COMO UNA CANDELA

 

 

En febrero aún hace frío aunque los fresnos empiecen a recuperar las hojas. Aún es principio de año, pero se siente ya que vamos tarde. Diré mejor, que voy tarde.

Me gusta cuando el tiempo se estira hasta perderse en un horizonte sin meses.

No sucede en febrero. El principio y el verbo todavía están muy tiernos y no hay a dónde arrimar el desgano. Cuando era yo chica —cuento ya demasiado ese tiempo, lo que revela la edad que voy cantando—, empezaban las clases en febrero. Y entonces este mes tenía una gracia que ha perdido. Terminaban aquí las vacaciones. Y había que ir a la papelería a comprar los nuevos útiles escolares. En febrero todo era libretas, lápices, cuadernos, libros, gomas, papel para forrar. De vez en cuando otra mochila. No para mí. Había hermanos abajo. Yo tuve una que me duró toda la primaria. Cuando la compramos era de una piel dura y clara que poco a poco se fue oscureciendo y ablandando. Ahora podría yo tratarla como una antigüedad, un lujo decadente y no una pena. Le podría yo amarrar un pañuelo fino y usarla para subir al avión con ella en la espalda. Tenía al frente una faltriquera, como para guardar cosas pequeñas. Ahí podría ir el pasaporte con el pase de abordar que ahora debemos ir sacando en cada puerta. ¿En dónde habrá quedado esa mochila? ¿Y las cuatro idénticas que usaron mis hermanos? Las habrá tirado nuestra madre en alguna de aquellas limpias que hacía justo en febrero. Le daba en este mes por regalar lo viejo. Pero hay que decir que viejo era sólo lo muy viejo. Ahora los niños estrenan y desbaratan una mochila al año. La mía duró seis. Y hoy me han entrado unas ganas de mirarla que si cierro los ojos aparece. Con las dos hebillas gordas que la cerraban. ¿Qué tendría dentro? Si fuera martes el cuaderno de geografía, el libro de historia. Clases de gramática y aritmética había siempre. Un cuaderno de rayas y otro de cuadrícula chica. Una felicidad la clase de gramática. Hasta la palabra me gusta. Y eso que no tiene diptongos. Para mí las mejores palabras tienen diptongos. Ellas han de saberlo, por eso aparecen con tanta facilidad. Euforia, Emilia, sabio, fiera, cuita, patio, aire, bueno, diente, genio, jaiba, juego, cielo, Sauri. ¿Se desbaratan los diptongos cuando llevan acento? Pocas veces. Guía, capicúa, sombrío, son diptongos. Y armonía suena suave como diptongo de vocal cerrada con vocal abierta. En cambio muerte suena dura como aquello que nombra. ¿Qué habrá sido de mi mochila? ¿En qué abrevadero acabaría? Igual y viajó hasta un triptongo, fue a dar a Cuautla donde mi abuelo tenía una pequeña huerta. Pudo ser huésped y sentirse huérfana, para seguir con los diptongos acentuados. Seguro anduvo rodando por otras casas hasta que nadie la quiso. ¿Cómo era eso de que dos vocales juntas que no hacen diptongo se llaman hiatos? ¡El ejemplo era poeta! ¿Qué habrá sido de mi mochila? ¿En cuál pausa, paisaje o magia se habrá perdido?

Yo salía corriendo con ella los viernes en la tarde. La dejaba en el suelo mientras tomábamos la clase de baile. Bien vio desde ahí mis pies moviéndose al mismo ritmo que los de mi hermana y mis primas. Los cuatro jinetes del Apocalipsis, nos llamaba mi papá. María Isabel, Alis, Verónica y yo. A María Isabel le decíamos Mayu. No sé por qué. Era aguerrida y fuerte. Morena y con la nariz respingada. Tenía la voz ronca y un aire de a mí no me importa que por desgracia fue perdiendo con los años. Quería que la quisieran. Y que su mochila volviera con mis calificaciones dentro. Se las habría yo dado. Total, tenía ya los diptongos y las esdrújulas. Me divertía la clase de gramática y a ella le daba igual. En cambio, era buena para los deportes. Yo fui tan mala que avergonzaba incluso a mi mochila. En varios de esos juegos se extravió por un rincón hasta la hora de irnos. Dizque para no estorbar, pero yo la ponía lejos. Cuando la capitana de un equipo ganaba el derecho de elegir a su primera jugadora, lo que pedía siempre era no tenerme. Su poder de elección estaba antes que nada en dejarme fuera. En cambio, a Mayu la llamaban siempre. Y allá iba, a saltos con su risa. Dejaba junto a mí su mochila igual a la mía. «¿Por qué no soy como tú?», decía una vez llorando cuando sacó tantos sietes que no quería volver a su casa. «¿Por qué no juego como tú?», le contesté sin consolarla. Evoco a Mayu temiendo, cuando era tan valiente. Hasta la punta de un árbol antes que nadie. Hasta aprender a enredarse los pañuelos de tal modo que nunca su cabeza fue tan linda como cuando la enfermedad le tiró el pelo. Eran iguales nuestras mochilas, teníamos la misma edad hasta hace poco, era febrero la vez en que le dije que no rezaba ya, como ella sí. Fumaba todo el santo día. Igual que su madrina y la tía Nena. Echó al aire un humo largo y amenazó: «Me moriré prendida de un cigarro».

