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Sergio y Giuseppino habían nacido en pleno auge de la prosperidad de la isla. A medida que crecían, Maria-Grazia se maravillaba de la vida que les había tocado vivir. Para ellos, las cuevas junto al mar siempre habían sido un yacimiento arqueológico con una caseta en la entrada donde Salvatore Mazzu, sentado en su silla, vendía billetes. No recordaban los tiempos en que el servicio de transbordador de Bepe aún no existía, ni cuando en toda la isla sólo había un automóvil, como tampoco podían creer que el anfiteatro griego hubiera sido un pedregal donde pastaban las cabras (il conte, resuelto a sacar provecho de la creciente popularidad de Castellamare, había mandado excavar el terreno y cercarlo, y apostado a Santino Arcangelo en una caseta para que cobrase la entrada). Para Sergio y Giuseppino, la Casa al Borde de la Noche siempre había sido un sitio donde los extranjeros tomaban té en el porche y hacían fotografías. También a ojos de Maria-Grazia la isla volvía a parecer rebosante de oportunidades. Era Robert quien había logrado apaciguar sus inquietudes. Para él no existían mayores placeres que zambullirse en el mar junto a sus hijos las tardes de domingo, acurrucarse junto a la curva de la cintura de su mujer durante las noches calurosas oyendo los susurros de las palmeras al otro lado de la ventana o sentarse con ella en el porche tras una jornada de trabajo para cuadrar los números en el libro de contabilidad y compartir toda clase de ilusiones rutilantes. Sus anhelos eran enternecedores de tan modestos.

—Los chicos podrían hacer la secundaria en la Italia peninsular —fantaseaba durante aquellas noches—, y tú podrías convertir este bar en un sitio con aire acondicionado y televisor, mejor que el de Arcangelo.

Durante aquellos años de modernización, Castellamare había adquirido muchas curiosidades del continente, entre ellas un televisor. Bepe el barquero había ganado tanto dinero con su nuevo servicio de transbordador que no se le ocurría nada sensato en que gastarlo, según los chismorreos de los clientes más ancianos del bar, y compró uno en una tienda de electrodomésticos de Siracusa. El televisor cruzó el mar en una caja de madera rellena con papel de periódico, como si de una reliquia arqueológica se tratara. Unos técnicos de Sicilia instalaron una antena en el tejado de su casa azul, detrás de la iglesia, y desde entonces los isleños se reunían en el antiguo salón de la madre de Bepe, con sus cortinas de terciopelo y sus figuritas de santos afligidos, para ver a extranjeros en blanco y negro que se deslizaban precariamente de un lado a otro de la pantalla e informaban de las noticias. («Pensaba que hablarían en nuestro dialecto —decía Ágata la pescadora un tanto decepcionada—. Al menos alguno de ellos...»)

En la televisión de Bepe, Sergio y Giuseppino, arrebujados entre las rodillas de sus padres, vieron el funeral de Estado del signor Kennedy, el presidente estadounidense. Aquel día les prometieron a ambos que, cuando los extranjeros que lanzaban cohetes al espacio, los russi y los americani, consiguieran llegar a la Luna, también podrían verlo retransmitido. Maria-Grazia se asombraba al pensar que, en aquella misma isla donde ella había cogido caracoles y achicoria para el té, donde Robert había estado postrado y febril porque no había penicilina, sus hijos fueran a ver al hombre catapultado al espacio. Sin embargo, como siempre veía el mundo exterior a través del televisor de Bepe o de los periódicos, le costaba no imaginar en blanco y negro todos los lugares del mundo que no fueran Castellamare.

El bar contaba ahora con una máquina heladera y frigoríficos modernos que emitían un ronroneo fresco y recogían la condensación. A veces, los turistas abrían las puertas de las neveras y se quedaban allí plantados, concediéndose un instante de alivio, en busca del frío de su norte natal. Entretanto, Bepe sustituyó su pequeña transbordadora por un moderno ferry de fondo plano, el Santa Maria del Mare, con capacidad para transportar cinco coches.

