COSA DE ENCONTRARLA
Hay gente buena. Es cosa de dar con ella, porque ésa, como los amores, no se busca, se encuentra.
Hicimos, el mismo día, el viaje de Lanzarote a Milán, con una parada en Madrid. El primer vuelo fue, en efecto, como volar. Todo salió fácil, a tiempo, con suavidad. Para colmo de nuestra paz, el avión no iba lleno y amistamos con los dos azafatos, una mujer y un hombre, guapos, bien humorados, buenos conversadores. Todavía íbamos en caballo de hacienda porque de Canarias a Madrid corrió nuestro viaje por cuenta del banco. En dos horas nos dieron de comer, nos contaron sus vidas y hasta oyeron parte de las nuestras. Luego desembarcamos en el fantástico aeropuerto de Madrid. Creo que lo llaman la terminal cuatro. Precioso lugar. Hasta se le olvida a uno que es aeropuerto. Ahí cambiamos de avión y de clase social. A turista como las turistas que éramos. Y con los trabajadores que son los que viajan en turista. Dentro de todo, dentro de tres asientos en donde pueden ir dos, hicimos un viaje normalito. Junto a nosotros, en la ventana, viajó una mujer joven leyendo un libro en inglés. Ensimismada.
Como a las dos horas y algo de vuelo, cuando se pensaba que estábamos prontos a aterrizar, el piloto nos dirigió la palabra para contarnos que en la pista del aeropuerto de Linate había un accidente y que tendríamos que bajar en Malpensa. Hasta entonces le oímos la voz a la ensimismada lectora. No lo podía creer, nos preguntaba como si en nuestras manos estuviera la respuesta: «¿Y a mí quién me va a solucionar esto? ¿Y cómo voy a llegar a mi hotel que está a cinco minutos de Linate? ¿Cómo voy a pagar el taxi si es lejísimos? ¿Por qué nos pasa algo así? ¿Un avión en la pista? ¡Pues que lo quiten! Yo tengo que llegar a Linate. Mañana tengo juntas desde las ocho. Y yo no puedo perder este trabajo».
Daba ternura oírla. Nosotros nunca hemos conseguido volar Madrid-Milán o de regreso sin un contratiempo. Horas de retraso, abandono del avión, sin duda pérdida del equipaje y regaño de alguien de entre lo que se llama «personal de tierra». Así que la aparición de una trifulca no se nos hizo tan rara. Además, al día siguiente nos esperaba una jornada amable. En cambio, a la pobre Covadonga le tocaría un encuentro con los representantes
italianos de una transnacional en tratos con la transnacional en que ella trabaja. Pobre Covadonga, tenía el aliento en vilo. En verdad conmovía oírla. Le dijimos que no se preocupara, que la invitábamos a subirse en nuestro taxi y la llevábamos hasta Milán. La incredulidad se le plantó en los ojos. Y aterrizamos, como era de esperarse, en una estación remota así que, cuando el avión se detuvo, las puertas no se abrieron hasta que llegó el transporte que nos llevaría a la terminal. Mientras, la retahíla de hombres que atestaba el avión bajó, al unísono, las maletas, para una noche, que iban en los compartimentos superiores. Y empezaron a empujar como si de algo sirviera. Por fin llegaron dos camiones, dos buses, dos autobuses, dos transportes o como se les quiera llamar en nuestros respectivos dialectos, a esta suerte de trenes del metro que aparecen en los aeropuertos como aviso de que algo anda mal. (En México se les diría dos camioncitos.) Los hombres corrieron a subirse como si con su prisa adelantaran algo. Covadonga nos siguió sin interrumpir su disquisición sobre lo malo de los contratiempos en los viajes. Hacía rato que la noche era noche. Llegamos a la terminal y verla fue acabar de caernos de la carroza de Cenicienta. Un lugar gris, mugroso y por lo mismo inhóspito en el que hubo que buscar la banda a la que llegarían nuestras maletas. Y Covadonga
vino con nosotros. Era una rubita de ojos claros, con un jumper gris y unas zapatillas de plataformas curvas al final de unas piernas largas y bien hechas. Una mezcla de niña con uniforme del colegio y ejecutiva a medio vestir. Su maletita para una noche y un bolso grande.
