SÓLO EL TIEMPO
Cada día anhelo menos cosas que no puedo tener. He ido encontrando muchas de las deseadas y otras ya no las quiero. Y de cuantos deseos imposibles tuve, sólo el tiempo y la intensidad necesaria para vivir parecen urgentes.
Ese deseo de lo imposible se pierde con los años. Sin embargo, lo que deseamos con fuerza en la niñez, aún nos golpea de pronto con el placer de encontrarlo.
Hay en Chetumal un lugar llamado El Palacio de las Pelucas. Una suerte de bazar oriental, en mitad de Macondo. Ahí uno encuentra tesoros de a tres dólares: libretas, plumas, polveras, prendedores de pelo, bolsas con lentejuelas, monederos con chaquiras, correas, carteras, relojes. Todo lo que a uno nunca se le ocurre que exista aparece entre dos aparadores. Y así como en algunas ciudades lo crucial es mirar algún museo, en Chetumal puede haber mil diversiones, pero la inevitable es ese paso, lento y reiterativo, por el célebre Palacio de las Pelucas. Adivinar cómo fue que así nombraron a la tienda, porque pelucas no se ven por ningún lado y es difícil imaginarse que, alguna vez, alguien haya comprado o vendido una peluca a la orilla del Caribe. De lo demás, casi puede encontrarse cualquier cosa. Así que no tendría por qué parecerme extravagante haber dado ahí con las muñecas de cuerda que de sólo mirar me devolvieron a la edad en que aún hay imposibles como desafíos. Estaba vestida de azul, tocaba un vals y abrazaba un conejo. Pensé que la compraba para Eugenia, mi ahijada, pero cuando volvimos a México decidí guardarla un año más, para que a ella le interesara tanto como a mí. Pasó el año sin que yo me acordara de la muñeca dormida en mi ropero, hasta que volvimos de nuevo a Chetumal, al Palacio de la Pelucas y al rincón de donde la traje. En cuanto las vi, fui a buscar a Eugenia para prometerle el mejor de los regalos y la llevé, por los pasadizos de la tienda, hasta el rincón aquel de las muñecas con música. «¡Mira!», le dije, como quien enseña un paraíso. Me respondió un silencio. Me incliné a buscar su cara. «¿Te gustan?», le pregunté esperando que quisiera cuatro. Otro silencio. «¿No te gustan?» «No», dijo muy seria. «¿No?» «No.» «¿No? Imposible. ¿No quieres una?» «No», dijo llevándome hasta un mostrador en el que había un juego de cosas cuyo sortilegio aún no entiendo. Su hermano tenía uno en las manos y ella se hizo de otro y me deshizo el sueño. Todavía no lo puedo creer. Su respuesta me dejó tan pasmada como el propio Palacio de las Pelucas. Fue una sorpresa más. He dicho que ahí todo se encuentra. Y hasta los desencantos tienen gracia.