Las esperanzas de los isleños se hincharon hasta convertirse en espejismos desmesurados y vertiginosos.

—Quizá tengamos discotecas, como en París —soñaban los pescadores más jóvenes en un rincón de la Casa al Borde de la Noche.

—Y toda una calle de bares, no sólo estos dos tan anticuados y llenos de jugadores de dominó. Y una buena tienda de ropa de Milán.

Ya casi nadie se conformaba con la ropa de siempre, que llegaba de Sicilia envuelta en papel de estraza o se compraba en la mercería de la viuda Valeria, en cuyo escaparate colgaban, a veces durante décadas, los mismos calcetines, calzoncillos y pantalones de luto ya descoloridos.

Al final, lo que sí llegó a la isla fue una caja de ahorros.

Nadie recordaba que en Castellamare hubiera habido jamás un banco. A veces, la familia Arcangelo había adelantado dinero a los vecinos para reparar el tejado o comprar una red de pescar; también los antepasados de Pierino habían organizado una especie de tinglado por medio del cual prestaban barcas y redes a quienes habían perdido las suyas, quedándose con la mitad de la pesca y sin asumir ningún riesgo; incluso en cierta ocasión los primos de la familia Mazzu, ya fallecidos, habían alquilado trajes de luto a diez liras la hora —aprovechándose de los eternos velatorios del siglo XIX— para sacar veinte veces más de lo que habían invertido en comprarlos. Pero a pesar de que la isla había conocido en otros tiempos todas esas variaciones del capitalismo, un banco era harina de otro costal.

—No lo necesitamos —sentenció Ágata la pescadora—. ¿No nos las hemos apañado siempre entre nosotros?

Desde tiempos inmemoriales, los isleños guardaban lo que ganaban en cajitas metálicas —raras veces con candado— y bajo el colchón. Era igual de corriente cobrar en atunes o en aceite que en dinero contante y sonante, y a la población de la isla jamás le había faltado ni la comida ni un techo con ese sistema.

—No como a esos americani, con su Gran Depresión —añadió Ágata la pescadora con gravedad.

Pero a partir de ese momento habría un banco en la isla, un edificio con cristaleras relucientes y pomos dorados levantado sobre los restos de la casa de Gesuina en la plaza, justo enfrente de la Casa al Borde de la Noche, como si la desafiara a través del polvo y el sol.

Todo había empezado con la muerte del conte. El antiguo enemigo de Amedeo había fallecido discretamente en el verano de 1964, sin ceremonias ni preámbulos, mientras conducía su viejo automóvil. Hicieron falta ocho hombres y tres burros para sacar el vehículo de la zanja donde se había estrellado, pero el cuerpo del conte estaba intacto, sin una sola cicatriz. Tenía todo el aspecto de haberse quedado dormido al volante.

Lo enterraron con honores, con el féretro rodeado de porteadores de guantes blancos venidos del continente, otros duces y contes del mundo pasajero en el que había nacido. Su amigo, el viejo doctor, leyó el panegírico. Carmela, sin derramar una lágrima y oculta tras su antiguo velo de luto, permaneció sola en la cabecera de la tumba.

Y entonces, demasiado tarde para el funeral, Andrea d’Isantu volvió a casa. Maria-Grazia no lo vio ese primer día, puesto que llegó entrada la noche y se encerró directamente en la villa con su madre. Pero los parroquianos del bar informaron de que ahora vestía un traje lustroso y llevaba gafas sin montura, como los extranjeros. En el muelle, los ancianos jornaleros del conte, los que aún vivían, le habían regalado una sortija de sello que había pertenecido a su padre, aunque hubo ciertas discrepancias —alguien gritó algo sobre el fantasma de Pierino—. Carmela se aferró al brazo de su hijo. La finca, o lo que quedaba de ella, pasaría ahora a manos de Andrea. Al día siguiente en la iglesia, la contessa no ocultaba su regocijo por el regreso de su único vástago.

—Mi niño... Mi niño hermoso... Bendita sea santa Ágata y benditos todos los santos —balbuceaba para vergüenza de las viudas del Comité de Santa Ágata, quienes lo encontraban escandaloso teniendo en cuenta el reciente fallecimiento de su marido.