El equipaje empezó a llegar despacio. Esperábamos el nuestro. Dos maletas normales y una chiquita. Bajamos dos de la banda y luego vimos cómo ésta se iba quedando vacía hasta que una mujer con apariencia de sargento despeinado gritó para que la oyéramos los diez pasajeros estupefactos que seguíamos esperando, que lo que no había llegado, ya no llegaría y que pasáramos con nuestros boletos de embarque a la ventanilla de reclamos. Faltaba la maletita de mi hermana. Una que se había comprado en Lanzarote, en un puesto callejero, por veinte euros, cuya utilidad me había presumido muchísimo y con razón. Covadonga vino con nosotros a pesar de que Iberia anunciaba ya la última salida de los autobuses que podrían llevar pasajeros de ahí a Linate, nuestro destino original. De pronto ya no se sabía quién protegía a quién. Nosotros la habíamos invitado a nuestro taxi pero, habiendo otro medio, ella debía tomarlo y dejarnos lidiar con la sargenta italiana en busca de la maletita. Se lo dijimos, pero no. Covadonga dijo que no se iba. Le aclaramos que esto de las maletas perdidas era lo nuestro y que no se preocupara, fuimos al baño por turnos, volví a pedirle que se adelantara y por fin, como una niña desvalida, me dijo que ella sin nosotros no iría a ninguna parte porque, no le daba vergüenza decirlo, tenía miedo. «No conozco a estos hombres, no sé qué puedan querer y no me voy a ir sola con ellos a ningún lado.» «Pero Covadonga, esto puede ser eterno.» «No importa, yo les espero», dijo. Y mientras esperábamos nos contó a qué había ido a Milán, por qué llevaba una botella de vino, cómo había conseguido su hotel por internet y por qué la compañía la había mandado a ella esta vez en lugar de a su jefe. Y no se iba. Verónica apuntó sus datos, dio la dirección en que estaríamos, firmó, volvió a firmar y por fin terminamos el trámite. Yo me empeñé en un taxi. «¿Qué vamos a hacer en un autobús espantoso?» «No es espantoso, verás, y es gratis, como debe ser», dijo ella empujando mi maleta. «Covadonga, ¿a dónde vas con eso?», le pregunté, pero ella arrancó a andar tras un señor que nos urgía a correr para que el autobús con los energúmenos del avión no nos dejara. Y mi hermana detrás, aliándose con ella para evitar el taxi. Llovía. Al salir vi lejísimos la línea de taxis y más cerca el autobús, pero ¿quién quería atenerse a un autobús proporcionado por no sé quién que nos llevaría a no sé dónde? Covadonga. Había dos, pero uno ya estaba lleno y arrancó. «Éste va a tardar horas en salir», dije necia con el taxi. Pero mi hermana y Covadonga ya habían hecho mancuerna. Así que pusimos las maletas en el autobús (es decir, Covadonga puso las maletas en el autobús) y subimos a sentarnos en la primera fila.
«Está bien esto», comentó mi hermana. Las ventanas del frente eran inmensas, planas, y daban al horizonte de una de esas carreteras italianas que siempre se ven perfectas. Los autos y la moda son de los italianos. No el buen modo. Pero para reírse con uno estaba Cova diciendo todo lo que le pasaba por la cabeza. «Pues ahora tendré que llamar a mi madre y engañarle para que no se preocupe.» Y la llamó: «Sí que estoy muy bien, que me he encontrado dos señoras muy amables, que ya vamos a Linate y te llamo al llegar al hotel».
Cuando colgó nos preguntó la razón de nuestro viaje y nosotros le hicimos toda la historia. «¡Pero qué barbaridad, qué bien ustedes! Y yo nada. Voy a cumplir cuarenta y no he hecho nada. Nada más que perder a un hombre.»
«Te habrá perdido él a ti», dijimos.
«Qué va, qué va, si el que se ha marchado es él. Me lo puso así: me voy, ya no te quiero. Siete años le llevó dar con eso. Y me morí. Esa noche me morí. Desde entonces es que no hago una. No hago una.»
«Covadonga, querida, ya tienes hambre», dije sacando de mi bolsa unas almendras.
¿Cómo pudo alguien dejar a esta criatura?, pensé. Hombre necio: con la mitad de una mujer como ella, podría hacerse un ejército. Empujó nuestras maletas, esperó nuestras maletas, corrió con nuestras maletas, y todo creyendo que lo hacía porque nos necesitaba. Cuando la necesaria era ella.
Al llegar a Linate nos despedimos como si fuéramos parientes. Mi hermana y yo tendemos a emparentar con facilidad, pero es que Covadonga empujando una maleta y necia con subirnos al autobús hubiera podido ser de la familia. Aunque se dedique a la venta de no sé qué tornillos, aunque lea libros de administración y no le dé por la literatura, aunque crea que los hombres hacen bien dejándola, Covadonga puede caber en este libro que nunca leerá porque lo suyo no es la poesía, ni la música, ni los diarios. Lo suyo es lidiar el mundo a pie, y ganarle a su modo. Creyendo que la ayudan, mientras ayuda.