¿A dónde irían a dar nuestras mochilas? La suya habría gritado no seas necia. Era más nueva que la mía. Nuevas se veían preciosas. No lo presumían al venderlas, pero eran biodegradables y no contaminaban. Viejas, arrugadas, tenían la dignidad de la experiencia. Ese bien que nadie quiere y que a todos llega. Nuestras mochilas se habrán vuelto polvo como tantos zapatos y tantos bien amados. ¿Bien es diptongo o es hiato? Diptongo. Una vocal cerrada y una media. Bien se deriva del latín bene. No era diptongo. Quedó mejor en español. Bien puede ser adverbio de modo, sustantivo y adjetivo. Lo hace bien, es el bien mismo, estar bien. Los bien amados, digo, se piensan tanto. Ahí bien es adjetivo. Porque amado es sustantivo. En bien amar, es adverbio. Pienso en los bien amados. Son muchos ellos y caben todos en la misma memoria. Como cupieron los pronombres en la mochila.

Para cuando entré a sexto, la pobre estaba tan gastada que yo le amarraba a un tirante el suéter del uniforme rojo y los llevaba a cuestas a los dos. Queriendo disimular a una con otro. Juntos están en mi memoria de los últimos días que anduvieron conmigo. En el febrero de mis trece años dejé de verlos. Entré a la secundaria y a los amores contrariados o exultantes, según el capricho de quien nos mirara. Entré a la ironía triste que rige los sonetos de sor Juana, a contar el despecho por Lizardo y el tedio con Feliciano. Entré al «detente sombra de mi bien esquivo». Entré a lo que podrían considerarse los últimos días del febrero de mi vida si, como mi madre, consigo llegar a los ochenta y cuatro años. Lo sabe una regla de tres: digamos que si ochenta y cuatro años equivale a doce meses, ¿cuántos meses hay en trece años? Uno punto ocho, ¿verdad? Las matemáticas no fueron mi fuerte, porque requieren un trato serio con la lógica, pero la aritmética sí. Podía verse. Lo de que no es posible sumar peras con manzanas resultaba aceptable, pero tomadas como frutas sí que podrían sumarse. Y como cosas que uno compra en el mercado, hasta con las calabacitas y las espinacas, el piloncillo y las veladoras deben sumarse.

Por estos días se compran muchas veladoras. El 2 de este mes es fiesta de la Candelaria. La gente lleva a bendecir cirios (otro diptongo), velas, candelas. La religión católica imagina que ese día, cuarenta después de nacido Jesús, lo llevaron sus padres a presentar al templo de Jerusalén. Semejante celebración se juntó en México con el inicio del año azteca y las ofrendas de maíz para Tláloc. Dicen que de ahí viene lo de comer tamales. Adivinar. También cuentan que ese día se apareció la Virgen de las Candelas. Una mujer cargando un niño y unas velas. Entonces había menos precauciones que en los cincuenta, que sin duda tenían menos precauciones que en 2014. No sé si mi mochila de 1957 se permitiría en estos años. A la mejor sería sospechosa, sin duda haría mucho ruido al pasar por los arcos de revisión y siempre le sacarían la cantimplora con agua de Jamaica porque cabría la duda de que llevara nitroglicerina en cantidades suficientes como para hacer estallar un colegio. Por lo pronto, febrero la ha traído, como una candela, a iluminar el negro de mis ojos cerrados, pensándola.