—Tiene intención de quedarse —anunció Tonino, el albañil, a la multitud congregada en el bar—. Nos ha pagado a ‘Ncilino y a mí para que arreglemos la mitad de sus casas vacías. Tenemos tanto dinero que vamos a renovar nuestras herramientas y comprar un juego de escaleras nuevo.

Maria-Grazia no habría sabido explicar qué la hacía sentir incómoda ni por qué, y cuando Robert le preguntó a qué venía toda esa cháchara sobre el regreso del hijo del conte, no supo qué contestar. Su marido sabía que ese hombre había estado enamorado de ella, pero era algo que no lo molestaba. ¿Por qué la atemorizaba, entonces, el regreso de Andrea?

Los albañiles que se ocupaban de las casas de d’Isantu no tardaron en verse obligados a emplear a la mitad de los jornaleros en paro de la isla. Para cuando acabó el verano, Tonino y ‘Ncilino no sólo pudieron permitirse comprar las cajas de herramientas y las escaleras, sino también una camioneta para transportarlas y una hectárea de terreno donde aparcarla. El hijo del conte había vuelto convertido en un hombre rico, y tenía grandes planes para el futuro de la isla.

El banco, con las ventanas cubiertas y un letrero con los colores del sol y del mar envuelto en una sábana, despertaba a la vez interés y sospechas. La víspera de la festividad de Santa Ágata, cuando nadie sabía aún qué sería aquel nuevo edificio, Andrea d’Isantu anunció la gran inauguración. Temeroso de plantarse ante los isleños (o eso decían los ancianos jugadores de scopa), envió a su madre para que hiciera los honores en su lugar. Carmela se situó ante la puerta frente a los vecinos, con su desvaído traje de color berenjena, y cortó por la mitad una cinta azul celeste. El capataz Santino y su padre Arcangelo se apresuraron a retirar la polvorienta sábana del rótulo para dejar a la vista las letras: «SOCIEDAD DE AHORRO Y CRÉDITO DE CASTELLAMARE.»

—Todos habéis empezado ya a beneficiaros del interés de los turistas en nuestra querida isla —anunció Carmela, imitando el estridente estilo oratorio del conte—. A partir de ahora, tendréis un lugar seguro donde invertir vuestras nuevas riquezas, y si alguien desea cambiar su vieja casa por una más moderna, sólo tiene que acudir a nosotros e intentaremos prestarle el dinero que haga falta.

Filippo Arcangelo fue el primer cliente. Cada tarde se presentaba en la caja, nervioso, llevando sus ganancias en un saco de arpillera. Poco después, el panadero y la florista siguieron sus pasos. Y cuando Ágata la pescadora, intimidada por primera vez en su vida ante los empleados venidos de Sicilia con sus trajes impecables, preguntó si podrían concederle un pequeño préstamo para reparar los daños que el terremoto había causado en el suelo de su casa, el banco de Andrea d’Isantu le ofreció la cantidad suficiente para derruirla y levantar una nueva de hormigón —con la posibilidad de devolverlo más adelante y sin comisiones—, pues Ágata la pescadora había accedido a formar parte en calidad de socia del negocio de Bepe y su ferry y se encargaba de llevar las cuentas, de gestionar las reservas y de pilotar el transbordador en una cuarta parte de los trayectos. No tardaría en ser tan rica como él.

—¡Como si fuera a echar abajo la casa que construyó mi bisabuelo! —fue su mordaz respuesta—. Pero aceptaré el dinero que me hace falta para arreglar el suelo, eso sí. Ya estoy cansada de que los días de lluvia me entre el agua en casa.

