APENAS UNA LOCURA
Se llama Inés. Doy con ella en el lugar donde a las dos nos peinan desde hace veinte años. Sólo a veces coincidimos. Y siempre me da gusto encontrarla porque mira con la chispa de una inteligencia sin alardes.
Trabaja investigando sabidurías y tiene una actitud apacible que cada amanecer escasea más. Yo siempre ando corriendo. A veces no sé bien de dónde a dónde pero, lo que nunca pensé: de repente se me está contagiando un mal abominable que, cuando se agudiza, puede ser mortal. La primera vez que oí del síntoma lo describió Eduardo Mata en una semblanza que le hizo la Revista Siete, hace cuarenta y dos años: «Vivo con la angustia de estar perdiendo el tiempo». Mal peligroso el de quien esto siente, por eso no ha de ganarme la batalla. De todos modos, corro. No para calmar mi angustia, sino para no provocar la de otros.
Tenía tiempo de no ver a Inesita, como aprendí a llamarla porque de siempre la llamó así mi comadre, la osada fundadora de la peluquería. Tiempo de no verla y, una mañana, atisbé desde la puerta que alguien tenía tomado el trabajo de Eli para la siguiente hora y media. Porque estaban sus pies en agua tibia y sus manos entregadas a la primera capa de barniz. El pelo húmedo y el futuro para ella sola. Me dio tanta pena haber perdido el turno, como gusto encontrar a la contundente, pero suave, Inés. Ni modo: el que tarde llega mal se aloja. O se va. Como intenté hacer yo.
Lo anuncié y les di un beso. «No, Mastre —dijo Inesita—, yo tengo tiempo. Que la atiendan a usted, ahora vengo sin prisa.»
Saben quienes saben la dosis de generosidad que puede haber en tal gesto. En primera instancia, me di el lujo de negarme a tal sacrificio, pero ella insistió y no pude resistirme al regalo. Vi una aureola en torno a su cabeza. Se lo dije. «Es que estoy enamorada, Mastre», soltó como sucede cuando el bien es tal que uno quiere regalarle un pedazo a medio mundo. Hace años que Inesita no hablaba de novios, ni de esperanza alguna. No sabría yo cuántos años tiene, pero actuaba como quien ha pasado la página y se entretiene trabajando en exceso y coleccionando cosas raras. En su caso imanes con figuras o sentencias inapelables, para pegarlos en la puerta del refrigerador.
Cuando fuimos al pueblo de Shakespeare, en medio de uno de los peores fríos que he sentido en la vida, le compré uno en la tienda de recuerdos. «Love is merely a madness», dice. Me lo había pedido, contra toda su timidez, cuando supo que me iba de viaje. Un imán para el refri. Imposible olvidar la extravagancia de tal solicitud. No supe entonces sino del antojo sencillo, casi infantil, de quien me lo pedía. El amor es sólo una locura, apenas una locura, meramente una locura. Eso le traje, y no vi que le entusiasmara mucho. En cambio, ahora, su estampa toda habla de que la ha tomado semejante certeza. Su novio de un tiempo tuvo a bien irse diez años y volver hace tres meses, con un hijo de apenas lustro y medio. Llegó a pedirle que lo aceptara de regreso y ella dijo que sí, como si nada. Dijo que sí y le volvió el color a las mejillas. Ya se las pinta con regularidad, se pone labial y hasta negro en las pestañas. Esto último apenas lo conseguimos el día del que hablo, porque le pedí a Eli, la actual comandante de lo que han dado en llamar «estética», que se hiciera cargo de sugerir tal desacato. Inesita lo aceptó para completar mi asombro.
Media mañana, y ese perder el tiempo me pareció una inversión. Conversamos. Lo que no sé es cómo llegamos a sus abuelos. Supongo que si uno jala el hilo, siempre acaba en los antepasados. A su abuela, también llamada Inés, se la robaron. Contra su voluntad, la levantaron corriendo en un caballo. Así se la llevó el abuelo Juan.
«La pobre contaba que iba a la iglesia y le pedía mucho a Dios que le pusiera dentro el amor por ese hombre.» Y su dios le hizo caso. Ya lo dice el célebre fallo chino: «Los dioses nos castigan oyendo nuestras plegarias».
