NOS PERDONARÁN LAS HORAS
Pasa el tiempo con tanta vehemencia sobre nuestro mundo que de pronto parece como si nos lo arrebatara. Que digan si no es así, los seis viajeros a los que cobijó una lluvia de gotas iluminadas sobre el mar de Cozumel. Volvieron hace no mucho, bautizados con esa luz y seguros de que no hay en el mundo mejor sitio para vivir que este nuestro país.
Una semana dentro de aquel ensalmo, rehusándose a todo lo que no sea aquel brillo, y cualquier espanto desaparece.
Anda en vilo nuestro paso porque la tierra se siente más dispareja que nunca. De un día para otro el desorden cambia de rumbo y cada nueva noticia embiste a la anterior, aun cuando cada rara dicha enmienda un agujero que dejó el día de ayer.
La vida pública, eso que está en el aire y que cada día entra con más intensidad por la ventana, bajo la puerta y desde el cielo, unas veces agobia más que otras. Patria se llama esto que vemos y nos aprieta, no siempre esto que repiten quienes la miran para contárnosla: en los noticieros, en los periódicos, en los estudios de quienes buscan entenderla con cifras, en la pura información de un boletín que avisa cuántos murieron dónde. No necesariamente quiénes, ni por qué. Un preso que ojalá y no hubiera nacido, veinte muertos para velarlos en una sola noche.
Patria: el lugar en que vivimos, al que tememos, que nos fascina. Patria, esta promesa que no acaba de cumplirse. Habría que ser López Velarde para llamarla «suave patria», para decir esta emoción sin mancharla.
Y nosotros, ¿qué hacemos? Yo divago y pregunto: ¿no era la patria el sabor de las cosas que comimos en la infancia? ¿Aquel hallazgo de Luis Cardoza y Aragón?
Cuesta vivir sin ver, como hacíamos entonces. Trato a veces de no tocar lo que hay afuera, de oír la música más sabia, y leer la poesía que mejor suena: «Luciente honor del cielo / en campos de zafiro pace estrellas. Góngora dixit».
Acabo así, de pronto, en un oboe del siglo XVIII y una rima del XVI, para sobreponerme a las balaceras que recuenta el día. Encuentro a Garcilaso de la Vega: «Yo no nací sino para quereros / mi alma os ha cortado a su medida / por hábito del alma misma os quiero».
Voy haciendo un recuento: mi querida comadre Ofelia se casó, tras veinticinco años de espera, con el amor de su vida. La conocí porque su salón de belleza, pequeño y casual, abierto seis días de la semana, once horas diarias, queda en la colonia Cuauhtémoc. Y ahí vivía una yo que aún vive en mí, aunque ya no se note siempre. Mi madre lo descubrió un día en que paseaba a mi sobrina Daniela rumbo al zoológico, en busca de la mamá de Bambi. No había entonces más rifles ante nuestros ojos que aquellos que mataron a la pobre cierva que Daniela encontró en Chapultepec, de vuelta en la vida.
El pequeño postigo del salón se abrió para responderle a la señora Guzmán que sí, que ahí la señorita Ofe cortaba el pelo. A ella volvió unos días después. Cuarenta pesos cobraba mi comadre, en 1976. Al poco tiempo llegué a ese hueco del mundo. Y nos hicimos amigas. Hace treinta y siete años. Desaprendí a peinarme y toda la flojera que daban mis mechas quedó en sus manos.
A tan grato romance vino a ponerle trabas el señor don Villa, cuando hace casi un año se casaron, y él la llevó a vivir a Michoacán. Entonces, podríamos decir que «El agua clara con lascivo juego / nadando dividieron y cortaron».
El casamiento fue en una iglesia con modales de neoclásico actualizado. Yo vi las fotos despacio, lo que me hizo reconocer, tras el altar, a ese señor cura que entrevistaron cuando acabó la matanza en la plaza de Los Reyes.