Y entonces empezó a correr la voz de que la caja de Andrea d’Isantu no sólo concedía préstamos a los amigos de su padre, sino a todos sin discriminación. Y aunque Ágata la pescadora estuviera muy satisfecha con la casa de su bisabuelo, a pesar de sus corrientes de aire y sus nidos de lagartijas en las paredes, otros aprovecharon la oportunidad para deshacerse de los cuchitriles ancestrales que habitaban desde hacía décadas. En Castellamare, la vivienda siempre había funcionado por herencia, en una especie de lotería de nacimiento: eras un afortunado cuando te tocaba una casa con ventanas grandes y bonitas vistas al mar, pero si era pequeña y oscura, como la de Bepe —la de detrás de la iglesia que heredó de su difunta madre—, te lamentabas y la arreglabas como buenamente podías. Y si no había descendientes para heredarla, o había tantos y repartidos en tantos países extranjeros que no se ponían de acuerdo en cómo dividirla, entonces la casa permanecía vacía, sin valor, hasta que los postigos cedían y las enredaderas invadían el revoltijo de escombros del interior. Eso había pasado con la casita de Gesuina, antes de que el banco ocupara su lugar. Sin embargo, según anunció el nuevo conte, ahora cualquiera que tuviera un buen empleo y ahorros en su banco podría solicitar un préstamo hipotecario para adquirir un terreno vacío y construirse una villa de hormigón.

—¿No deberíamos meter nuestros ahorros en esta nueva sociedad? —sugirió Robert una noche, acariciando la muñeca de Maria-Grazia—. No hago más que tropezarme con cajas y sobres llenos de billetes por toda la casa. Nos estamos haciendo ricos, cara. La semana pasada, sin ir más lejos, me encontré una botella con liras antiguas entre la pared y el lateral de la cama.

Los ahorros que ella había ido guardando para una posible escapada... Casi los había olvidado. Alargó la mano hacia el borde de la cama, recuperó la botella y la destapó; brotó un leve aroma a Campari y a polvo. Con ayuda de una horquilla doblada, fue sacando lira tras lira en una suerte de riada de billetes.

—¿Para qué eran? —quiso saber Robert.

Maria-Grazia sonrió al acordarse, y se lo contó.

—Pero, cara —murmuró él medio en broma—, ¿cómo pudiste desear alguna vez marcharte de este lugar?

Cuando regresó a la cama, Robert la atrajo hacia él, como si tuviera frío.

—¿Y bien? ¿Qué opinas de lo que he dicho antes? Lo de la caja de ahorros.

—No —zanjó ella—. No quiero meter el dinero ahí.

—A mí no me importaría que lo hicieras —repuso él—, no me supone ningún problema que tengas tratos con d’Isantu. No lo temo.

Algunas veces, cuando Robert hablaba en italiano, aún le salían esa clase de expresiones curiosas: «No lo temo.» Tan fuerte y moreno como ella, con sus espaldas de pescador de andar de aquí para allá todo el día con los niños, ¿qué miedo podía tenerle su marido al nuevo conte, con su pierna hecha trizas, su tez cetrina y sus andares vacilantes de viejo? Le besó una mano, y luego la otra.

Lo so, caro. Ya lo sé.

Aun así, Maria-Grazia no metió los ahorros del bar en el banco.

—Hay una razón por la que se llama «sociedad de ahorro y crédito» —advirtió Amedeo, que lanzó un jarro de agua fría sobre la ilusión que había inundado el bar aquellos últimos días (pues le resultaba muy difícil mostrarse benévolo con cualquier asunto relacionado con su viejo enemigo signor il conte)—. Andrea d’Isantu acepta vuestro dinero con una mano y lo presta con la otra. Veamos, si Arcangelo mete sus ingresos del mes en el banco, cien mil liras, pongamos... —Movió unos cuantos saleros para ilustrar su ejemplo—, el signor d’Isantu sólo tiene que coger esas mismas cien mil liras y prestárselas a Ágata la pescatrice para que arregle su suelo. Ella se lo devolverá con un interés elevado, y él le pagará a Arcangelo uno muy bajo. Y la diferencia, para él. Eso es lo que hace.

—Sea lo que sea —intervino Ágata la pescadora—, funciona. Y durante el tiempo que ha pasado fuera, se ha hecho aún más rico que su padre.