El abuelo Juan era alto, fuerte y al poco tiempo mujeriego. Muy mujeriego. Todo esto sucedía en Atizapán, Jalisco, donde entonces todavía se molía el nixtamal en el metate y no era del todo inesperado que un hombre le pegara a su mujer. Cuando eso empezó a suceder, la abuela fue otra vez a la iglesia a pedir que le quitaran el amor por tal hombre.
Inesita me contó estas cosas, como quien borda mientras dice López Velarde: «Y pensar que pudimos, / enlazar nuestras manos / y apurar en un beso / la comunión de fértiles veranos». Pero yo no tenía paciencia: «¿Cómo que le pegaba?» «Sí, Mastre.» «¿Y sus hijos?» «Trataban de detenerlo pero él era muy fuerte y le tenían respeto.»
Algo que enardece por dentro quiso llevarme a emprender una diatriba, pero diciéndola suave, con educada tranquilidad, como a López Velarde: «Es que mi desencanto nada puede contra mi condición de ánima en pena». No lo conseguí. Mientras Inesita ejercía, esa vez sí, su primogenitura en el orden de llegada, yo tuve espacio para opinar: «Qué abuelo más cabrón el tuyo. Como para matarlo». «¿Cuándo iba ella a creer eso, Mastre?», dijo Inés. Yo busqué templanza en un ratito de silencio. Apelé a López Velarde: «Creo que hasta le debo la costumbre / heroicamente insana de hablar solo».
Inesita volvió a contar un detalle y el otro de lo que atestiguó. El mentado abuelo Juancho tenía pasión por su caballo. Y la insensata certeza de que las mujeres no podían ni pasarle muy cerca, mucho menos montarlo, porque le daba mala suerte. Antes pegarle un tiro que dejarlo vivir si una mujer lo montaba. Decía tales cosas con cierta contundencia, pero algunos hasta se divertían oyéndolo como quien oye a un río revuelto.
Tenía sus altibajos el abuelo. Se sentaba a comer con la familia y, a veces, hasta lo agradecía. Pero con la misma, se iba poniendo loco.
Una tarde Inés lo vio golpear a su preciosa mamá grande. Y le dio tanta rabia ser inofensiva que corrió a buscar al tal caballo. Montó en él y anduvo hasta la plaza ostentándose. Le jaló la rienda, para que relinchara haciendo alboroto. Lo hizo y resonó por medio pueblo. Inés tiene mucho pelo y muy negro. Con semejante melena y desde unos ojos enardecidos miró a su abuelo acercarse con un fuete. Sintió dos latigazos. Repito que esto ella lo dice como una recitación, no hay escándalo ni altisonancia en sus palabras. Yo volví a la insana costumbre de hablar sola.
Dijo Inesita que entonces se acercó su papá pidiéndole que explicara por qué había hecho eso:
—Porque papá Juan le pegó a mamá grande y él sólo quiere a su caballo. Lo monté para mancharlo, a ver si lo mata, para que algo le duela.
Dijo esto y se bajó despacio. Luego corrió.
No iba muy lejos cuando oyó el disparo.
—No te lo creo, Inesita.
—De verdad, Mastre. Lo mató.
En un sano intento de volver a la frágil realidad sugerí las uñas más claras. Inesita siguió narrando:
—Por eso, cuando se murió, mi mamá grande estaba parada junto a la caja sin una lágrima. La gente se acercaba a decirle que no tuviera vergüenza, que llorara cuanto quisiera. Pero ella nada más estaba ahí callada, pensando que en cuanto lo enterraran se iba a ir al monte a gritar de gusto.
(Yo inventé esta escena, me dije. Yo la inventé hace treinta años y ahora me la devuelven como cierta. Siempre ha de ganarme la realidad.)
—Créamelo, Mastre, así eran mis abuelos. ¿De qué me voy a espantar, yo, ahorita? Si regresó, que se quede. Ni maldice, ni grita, ni pega. Yo encantada.
Una locura, el amor. Sólo una locura, dice el imán.