Mi comadre, que se mudó a la «paz» de aquellos lares cálidos, que me había contado el resplandor de las flores en su patio, que por fin puede levantarse a las ocho de la mañana, al aire siempre cálido, luego de un largo rato de oír despiertos a los pájaros, vive nada menos que en el centro de ese huracán incomprensible. Ella que se fue hasta allá para descansar, para alejarse de esta guerra de mugre que es la Ciudad de México, de este trabajo que le tenía los brazos exhaustos, vive a dos pasos de aquel desastre. Y no piensa volver, porque según me dice, las balas no le quedan muy cerca.
«Haga de cuenta que yo vivo en Tacubaya y esto pasa en Río de la Plata», me dice tan campante.
Sin tráfico, yo hago cuatro minutos de mi casa a lo que fue su salón en Río de la Plata. Así es que ella vive a cuatro minutos de la plaza. Pero asegura que no está tan cerca. Dichosa sea su mirada sin miedo, bañada por la inocente certidumbre de que la belleza, el verde y cálido monte cercano a su casa es un ensalmo. «¿Qué me queréis caballero? / Casada soy / marido tengo. Casada soy / por mi ventura.»
No sé a dónde me dirijo yo con este cuento, pero dice una bienquerida politóloga que ella ha aprendido a leer en este andar a tientas. No voy a ningún lado. Voy haciendo el recuento.
En Puebla se promulgaron dos leyes de apariencia sencilla: una castiga el maltrato a los animales, la otra prohíbe el uso de pendones para pedir el voto y hacer propaganda política. ¿Cómo no ir a encontrar estas rimas cultas, exageradas, gongorismos? «Repetido latir, si no vecino, / distinto oyó de can siempre despierto / y en pastoral albergue, mal cubierto / piedad halló, si no halló camino.»
Gabi estudia para maestra en Zitácuaro. Al salir de la universidad encontró a Diego, su hijo, fuera de la escuela. Los habían sacado porque oyeron tiros. ¿Qué hizo Gabi? Tomó al niño de la mano y se fueron a su casa, como si nada. Tan tranquilos. Pensando en que si el padre de Diego volvía de Estados Unidos, a la mejor, para bien de él, quién sabe si para mal de ellos, lo recibirían. Dice ella que por su casa, hasta para abrir un negocio de hilos hay que pagarles a los criminales, hasta las que venden tortillas tienen que dar cuota. Por todos lados están. Pero no hay tiros, se consuela. Hay de todo, pero no hay tiros. Así que dice, sin alardes, que ahí aún hay paz. La oigo hablar y voy al diccionario: «Antítesis es el recurso estilístico que consiste en contraponer dos sintagmas, frases o versos, que expresan significados opuestos». Góngora era el rey de estos juegos. Le hubiera gustado Gabi, que es una contradicción en sí misma.
Tantas cosas suceden que conmueven.
Unos novios tuvieron a bien casarse, en Tlayacapan. Se veían dichosos de tal modo que hasta quien dijo que jurarse amor eterno es tentar al destino aceptó como un acierto el desafío. Y hubo mesas largas con bancas a los lados, botellas con flores puestas como al pasar y banderas de papel picado moviéndose con el ruido de la música tecno, a la que no entiendo, pero bajo la que conversamos hasta la medianoche, mientras los jóvenes brincaban su juventud sobre nuestras palabras. «Youth is wasted on the young», nos había dicho una joven linda y lista, esa misma mañana riéndose de la cita y de sí misma.
La juventud está desperdiciada en los jóvenes. Lo escribió Bernard Shaw, que no sé cómo es que vino a aparecer en mitad del Siglo de Oro y del país que a veces se ve en llamas y a veces es pradera. Árbol testigo, como este que ahora miro. Góngora es un antojo a cualquier hora. Aun si peleaba con Quevedo a quien tanto queremos. Góngora y don Francisco son dos sintagmas que uno asocia y quiere, sabiendo que se odiaban.
«Mal te perdonarán a ti las horas; / las horas que limando van los días, / los días que royendo están los años.»
Pasa el tiempo y levanta nuestro arrojo. No hay que temer al ahora aunque dé miedo. Es mucho lo que pasa que no es malo. En todas partes, como antítesis, hay gente buena. Bien nos perdonarán las horas.