Andrea d’Isantu había emprendido reformas en la villa familiar. Había ordenado instalar electricidad en todas las estancias, echar abajo los destartalados edificios anexos y cambiar los postigos desvencijados por otros nuevos. Había mandado el antiguo automóvil al chatarrero y Carmela se paseaba ahora en una ranchera de Alemania Occidental —cuyo motor rugía de forma espectacular— traída especialmente en el ferry de Bepe.

En cuanto al nuevo conte, permanecía enclaustrado en la villa, donde nadie podía verlo.

Pina también despotricaba contra todos esos progresos.

—Esa hilera de casas de hormigón... No valen un comino. No pueden compararse con las del pueblo, las antiguas. El primer terremoto que venga las echará abajo. Además, dentro de poco ya no quedarán vistas al mar, ni bahía, ni tierra para que pasten las cabras; al final habrá más turistas que isleños. Y este nuevo conte, con sus maneras de señorito de ciudad, será el dueño de todo.

Pero Maria-Grazia no podía negar que ahora el dinero fluía con más alegría en el bar, que la caja registradora se llenaba cada vez más rápido (aunque cada viernes siguiera vaciándola y metiendo el contenido tras las estanterías, en los colchones o bajo las almohadas, y no en el banco del conte). Pintaron las paredes, cambiaron la cafetera y le subieron el salario a Concetta, quien pudo permitirse renovar el mobiliario de la casa de zia Onofria, pintar la fachada de azul celeste y plantar unos cuantos naranjos en el jardín delantero. Entretanto, todos los sábados Robert pasaba horas dando una nueva capa de pintura a las habitaciones de Tullio y Aurelio —pues Amedeo las había cedido finalmente para Sergio y Giuseppino—, charlaba con el carpintero sobre los nuevos muebles que debería hacer a medida, lijaba marcos y puertas y enceraba el suelo de madera hasta dejarlo reluciente.

En todos los meses que Andrea pasó en la isla durante aquella primera visita, Maria-Grazia no lo vio ni una sola vez. A principios de la segunda semana, una mañana muy temprano se había plantado ante la entrada de la villa, donde tocó la campanilla sin tener del todo clara su intención. Transcurrieron entre cinco o diez minutos antes de que el capataz Santino Arcangelo apareciera tras el portón de hierro forjado.

Sì? ¿Qué quieres?

—He venido a ver al signor d’Isantu —contestó ella.

Santino se marchó. Recorrió sin apresurarse el sendero de vuelta hacia la casa, deteniéndose a intervalos para azotar las hierbas altas con un palo, como para demostrarle que no tenía la más mínima intención de darse prisa. Tardó veinticinco minutos en regresar y, cuando lo hizo, lucía una peculiar expresión de satisfacción y desdén.

—No quiere verte —anunció desde el otro lado del portón—. Debes irte ahora mismo, Maria-Grazia Espósito. Signor il conte no tiene nada que decirte.

De regreso a casa, Maria-Grazia se preguntó por qué le daba la sensación de que sus pies fueran de plomo. De todos modos, ¿qué le habría dicho a Andrea d’Isantu? Llevaban quince años sin hablarse. Le habría gustado que supiera que nunca había pensado mal de él tras su confesión sobre la paliza a Pierino, que Flavio era feliz en Inglaterra, a juzgar por sus misivas sin signos de puntuación, que el fantasma del pescador no había vuelto a ser visto en la isla salvo bajo la influencia del potente limettacello de la viuda Valeria. En definitiva, le habría gustado decirle que todo iba bien, pero ¿de dónde habría sacado las palabras para contarle todo eso?

Cuando llegó al bar, se encontró a Robert en el patio mediando en una riña entre Sergio y Giuseppino, con el fino cabello casi apuntando al cielo bajo la fuerte brisa primaveral.

—Sé de dónde vienes —le dijo Amedeo en voz baja—. Ya lo sabe toda la isla. Ten cuidado, cara. Tu marido es un buen hombre que ni siquiera te pide explicaciones.

