—No puedo irme —insistió—. Mi hombro sólo puede sanar aquí, y éste es el único médico que puede curarme.

En ese punto, por primera vez, el sargento decidió decir lo que pensaba:

—Ese hombro suyo no tiene mucho remedio. Que nos lo llevemos o lo dejemos aquí no supondrá una gran diferencia.

—Un desertor es un desertor —zanjó el teniente—. No podemos dejarlo aquí sin más.

El teniente había esperado mayor resistencia por parte del inglés, pero al final Robert se fue con ellos. Lo que no había esperado era la procesión de isleños que los siguió por el camino de tierra hasta el embarcadero, lamentándose y protestando en dialecto, y en algunos casos incluso llorando abiertamente al tiempo que se aferraban a las manos del inglés. El oficial, sudando mientras guiaba a un Robert pálido y taciturno agarrándolo del brazo, empezó a desear no haber pisado nunca aquella isla. Para empeorar las cosas, su sargento, un joven supersticioso criado en una chabola de California, sin duda estaba de parte del inglés.

En el embarcadero, los isleños esperaban en silencio a que los americani se llevaran a Robert. El teniente tuvo la sensación de que debía hacer alguna clase de declaración. Tras encaramarse a la bancada de la Señor, ten piedad, se dirigió a los aldeanos:

—Cuidaremos bien de su amigo. Nos ocuparemos de que reciba un buen tratamiento.

Los isleños continuaron mirando sin decir nada mientras Robert y Maria-Grazia se daban un abrazo muy breve. Y entonces el pescador soltó la amarra, con los americani y el inglés a bordo. Los isleños, apenados, no se movieron del embarcadero mientras la barca se alejaba.

—Menudo infierno de lugar —comentó el teniente.

—De mal agüero, en mi opinión —respondió el sargento.

Cuando la barca alcanzó el mar abierto y surcaba ya las aguas picadas entre Castellamare y Siracusa, el inglés murmuró algo. De la herida del hombro le brotaba sangre negra. El teniente hurgó en el botiquín de primeros auxilios y extrajo un apósito Carlisle de su envoltorio de plástico.

—Tome, póngase esto en el hombro. Nos ocuparemos de que reciba atención médica en cuanto haya desembarcado.

Entretanto, un recuerdo asaltó de pronto al sargento: cuando tenía quince o dieciséis años y trabajaba en la cosecha en un rancho cerca de Soledad, había visto a un hombre caer de un carro, quedar ensartado en una horca y desangrarse en pocos segundos.

Cuando dejaron al soldado en el hospital de campaña inglés, se alegró de no tener nada más que ver con él.

Desde el 66.º Hospital General, en Catania, Robert, todavía sangrando, fue evacuado a Túnez, y una vez allí lo subieron a bordo de un buque hospital con destino a Southampton. Durante el trayecto estuvo postrado en su litera y sólo pudo beber un poco de caldo de carne. De vez en cuando parecía que la herida empezaba a curarse, pero al cabo de unos días volvía a sangrar. Tenía altibajos de temperatura y lo atormentaban unos dolores de cabeza persistentes. La suya era una infección que ni el mercurio amoniacal ni los comprimidos de sulfanilamida parecían poder curar; por lo visto se trataba de algo más profundo, que había echado raíces en su interior.

Su regimiento, o lo que quedaba de él, estaba de instrucción más al norte, pero a Robert ya no podían destinarlo a ningún sitio. Mientras sus compañeros de la Sexta Sección de Paracaidistas descendían sobre Arnhem, él yacía en una cama con cortinas grises, mejorando unas veces, debilitándose otras, y soñaba con Maria-Grazia. Con las tardes calurosas que pasaba entre sus brazos cuando el resto del pueblo dormitaba tras los postigos cerrados, cuando contenían el aliento para no perturbar el silencio que reinaba en la isla; con su gruesa trenza de cabello negro; con la tranquilidad de despertarse a su lado en aquella habitación con palmeras y el horizonte azul del mar al otro lado de la ventana. No estaba seguro de si todas esas cosas habían ocurrido o sólo las había imaginado. El mundo entero parecía un lugar sumergido del que se arrancaran grandes porciones de tiempo y en el que, sin embargo, los días en sí transcurrieran a rastras, con toda languidez. Aun así, él seguía aferrándose a la convicción de que una vez había sido amante de Maria-Grazia, y de que volvería a amarla.

Escuchaba la radio y comprendía que la guerra llegaba a un fin confuso. Oyó que se habían soltado dos bombas tremendas sobre Japón, que ciudades enteras habían quedado arrasadas, algo espantoso. Luego vino la rendición. Hitler estaba muerto, Mussolini estaba muerto. Sabía que los soldados no tardarían en regresar en barcos, en trenes, un gran éxodo de gente que recorrería el mundo conocido en todas las direcciones dejando atrás sus enemistades, como aves migratorias volviendo a casa.

En otoño de 1945, Maria-Grazia recibió una postal con la imagen de un hospital inglés de ladrillo rojo en el anverso. Aunque tan sólo iba dirigida a «Maria-Grazia Espósito, la Casa al Borde de la Noche, isla de Castellamare», la carta había conseguido llegar. En ella se leía: «Sto pensando a te.» «Estoy pensando en ti.» Fue así como supo que Robert había sobrevivido.