MEMORIA DE MI AMNESIA
Buena parte de lo imprescindible está en nuestra cabeza porque antes nos anduvo en el corazón.
He oído por primera vez el nombre y la historia de una mujer que no conozco. Aparece en la plática al fin de una comida con amigos. Pregunto quién es ella.
Me cuentan algo que no me dice nada, sino que hubo un tiempo en que mis comensales eran aún más jóvenes que cuando los conocí. Y que ya tenían una vida que contar, aunque fueran tan jóvenes entonces.
Pienso que si hablara yo de mi compañera Lupita Saldaña, ellos tampoco sabrían quién es, ni lo que contó para mí su presencia tímida en el salón de clases. O de Carlos Gutiérrez, a quien no he nombrado en más de cincuenta años y que si ahora apareciera vendría como de apenas ayer. Tenía polio. Y teníamos seis años.
Hay nombres que no decimos, gente de la que no hablamos nunca, y que está con nosotros, y sólo con nosotros, como parte del sortilegio que nos mueve a andar vivos. Justo ahí dentro: en la memoria de nuestra desmemoria. Gente por la que haríamos cosas que a nuestros íntimos les parecerían inauditas.
Se acercan de repente.
«¿De dónde salió este nombre nuevo?», preguntan los demás. Sólo lo sabe el dios del adiós. El que no olvida.
Carlos apareció hace unos días, en el aeropuerto de Nueva York. Ahí, en el centro de la banda en que se ponen las maletas, estaba la foto de alguien famoso con el imprevisto aviso: «Estamos a punto de acabar con la polio». Me desconcertó. ¿No habíamos acabado con la polio hace muchísimo tiempo? Una generación debajo de la mía, en México nunca volví a encontrar a nadie con esa carga. ¿En dónde sigue habiendo la muda enfermedad que marcó los años cincuenta con su invisible prodigarse? No lo sé. El aviso está en la terminal por la que también desembarcan los aviones que llegan de Pakistán, India, China, África. Al leerlo casi creí ver a Carlos Gutiérrez cruzando la puerta del colegio. Tenía las dos piernas cercadas por unos fierros a la altura de las rodillas. Y se movía apoyado en unas muletas chicas, como él. Unas muletas que contrastaban con la cara siempre vivaz y alegre del niño que las usaba. Tenía el pelo lacio y brillante como la piel de una castaña. Su hermana se llamaba Estrella. Imagino lo que habrá sufrido su mamá. Entonces no se me ocurría pensar en eso. Pero ahora mismo los Gutiérrez podrían aparecer y pedirme cualquier cosa que estuviera en mi mano. Como si los acabara de ver y tuviera con ellos alguna cuenta que rendir. Por eso es que no ha de parecernos extraño que cada quien traiga su carga de aparentes extraños a la mesa de nuestra casa.
Leo que apenas el año pasado, en Nigeria, unos parroquianos mataron a cinco trabajadores de la salud que andaban vacunando. Imposible entenderlo. Se me había olvidado por completo que alguna vez supe del miedo a las vacunas, descubro que nunca había oído de ataques a quienes traen un bien al que se resisten la ignorancia y la religión. Sin duda, no vivimos en el peor de los mundos. La estadística puede ayudarnos a creer que sí, pero también a saber que no. Hace poco más de veinte años que no aparece un solo caso de polio en América.
Cuando las primeras vacunas llegaron a Puebla, nuestra madre se presentó, la primera, en el consultorio del pediatra. Muchas mujeres temían llevar a sus hijos porque hubo la idea de que el mal llegaba por ahí, pero a nadie se le ocurrió matar a quienes traían la nueva. Luego semejante teoría se volvió una barbaridad, al menos en nuestro rumbo. Pero de que la hubo, incluso puesta en la cabeza de alguien en sus cabales, vine a enterarme otra vez por la alegre boca de la dueña del prejuicio.
Por esas épocas la querida doña Emma, que vivía en Chetumal, preciosa como era y precisa como su lengua, se negó a ponerle la vacuna a sus vástagos. Y cuando lo contaba sin una brizna de arrepentimiento, concluía extendiendo las manos para mostrárnoslos sanos, inteligentes y hasta jugando futbol después de los cincuenta. La bióloga Soto, que es la esposa de uno de ellos, todavía se asusta, y no consigue descifrar el enigma en la cabeza de su suegra.
Dicen que a diario pasaba el médico del pueblo frente al soportal de su casa hecha de madera, brillante y suspendida en un tiempo en el que todo era inocente, para rogarle que lo dejara acercarlos a los bienes de la ciencia. Entonces y siempre, ella esgrimía su sonrisa de nariz respingada y su voz incrédula de cualquier milagro que no saliera del buen comer, y le decía que no. Me consta que aquí están los niños, sabiendo nombres que desconozco, a punto de ser viejos, tocados por la fortuna de no haber sido tocados por ninguno de los males contra los que no los vacunaron. Sin duda, excepciones de la estadística, dijeron ellos dejando a sus cónyuges pendientes hasta de la última vacuna de su prole.
A veces la amnesia permite una quimera, de la tierra bajo la que duerme brota a veces un tallo incipiente, y ahí aparece, sin más, la ventana de un salón de clases, abierta al parque donde hay un zoológico de cinco jaulas. En la de changos está uno comiendo plátano y columpiándose. El brote, al que dejó pasar nuestro olvido, trae un antojo. Ese chango veleidoso jugaba mientras nosotros repetíamos las tablas de multiplicar. Yo un día quise ser él. Desde allá me sonríe columpiándose. «¿A que no te atreves a decir que estás pensando en mí? Tiene problemas tu país, di, anda, interrumpe el argumento de quienes discurren en pos de lo importante y pon sobre la mesa mi cara de dos colores llamándote a no pensar, di que tú querrías estar columpiándote mientras pelas un cacahuate y ves entre los árboles a unas niñas que estudian bajo el sol de julio.»
Había colegio en el verano de mi infancia. Las vacaciones eran en invierno. Hasta que vino el primer aviso de la globalización y se pensó en igualarnos con el calendario del norte. Eso pasó hace mucho, pero no está en mi amnesia. Es una memoria que se actualiza. Uno de esos estorbos.
¿Qué sería de nosotros sin el olvido? ¿En dónde guardaríamos las emociones nuevas? Sin embargo, tuvo mi amiga un novio por el que habría dejado un mundo, si él se lo hubiera pedido, y como no se lo pidió, o por la ley que sea, aunque nadie lo sepa anda con ella de tarde en tarde. Interrumpiendo.
¿Quiénes seríamos sin estos indultos de la amnesia? Esta irremisible aparición de lo que sólo es nuestro. Nadie sabe, en esta casa, cómo se llamaba la profesora que me enseñó a leer y escribir. Usaba unos anteojos de vidrios verdes. En la mañana y en la tarde. Con sol y nublado. Yo la veía viejísima. Lo mismo pudo haber tenido cuarenta años. Toda ella era solemne y solitaria. Soltera y solterona. Pero tenía un matrimonio feliz con las vocales y las consonantes. La tosca asimetría de sus facciones se volvía hermosa cuando nosotros lográbamos unirlas. Aprobaba con la mitad de una sonrisa serena que ahora mismo me alegra.
Estoy viendo la taza llena de lápices, sobre mi escritorio. Tomo uno: «Amanda», escribo.
Bendita amnesia que me dejas vivir, y al tiempo, casi siempre, en un hueco de silencio abierto al día, mandas algún ensueño.