—¡Pues maldita sea esta isla! —replicó con ira Maria-Grazia—. ¡Y al infierno con los cotillas y los espías! ¿No tienen nada mejor que hacer? ¿Siempre tienen que andar metiendo las narices en los asuntos de los demás?

Entonces, por primera vez en su vida, se peleó con su padre.

—No entiendo qué tienes que decirle a ese hombre —dijo Amedeo—. Ni qué tejemanejes te traes visitándolo al amanecer, a escondidas y vestida con tus mejores galas. Y mientras, tu marido ocupándose de los niños, atendiendo el bar...

—Él no desconfía de mí, papá. ¡Quizá deberías hacer lo mismo!

—Robert tiene más paciencia que santa Ágata. Y todos lo sabemos.

Cazzo! ¿Es que tengo que informarte de todo lo que hago? Aparte de mi padre, ¿eres también mi carcelero? —exclamó dolida.

Aquello era injusto, hasta ella misma se dio cuenta, pero para ahorrarse la humillación de pedir perdón, se alejó a grandes zancadas, entró en el bar y encendió la cafetera en pleno arrebato de furia.

La disputa continuó en murmullos en el bar durante todo el día y sólo se arregló al atardecer, cuando Maria-Grazia vio a Robert dirigirse hacia ella a través de la plaza con la silueta un poco distorsionada por el calor y un niño al final de cada brazo. Corrió a su encuentro y enterró la cara en su cuello.

—Lo siento, lo siento mucho... No pretendía nada yendo a visitarlo —se disculpó.

—Ya lo sé —la tranquilizó Robert.

Amedeo, que había presenciado la escena, le dio unas palmaditas en el brazo a su hija cuando ésta regresó a la barra y decidió no volver a pronunciar palabra sobre el chico del conte.

Al cabo de unos meses, Andrea d’Isantu volvió a marcharse. Maria-Grazia no llegó a verlo. Durante los años siguientes, le costó creer que realmente hubiera estado en la isla; lo imaginaba tan sólo como una silueta en la penumbra, que aparecía y se desvanecía como el fantasma de Pierino.

Las reformas que Andrea había puesto en marcha, no obstante, sí que eran reales. Por ejemplo, en la cuestión del alojamiento para los turistas. Hasta entonces, los visitantes estaban obligados a emprender un arduo peregrinaje para llegar a la isla, casi como devotos de la santa. Para llegar hasta allí desde los puntos más cercanos de la vecina Sicilia, Noto y Siracusa, la mayoría había tenido que viajar primero durante un día entero, ya fuera desde los aeropuertos de Catania o de Palermo o en barcos muy lentos desde algún puerto del norte. Así, normalmente, quienes visitaban Castellamare tenían cierta madera de exploradores, estaban interesados en la historia de la necrópolis y se esforzaban en chapurrear un poco de italiano.

—Si por lo menos hubiera un campo de aviación como es debido en la isla, o allí enfrente, en Siracusa... —decía Bepe.

Los pescadores extranjeros le habían contado que ahora desde Londres o París podía accederse mediante cortos trayectos en aviones con aire acondicionado a varias islas griegas que atraían a miles y miles de turistas a sus aguas azules.

De vez en cuando, durante aquella embriagadora época de progreso, enormes buques blancos de pasajeros surcaban el horizonte llenando el aire marino con su sirena atronadora y provocando vítores de júbilo entre los niños. Con los prismáticos de los Balillas de Flavio, incluso se alcanzaba a ver cabecitas doradas con gafas de sol moviéndose por la cubierta o cuerpos rosados y larguiruchos tendidos en las tumbonas.

—Ojalá pararan aquí —decía Giuseppino.

Ambos hijos de Maria-Grazia sentían fascinación por los turistas, con su aire de otros lugares y sus idiomas del norte, enérgicos y raudos, que parecían hablar de ciudades donde sucedían cosas importantes, donde las cosas había que decirlas deprisa, a diferencia del dialecto de la isla, que por su propia naturaleza parecía arrastrar las ideas describiendo círculos épicos y fatigosos.

Se rumoreaba que el nuevo conte había comprado la antigua granja de los Mazzu, o lo que quedaba de ella, puesto que estaba en ruinas desde que el viejo había muerto y el último de sus hijos se había marchado a América. Por cuenta de su hijo, Carmela había empleado a albañiles de Sicilia para que cavaran en el que siempre había sido el mejor campo de la isla, el más llano y con vistas al embarcadero. Luego derribaron la antigua casa de los Mazzu.

—Pondría la mano en el fuego a que están construyendo otra villa —se quejó Tonino. Estaba molesto por que no lo hubieran tenido en cuenta para el trabajo, que se habían llevado esos forasteros con sus hormigoneras modernas—. Cuando hayan terminado, seguro que nuestro nuevo conte se instala ahí con su madre y echan abajo la antigua villa.

—No si yo tengo algo que decir al respecto —intervino Pina—. Resulta que la mitad de los turistas se detienen a contemplar la villa del conde. ¿Acaso no sabes que tiene influencias normandas, Tonino? Es uno de los edificios más antiguos de la isla.

La nueva construcción, una suerte de aparición de cemento rosa, avanzaba paulatinamente. Al atardecer, la luz incidía en sus pilares desnudos y sus vigas de acero convirtiéndola en una silueta bruñida. Durante el día, los obreros trabajaban bajo el sol abrasador. La edificación adquirió no sólo balcones y cornisas, sino también una piscina con forma de riñón y el fondo pintado de azul, un jardín con palmeras que se envolvieron en papel de estraza para protegerlas hasta que el polvo de la obra se hubiera posado y, en la parte trasera, a la sombra, un terreno cubierto de cemento para que los automóviles pudieran aparcar. Las plazas de ese aparcamiento a la americana, informó Concetta, que había ido a espiar, eran muy amplias, para automóviles extranjeros, el doble de grandes que los pequeños Cinquecentos y los motocarros Ape que se usaban en la isla. ¿Por qué iba a necesitar el nuevo conte tantas plazas para sus invitados (suponiendo que tuviera agallas para volver a la isla por segunda vez, como decían entre dientes los viejos jugadores de scopa)? Desde la muerte de su padre no los había visitado ni un alma, ni a Carmela ni a él. Aquella mole se erguía imponente sobre la hilera de pequeñas villas de hormigón que, desde el porche del bar, no se veían mayores que paquetes de cigarrillos. El verano siguiente, el nuevo edificio estaba listo para abrir sus puertas.

Nadie tenía claro para qué iba a servir.

—Es la nueva residencia de verano de la signora contessa —conjeturó Ágata la pescadora—. En abril bajará por la colina en ese coche suyo para pasar el verano junto al mar, y así se ahorrará los quince minutos de curvas de ida y vuelta cada día.

Pues Santino Arcangelo llevaba a diario a Carmela, en el coche alemán, a su sitio favorito al fondo de la bahía, donde se sentaba sola bajo una sombrilla y se embadurnaba de crema los brazos apergaminados.

—Estos ricos se gastan el dinero en cada cosa... —dijo Bepe.

—En televisores, por ejemplo —lo chinchó Ágata la pescadora.

—Es otro bar —terció Concetta—. Il conte pretende hundir nuestro negocio, como Arcangelo.

El edificio rosa dominaba el horizonte, con sus puertas abiertas y su aparcamiento desierto.

—Es un hotel —anunció Tonino aquella noche, zanjando la cuestión—. He visto el letrero y un pequeño mostrador de recepción con una campanilla de latón.

En la isla nunca se habían ofrecido tantos empleos como durante las semanas previas a la inauguración del hotel. Había que limpiar y sacar brillo, y regar con manguera el césped del nuevo establecimiento («Un desperdicio lamentable», protestaba Pina); había que acarrear las camas, los armarios y las mesas del comedor que el nuevo conte había encargado en la isla vecina; había que preparar exquisiteces de la zona y platos extranjeros en la enorme cocina metálica. Incluso contrataron a la antigua banda de la isla para aportar un toque de sabor local. Una mañana, cuando los isleños despertaron, vieron un inmenso transatlántico blanco flotando cerca del muelle como si fuera una aparición, anclado en las apacibles aguas de la bahía. Los niños corrieron a su encuentro, y mientras daban brincos, la banda se lanzó con nerviosismo a interpretar su repertorio de canciones de la isla. Cuando los llevaron hasta la orilla, los visitantes desembarcaron aferrados a maletas, bolsas y baúles como si los hubiesen rescatado de algún desastre en alta mar, farfullando en sus extraños idiomas norteños y sin saber muy bien si dejar una propina al barquero del ferry o dar monedas a los niños.

En ese punto surgió un problema. Aquellos nuevos turistas preferían la sala con aire acondicionado y la terraza con luz de neón del Arcangelo’s Beach Bar al oscuro y vetusto interior de la Casa al Borde de la Noche. El hotel del conte había cercado una sección de la bahía para ellos, y allí se instalaban en tumbonas de plástico. El bar de la playa les servía allí mismo cócteles americanos y whisky en finos vasos de cristal, de modo que, entre los lujos del hotel y el establecimiento climatizado de Arcangelo, aquel nuevo tipo de turistas no tenía necesidad alguna de emprender la calurosa subida hasta el pueblo.

—No me entra en la cabeza que alguien prefiera ese bar, teniendo éste aquí —sostenía Bepe—. Arcangelo cobra ciento cincuenta liras por su café, que encima sabe a pis de burro.

—Ve en busca de los turistas, Maria-Grazia —insistía Robert, mostrando interés por el bien de su mujer—. Anímalos a venir aquí. Les encantará la isla, igual que a mí cuando la vi por primera vez, pero tienes que convencerlos.

Finalmente, una mañana, una pareja de turistas del conte osó enfrentarse a la cuesta y subir hasta el pueblo. Se los vio deambular inquietos en torno a la palmera de la plaza justo después de que las campanas llamaran a misa. Maria-Grazia se armó de valor y se asomó a la puerta.

—Bienvenidos —dijo en inglés—. Adelante.

Tras una acalorada discusión, la pareja cruzó el umbral del bar.

—¿Café? —ofreció Maria-Grazia—. ¿Té? ¿Pastelitos?

Los recién llegados, con su pelo dorado y la tez ligeramente enrojecida por el sol, echaron un vistazo a los ancianos que jugaban a scopa en el rincón, a la vieja radio, sintonizada en una emisora siciliana, a las sudorosas vitrinas frigoríficas, repletas de bolas de arroz y pastelitos, a la cafetera. El hombre hizo un gesto como si abriera un libro.

—¿Menú? —preguntó.

—No tenemos —explicó Maria-Grazia—. Pero les prepararemos lo que deseen. ¿Un café, tal vez? ¿Una bola de arroz?

El hombre negó con la cabeza y terminó por preguntar cuánto costaba un té.

—Treinta liras —respondió Maria-Grazia—. Tres centavos estadounidenses.

Pero la pareja, después de dirigir un último vistazo a las bolas de arroz, volvió a negar con la cabeza y se marchó.

Según Bepe, la Casa al Borde de la Noche era demasiado barata.

—Arcangelo tiene dos listas de precios: una para los turistas y otra para los pescadores.

—No podemos hacer eso —protestó Robert, escandalizado ante semejante afrenta a la honestidad de su mujer—. La Casa al Borde de la Noche no es esa clase de negocio.

—A los turistas no les gusta pagar menos de lo que esperan. Lo habéis visto con vuestros propios ojos con los que se sientan en vuestra terraza, los arqueológicos que vienen a visitar las cuevas. Ya habéis visto qué propinas dejan: pagan treinta liras por un café y dejan ochenta de regalo. Les cobráis menos de lo que esperan y creen que les ofrecéis un café de mala calidad. O peor incluso, que vivís en la pobreza, como los cabreros de antes de la guerra, y cualquiera de las dos cosas los hace sentir incómodos, Mariuzza.

—Me niego a cobrar precios diferentes. No sería correcto —zanjó Maria-Grazia.

Arcangelo, en cambio, tenía el negocio asegurado con sus dos listas de precios.